El rostro de Cavor expresó algo parecido al pánico.
Mi compañero se puso de pie y miró en tomo suyo por la hierba que nos rodeaba, que en algunos puntos se alzaba casi a la altura de nuestras cabezas, estirándose rápidamente, en una fiebre de crecimiento. Se puso la mano en los labios con ademán de duda, y en seguida habló, pero con una repentina falta de seguridad.
—Creo —dijo lentamente—, que la dejamos allí…, por allá…
Señalaba con un dedo vacilante, que describía un arco al buscar el punto en que podía estar la esfera.
—No estoy seguro… —y su consternación aumentaba—. De todos modos no tenemos por qué tener miedo.
Y fijó los ojos en mí.
Yo también me había levantado. Los dos hacíamos ademanes sin sentido alguno, nuestros ojos escudriñaban la vegetación que crecía y se espesaba a nuestro derredor.
En todo lo que la vista abarcaba de las vertientes y mesetas bañadas de sol, subían y subían las tiesas espigas, los hinchados cactus, los trepadores líquenes, y doquiera que continuaba la sombra, quedaba también la nieve. Al Norte, al Sur, al Este, al Oeste, se extendía una idéntica monotonía de formas extrañas para nosotros.
Y en algún lugar de por allí, sepultada en aquella enmarañada confusión estaba nuestra esfera, nuestro hogar, nuestro único recurso, nuestra sola esperanza de escapamos del fantástico desierto, lleno de efímera vida vegetal, a que tan inconsideradamente nos habíamos lanzado.
—Creo, pensándolo bien —dijo Cavor señalando de improviso en una dirección—, que debe estar allí.
—¡No! —contesté—. Hemos venido a dar aquí haciendo una curva. ¡Vea usted! Ésa es la huella de mis pies: claro está que la esfera debe hallarse mucho más al Este, mucho más. ¡No!, debe estar por allá.
—Yo creo —dijo Cavor—, que he tenido continuamente el sol a la derecha.
—A mí me parece —replique—, que a cada salto que daba, mi sombra volaba delante de mí.
Nos miramos uno a otro en los ojos. El área del cráter había llegado a ser enormemente vasta en nuestras imaginaciones, la creciente vegetación se había convertido ya en una selva impenetrable.
—¡Cielos! ¡Qué tontos hemos sido!
—Es evidente —contestó Cavor—, que necesitamos encontrar la esfera, y pronto. El calor del sol aumenta cada vez más, ya nos habría hecho caer desmayados si no fuera por la sequedad de la atmósfera. Y… tengo, hambre.
Yo lo miré con espanto. Hasta ese momento no había pensado en aquella faz de la cuestión, pero instantáneamente me asaltó la misma necesidad en la forma de un gran ahuecamiento del estómago.
—Sí —dije, con énfasis—; yo también tengo hambre.
Cavor se irguió con una expresión de enérgica decisión.
—Tenemos que encontrar la esfera —dijo.
Con tanta calma cuanta era posible escudriñamos los interminables arrecifes y montículos que formaban el suelo del cráter, pesando ambos en silencio nuestras probabilidades de encontrar la esfera antes de que nos vencieran el calor y el hambre.
—No puede estar a más de cincuenta yardas de aquí —dijo Cavor, con indecisos ademanes—. Se trata únicamente de buscar y buscar en este radio hasta hallarla.
—Eso es todo lo que podemos hacer —dije, pero sin el menor entusiasmo por la caza que íbamos a comenzar—. ¡Ojalá no crecieran tan rápidamente estas malditas espigas!
—Eso digo yo —replicó Cavor—; pero la esfera quedó sobre un montón de nieve.
