La línea del vuelo de la esfera era casi paralela con la superficie cuando entré en las capas superiores del aire. La temperatura de la esfera empezó a elevarse en el acto, y yo comprendí que ésta era para mí una advertencia de que debía caer en el acto. Lejos, debajo de mí, en una semiobscuridad que parecía hacerse a cada momento más obscura, se extendía un vasto espacio de mar. Abrí todas las ventanas que pude, y caí… del sol brillante a una luz crepuscular, y de aquel crepúsculo a la noche. Más y más crecía la tierra, y más y más crecía, tragándose las estrellas y el velo plateado translúcido, estrellado en que la esfera iba envuelta, la sombría capa que se abría para recibirme. Por fin, el mundo no me pareció ya esférico sino plano, y después cóncavo. Ya no era un planeta en el firmamento, estaba en el mundo, en el mundo del hombre. Cerré todas las ventanas del lado de la tierra, dejando apenas abierta una pulgada de una de ellas, y caí con decreciente velocidad. La inmensa superficie líquida, ya tan cerca, que yo alcanzaba a ver la fosforescencia de las olas, se precipitaba a mi encuentro. Cerré el último pedazo de ventana, y me senté, conteniendo el aliento y mordiéndome los puños, a esperar el choque…
La esfera golpeó el agua con un ¡plach! tremendo: probablemente se hundió a muchas brazas de profundidad. Al sentir el choque, abrí de golpe las persianas de Cavorita. La esfera continuó su descenso, pero con lentitud a cada instante mayor, después sentí que el suelo ejercía presión en las plantas de mis pies, y así volví a la superficie como dentro de una boya. Por último, me hallé flotando sobre el mar: y mi viaje por el espacio había terminado.
La noche era obscura y nublada. Dos puntos amarillos, ninguno de los dos mayor que la cabeza de un alfiler, indicaban allá lejos el paso de un buque, y, más cerca, iba y venía un resplandor rojo. Si la electricidad de mi lámpara no se hubiera agotado antes, aquella noche me habrían recogido. A pesar del abrumador cansancio que comenzaba a sentir, una sobreexcitación se apoderaba de mí, una febril impaciencia de que mi expedición terminara en seguida.
Pero por fin cesé de moverme de un lado a otro, y me senté, con los puños en las rodillas, con los ojos fijos en la distante luz roja. La esfera iba a la deriva, se mecía, se mecía. Mi agitación pasó; comprendí que tenía que pasar una noche más en la esfera, sentí infinita pesadez y cansancio, y me quedé dormido.
Un cambio en mi rítmica moción me despertó. Miré a través del vidrio, y vi que la esfera se había varado en una extensa playa de arena. A gran distancia me parecía ver casas y árboles, y mar adentro la silueta curva, vaga, de un buque, suspendida entre el mar y el cielo.
Me levanté, y di un traspiés. Mi único deseo era salir de la esfera. El agujero de salida había quedado arriba: empecé a aflojar el tornillo, y abrí lentamente la tapa. Al fin, el aire empezó a silbar al entrar en la esfera, como había silbado al salir; pero esta vez no esperé hasta que la presión se hubiera equilibrado. Un momento después tenía el peso de la ventana en mis manos y me encontraba plena, ampliamente, bajo el viejo y familiar cielo de la tierra.
El aire me golpeó con tanta fuerza en el pecho que perdí el aliento. Dejé caer el tomillo de la tapa, lancé un grito, me llevé ambas manos al pecho, me senté. Durante un rato sentí un dolor agudo. Después fui respirando poco a poco, y por fin pude levantarme y moverme otra vez.
Traté de pasar la cabeza por el agujero de entrada, y la esfera rodó: parecía que algo hubiera tirado hacia abajo mi cabeza, apenas apareció. Me retiré prontamente, pues de lo contrario habría ido a caer boca abajo en el agua. Después de bastantes esfuerzos y pruebas de equilibrio, conseguí deslizarme hasta la arena, sobre la cual las olas de la marea descendente iban y venían aún.
No intenté pararme: me pareció que si lo hacía mi cuerpo se volvería instantáneamente de plomo. La Madre Tierra me tenía en sus manos… sin intervención de la Cavorita. Me quedé sentado, despreocupado del agua que venía a bañarme los pies.
