(XIII)
El señor Cavor hace algunas observaciones

Durante largo rato, ni él ni yo hablamos. Poner en orden todos los contratiempos que nos habíamos acarreado me parecía fuera de mis alcances intelectuales.

—Estamos en su poder —dije, por fin.

—Por culpa de los hongos.

—Pues si no los hubiéramos comido, nos habríamos desmayado, habríamos muerto de hambre.

—Podríamos haber encontrado la esfera.

Yo perdí la calma ante su persistencia, y comencé a lanzar imprecaciones in pectore.

Por un rato, nos odiamos mutuamente en silencio. Yo tamborileaba con los dedos el suelo entre las rodillas, y restregaba uno con otro los eslabones de mis cadenas. Al cabo de un momento me vi forzado a hablar otra vez.

—Sea como sea —pregunté humildemente—, ¿qué piensa usted de todo esto?

—Son criaturas racionales… capaces de hacer muchas cosas. Esas luces que vemos…

Se calló. Era evidente que no encontraba explicación para las luces.

Cuando volvió a hablar fue para confesar la verdad.

—Al fin y al cabo, son más humanos que lo que teníamos derecho a esperar. Supongo…

Se detuvo. Aquellas pausas me irritaban.

—¿Qué?

—Supongo que, de todos modos… en cualquier planeta donde haya un animal inteligente, éste llevará su caja craneana arriba, y tendrá manos y, andará derecho…

Al llegar a este punto se interrumpió para tomar otra dirección.

—Estamos muy adentro —dijo—; quiero decir… tal vez a un par de mil pies o más.

—¿Por qué?

—Por que hace más frío, y nuestras voces retumban mucho más. La delgadez del aire ha desaparecido totalmente, y con ella la incomodidad que sentíamos en nuestros oídos y la garganta.

Yo no lo había notado, pero entonces lo noté.

—El aire es más denso. Debemos estar a alguna profundidad… podríamos calcular hasta una milla… de la superficie de la luna.

—Nunca pensamos que hubiera un mundo dentro de la luna.

—No.

—¿Cómo habíamos de pensarlo?

—Podríamos haberlo supuesto. Lo que sucede es… que uno se acostumbra a un radio de ideas limitado.

Reflexionó un momento.

—Ahora —dijo—, nos parece obvio. ¡Por supuesto! La luna debe ser enormemente cavernosa, tener una atmósfera interior, y en el centro de las cavernas un mar. Sabíamos que la luna tenía una gravitación específica menor que la de la tierra; sabíamos que afuera tenía poco aire y poca agua; sabíamos, también, que era un planeta hermano de la tierra y que era inadmisible la idea de que su composición fuera diferente de la de nuestro planeta. La deducción de que estaba agujereada, era tan clara como el día; y sin embargo, nunca habíamos percibido todo esto como un hecho. «Keplero», por supuesto…

Su voz había adquirido el tono de la del hombre que, en una demostración, ha descubierto una hermosa fuente de razonamientos.

—Sí —dijo—; Keplero, con sus «subvolcani» tenía razón, al fin y al cabo.

—Ojalá se hubiera usted tomado la molestia de descubrir eso antes de que viniéramos —dije.

Nada me contestó: silbaba suavemente, para sí, mientras seguía el curso de sus pensamientos. La paciencia me iba faltando.

—¿Qué piensa usted que ha sido de nuestra esfera, por último? —le pregunté.

—Perdida —contestó, como alguien que contesta a una pregunta sin interés.

—¿Entre las plantas?

—A no ser que ellos la encuentren.

—¿Y entonces?

—¿Cómo puedo saber?

—¡Cavor! —exclamé—; ¡lindas se van poniendo las cosas para mi sindicato!

Él no me contestó.

—¡Buen Dios! —continué—. ¡Si uno no piensa en toda la molestia que nos hemos tomado para venir a dar a este pozo! ¿Para qué hemos venido? ¿Qué es lo que buscamos? ¿Qué era la luna para nosotros, o nosotros para la luna? Hemos querido demasiado; hemos avanzado demasiado. Debíamos haber emprendido primero cosas pequeñas. ¡Usted fue quien propuso venir a la luna! ¡Esas celosías de Cavorita! Estoy cierto de que podíamos haberlas explotado en aplicaciones terrestres. De seguro. ¿Comprendió usted realmente lo que yo propuse? Un cilindro de acero…

—¡Tontería! —dijo Cavor.

La conversación cesó.

Durante un rato, Cavor se entregó a un monólogo entrecortado, sin mucha ayuda de mi parte.

—Si la encuentran —decía—, si la encuentran… ¿qué harán con ella? Ésta es una pregunta que pudiera ser la pregunta capital. De todos modos, no sabrán manejarla: si comprendieran esa clase de cosas, desde hace largo tiempo habrían ido a la tierra. ¿Irían ahora? ¿Por qué no habrían de ir? Y si hubieran podido ir antes, aunque no hubieran ido, habrían enviado algo… No habrían de desperdiciar semejante posibilidad. ¡No! Pero la examinarán. Se ve con claridad que son inteligentes o investigadores. La examinarán…, entrarán en ella… jugarán con las celosías… ¡Y a volar!… Lo que significará para nosotros la luna, por todo el resto de nuestra vida. Extraños seres, extraños conocimientos…

—¡Lo que es por los extraños conocimientos!… —dije; pero no pude continuar, porque las expresiones me faltaron.