Miré en tomo, con la llana esperanza de reconocer algún picacho o grupo de rocas cerca del cual hubiera estado la esfera; pero por todas partes se vela la misma semejanza confusa, los mismos expansivos matorrales, los hinchados cactus, los blancos montones de nieve que segura, inevitablemente, se iban derritiendo. El sol quemaba, nos abrumaba, y la debilidad producida por una hambre intempestiva, se mezclaba con nuestra infinita perplejidad. Y todavía estábamos allí, confundidos y perdidos entre aquellas cosas tan sin precedente en nuestra vida, cuando oímos por primera vez en la luna un sonido diferente del movimiento de las crecientes plantas, del débil susurrar del viento, o de los ruidos que nosotros hacíamos.
¡Bum!… ¡Bum!… ¡Bum!…
Aquel sonido se oía bajo nuestros pies, brotaba de la tierra. Nos parecía oír con los pies tanto como con los oídos. Su sorda repercusión llegaba amortiguada por la distancia, aumentada por la dura calidad de la substancia intermediaria. No puedo imaginarme, sonido alguno que hubiera podido asombramos más, o cambiar más completamente la condición de las cosas que nos rodeaban, pues aquel ruido hondo, bajo y persistente, parecía no poder ser otra cosa que las campanadas de algún gigantesco reloj enterrado.
¡Bum!… ¡Bum!… ¡Bum!…
Sonido sugerente de tranquilos claustros, de noches de insomnio en grandes ciudades, de vigilias y de la hora esperada, de todo lo que es ordenado y metódico en la vida, resonando, impresionante y misterioso, en aquel fantástico desierto. A la vista nada había cambiado: el triste mar de matorrales y cactus se mecía silenciosamente bajo el impulso del viento que llegaba sin interrupción y recto desde las distantes paredes del cráter; el firmamento tranquilo, obscuro, continuaba vacío sobre nuestras cabezas; el sol se elevaba, ardiente, y por entre todo aquello, una advertencia, una amenaza, surgía junto con el enigmático sonido.
¡Bum!… ¡Bum!… ¡Bum!…
Ambos empezamos a dirigimos preguntas el uno al otro, en voz débil, casi extinguida.
—¿Un reloj?
—¡Parece un reloj!
—¿Qué es?
—¿Qué puede ser?
—Contemos —propuso Cavor; pero era tarde, pues apenas hubo pronunciado esta palabra, el sonido cesó.
El silencio, el rítmico desconsuelo del silencio, fue para nosotros un nuevo choque. Durante un momento podíamos dudar de si habíamos oído tal sonido, ¡y también de si no continuaba todavía! ¿Había oído yo algún sonido?
Sentí la presión de la mano de Cavor en el brazo, y oí su voz. Hablaba quedo, como si temiera despertar algo que estuviera dormido allí cerca.
—Mantengámonos juntos —murmuró—, y busquemos la esfera. Tenemos que volver a la esfera. Eso es lo primero en que debemos pensar.
—¿Por qué lado iremos?
Mi pregunta le hizo vacilar. Una intensa persuasión de presencias, de cosas que no veíamos en tomo nuestro, cerca de nosotros, dominaba en nuestros cerebros. ¿Qué podían ser esas cosas? ¿Dónde podían estar? ¿Era aquel árido desierto, alternativamente helado y calcinado, sólo la cubierta exterior, la máscara de algún mundo subterráneo? Y si así era, ¿qué clase de mundo sería aquél? ¿Qué clase de habitantes eran los que podían en ese mismo instante surgir a nuestro alrededor?
Y de repente, atravesando el doloroso silencio, tan vívido y repentino como un inesperado trueno, re sonó un chasquido estrepitoso, como si se hubieran abierto de golpe unas grandes puertas de metal.
Aquel mido detuvo nuestros pasos. Nos quedamos parados, jadeantes y abrumados. Cavor se deslizó hasta tocarme.
—¡No entiendo! —susurró junto a mi cara.
Blandía el brazo vagamente hacia el cielo, vaga sugestión de pensamientos aún más vagos.
—¡Un escondrijo! Si algo viene…
Miré en tomo nuestro, y con un movimiento de cabeza asentí a lo que decía.