Era el alba, un alba gris, algo brumosa pero que mostraba aquí y allá una larga mancha de gris verdoso. A cierta distancia, había un buque fondeado, una pálida silueta de buque, con una luz amarilla. El agua llegaba rumorosa, en olas largas y huecas. Lejos, a la derecha, se extendía en curva la costa, una playa regular con pequeños barrancos, y por último un faro, una boya de señales, y una punta. En tierra se extendía un espacio plano, cubierto de arena, interrumpido a trechos por pequeñas lagunas, y terminaba más o menos a una milla de distancia, en unos terrenos bajos, cubiertos de vegetación baja. Por el Nordeste se veía un aislado balneario, una hilera de puntiagudas casas de alojamiento, las casas más altas que mis ojos alcanzaran a ver en la tierra, obscuras marcas sobre el fondo cada vez más claro del cielo. Ignoro quiénes hayan sido los hombres extraños que han edificado esos montones verticales de madera y ladrillos, en un lugar en que sobra el espacio. Y allí están todavía, cual trozos de Brighton perdidos en el desierto.
Durante largo rato estuve allí sentado, bostezando y restregándome la cara. Por fin, hice un esfuerzo para levantarme: aquello fue como si levantara un gran peso. Me paré.
Clavé los ojos en las distantes casas. Por primera vez desde las angustias que el hambre nos había hecho pasar en el cráter, pensé en alimentos terrestres.
—Tocino —murmuré—; huevo. Buenas tostadas y buen café… ¿Y cómo diantres voy a llevar todas estas cosas a Lympne?
Al mismo tiempo, me pregunté en qué lugar estaba: en una playa del Oeste, de todos modos, pues antes de caer había alcanzado a ver esa parte de Europa.
Oí unos pasos que hacían crujir la arena y un hombre de pequeña estatura y cara redonda, de expresión bonachona, vestido de franela, con una toalla de baño sobre los hombros y un traje de baño en el brazo, apareció en la playa. En el acto conocí que me hallaba en Inglaterra. El hombre fijaba los ojos en la esfera, y luego en mí, con visible interés. Así avanzó, sin quitamos la vista. Confieso que mi aspecto era suficientemente salvaje: sucio, desaliñado, con las ropas desgarradas hasta un grado indescriptible; pero en aquel momento no pensé en ello.
El hombre se paró a unas veinte yardas de mí.
—¡Hola, hombre! —dijo, con acento de duda.
—¡Hola, usted! —contesté.
Entonces avanzó, tranquilizado por mi respuesta.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—¿Puede usted decirme dónde estoy? —fue mi respuesta.
—¡Ésa es Littlestone! —dijo, señalando las casas—, ¡y ésa, Dungeness! ¿Acaba usted de desembarcar? ¿Qué cosa es ésa en que ha venido usted? ¿Alguna máquina?
—Sí.
—¿Viene usted flotando de otra playa? ¿De un naufragio, o algo así? ¿Qué es eso?
Yo reflexioné rápidamente, tratando de juzgar al hombrecito por su apariencia a medida que se me acercaba.
—¡Por Júpiter! —dijo—. ¡Qué borrasca debe usted haber pasado! Yo lo creía un… Pues… ¿dónde naufragó usted? ¿Esa cosa es una especie de boya salvavidas?
Resolví adoptar por lo pronto aquella teoría, y contesté con vagas afirmaciones.
—Necesito ayuda —dije, con voz ronca—. Necesito sacar a la playa unas cosas… unas cosas que no puedo dejar tras de mí.
En ese momento vi otros tres jóvenes de agradable aspecto, con toallas, calzones de baño y sombreros de paja, que se dirigían hacia mi lado por la playa de arena. ¡Ésa era, evidentemente la sección madrugadora de los bañistas de Littlestone!
—¡Ayuda! —dijo el joven—. ¡Con mucho gusto! —y con movimientos de vaga actividad añadió—: ¿Qué desea usted hacer?
Se volvió e hizo unos ademanes. Los otros tres jóvenes aceleraron el paso. Un minuto después estaban en torno mío, colmándome de preguntas que yo no estaba dispuesto a contestar.
—Más tarde les diré todo —contesté—. Me muero de cansancio; estoy exhausto.
—Venga usted al hotel —me dijo el primero, el de pequeña estatura—. Nosotros le cuidaremos esa cosa.
