(XIX)
El señor Bedford, solo

Al cabo de muy poco rato, me sentía como si siempre hubiera estado solo en la luna. Busqué durante un tiempo con bastante tesón, pero el calor era aún muy grande, y la delgadez del aire pesaba como un fardo sobre mi pecho. Llegué a una especie de cuenca sombreada por altas y espesas arboledas que cubrían sus bordes, y bajo aquella sombra me sentó a descansar y refrescarme. Mi intención era reposar sólo un ratito. Puso a mi lado las dos barras metálicas, y me senté, con la barba entre las manos. Con una especie de incoloro interés vi que las rocas de la cuenca, aquí y allá, en los puntos en que los rajados líquenes secos se habían caído y las dejaban en descubierto, estaban todas cruzadas de venas y manchas de oro; que de trecho en trecho, montoncillos de oro, redondos y arrugados, surgían de entre las piedras. ¿De qué servía ya todo aquello? Cierta languidez había tomado posesión de mí cuerpo y de mi mente. Ya no creí, ni por un instante, que pudiéramos encontrar la esfera en aquel vasto y árido desierto. Me parecía que no necesitaba hacer esfuerzo alguno hasta que llegaran los selenitas. Después me dije que tenía que ejercitar mis fuerzas, obedeciendo a la irracional e imperativa ley que obliga a un hombre, ante todo, a conservar y defender su vida, aunque sólo tenga que preservarla para morir más dolorosamente poco después.

¿Para qué habíamos ido a la luna?

Esto se me presentó como un problema perturbador. ¿Qué es ese espíritu del hombre que lo impulsa eternamente a abandonar la dicha y la seguridad de su persona, para buscar cosas nuevas, para exponerse al peligro, hasta para afrontar una relativa probabilidad de muerte? En mi cerebro surgía allá en la luna, como cosa que debería haber sabido siempre, la idea de que el hombre no ha sido hecho únicamente para ir y venir con toda seguridad y comodidad, y para alimentarse bien y divertirse, sino que, además, si se le presenta la ocasión —no en palabras sino en la forma de oportunidades—, debe mostrar que es hombre, y que lo sabe como cosa cierta. Allí sentado en medio del muro lunar, entre las cosas de otro mundo, recorrí con el pensamiento mi pasado. En la hipótesis de que iba a morir en la luna como un ente inútil, no alcancé a vislumbrar siquiera para qué había servido mi vida. No obtuve luz alguna sobra ese punto, pero de todos modos, en aquellos momentos vi con más claridad que en cualquier circunstancia anterior, que lo que hacía no servía mis propósitos, que en toda mi vida no había, a decir verdad, servido con mis actos los fines que yo mismo me señalaba. En este punto cesé de reflexionar sobre por qué había ido a la luna, y abarqué un campo más vasto. ¿Por qué había ido a la tierra? ¿Por qué tenía vida?… Y me perdí por último en insondables meditaciones.

Mis pensamientos fueron haciéndose vagos y nebulosos, ya sin marcar direcciones definidas. No sentía desesperación ni amargura, imposible sería imaginarse tal cosa en la luna, pero me parece que estaba muy cansado. Y me dormí.

Aquel sueño me proporcionó un gran descanso, y mientras duró, el sol se ponía y el calor disminuía. Cuando, por fin, me despertó un remoto clamoreo, me sentí otra vez activo y vigoroso. Me restregué los ojos y estiré los brazos. Me puse en pie —estaba algo entumecido—, y en el acto me preparé para reanudar mi investigación. Me eché sobre cada hombro una de mis palancas de oro, y salí de la cuenca de las rocas veteadas de oro.

El sol estaba seguramente más abajo, mucho más bajo que lo que había estado al dormirme; el aire mucho más frío; esto me hizo comprender que había dormido largo rato. Me parecía que una leve faja de azul húmedo coronaba la cumbre occidental. Salté a una pequeña eminencia, y paseé la vista por el cráter.