Echamos a andar, moviéndonos lentamente, con las más exageradas precauciones para no hacer ruido. Nos dirigimos a un bosquecillo espeso. Un estrépito como el de grandes martillos que golpearan en una caldera, nos hizo apresurar el paso.
—Arrastrémonos —susurró Cavor.
Las hojas más bajas de las plantas-bayonetas, ya cubiertas por la sombra de otras nuevas que habían brotado arriba, comenzaban a marchitarse y encogerse, lo que nos permitió abrimos paso por entre la tupida maleza sin sufrir ningún daño serio: un pinchazo en la cara o en el brazo no nos importaba. En el centro del bosquecillo me detuve y miré jadeante la cara de Cavor.
—Subterráneo —murmuró éste—. Abajo.
—Pueden venir arriba.
—¡Tenemos que encontrar la esfera!
—Sí —dije yo—; pero ¿cómo?
—Avancemos así, arrastrándonos, hasta que demos con ella.
—Pero ¿y si no la hallamos?
—Nos mantendremos escondidos. Vemos que cosa es…
—No nos apartemos —dije.
Cavor reflexionaba.
—¿Por qué lado iremos?
—Confiémonos a la casualidad.
Escudriñamos con la vista por un lado y otro. Después, con mucha circunspección, empezamos a arrastramos a través de la selva recién formada, describiendo, tanto como podíamos trazarlo, un circuito; deteniéndonos a cada movimiento de una rama, a cada sonido, con la atención siempre fija en la esfera de la que tan tontamente habíamos salido. De rato en rato seguían llegando hasta nosotros, de abajo de la tierra, rumores de golpes, de choques, de sonidos mecánicos, extraños, inexplicables, y también de vez en cuando creíamos oír algo, un débil arrastrar tumultuoso, que nos llegaba por el aire. Atemorizados como estábamos, no intentamos siquiera buscar un punto culminante para desde allí observar lo que pasara en toda la superficie del cráter. El tiempo transcurría, y nada veíamos de los seres cuyos ruidos nos llegaban tan abundantes y persistentes, y a no haber sido por la debilidad que nos causaba el hambre y por la sed que nos secaba la garganta, aquella marcha a gatas en que estábamos empeñados habría tenido el carácter de un sueño muy vívido, tan absolutamente ajeno a la realidad era. El único elemento con algo de real eran los ruidos.
—¡Figuráoslo! En nuestro derredor aquella selva de un país de sueños, con sus silenciosas hojas —bayonetas apuntando por sobre nuestras cabezas, y los líquenes silenciosos, animados, dorados a trechos por el sol, bajo nuestras manos y rodillas, agitándose con el vigor de su crecimiento, como se agita una alfombra cuando el viento entra por debajo. De vez en cuando, uno de los hinchados capullos, abriéndose y extendiéndose al calor del sol parecía estallar sobre nosotros.
De rato en rato, alguna nueva forma, de color vivísimo, llenaba un espacio entre las hojas. Las células de que brotaban esas plantas no eran mayores que mi dedo pulgar, y parecían globitos de vidrio pintado. Y todas esas cosas estaban saturadas del implacable fulgor del sol, nosotros las veíamos desde abajo sobre el fondo de un cielo azul negruzco, tachonado aún, no obstante el sol, por unas cuantas, estrellas. ¡Extraño, todo extraño! Las nuevas formas y la materia de las piedras; eran extrañas. Todo era extraño: las sensaciones de nuestros cuerpos no tenían precedente, cada movimiento terminaba en una sorpresa. La respiración salía reducida, adelgazada, por la seca garganta; la sangre corría por los vasos de los oídos en palpitante marea, tud, tud, tud…
Y de rato en rato nos llegaban ráfagas de estruendos, de martillazos, el resonar de maquinarias en marcha, y por último, oímos… ¡mugidos de grandes bestias!