Yo vacilé.
—No puedo —dije—. En esa esfera tengo dos grandes barras de oro.
Ellos se miraron uno a otro con incredulidad, y luego me miraron a mí, con nuevas preguntas. Fui a la esfera, trepé hasta la boca, entré, volví a salir, y entonces aquellos señores tuvieron ante sus ojos las dos palancas de los selenitas y la cadena rota.
Si no hubiera estado tan horriblemente extenuado, me habría reído al verles: parecían gatos en derredor de un escarabajo: no sabían qué creer de aquello.
El hombrecito gordo se inclinó, levantó el extremo de una de las barras, y luego la dejó caer con un gruñido. Los otros hicieron en seguida lo mismo.
—¡Es plomo o es oro! —dijo uno.
—¡Oh! ¡Es oro! —agregó otro.
—Oro, no hay duda —afirmó el tercero.
Después, todos me miraron, y todos volvieron los ojos al buque fondeado.
—¡Diga usted! —gritó el hombrecito—. Pero ¿de dónde trae usted esto?
Yo estaba demasiado cansado para sostener una mentira.
—¡Lo traje de la luna!
Ellos se miraron uno a otro.
—¡Vean ustedes! —les dije entonces—. Ahora no voy a entrar en explicaciones. Ayúdenme a llevar estas cosas al hotel… Creo que, descansando en el camino a ratos, cada dos podrán llevar una barra, y yo voy a arrastrar esta cadena… y cuando haya comido les contaré algo.
—¿Y esa cosa?
—Allí no le pasará nada —dije—. De todos modos ¡por vida!… tiene que quedarse allí ahora. Si la marea viene, flotará perfectamente.
Y, en un estado de enorme asombro, aquellos hombres, con la mayor obediencia, se echaron a cuestas mis tesoros. Yo, con las piernas que me pesaban como plomo, me puse a la cabeza de aquel especie de procesión, en dirección al distante fragmento de balneario. A medio camino recibimos el refuerzo de dos niñitas que iban con sus palas a jugar y se acercaron atónitas, y más lejos apareció un muchachito flaco, que silbaba en tono penetrante. Iba, me acuerdo, montado en una bicicleta, y nos acompañó a una distancia de un centenar de yardas por nuestro flanco derecho hasta que, supongo, nos abandonó como poco interesantes; montó otra vez en su bicicleta, y corrió por la arena de la playa en dirección a la esfera.
Yo miré atrás, observándole.
—No; ése no la tocará —dijo el joven grueso, en tono tranquilizador, y yo estaba dispuesto por demás a dejarme tranquilizar.
Al principio había en mi cerebro algo del gris de la mañana, pero de repente el sol se desprendió de las bajas nubes del horizonte, iluminó el mundo y convirtió el mar de plomo en chispeantes aguas. Mi espíritu se entonó. El sentimiento de la vasta importancia de las cosas que había hecho y de las que tenía aún que hacer, penetró en mi mente con el calor del sol. El joven de adelante dio un traspiés bajo el peso de mi oro, y yo solté una carcajada. Cuando ocupara mi lugar en el mundo ¡qué asombro el de ese mundo!
También me habría divertido mucho al ver los gestos del propietario del hotel de Littlestone a no haber sido por mi insoportable fatiga: el hombre titubeaba entre mi oro, mis respetables acompañantes de un lado, y mi sucia apariencia de otro; pero por fin me encontré una vez más en un cuarto de baño terrestre, con agua caliente para lavarme, y una muda de ropa, en extremo pequeña para mí, cierto, pero de todos modos limpia, que el amable hombrecito gordo me prestó. También me prestó una navaja, pero no tuve resolución ni para atacar siquiera las avanzadas de la enmarañada barba que me cubría la cara.
Me senté delante de un desayuno inglés y comí con una especie de lánguido apetito, un apetito que tenía ya varias semanas, muy decrépito, y me apresté a contestar a las preguntas de los cuatro jóvenes. Y les dije la verdad.
—Bueno —comencé—; puesto que ustedes se empeñan, les diré que traigo eso de la luna.
—¿De la luna?
—Sí: la luna del cielo.
—Pero ¿qué quiere usted decir?
—Lo que digo ¡voto a…!
—¿Que acaba usted de llegar de la luna?
