(XVI)
Puntos de vista

La luz ganaba en fuerza a medida que avanzábamos. Al poco rato era ya casi tan intensa como la fosforescencia de las piernas de Cavor. Nuestro túnel se ensanchaba, se convertía en una caverna, y la nueva luz estaba en el extremo más lejano de ésta. De repente observé algo que hizo palpitar mis crecientes esperanzas.

—¡Cavor! —exclamé—. ¡Viene de arriba! ¡Estoy seguro de que viene de arriba!

Cavor no me contestó, pero apresuró el paso.

Indiscutiblemente, aquélla era una luz gris, una luz plateada.

Un momento después, estábamos debajo de ella. Se filtraba de arriba por una grieta en las paredes de la caverna, y al levantar yo la cabeza para mirarla, ¡drip!, una gruesa gota de agua me cayó en la cara. Di un salto, y me puse a un lado; ¡drip!, otra gota cayó con ruido bastante perceptible en la roca del suelo.

—¡Cavor! —dije—: ¡si uno de nosotros alza al otro, éste podrá alcanzar esa grieta!

—Yo voy a levantarlo a usted —me dijo, e incontinenti me izó como si levantara a un bebé.

Metí un brazo por la grieta, y exactamente en la parte adonde llegaban las puntas de mis dedos encontré una pequeña rajadura en la que podía agarrarme. Vi entonces que la blanca luz era mucho más brillante. Me suspendí con dos dedos, casi sin esfuerzo, a pesar de que en la tierra peso 168 libras, llegué a un punto saliente de las rocas aún más alto, y así entonces, metí los pies en la rajadura donde había tenido primero las manos. Me estiré hacia arriba y con los dedos escudriñé las rocas. La abertura iba ensanchándose a medida que subía.

—Es fácil de trepar —dije a Cavor—. ¿Podrá usted saltar hasta mi mano si alargo el brazo para abajo?

Me afirmé en los dos lados de aquel cañón, apoyé una rodilla y un pie en la rajadura, y extendí un brazo. No podía ver a Cavor, pero podía oír el rumor de sus movimientos al encogerse para saltar. Después, ¡zas!, se colgó de mi brazo… ¡y no pesaba más que un gato! Lo tiré hacia arriba hasta que tuvo una mano en la rajadura y pudo soltarme.

—¡Vaya! —exclamé—. ¡Cualquiera podría ser alpinista en la luna!

Y más animosamente que antes, seguí trepando. Durante algunos minutos me arrastré cañón arriba, sin descanso y después volví a mirar a lo alto. El cañón se abría gradualmente, y la luz iba haciéndose más viva. Pero…

¡Después de tanto esperarla, aquélla no era la luz del día! Al cabo de un momento, vi lo que, era, y al verlo, poco, faltó para que el desencanto me hiciera golpear la cabeza contra las rocas, pues lo que tenía ante mí era sencillamente un espacio abierto, irregularmente inclinado, y por todo cuyo suelo ascendente se extendía un bosque de pequeños hongos, en forma de botellas, todos brillando con aquella luz entre plateada y rosada. Por un momento contemplé su suave lustre, y después me puse a saltar de un lado y otro entre ellos. Arranqué una media docena, los arrojé contra las rocas, y luego me senté, riéndome amargamente, al aparecer a la vista la rubicunda cara de Cavor.

—Otra vez es la fosforescencia —le dije—. No necesitamos darnos prisa. Siéntese usted y descanse.

Y mientras él reflexionaba sobre nuestra desilusión, yo empecé a arrojar más de esas plantas por el cañón.

—Yo creía que fuese la luz del día —dijo.

—¡Luz del día! —exclame—. ¡Luz del día, puesta de sol, nubes y cielos tormentosos! ¿Volveremos a ver algún día semejantes cosas?

Al decir esto, me parecía que se alzaba a mi vista un cuadrito de nuestro mundo, pequeño pero claro, iluminado, como un paisaje italiano.

—El cielo que cambia, el mar que cambia, los montes y los verdes árboles, las aldeas y las ciudades brillantes de sol. Piense usted en un techo mojado, cuando el sol se pone, Cavor. ¡Piense usted en las ventanas de nuestra casa, que mira al Oeste!