—Oiga usted, Bedford —dijo Cavor—: Usted ha venido en mi expedición por su propia y libre voluntad.

—Usted me dijo: «llámelo usted viaje de exploración».

—Siempre hay riesgo en las exploraciones.

—Especialmente cuando uno va desarmado sin meditar antes, sobre todas sus posibles fases.

—¡Yo estaba tan embebido en la esfera! El proyecto, nos asaltó y nos arrastró.

—Me asaltó a mí, querrá usted decir.

—Me asaltó a mí también, tanto como a usted. ¿Cómo iba yo a pensar, cuando me puse a trabajar en física molecular, que la cosa iba a traerme aquí, ni a un lugar que se pareciera, a éste?

—¡Así es la maldecida ciencia! —grité— la ciencia, que es el diablo en persona. Los sacerdotes y perseguidores de la Edad Media tenían razón y nosotros, los modernos, estábamos equivocados. Toca usted la ciencia, y ella le ofrece dones: pero apenas los toma usted, lo hace a usted pedazos, de alguna manera. Viejas pasiones y nuevas armas… ¡ahora le hace perder a usted sus sentimientos religiosos; luego, sus ideas sociales, y, por último, le arroja a usted al desconsuelo, y la ruina!

—¡Bueno, bueno! De nada serviría que se pusiera usted ahora a reñir conmigo. Estos seres, selenitas o como usted guste llamarles, nos han atado de pies y manos. Cualquiera que sea la disposición de animo con que quiera usted aceptar la situación, hay que aceptarla… Y la experiencia de lo que nos ha pasado demuestra que necesitamos toda nuestra sangre fría.

Hizo una pausa, como si esperara mi asentimiento; pero yo me callé, malhumorado.

—¡Maldita sea la ciencia! —dije.

—El problema es ahora: comunicación. Los ademanes temo que sean diferentes. El señalar, por ejemplo. Los únicos seres que señalan son el hombre y el mono.

El error era demasiado visible para mí.

—¡Casi todos los animales —exclamé—, señalan con los ojos o con la nariz!

Cavor meditó acerca de ello.

—Cierto —dijo por fin—; y nosotros no. ¡Hay tales diferencias! ¡Tales diferencias! Podríamos… pero ¿cómo me sería posible decirlo? Existe la palabra, los sonidos que ellos emiten, una especie de toque de flauta y de silbidos. No veo cómo vamos a imitar eso. ¿Será su modo de hablar? Pueden tener sentidos distintos de los nuestros, diferentes medios de comunicarse. Por supuesto: tienen un entendimiento y nosotros tenemos otro… debe haber algo de común entre ellos y nosotros. ¿Quién sabe hasta dónde es posible que lleguemos a entendemos?

—¡No! —exclamé—. Son cosas que están fuera de toda comparación con nosotros; la diferencia entre ellos y nosotros es mayor que la que nos separa de los demás extraños animales de la tierra. Son de diferente materia. Pero ¿qué sacamos con hablar de esto?

Cavor reflexionó.

—Yo no pienso así —contestó—. Si tienen entendimiento, deben tener algo de común con nosotros, algo semejante… aun cuando se hayan desarrollado en otro planeta que el nuestro. Desde luego, si la cuestión no fuera más que de instinto…, si nosotros o ellos no fuéramos más que animales…

—Bueno; pero ellos, ¿son animales? ¿De qué clase? Más parecen hormigas paradas en dos patas que seres humanos y ¿quién ha llegado nunca a entenderse con las hormigas?

—Pero ¿y esas máquinas? ¿Y esas ropas? ¡No, no estoy de acuerdo con usted, Bedford! La diferencia es grande…

—Es infranqueable.

—La semejanza nos servirá para salvarla. Recuerdo haber leído una vez un trabajo del difunto profesor Galton, sobre la posibilidad de la comunicación entre los planetas. Desgraciadamente, en aquel tiempo, no parecía probable que la teoría pudiera serme de ningún beneficio material, y temo no haberle prestado toda la atención que me habría acordado… si hubiera tenido en cuenta el actual estado de cosas. Sin embargo… veamos.

Su idea era comenzar con aquellas amplias verdades que deben existir en todas las existencias mentales concebibles, y establecer una base con ellas: los grandes principios de geometría, para empezar. Proponía tomar algunas proposiciones principales de Euclides, y mostrar, por construcción, que su verdad nos era conocida: demostrar, por ejemplo, que los ángulos de la base de un triángulo isósceles eran iguales, y que si los lados visibles son iguales, los ángulos del otro lado de la base son también iguales; o que el cuadrado de la hipotenusa de un triángulo rectángulo es igual a la suma de los cuadrados de los otros dos lados.