—¡Exactamente! A través del espacio… en esa bola.
Y engullí un delicioso bocado de huevo. Al mismo tiempo apunté mentalmente que cuando volviera en busca de Cavor llevaría una caja de huevos.
Fácil me era ver que no creían una palabra de lo que les decía, y que, evidentemente, me consideraban como el mentiroso más respetable que en su vida hubieran visto. Se miraron uno a otro, y luego concentraron en mí el fuego de sus ojos. Me imagino que esperaban encontrar una clave con respecto a mi persona en la manera como me servía sal, y parecían encontrar algo significativo en el modo como pimentaba los huevos. Aquellas mazas de oro, de tan extrañas formas, bajo cuyo peso se habían cimbrado, absorbían sus pensamientos. Allí estaban las barras delante de mí, cada una con un valor de miles de libras y tan imposibles de robar como una casa o un terreno. Al mirar sus caras curiosas por encima de mi taza de café, me formé una idea del enorme laberinto de explicaciones en que habría tenido que meterme para hacerme comprensible otra vez.
—Usted no quiere decir, seriamente… —empezó el más joven, en el tono de alguien que habla a un niño obstinado.
—Hágame usted el favor de pasarme ese plato de tostadas —le dije, y con eso se calló completamente.
—Pero, oiga usted —empezó uno de los otros—, yo digo que no podemos creer eso, ¿sabe usted?
—¿Ah? ¡Bueno! —contesté, y me encogí de hombros.
—No quiere decirnos la verdad —dijo el más joven haciéndose a un lado, y luego, con una apariencia de gran sangre fría—: ¿no se opone usted a que fume un cigarrillo?
Asentí con un cordial ademán, y continué mi desayuno. Dos de los otros se fueron a la ventana que quedaba más lejos de mí, y se pusieron a mirar afuera y a hablar en voz que yo no alcanzaba a oír.
En ese momento me asaltó una idea.
—La marea —dije—, se acerca.
Hubo una pausa: ninguno se adelantaba a contestar.
—Ya está cerca del barco —dijo el hombrecito gordo.
—¡Bueno, no importa! —contesté—. Si flota, no irá lejos.
Decapité un tercer huevo, y empecé un pequeño discurso.
—Oigan ustedes —dije—. Tengan la bondad de no imaginarse que estoy chiflado ni que les digo mentiras irrespetuosas, ni nada por el estilo. Lo único hay es que estoy obligado a guardar cierta discreción y reserva. Comprendo perfectamente que el absurdo es de los más raros que puede haber, y que la imaginación de ustedes debe estar excitada. Puedo asegurar a ustedes que el momento en que se encuentran ahora señala una época memorable. Pero ahora no puedo presentar a ustedes las cosas con mayor claridad…, es imposible. Les doy mi palabra de honor de que vengo de la luna, y esto es todo lo que puedo decirles… Al mismo tiempo, estoy tremendamente agradecido a ustedes, ¿saben?; tremendamente, y deseo que mis actos no hayan ofendido en manera alguna a ninguno de ustedes.
—¡Oh! ¡Nada de eso! —dijo el más joven, con afabilidad—. Comprendemos perfectamente.
Y mirándome con fijeza, sin quitarme los ojos de encima, se echó hacía atrás en su silla hasta que ésta casi se volteó, y luego recuperó su posición con algún trabajo.
—¡Ni una sombra de ofensa! —dijo el joven gordo—. ¡No se imagine usted eso!
Y todos se pararon, se dispersaron, y anduvieron por el cuarto; encendieron cigarrillos, y trataron de mostrarse perfectamente amables y desinteresados, enteramente libres de la menor curiosidad con respecto a mí o a la esfera.
«De todos modos, no voy a quitar los ojos del buque que está allá» —oí que decía uno de ellos bajando la voz. Creo que con un poco más de resolución, se habrían marchado todos en el acto y me habrían dejado solo.
Yo seguía comiendo el tercer huevo.
—El tiempo —observó de repente el hombre gordo—, ha sido magnífico ¿no? No sé que hayamos tenido otro verano tan…
¡Fiiffti… uzz!.
Aquello parecía un tremendo cohete.
Y, por allá, en alguna parte, cayeron rotos los vidrios de una ventana.
—¿Qué es eso?
