(XXIII)
Extracto de los primeros seis mensajes recibidos del señor Cavor

Los dos primeros mensajes del señor Cavor pueden perfectamente ser reservados para el tomo, mucho más extenso que esta historia, pues se reducen a decir, con mayor brevedad y con cierta discrepancia en varios detalles, que no deja de ser interesante, pero que carece de importancia vital, los hechos referentes a la construcción de la esfera y a nuestra partida del mundo. En todo el curso de su relato, Cavor habla de mí como de un hombre muerto ya, pero con un curioso cambio de disposiciones a mi respecto, a medida que se acerca a nuestro desembarco en la luna.

«El pobre Bedford», dice de mi, y «ese pobre joven», y se reprocha por haber inducido a un joven «en manera alguna preparado para tales aventuras», a abandonar un planeta «en el cual, indiscutiblemente, debía prosperar porque para ello sí estaba preparado», y emprender un viaje tan precario. Yo, creo que Cavor da menos importancia de la que realmente tuvo, al papel que mis energías y mis aptitudes de hombre practico representaron en la construcción de su teórica esfera. «Llegamos», dice, sin más pormenores de nuestro paso a través del espacio, como si hubiéramos hecho un vulgar viaje en ferrocarril.

Y en seguida se vuelve cada vez más injusto para conmigo: injusto, cierto, hasta un extremo que yo no hubiera esperado de un hombre ejercitado en la investigación de la verdad. Después de hojear mi narración de esas cosas, ya conocida, tengo el derecho de afirmar insistentemente que yo he sido en todo más justo para Cavor, que lo que él lo ha sido conmigo. Nada he suprimido yo, poco he atenuado; y él… léase lo que dice:

«Rápidamente fui notando que el carácter, completamente extraño de nuestras circunstancias, de la atmósfera que nos envolvía: gran pérdida de peso, aire enrarecido pero intensamente oxigenado, consiguiente exageración de los resultados del esfuerzo muscular, rápido desarrollo de raras plantas brotadas de obscuros esporos, cielo lóbrego; excitaba indebidamente a mi compañero. En la luna, su carácter pareció transformarse; se volvió impulsivo, violento, pendenciero. A poco su locura de devorar ciertas gigantescas vesículas, y la embriaguez que éstas le produjeron, causaron nuestra captura por los selenitas, antes de que hubiéramos tenido la menor oportunidad de observar debidamente su manera de ser…».

(Ustedes observarán que nada dice de cómo él también se hartó de las mismas «vesículas»).

Y de ese punto salta a decir que:

«Llegamos con ellos a un paro difícil, y Bedford, interpretando mal algunos de sus ademanes —¡lindos aquellos ademanes!— se entregó a una violencia frenética: se precipitó furiosamente hacia ellos, mato a tres, y yo tuve forzosamente que huir con él después de tal atrocidad. A continuación peleamos con un grupo que quería cortarnos la retirada, y dimos muerte a otros siete u ocho. Dice mucho de la tolerancia de estos seres el hecho de que al volver a capturarme no me hicieran pedazos en el instante. Nos abrimos paso hasta el exterior, y una vez en el cráter nos separamos para tener más probabilidades de recuperar la esfera. Al poco rato de habernos separado, me encontré con un grupo de selenitas, a la cabeza del cual iban dos que eran curiosamente diferentes, aun en la forma, de todos los que hasta entonces habíamos visto; tenían la cabeza mucho más grande y el cuerpo más pequeño y mucho más envuelto en telas. Después de haber escapado de ellos durante un rato, caí en una grieta. El golpe me hizo una herida bastante profunda en la cabeza y me dislocó la choquezuela; al verme así debilitado y dolorido, decidí rendirme… si ellos consentían en aceptar mi rendición. La aceptaron, y notando mi lamentable condición, me condujeron al interior de la luna. De Bedford nada he sabido, ni tampoco, por lo que puedo colegir, ningún selenita lo ha visto, ni ha oído la menor noticia suya. O la noche lo sorprendió, o lo que es más probable, encontró la esfera y deseando ganarme la delantera, partió en ella; únicamente, lo temo, para encontrarse con que no podía manejarla, y sufrir una agonía más lenta en el espacio».