No alcancé a notar señales de reses ni de selenitas, ni pude ver a Cavor, pero sí vi mi pañuelo, lejos, desplegado en lo alto del grupo de plantas secas. Miré en torno mío, y luego salté hacia adelante, a un punto desde donde se podía observar mejor. Avancé de allí en semicírculo, y regresé, trazando una curva aún mayor. La empresa era fatigosa y desalentadora. El aire estaba realmente mucho más fresco, y me parecía que la sombra se ensanchaba bajo la cumbre del Oeste. De rato en rato me detenía y escudriñaba el campo con la vista, pero no veía signo alguno de Cavor, ni de los selenitas, y todo me hacía creer que las reses habían sido llevadas nuevamente al interior, pues no alcanzaba a ver ni una. Mi deseo de ver a Cavor se hacia cada vez más ardiente.

La línea luminosa del sol había descendido ya hasta no tener casi la extensión de su diámetro desde el límite del firmamento. Empezó a oprimirme la idea de que de un momento a otro, los selenitas correrían las tapas y cerrarían las válvulas, dejándonos afuera, en el inexorable hielo de la noche lunar. En mi opinión, había llegado y hasta pasado el momento de que Cavor abandonara su investigación y acudiera en mi busca para celebrar consejo. Había que adoptar una rápida decisión: una vez cerradas las válvulas, éramos hombres perdidos. Teníamos que entrar otra vez en la luna, aunque al hacerlo nos descuartizaran. En mi mente surgía la visión de nuestra muerte de frío, y ya me parecía oír los golpes que daríamos, con nuestras últimas fuerzas, en la tapa del gran pozo.

A decir verdad, ya no pensé más en la esfera; pensé únicamente en hallar a Cavor. Estaba pensando la conveniencia de volver en seguida al lugar donde habíamos dejado el pañuelo, cuando, de repente…

¡Vi la esfera!

No fui tanto yo quien la encontré, como ella la que me encontró a mí. Estaba mucho más al Oeste del lugar adonde yo había llegado, y los oblicuos rayos del sol poniente, reflejándose en sus vidrios, proclamaban su presencia, con chispeantes tonos. Durante un momento creí que aquello sería alguna nueva máquinas de los selenitas, preparada contra nosotros; pero luego comprendí la verdad y exhalando un grito ahogado, me dirigí hacia la esfera a grandes saltos. Calculé mal uno de mis brincos, caí en una profunda grieta, y al caer me torcí un tobillo; después continué cayendo casi a cada salto. Me hallaba en un estado de agitación histérica, temblando violentamente y casi sin poder respirar, antes de llegar hasta ella. Por lo menos tres veces tuve que descansar, con los brazos pendientes a mis costados, y a pesar de la sequedad del aire tenía la cara empapada en sudor.

No pensé en otra cosa que en la esfera hasta que llegué a ella; olvidé hasta mi inquietud por el paradero de Cavor. Mi último salto me hizo caer delante de ella, con las manos contra el vidrio, y en esa posición me quedé, jadeante y tratando en vano de gritar: «¡Cavor! ¡Aquí está la esfera!». Miré a través del grueso vidrio y me pareció que las cosas de adentro estaban revueltas. Cuando por fin, pude moverme, me icé un poco y metí la cabeza por el agujero de entrada: el tomillo ajustador estaba adentro, y pude ver que nada había sido tocado, que nada había sufrido daño alguno. La esfera yacía allí tal cual la habíamos dejado al saltar de ella a la nieve. Durante un rato permanecí enteramente ocupado en hacer y rehacer su inventario. En el momento de alzar una de las frazadas noté que estaba temblando violentamente; pero sentía un alivio inmenso al ver de nuevo aquel obscuro interior familiar. Me senté en medio de las cosas, empaqueté mis palancas de oro en el fardo, y comí algo, no tanto porque lo necesitara como porque la comida estaba allí. Entonces se me ocurrió que era tiempo de salir y llamar por señales a Cavor.

¡Al fin y al cabo, todo iba bien! Todavía tendríamos tiempo de recoger unos trozos más de la mágica piedra que da el dominio sobre los hombres. No muy lejos de allí había oro fácil de extraer, y la esfera iría cargada de oro hasta la mitad, tan bien como si fuera vacía. Podríamos, pues, volver dueños de nosotros mismos y de nuestro mundo, ¡entonces!