—¿No es?… —exclamó el hombrecito, y se precipitó a la ventana de la esquina.
Todos los otros corrieron a la misma ventana.
Yo, sentado, los miraba fijamente.
De improviso, me levanté de un salto, dejé caer el tercer huevo, y me abalancé también a la ventana. Una terrible presunción me había asaltado.
—¡Nada se ve ya! —gritó el hombrecito, y corrió hacia la puerta.
—¡Es ese muchacho! —vociferé, ronco de furor—. ¡Ese maldito muchacho!
Y volviéndome, empujé a un lado al sirviente que entraba con más tostadas para mí. Salí violentamente del hotel y me dirigí a escape a la pequeña explanada que se extendía delante de éste.
El mar, que había estado antes terso como mi espejo, se agitaba, arrugado por desordenadas crestas, y en todo el paraje en que la esfera había quedado, el agua subía y bajaba, como si acabara de hundirse allí un buque. Arriba, una nubecilla se precipitaba hacia el firmamento como un humo que empezaba a desvanecerse, y las tres o cuatro personas que estaban en la playa miraban con interrogadores ojos el punto de donde había partido el inesperado estallido. ¡Y eso era todo! Ruido de pisadas rápidas, el criado y los cuatro jóvenes vestidos de franela corrían detrás de mí. Gritos salían de las puertas y ventanas, y toda clase de personas alarmadas aparecieron a la vista… boquiabiertas.
Por un rato me quedé parado allí, demasiado abrumado por aquel nuevo suceso para pensar en las personas que me rodeaban.
—¡Cavor está allá! —dije—. ¡Allá arriba! Y nadie sabe ni jota de cómo se hace la Cavorita. ¡Buen Dios!
Sentía como si alguien me vertiera agua helada, de una vasija inagotable, por detrás de la nuca. Las piernas se me aflojaron. Aquel maldito muchacho… ¡perdido en el inmenso espacio! ¡Yo, literalmente arruinado! Tenía, cierto, el oro que estaba en el comedor del restaurant… mi única fortuna en la tierra; pero también tenía acreedores. ¡Cielos santos! ¿Cómo iba a poder desenredarme? El efecto general que aquello me produjo fue el de una incomprensible confusión.
—¡Oigan ustedes! —dijo la voz del hombrecito detrás de mí—. ¡Oigan ustedes! ¿Saben?
Giré sobre mis talones, y vi unas veinte o treinta personas, un grupo muy variado, que me bombardeaban con sordas interrogaciones, con infinitas dudas y sospechas. El peso de sus miradas se me hizo intolerable, y así lo manifesté.
—¡No puedo! —grité—. No puedo decirles nada. No tengo ni fuerzas para hacerlo. Ustedes adivínenlo, y… ¡váyanse al diablo!
Decía esto y gesticulaba convulsivamente. El hombrecito dio un paso atrás, como si lo hubiera amenazado. Yo di un salto por entre ellos, y entré a escape en el hotel. Me precipité al restaurant y toqué la campanilla, furiosamente.
Apenas entró el sirviente, lo empuñe.
—¿Oye usted? —le grité—. Llame usted a alguien que le ayude, y lleve esas barras a mi cuarto, ahora mismo.
El hombre no me entendió, y yo lo aturdí a gritos, lo sacudí. En la puerta apareció un viejecito, de cara asustada, y detrás de él dos de los jóvenes con trajes de franela. Avancé hacia ellos y les ordené que me ayudaran. Tan pronto como el oro estuvo en mi cuarto, me sentí más libre para reñir.
—Ahora ¡afuera todos! —vociferé—. ¡Todos afuera, si no quieren ver a un hombre volverse loco delante de ustedes mismos!
Y al sirviente, que titubeaba en el umbral, lo empujé por un hombro. Luego, apenas hube cerrado con llave la puerta detrás de ellos, me arranqué del cuerpo las ropas que me había prestado el hombrecito gordo, y me acosté. Y allí en la cama estuve jurando y revolviéndome largo rato, hasta que me fue pasando el furor.
Por último me hallé con suficiente calma para bajar de la cama, tocar la campanilla, y pedir al criado que acudió con ojos desmesuradamente abiertos, una camisa de noche, de franela, un vaso de soda con whisky, y algunos buenos cigarros. Una vez en mi poder aquellas cosas, me encerré nuevamente con llave, y procedí con toda mi re solución, a afrontar la situación cara a cara.