Y, con esto, Cavor me deja a un lado y pasa a tópicos más interesantes. Me desagrada la idea de que se crea que aprovecho de mi situación de editor de su historia para comentarla en mi interés; pero me veo obligado a protestar aquí contra el giro que da a esos acontecimientos. Nada dice del angustioso mensaje que escribió en el papel que hallé manchado de sangre y en el que refería o trataba de referir, una historia muy diferente. Aquello de su digna rendición es una faz del asunto enteramente nueva, debo insistir en ello, que se le ocurrió cuando empezó a sentirse seguro entre la gente lunar, y en cuanto a lo de que yo quería «ganarle la delantera», estoy completamente dispuesto a dejar que el lector decida quién de los dos tiene razón, sirviéndose para ello de mi precedente relato. Sé que no soy un hombre modelo…, nunca he pretendido hacer creer que lo soy; pero, porque no soy modelo ¿he de ser «lo otro»?

Como quiera que sea, aquí terminan mis reparos. En adelante puedo ser editor de Cavor con ánimo sereno, porque ya no vuelve a mencionarme.

Parece que los selenitas que se apoderaron de él, lo llevaron a algún punto del interior por «un gran pozo», y en algo que describe como «una especie de globo». Nosotros hemos comprendido, al leer la parte más bien confusa en que habla del asunto, y por varias alusiones casuales y palabras sueltas, esparcidas en otros mensajes posteriores, que ese «gran pozo» pertenece a un enorme sistema de pozos artificiales que van, de cada uno de los llamados «cráteres» lunares, hacia la parte central, penetrando basta una profundidad de cerca de cien millas. Esos pozos se comunican entre ellos por unos túneles transversales, atraviesan profundas cavernas y se ensanchan en grandes recintos globulares; toda la substancia lunar, hasta cien millas adentro es, positivamente, una simple esponja de rocas.

«En parte —dice Cavor—, esta esponjosidad es natural; pero en mucho es obra de la actividad industrial de los selenitas en tiempos pasados. Los enormes montes circulares formados con las rocas y tierra, procedentes de esas excavaciones, son lo que constituyen en torno de los túneles los “volcanes”», (como los llaman los astrónomos terrestres, engañados por una falsa analogía).

Por ese pozo lo llevaron, en aquella «especie de globo», primero a una lobreguez completa y después a una región de fosforescencia continuamente creciente. Los despachos de Cavor denuncian en él una indiferencia por los detalles, sorprendente en un hombre de ciencia; pero nosotros suponemos que esa luz era debida a los torrentes y cascadas de agua, que sin duda contenían algún organismo fosforescente y que corrían, cada vez con mayor abundancia, hacia abajo, al Mar Central. «Y al descender, —dice Cavor—, los selenitas se volvían luminosos». Por fin, debajo de él y lejos, vio un lago de fuego sin calor, que no otra cosa eran las aguas del Mar Central, que se arremolinaban, lucientes, en extraña agitación «como una luminosa leche azul en el momento en que hierve».

«Este Mar Lunar —dice Cavor más adelante—, no es un océano estancado: una marea solar lo empuja en perpetuo flujo en torno del eje lunar y ocurren extrañas tormentas, hervores y tumultos de sus aguas y a veces hay fríos vientos y truenos que ascienden por las transitadas vías de esa especie de hormiguero que va hasta el exterior. El agua da luz sólo cuando está en movimiento; en sus raros períodos de calma es negra. Generalmente, cuando uno las mira, ve las aguas alzarse y caer en una aceitosa superficie, y manchas y grandes capas de espuma lustrosa, burbujosa, se mezclan con la corriente lenta que despide un tenue brillo. Los selenitas navegan por sus cavernosos estrechos y lagunas en pequeños botes poco profundos, de forma parecida a la de las canoas, y antes de mi viaje a las galerías que dan acceso a la residencia del Gran Lunar, que es el Señor de la Luna, se me permitió hacer una breve excursión por esas aguas».