Se me apareció una enorme visión de vastas y deslumbradoras perspectivas que me tuvieron soñando largo rato. ¿Qué monopolista, qué emperador, podía compararse por un momento con los hombres que poseían la luna?

Me levanté y volví a decirme que era hora de buscar a Cavor. Sin duda estaría escudriñando desesperadamente por el lado del Este.

Salté por fin fuera de la esfera y miré alrededor. Tan rápido como fue el brote de la vegetación, era también su muerte, y todo el aspecto de las rocas había cambiado: sin embargo, todavía era posible conocer la pendiente en que habían germinado las semillas y las masas rocallosas desde las cuales paseamos por primera vez nuestras miradas por el cráter; pero las puntiagudas plantas de la cuesta se alzaban entonces, renegridas y secas hasta 30 pies de altura, y proyectaban largas sombras que se extendían hasta perderse de vista, y las pequeñas semillas que sostenían sus ramas superiores estaban negras y maduras. Su formación había terminado, y hallábanse colgando, listas para caer y arrugarse bajo el aire helado apenas llegara la noche. Y los enormes cactus que se hincharon a nuestra vista, habían reventado va y desparramado sus esporos a los cuatro vientos de la luna. ¡Sorprendente rinconcito del Universo aquél…!, ¡el desembarcadero de los hombres! Algún día haría yo poner una inscripción, allí, exactamente, en medio del cráter. Se me ocurrió que si aquel abundante mundo interior conociera toda la importancia del momento, ¡a qué furioso tumulto se entregaría! ¡Pero aún no podía ni soñar siquiera que pudiéramos volver, pues si lo sospechara, el cráter se vería seguramente agitado por una estruendosa persecución, en vez de hallarse tan quieto como un cementerio! Miré a un lado y otro, en busca de algún sitio desde donde hacer señales a Cavor, y vi el mismo trozo de roca a que él había saltado todavía limpio y reluciente de sol. Durante un momento, vacilé en ir hasta tan lejos de la esfera; pero luego, avergonzado de aquella vacilación, salté…

Desde la eminencia examiné otra vez el cráter. Allá lejos, en el extremo de la enorme sombra de mi cuerpo, el pañuelito blanco se movía sobre las plantas. Me pareció entonces que Cavor debía verme ya; pero yo no lo veía en parte alguna.

Me quedé esperando y mirando, con las manos a modo de pantallas sobre los ojos, con la esperanza de distinguirle de un momento a otro. Muy probablemente, permanecí así largo rato. Traté de gritar, pero la imposibilidad de hacerlo me recordó la tenuidad del aire. Di un indeciso paso atrás, hacia la esfera; pero un recóndito temor a los selenitas me hizo vacilar en hacer conocer mi paradero izando una de nuestras frazadas en las plantas cercanas. Volví a examinar el cráter con la vista.

Por todas partes presentaba un aspecto de completa vacuidad, que me dio un calofrío. Y todo estaba en silencio. Hasta los ruidos de los selenitas, en el mundo interior, habían cesado de llegar a la superficie. Todo estaba tan quieto como la muerte. Salvo el leve movimiento de las plantas cercanas, al impulso de una pequeña brisa que iba levantándose, no se oía un sonido… ni la sombra de un sonido. Y no hacía ya calor; la brisa era hasta un poco fresca.

¡Diantre de Cavor!

Tomé aliento ampliamente, me puse las manos a ambos lados de la boca. «¡Cavor!», grité, y el sonido que salió de mis labios fue como la voz de un títere que gritara desde muy lejos.

Miré el pañuelo; miré detrás de mí, la creciente sombra de la cumbre occidental; miré el sol, defendiéndome los ojos con la mano: me pareció que casi visiblemente, descendía del firmamento.

Comprendí que tenía que proceder sin tardanza, si quería salvar a Cavor, y partí en línea recta hacia el pañuelo. Estaba éste a un par de millas, cuestión de pocos cientos de saltos y pasos.