El resultado neto del gran experimento se presentaba como un absoluto fracaso. Aquello era una derrota, y yo el único sobreviviente; un completo derrumbamiento, y lo que acababa de suceder, su final desastre. No me quedaba más recurso que salvarme y conmigo salvar todo cuanto pudiera de los restos de nuestra ruina. Ese fatal golpe postrero había desvanecido todas mis vagas resoluciones de re surgimiento y de triunfo. Mi intención de volver a la luna, de recoger a Cavor, o de todos modos, de llevarme una esfera llena de oro, y después hacer analizar un trozo de Cavorita y así adueñarme del gran secreto… todas esas ideas se disiparon completamente.
¡Yo era el único sobreviviente: nada más quedaba!
Creo que la idea de meterme en cama ha sido una de las más felices que en mi vida he tenido cuando me he hallado en serias dificultades. Creo realmente que, de lo contrario, habría perdido la cabeza o hecho algo fatal, indiscreto, pero allí, encerrado y libre de toda interrupción, podía reflexionar sobre mi situación y todas sus ramificaciones, y hacer mis arreglos a mis anchas.
Por supuesto que lo que había pasado al muchacho era para mí perfectamente claro: se había metido en la esfera, había empezado a mover las celosías, había cerrado las ventanas de Cavorita, y ¡arriba! Lo menos probable era que hubiese atornillado la tapa del agujero de entrada, y aun cuando lo hubiera hecho, por una probabilidad de que volviera a la tierra había mil en contra. Era lo más evidente que gravitaría en el centro de la esfera y allí se quedaría, y de esa manera cesaría de ser objeto de interés para la tierra, por muy extraordinario que pudiera parecer a los habitantes de algún remoto barrio del espacio.
Pronto me convencí de esto, y en cuanto a la responsabilidad que pudiera tocarme en el asunto, cuanto más reflexionaba acerca de ella, más claro veía que, con sólo guardar silencio, no necesitaba preocuparme de ese punto. Si los afligidos padres venían a reclamar su hijo perdido, yo me limitaría a reclamar mi esfera perdida…, o a preguntarles lo que querían decir. Al principio había tenido una visión de llorosos parientes y tutores y toda clase de complicaciones, pero ya veía que sólo necesitaba mantener la boca cerrada para que nada de eso ocurriera. Y, de veras que cuanto más seguía acostado, fumaba y pensaba, más evidente se me aparecía la sabiduría de la impenetrabilidad. Todo ciudadano británico tiene el derecho, con tal de que no infiera daño a nadie ni ofenda el decoro, de aparecer repentinamente donde le plazca, tan sucio y cubierto de harapos como le agrade, y con cualquier cantidad de oro virgen de que crea conveniente cargarse, y nadie tiene el derecho de estorbarle ni de detenerle en esa vía. Me formulé, al terminar mis meditaciones, netamente esas teorías, y las repetí como una especie de Magna Carta de mi libertad.
Una vez que hube establecido así las cosas por un lado, podía contemplar y examinar de manera semejante, ciertas otras en que apenas había osado pensar antes: verbigracia, las circunstancias de mi bancarrota. Ya entonces, contemplando el asunto tranquilamente y en libertad, podía ver si suprimía mi identidad, ocultando mi persona con la adopción temporal de algún nombre menos conocido que el mío, y si conservaba la barba que me había crecido en dos meses, los riesgos de que me molestara el despreciable acreedor a que ya he aludido eran seguramente muy pequeños. De allí a una línea de conducta bien definida, ya no faltaba más que el principio de ejecución.
Pedí recado de escribir y redacté una carta para el Banco de Nueva Rornney, —el más cercano, según me informó el sirviente—: decía al gerente que deseaba abrir una cuenta en su establecimiento, y le pedía que me enviara dos personas de confianza, debidamente provistas de documentos que certificaran su misión, que fueran al hotel para llevarle varios quintales de oro que me estorbaban. Firmé la carta «H. G. Wells», nombre que me pareció bastante decente. Hecho esto, busqué una guía de Folkestone, elegí la dirección de un sastre, y escribí a éste que me enviara un cortador a tomarme medida para un traje. Al mismo tiempo encargué una maleta, una valija de tocador, camisas, sombreros, y lo demás; y a un relojero le pedí me mandara un reloj. Expedidas esas cartas, almorcé tan bien como se podía almorzar en el hotel, y me tendí a fumar hasta que, de acuerdo con mis instrucciones, dos empleados del banco debidamente acreditados llegaron, pesaron el oro y se lo llevaron, hecho lo cual me subí las frazadas hasta las orejas, para no oír si alguien golpeaba la puerta, y me puse lo más cómodamente a dormir.