—Al demostrar nuestro conocimiento de esas cosas, demostraríamos nuestra posesión de una inteligencia racional… Ahora, supongamos que yo… que yo dibujara la figura geométrica con un dedo mojado, o aunque la trazara en el aire…

Se calló, y yo también, meditando sobre sus palabras.

Durante un rato, su tenaz esperanza de comunicación, de interpretación con aquellos estrambóticos seres, me dominó; pero después recuperé su imperio la colérica desesperación que era parte de mi fatiga y de mis penas físicas: con vivacidad nueva y repentina vi la extraordinaria tontería de todo cuanto había hecho.

—¡Burro! —dije—. ¡Oh, burro, incalificable burro!… Parece que sólo existo para cometer torpezas… ¿Por qué diablos dejamos la esfera?… ¡Para dar saltos por los cráteres de la luna, en busca de patentes y concesiones!… ¡Si hubiéramos tenido siquiera la sensatez de poner un pañuelo atado en un palo, que indicara el lugar en que quedaba la esfera!

Y callé furioso.

—Claro está —continuó Cavor, meditabundo— que son inteligentes. Podemos establecer hipótesis sobre ciertas cosas. Puesto que no nos han muerto en el acto, deben tener ideas de compasión. ¡Compasión! En todo caso, de moderación, quizás de sociedad. ¡Sí! Podemos entendemos. Y este departamento, y las ojeadas que nos ha echado el guardián… ¡y estas cadenas! Un alto grado de inteligencia…

—¡Pluguiera, al Cielo —grité—, que se nos hubiera ocurrido pensarlo dos veces antes de venir! Error sobre error: primero, mis malos negocios, y ahora, un mal negocio. Todo ha dependido de mi confianza en usted. ¿Por qué no me quedé escribiendo mi drama? De eso sí que era capaz. Ése era mi mundo y la vida para la cual estaba hecho. Ahora estaría ya terminado mi drama. Estoy cierto… de que era un buen drama. Ya tenía el escenario casi hecho. Y luego… ¡Imagíneselo usted! ¡Un salto a la luna! Resultado… ¡qué he tirado mi vida a la basura! La vieja de la posada de cerca de Canterbury era más sensata que yo…

Miré hacia arriba, y me interrumpí en mitad de la frase. La obscuridad había abierto paso nuevamente a la luz azulada: la puerta se abría, y varios silenciosos selenitas entraban en el cuarto. Me quedé callado y quieto, con la vista fija en sus impasibles y acartonadas caras.

Luego, de repente, mi sensación de desagradable extrañeza se convirtió en interés, pues vi que el primero y el segundo tenían en las manos unas tazas: existía, pues, por lo menos, una elemental necesidad que nuestras inteligencias y las suyas podían comprender en común. Las tazas eran de un metal que, como el de nuestras cadenas, tenía un color obscuro en aquella luz azulada: y ambas contenían una cantidad de trozos blanquizcos. Todo el sombrío dolor moral y las miserias físicas que me oprimían se agolparon en un solo punto y tomaron la forma del hambre. Miré las tazas ávidamente y, aunque después, en mis sueños, me volvió a la mente esa circunstancia, en aquel momento me pareció cosa de poca monta el que los brazos que bajaban una de las tazas en mi dirección no terminaran en manos, sino en una especie de blanda pinza, como la extremidad de la trompa del elefante.

El contenido de la taza era flojo y de color habano claro: parecían trozos de algún batido frío, y despedían un débil olor de hongos. Por un pedazo de costillar de res lunar que vimos entonces allí, me inclino a creer que era carne de dicha res.

Mis manos estaban tan oprimidas por las cadenas, que apenas podían alcanzar a tocar la taza; pero al ver mis esfuerzos, dos de ellos aflojaron diestramente una de las vueltas de la cadena que me sujetaba la muñeca. Sus manos-tentaculos, eran suaves y frías.

Inmediatamente me llené la boca de aquel alimento: tenía la misma flojedad de tejido que todas las estructuras orgánicas parecen tener en la luna, y su sabor era como el de una «gauffre» o merengue blando, pero de ninguna manera desagradable. Tomé otros dos bocados:

—¡Necesitaba comer! —dije, sacando un pedazo más grande aún.

Durante un rato comimos con positiva ausencia de toda dignidad. Comimos y luego bebimos como vagabundos en una cocina caritativa. Nunca había estado antes, ni he estado después, hambriento hasta semejante extremo de voracidad, y a no ser por mi experiencia de aquel día, jamás hubiera podido creer que, a un cuarto de millón de millas de nuestro mundo, en la mayor perplejidad de alma posible, rodeados, vigilados, tocados por seres más grotescos y extrahumanos que las peores criaturas de una pesadilla, me sería posible comer con tan absoluto olvido de todo. Ellos, parados en tomo nuestro, nos observaban, y de vez en cuando emitían una especie de ligera risita, que, supongo, era su manera de hablar. Ni siquiera me estremecí al sentir su contacto, y cuando el primer arranque de mi apetito se calmó, pude notar que también Cavor había estado comiendo con el mismo impúdico abandono.