Ya he dicho que a uno le parecía estar colgado, a cada uno de esos saltos lunares: cada vez que me hallaba así suspendido, buscaba con los ojos a Cavor, y me maravillaba que se hubiese ocultado. Pensaba sólo en que estaba oculto, como si aquella fuera la única probabilidad…

Di un postrer brinco, y me hallé en la depresión del suelo, debajo de nuestro pañuelo: un paso, y me paré en la eminencia desde la cual habíamos examinado juntos el cráter, con el pañuelo al alcance de la mano. Me enderecé cuanto pude, y escudriñé el terreno en mi derredor, por entre las crecientes manchas de sombra. Lejos, en un largo declive, estaba la boca del túnel por donde habíamos huido, y mi sombra llegaba hasta ella, se estiraba hasta ella, la tocaba como un dedo de la noche.

Ni señas de Cavor, ni un sonido en toda aquella calma, a no ser el de las plantas agitadas por el viento; y las sombras crecían.

—¡Cay!… —empecé, y comprendí una vez más la inutilidad de la voz humana en aquel aire tenue.

Silencio, el silencio de la muerte.

De repente, mi vista se fijó en algo… en una cosa pequeña, que se hallaría a unas cincuenta yardas cuesta abajo, en medio de una capa de ramas retorcidas y rotas. ¿Qué era? Yo lo sabía y, no obstante, por algún motivo, no alcanzaba a saberlo bien.

Me acerqué al objeto: era la gorrita de cricket que usaba Cavor.

Entonces vi que las ramas desparramadas en aquel sitio habían sido aplastadas, que las habían pisoteado. Vacilé, di un paso hacia adelante, y recogí la gorra.

Me quedé un momento con ella en la mano, contemplando el suelo hollado en torno mío. Algunas de las ramas estaban untadas de una materia obscura que no me atreví a tocar. A unas doce yardas más allá la brisa, que iba arreciando, arrastró algo, algo pequeño y de un vívido color blanco.

Era un pedacito de papel, arrugado y compacto, como si alguien lo hubiera apretado en el puño, lo recogí, y vi en él manchas de sangre. Mi vista tropezó con unas débiles líneas trazadas con lápiz. Lo estiré, y vi que era una escritura desigual y entrecortada, que terminaba en una raya en forma de gancho.

Me senté a descifrar aquello.

«Estoy lastimado en la rodilla… creo que tengo destrozada la rótula, y no puedo correr ni arrastrarme». (Empezaba el escrito, con bastante claridad).

Después, menos legiblemente:

«Me han perseguido durante largo rato, y ahora es sólo cuestión de… (la palabra “tiempo” parecía haber sido escrita en aquel lugar y luego borrada para reemplazarla con otra, que no era legible), …el que me tomen. En estos momentos recorren todo el cráter en mi busca».

Después la escritura se volvía convulsiva:

«Desde aquí los oigo… (alcancé a descifrar, y lo que le seguía era ilegible, hasta llegar a una pequeña línea bastante clara), …una clase de selenitas completamente distinta parece dirigirla…».

El escrito volvía a convertirse en una confusión indescifrable.

«Tienen las cabezas, metidas en cajas más grandes, y van vestidos, me parece, con delgadas placas de oro. El ruido que hacen es leve, y sus movimientos obedecen visiblemente a planes organizados…».

»Y aunque estoy aquí, herido y desamparado, su presencia me inspira todavía alguna esperanza. (Ése era un rasgo propio, de Cavor). No han disparado contra mi sus armas, ni han tratado… lastimarme. Me propongo…

De allí arrancaba la repentina raya de lápiz a través del papel, y en el dorso y en los bordes, descolorida ya, de un color castaño… ¡sangre!

Y mientras, parado en el mismo sitio, estupefacto y perplejo con aquella aterradora reliquia en la mano, no sabía qué pensar ni qué hacer, algo muy suave, muy suave, ligero y helado, me tocó la mano un momento y se desvaneció; luego una segunda cosa, una manchita blanca, pasó a mi lado como una sombra leve; eran menudos copos de nieve, los primeros copos, los heraldos de la noche.