»Las cavernas y pasadizos son naturalmente muy tortuosos. Gran parte de esas vías son únicamente conocidas por los más expertos pilotos de entre los pescadores, y con no poca frecuencia se pierden algunos selenitas para siempre entre sus laberintos. En sus más remotos rincones, según me han dicho, hay extraños animales, algunos de ellos terribles y peligrosos, a quienes toda la ciencia de la luna ha sido incapaz de exterminar. Los más notables son el Rafa, inextricable masa de aferradores tentáculos, que uno corta en pedazos sólo para multiplicarlo, y el Tzi, veloz fiera que nadie alcanza a ver, tan sutil y repentinamente cae sobre aquél a quien extermina…

Después entra en una breve descripción:

«Esa excursión me recordó lo que he leído de las Cuevas de los Mastodontes; si hubiera tenido una antorcha de luz amarilla en vez de la penetrante luz azul, y un remero de apariencia robusta, con un remo, en vez del selenita cara-de-canasta que manejaba la canoa con un mecanismo situado en la popa, podría haberme imaginado que de improviso había vuelto a la tierra. Las rocas por entre las cuales íbamos eran muy variadas: a veces negras, a veces de un azul pálido venoso, y una vez brillaron y chispearon como si hubiéramos entrado en una mina de zafiro. Y abajo se veía a los fosforescentes peces pasar y desaparecer en la profundidad apenas menos fosforescente que ellos. Luego, de pronto, surgió un largo panorama azul por la tersa corriente de uno de los canales de tráfico, un desembarcadero, y más lejos la rápida visión de uno de los enormes pozos verticales, lleno de transeúntes».

»En un vasto espacio cubierto de chispeantes estalactitas, pescaban unos botes. Nos acercamos al costado de uno de ellos, y vimos unos selenitas de largos brazos, que sacaban del agua la red. Eran unos insectos pequeños, jorobados, de brazos muy fuertes, piernas cortas y envueltas en telas, y con unas caras-máscaras llenas de sinuosidades. Cuando tiraban de la red, ésta me pareció la cosa más pesada que había visto en la luna: los pesos que la hacían sumergirse eran indudablemente de oro. Se necesitó mucho rato para sacarla, pues en esas aguas los peces más grandes y apropiados para la alimentación viven en las profundidades. Los peces que la red había aprisionado salieron como sale la luna, a veces, en el cielo terrestre: con refulgencia azul, vigorosa.

»Entre lo pescado había una cosa con muchos tentáculos, de ojos malignos, y negra, que se agitaba ferozmente: los pescadores saludaron su aparición con gritos y murmullos, y en el acto la redujeron a pedazos, valiéndose de unas pequeñas hachas que manejaban con movimientos rápidos y nerviosos. Todos los miembros, separados ya, continuaron moviéndose y azotando el aire o el piso del bote de manera amenazadora. Más tarde cuando caí enfermo de fiebre, soñaba una y otra vez con aquel animal agresivo y furioso que se alzaba tan vigoroso y activo, de la profundidad de aquel mar desconocido. Ése ha sido el más móvil y maligno de todos los seres vivientes que hasta ahora he visto en este mundo del interior de la luna…

»La superficie de este mar debe estar a muy cerca de 200 millas (sí no más) del nivel exterior de la luna.

»He sabido que todas las ciudades de la luna están inmediatamente sobre el Mar Central, en espacios cavernosos y galerías artificiales como las que he descripto, y se comunican con el exterior por enormes pozos verticales que se abren invariablemente en los que los astrónomos terrestres llaman “cráteres” de la luna. Las tapas que cierran esas aberturas son como las que vimos en la correría que precedió nuestra captura.