No hubo respuesta de su parte.

—Aquí estamos enterrados en este salvaje mundo, que no es un mundo, que tiene un mar de tinta escondido en alma abominable negrura, allá abajo, y afuera el día tórrido y la mortal noche helada. Y todas esas cosas que nos persiguen ahora, bestiales hombres de cuero… ¡hombres-insectos escapados de una pesadilla! ¡Al fin y al cabo, ellos están en su derecho! ¿Qué tenemos nosotros que hacer aquí, por qué los aplastamos, y perturbamos su mundo? Por todos los indicios que hemos visto, el planeta entero está en alarma y corre tras de nosotros. Dentro de un minuto podremos oír de nuevo sus chillidos y el estruendo de sus gongs. ¿Qué haremos entonces? ¿Qué haremos? ¡Aquí estamos en posición tan cómoda como la de un par de serpientes de la India que se hubieran escapado en pleno Londres!

Volví a mi tarea de destruir hongos. De improviso vi algo que me hizo dar un grito.

—¡Cavor! —exclamé—. ¡Estas cadenas son de oro!

Cavor, sentado, meditaba profundamente, con las mejillas apretadas entre las manos. Volvió la cabeza lentamente, me miró y, cuando repetí mis palabras, miró la cadena que le rodeaba la muñeca de la mano derecha.

—De oro son —dijo—: lo son.

El fugitivo interés que pudo inspirarle aquello, se desvaneció de su cara desde antes de que cesara de mirar la cadena. Titubeó un momento, y luego continuó su interrumpida meditación. Yo me quedé un rato asombrado de no haber conocido hasta entonces la materia de que las cadenas estaban hechas, pero después me acordé de la luz azul en que habíamos estado y que hacía perder completamente su color al metal. Y ese descubrimiento me sirvió también de punto de partida para una corriente de ideas que me llevó a campos anchurosos y lejanos. Me olvidé de que un momento antes había estado preguntando lo que hacíamos en la luna. Soñaba con oro…

Cavor fue el primero que habló:

—Me parece que hay dos caminos abiertos ante nosotros.

—¿Y son?

—O intentamos abrimos paso —forzar el paso, si es necesario—, al exterior y buscar otra vez la esfera hasta encontrarla o hasta que el frío de la noche llegue y nos mate; o si no…

Hizo una pausa.

—Sí —dije yo, pues sabía lo que seguía.

—… podemos intentar una vez más establecer una especie de manera de entendemos con la gente de la luna.

—Por mi parte, lo primero es lo mejor.

—Lo dudo.

—Yo no.

—Oiga usted —dijo Cavor—. No pienso que podemos juzgar a los selenitas por lo que hemos visto de ellos. Su mundo central, su mundo civilizado, debe estar lejos, abajo, en las cavernas más profundas cercanas a su mar. Esta región de la corteza en que nos encontramos es un distrito remoto, una región pastoril. En todo caso, ésa es mi interpretación. Los selenitas que hemos visto pueden ser sólo los equivalentes de nuestros cuidadores de ganado y trabajadores de fábricas lejanas de las poblaciones. El uso de esas lanzas —probablemente para aguijonear a las reses—, la falta de imaginación que muestran al suponer que nosotros somos capaces de hacer exactamente lo que ellos hacen, su indiscutible brutalidad, todo parece indicar algo por ese estilo. Pero si nosotros soportáramos…

—Ninguno de los dos podría soportar por mucho tiempo una marcha por una plancha de seis pulgadas a través de un pozo sin fondo.

—No —dijo Cavor—: eso es verdad.

En seguida descubrió un nuevo campo de posibilidades.

—Supongamos que nos situáramos en algún rincón donde pudiéramos defendemos de esos campesinos y de sus lanzas. Si, por ejemplo, consiguiéramos sostenemos durante una semana o algo así, es probable que la noticia de nuestra aparición se filtrara hacia abajo, hasta las partes más inteligentes y populosas…

—Si existen.