Me dormí. Sin duda aquello era prosaico en el primer hombre que regresaba de la luna, y presumo que el joven lector imaginativo encontrará una desilusión en mi manera de portarme; pero yo estaba horriblemente cansado y fastidiado, y ¡por Júpiter!, ¿qué otra cosa podía hacer? Positivamente, no había la más remota probabilidad de que se me creyera si me ponía a contar mi historia, y sólo el contarla me habría sometido a intolerables molestias.
Dormí, y cuando por fin desperté, estaba dispuesto a afrontar el mundo, como lo he estado siempre desde que llegué al uso de razón. Y con esa idea me vine a Italia, y en Italia estoy escribiendo este relato. Si el mundo no lo cree cierto, que lo tome como una invención: eso no me preocupa.
Y ahora que he terminado mi narración, me asombra el pensar cuán completamente hemos realizado nuestra aventura hasta el fin. Todos creen que Cavor era simplemente un experimentador científico no muy brillante, que hizo volar su casa de Lympne y voló con ella, y se explican el estampido que siguió a mi llegada a Littlestone como efecto de los experimentos con explosivos que se hacen en el establecimiento que el estado tiene en Lydd, a dos millas de allí. Debo declarar que hasta ahora no he confesado mi parte en la desaparición de Tomasito Simmons, nombre del muchachito aquél.
Esa desaparición, quizás, será de difícil explicación para otros; pero en cuanto a mi aparición, andrajoso y con dos barras de indiscutible oro en la playa de Littlestone, corren varias ingeniosas versiones… de que yo no me preocupo. La gente dice que he mezclado todas esas cosas para evitar preguntas sobre el origen de mi fortuna: yo querría ver al hombre capaz de inventar una historia que pudiera soportar la crítica como este verídico relato de hechos. Pero si alguien se empeña en considerarlo como una fábula… ¡hágalo en buena hora!
He contado mi historia y ahora supongo que tendré que habérmelas nuevamente con todas las penalidades de esta vida terrestre. Hasta el hombre que ha estado en la luna tiene que ganarse la vida, y por eso estoy aquí, en Amalfi, trazando el plan de la comedia que ya había esbozado antes de que Cavor invadiera mi mundo, y tratando de remendar mi vida de modo que vuelva a ser lo que era antes de mi encuentro con él. Tengo que confesar que me es difícil concentrar mi pensamiento en la comedia cuando la luz de la luna entra en mi cuarto. Ahora hay luna llena, y anoche estuve afuera, en la pérgola, varias horas, contemplando la lustrosa circunferencia que esconde tanto en su seno. ¡Imagínese usted! Mesas y sillas y rejas y barras de oro. ¡Mal haya!… ¡Si fuera posible descubrir la Cavorita! Pero una casualidad como ésa no se presenta dos veces en la vida. Aquí estoy, un poco más desahogado que cuando llegué a Lympne, y eso es todo. Y Cavor se ha suicidado de una manera más complicada que la que nadie ha empleado hasta ahora. La historia termina, pues, de un modo tan definitivo y completo como un sueño. Se ajusta tan poco a las demás cosas de la vida; tanto de lo que hay en ella es tan literalmente extraño a toda experiencia humana: nuestros saltos, nuestra alimentación, nuestra respiración en esos días en que no pensábamos que… lo declaro, hay momentos en que, no obstante mi oro de la luna, yo mismo creo más que a medias que todo, no ha sido sino un sueño.
(Aquí termina esta historia, tal como la escribió originalmente su autor; pero éste, después, ha recibido comunicaciones extraordinarias, que dan inesperado aspecto de convicción a su relato. Si hay que creer en esas comunicaciones, el señor Cavor esta vivo en la luna, y envía mensajes a la tierra. Dejemos la palabra al señor Bedford).