»Respecto a la condición de la parte menos central de la luna, todavía no he llegado a un conocimiento muy preciso. Hay un enorme sistema de cavernas en las que se cobijan las reses durante la noche; y hay mataderos con todos los aparatos necesarios —en uno de ellos fue donde Bedford y yo combatimos con los carniceros selenitas—, y recientemente he visto globos cargados de carne, que bajaban de la obscuridad de arriba. Hasta ahora se tanto de todo esto, cuanto podría saber un zulú que hubiera, estado en Londres el mismo tiempo que yo en la luna, de lo concerniente a la provisión de cereales en el Imperio británico. Es claro, sin embargo, que esos pozos o galerías verticales y la vegetación de la superficie deben representar un papel esencial en la ventilación y refrescamiento de la atmósfera de la luna. En cierta ocasión, y particularmente en mi primera salida de mi prisión, un viento frío soplaba hacia abajo del pozo y después hubo una especie de sirocco hacia arriba, que coincidió con mi fiebre. Tengo que contar efectivamente, que al cabo de tres semanas caí enfermo, con una fiebre de especie indefinida y no obstante el sueño continuado a que me entregue y las píldoras de quinina que con muy feliz oportunidad había traído en mis bolsillos, quedé enfermo y en una gran depresión de espíritu, casi hasta los días en que me condujeron a la presencia del Gran Lunar, que es, lo repito, el Señor de la Luna.

»No me extenderé —añade Cavor—, en lo referente a la miserable condición de espíritu en que me encontré en aquellos días de enfermedad, (¡pero sí se extiende, con gran amplitud de detalles que omito aquí!). Mi temperatura —concluye—, se mantuvo anormalmente alta durante largo tiempo, y perdí todo deseo de tomar alimento. Tenía intervalos de estar despierto y tranquilo, y después dormía; las pesadillas atormentaban mi sueño, y en un período dado recuerdo que estuve tan débil que sentí la nostalgia de mi planeta y casi entró en un estado de histerismo. Sentía una ansiedad intolerable de ver algún color que interrumpiera la monotonía del eterno azul…

En seguida vuelve al tema de la atmósfera lunar, que circula como por una esponja. Varios astrónomos y físicos me dicen que todo lo que él refiere está completamente de acuerdo con lo que se sabía ya de las condiciones de la luna. «Si los astrónomos terrestres —dice el señor Wendigee— hubieran tenido el coraje y la imaginación de llevar hasta el fin una inducción atrevida, podrían haber predicho casi todo lo que Cavor tiene que decir acerca de la estructura general de la luna; hoy ya saben con bastante certidumbre que la luna y la tierra no son tanto un satélite y su astro primario, como dos hermanas, menor y mayor, salidas ambas de una masa, y por consiguiente, compuestas ambas de una misma materia. Y desde que la densidad de la luna alcanza sólo a tres quintas partes de la densidad de la tierra, no puede haber otra explicación para esto, sino que la luna está agujereada por un gran sistema de cavernas». Sir Jabez Flap, miembro de la Real Sociedad (uno de los más entretenidos exponentes del lado cómico de las estrellas), dice que: «no había necesidad de que nosotros hubiéramos ido a la luna para descubrir tan fáciles inferencias», y apoya su sarcasmo con una alusión a un queso de Gruyere; pero lo cierto es que si el señor Flap sabía que la luna era hueca, podía haberlo anunciado antes… Y si la luna es hueca, la aparente ausencia de aire y agua en ella se explica, por supuesto, con bastante facilidad. El mar está en el fondo de las cavernas, y el aire corre a través de la gran esponja de galerías, de acuerdo con simples leyes físicas. Las cavernas de la luna, en conjunto, son lugares muy ventosos. A medida que la luz cálida del sol avanza por la luna, se calienta el aire en las galerías exteriores de ese lado, su presión crece, y se mezcla con el aire que se evapora de los cráteres (donde las plantas lo desembarazaron de su ácido carbónico), mientras la mayor parte afluye y se precipita por las galerías, para reemplazar al fugitivo aire del lado que empieza a enfriarse por haberlo dejado ya el sol.

Hay, por lo tanto, una constante brisa hacia el Este, y una afluencia, durante los días lunares, hacia el exterior, por los pozos verticales, que se complica por la variada forma de las galerías y los ingeniosos mecanismos inventados por los selenitas…