—Deben existir; si no ¿de dónde vienen esas tremendas máquinas?

—Eso es posible; pero es el peor de los términos del dilema.

—Podríamos escribir inscripciones en las paredes…

—¿Cómo sabemos que sus ojos verían la clase de señales que nosotros hiciéramos?

—Si las esculpimos…

—Eso es posible, por supuesto.

Yo tomé un nuevo hilo de ideas.

—Al fin y al cabo —dije—, no supongo que usted cree a los selenitas tan infinitamente más sabios que los hombres.

—Deben saber mucho más… o por lo menos una cantidad de cosas diferentes.

—Sí, pero… —dije vacilando— creo que usted convendrá fácilmente, Cavor, en que usted es un hombre más bien excepcional.

—¿Cómo?

—Pues, usted es… usted es un hombre más bien solitario: quiero decir que lo ha sido usted. No se ha casado usted.

—Nunca lo necesité tampoco.

—Se ha dedicado usted a adquirir conocimientos.

—Sí; una cierta curiosidad, es natural.

—Usted piensa así: ése es precisamente el punto. Usted piensa que todos los cerebros necesitan saber. Recuerdo que una vez, cuando le pregunté por qué hacía usted todas esas investigaciones, me dijo usted que quería ser miembro de la Sociedad Científica, y hacer que a la substancia que iba usted a inventar se le llamara Cavorita, y cosas de ese orden. Usted sabe perfectamente que no proseguía usted sus trabajos por eso, pero en aquel momento mi pregunta lo tomó por sorpresa, y creyó usted que debía tener algo que pareciera un motivo. En realidad, usted hacía sus investigaciones porque tenía usted que hacerlas. Ésa es la inclinación natural de usted.

—Tal vez lo sea…

—En un millón de hombres, no hay uno que tenga tal inclinación. La mayoría de los hombres quieren… pues, varias cosas, pero ninguno quiere saber sólo por saber. Yo soy uno de ellos, lo se perfectamente bien. Bueno, estos selenitas parecen ser una especie de seres trabajadores, atareados; pero ¿cómo sabe usted que ni aun el más inteligente de ellos se interesa por nosotros o por nuestro mundo? Creo que ni siquiera saben que nosotros tenemos un mundo. Nunca salen a la superficie en la noche: se helarían si lo hicieran. Probablemente jamás han visto un cuerpo celeste, salvo el ardiente sol. ¿Cómo han de saber que hay otro mundo? Y si lo saben ¿qué puede eso importarles? Supongamos que hayan visto de vez en cuando algunas estrellas y hasta el disco de la tierra: ¿y qué significa eso? ¿Por qué la gente que vive «dentro» de un planeta se ha de molestar en observar esa clase de cosas? Los hombres no se habrían entregado a tales observaciones a no ser por las estaciones y por la navegación. ¿Por qué la gente de la luna?… Pero, supongamos que haya algunos filósofos como usted; esos serán precisamente los selenitas que nunca oirán nada que se refiera a nuestra existencia. Imagínese usted que un selenita hubiera caído en la tierra cuando usted estaba en Lympne; usted habría sido el último en saber su llegada: usted nunca lee un periódico. Ya ve las probabilidades que tiene usted en su contra. Pues bien: por causa de esas probabilidades estamos aquí sentados, sin hacer nada mientras vuela un tiempo precioso. Le digo a usted que hemos caído en una trampa. Hemos venido sin armas, hemos perdido nuestra esfera, no tenemos alimentos, nos hemos mostrado a los selenitas y los hemos hecho ver que somos unos animales extraños, fuertes, peligrosos, y a no ser que esos selenitas sean unos perfectos locos, deben estar ya todos en movimiento y nos perseguirán hasta encontramos, y cuando nos encuentren tratarán de apoderarse de nosotros si lo pueden, y de matamos si no lo pueden, y allí acabará todo el asunto. Después de tomamos, nos matarán probablemente, por causa de alguna desinteligencia. Después que nos hayan muerto puede ser que discutan acerca de nuestros méritos, pero eso no nos divertirá mucho a nosotros.

—Siga usted.