Alcé los ojos bruscamente; el cielo se había obscurecido casi hasta la lobreguez, en él brillaban, en una multitud que parecía agolparse cada vez más, las frías y curiosas estrellas. Volví los ojos al Este, y la luz de aquel friolento mundo tenía un matiz bronceado por su parte occidental: el sol, despojado ya de la mitad de su calor y de su esplendor por un velo blanco que se hacía cada vez más denso, tocaba el borde del cráter, se hundía hasta perderse de vista, y todas las plantas y las rocas desmoronadas y resquebrajadas, elevaban en estupendo desorden sus negras sombras. En el gran lago de obscuridad que se extendía al Oeste, hundíase una vasta corona de neblina. Un frío viento estremecía todo el cráter. De improviso y en un momento, me vi envuelto por una ráfaga de copos de nieve, y todo en mi derredor quedó sumido en un color gris pálido…

Y entonces oí, al principio no alto y penetrante, sino débil y tenue como una voz de moribundo, pero después sonoro, como la otra vez al saludar el nuevo día, el mismo: ¡Bum!… ¡Bum!… ¡Bum!… que tanto nos aterrara. Y bruscamente, la abierta boca del túnel por donde nos habíamos escapado, se cerró como un ojo y desapareció de mi vista.

Me había quedado solo, no cabe duda de ello: ¡solo afuera! Encima de mí, dentro de mí, en mi derredor, abrazándome cada vez más estrechamente, estaba lo Eterno, aquello que existía antes del principio y aquello que triunfará después del fin; el enorme vacío en que toda luz, y toda vida, y todo ser, no es más que el débil y pasajero esplendor de una estrella errante; el frío, la calma, el silencio, la infinita y final Noche del espacio.

—¡No! —grité—. ¡No! ¡Todavía no! ¡Espera! ¡Oh, espera!

Y convulso, frenético, temblando de frío y de terror, arrojé al suelo el arrugado papel, corrí a la cresta en busca de mis cosas, y en seguida, con toda la fuerza de voluntad de que era capaz, empecé a saltar hacia la señal que había dejado, tenue y distante ya, en el mismo borde de la sombra.

Salto, salto, salto, y cada salto parecía durar siete siglos. Por delante de mí, el pálido, serpentino sector del sol, se hundía y se hundía, y la creciente sombra corría a envolver la esfera antes de que yo lograse llegar a ella. Una vez, y luego otra, mi pie resbaló en la nieve al saltar, y mi salto resultó más corto; y otra vez caí entre unos matorrales que se rompieron y se desmenuzaron en trocitos pulverulentos, en nada; y otra vez caí mal y rodé de cabeza a una grieta, de la cual salí lastimado, ensangrentado, y confuso en cuanto a la dirección que debía seguir. Pero aquellos incidentes eran nada comparados con los intervalos, las espantosas pausas que hacía al encaminarme por el aire hacia aquella creciente marea de la noche.

—¿Llegaré? ¡Oh, Cielos! ¿Llegaré? —me repetía mil veces, hasta que estas palabras pasaron a ser una plegaria, una especie de letanía.

Llegué a la esfera cuando no me quedaba ni un minuto que perder. Ya se encontraba en la helada penumbra de la noche, ya la nieve estaba espesa encima de ella, y el frío me penetraba hasta la médula. Pero llegué —la nieve formaba ya un banco a sus lados—, y me deslicé a su interior, con los copos danzando en torno mío cuando volví las manos heladas para cerrar la válvula y ajustar su tomillo. Y luego, con los dedos ya helados y tiesos, me volví para hacer funcionar las celosías.

Mientras procuraba adivinar el manejo de las llaves —pues antes, nunca las había tocado—, pude ver confusamente a través del empañado vidrio, los ardientes rayos rojos del sol poniente, que bailaban y chispeaban por entre la tormenta de nieve, y las negras formas de las plantas, que se abultaban, se inclinaban y se rompían bajo la nieve que iba acumulándose. Cada vez más espesa afluía la nieve, cada vez más negra parecía al espesarse contra la luz. ¿Qué iba a suceder si las llaves de las persianas se negaban a obedecerme?

De repente, algo crujió bajo mi mano y en un segundo la última visión del mundo lunar desapareció de mi vista… Me encontraba en el silencio y en la obscuridad de la esfera interplanetaria.