—Por otro lado, aquí tropieza uno con el oro como con el hierro en la tierra. Si pudiéramos llevarnos un poco de este oro y encontrar nuestra esfera antes de que ellos nos alcanzaran, y marcharnos; entonces…

—¿Qué?

—Entonces, podríamos emprender las operaciones en un pie más sólido: regresaríamos en una esfera más grande, con cañones.

—¡Buen Dios! —exclamó Cavor, como si aquello le pareciera horrible.

Yo lancé otro hongo luminoso, por el agujero.

—Oiga usted, Cavor —dije—: yo tengo de todas maneras el derecho de la mitad del voto en este asunto, y el caso en que estamos es para un hombre práctico; yo soy un hombre práctico y usted no. Yo no voy a confiarme otra vez a los selenitas y a los diagramas geométricos, si puedo evitarlo… Y con esto lo he dicho todo. Volvamos a la tierra, revelemos todo este secreto… o la mayor parte de él. Y después, volvamos aquí.

Cavor reflexionó.

—Cuando vine a la luna —dijo—, debí haber venido solo.

—La cuestión previa ahora —le repliqué—, es ésta: ¿cómo volveremos a la esfera?

Durante un rato nos frotamos las rodillas en silencio. Después, Cavor pareció decidido a aceptar mis razones.

—Me parece —dijo—, que ante todo debemos informarnos. Claro está que, mientras el sol dé en este lado de la luna, el aire soplará a través de este planeta esponja, del lado obscuro hacia acá. En este lado, de todos modos, el aire debe dilatarse y afluir de las cavernas de la luna al cráter… Muy bien: aquí hay una corriente de aire.

—Sí, la hay.

—Y eso significa que éste no es un extremo muerto: en algún punto detrás de nosotros, esa abertura continúa hacia arriba. La corriente de aire se dirige a lo alto, y ése es el camino que nosotros tenemos que seguir. Si tratamos de encontrar y encontramos alguna especie de chimenea o cañón que debe haber por allí, no sólo saldremos de estos pasadizos por donde los selenitas nos buscan…

—¿Pero suponga usted que la chimenea sea muy angosta?

—Entonces, volveremos a bajar.

—¡Chit! —dije yo, bruscamente—. ¿Qué es, eso?

Escuchamos. Al principio oímos un confuso murmullo, pero luego llegó hasta nosotros el estruendo de un gong.

—Deben pensar que somos ganado —dije—, cuando quieren asustamos así.

—Vienen por aquel pasadizo —dijo Cavor.

—Deben ser ellos.

—No pensarán en subir por el cañón. Pasarán de largo.

Escuché otra vez un rato.

—Esta vez —murmuré—, es probable que vengan con alguna clase de arma.

Luego, con un salto brusco, me levanté.

—¡Santos Cielos! ¡Cavor! —grité—. ¡Sí, subirán! Verán los hongos que he estado arrojando abajo. Y…

No concluí la frase. Me volví y por encima de las cabezas de los hongos brinque a la extremidad superior de la cavidad. Vi que la bóveda se volvía hacia arriba y se convertía a su vez en un cañón estrecho, que subía a una impenetrable obscuridad. Iba ya a trepar por el interior de ese tubo, cuando una feliz inspiración me hizo volver atrás.

—¿Qué hace usted? —me preguntó Cavor.

—¡Siga usted! —le dije.

Una vez entre los brillantes hongos tomé dos de ellos, me puse uno en el bolsillo del pecho de mi saco de franela, de modo que, apuntando afuera, alumbrara nuestra ascensión, y volviendo al lado de Cavor le di el otro. El ruido que hacían los selenitas había crecido tanto, que parecía que ya estuvieran debajo de la abertura. Pero quizás les sería difícil subir por ella o vacilarían, temerosos, de encontrar resistencia de nuestra parte. En todo caso, teníamos ya la fortificante conciencia de la enorme superioridad muscular que nos daba nuestro nacimiento en otro planeta. Un minuto después, trepaba yo con gigantesco vigor, detrás de los talones de Cavor, iluminados por la luz azul de los hongos.