En seguida, Cavor apagó la luz, diciendo que no había demasiada fuerza acumulada, y que la que teníamos debía economizarse para leer. Durante un rato, no sé si largo o corto, no hubo dentro de la esfera más que una lobreguez profunda.
Una cuestión surgía de aquel vacío:
—¿Hacia qué punto vamos? —pregunté—. ¿Cuál es nuestra dirección?
—Nos alejamos de la tierra en tangente, y como la luna está cerca de su tercer cuarto, vamos de todos modos hacia ella. Voy a abrir una celosía…
Un chasquido… y la cubierta exterior de una de las ventanas se abrió. El espacio estaba tan negro como la obscuridad misma del interior de la esfera, pero un número infinito de estrellas marcaba la forma de la ventana abierta.
Los que sólo han visto desde la tierra el cielo estrellado, no pueden imaginarse la apariencia que tiene cuando ha desaparecido el velo vago, medio luminoso, de nuestro aire. Las estrellas que vemos de la tierra son apenas unas cuantas que consiguen penetrar en nuestra tupida atmósfera. ¡Por fin me era dado comprender lo infinito del universo!
Sin duda nos esperaban cosas más extrañas aún; pero ese firmamento sin aire, cubierto como de un polvo de estrellas, es de todos mis recuerdos de esos días el último que se desvanecerá.
La ventanita desapareció con un chasquido; otra, a su lado, se abrió de golpe y se cerró enseguida, y luego una tercera, y durante un momento tuve que cerrar los ojos, para protegerlos del deslumbrante esplendor de la luna menguante.
Cuando volví a abrir los ojos, tuve, por un rato, que mirar a Cavor y los objetos iluminados de blanco que me rodeaban, antes de volver la vista a aquel pálido fulgor.
Cavor abrió cuatro ventanas para que la gravitación de la luna pudiera obrar sobre todas las substancias que había dentro de la esfera. De repente notó que ya no iba flotando libremente en el espacio, sino que mis pies reposaban en el vidrio, en la dirección de la luna. Las frazadas y las cajas de provisiones se aglomeraban también lentamente sobre el vidrio, y un instante después reposaron completamente contra él, ocultando una parte de la vista. A mi me parecía, por supuesto, que miraba «abajo», cuando miraba a la luna. En la tierra, «abajo» significa hacia el suelo, en la dirección adonde caen las cosas, y «arriba» la opuesta dirección. Pero, allí, el sentido de la gravitación era hacia la luna, y todo me indicaba que la tierra estaba «arriba». Por otra parte, cuando todas las celosías de Cavorita se hallaban cerradas, «abajo» era el centro de nuestra esfera, y «arriba» sus paredes exteriores.
Era también un caso bastante curioso, raro para habitantes de la tierra, el de recibir la luz de abajo. En la tierra, la luz cae de arriba, o llega oblicuamente, siempre de arriba abajo; pero allí nos llegaba de abajo de nuestros pies y, para ver nuestras sombras, teníamos que mirar hacia arriba.
Al principio me dio una especie de vértigo el estar parado en nada más que un vidrio, por grueso que éste fuera, y mirar abajo, a la luna, a través de cientos de miles de millas de espacio vacío; pero aquel malestar pasó pronto, y entonces: ¡qué esplendoroso espectáculo!
El lector podrá imaginárselo mejor si se echa en el suelo en una calurosa noche de estío, alza los pies, y por entre ellos mira la luna; pero por alguna razón, probablemente porque la ausencia de aire la hacía más luminosa, la luna parecía ya considerablemente mayor que cuando se la ve desde la tierra. Los más pequeños detalles de su superficie aparecían con minuciosa claridad; y como no la veíamos ya a través del aire, sus contornos eran brillantes y agudos, no había en torno suyo resplandor ni aureola, y el polvo de estrellas que cubría el firmamento llegaba hasta sus mismas orillas, y señalaba los contornos de su parte iluminada. Allí, parado, contemplando la luna a mis pies, aquella idea de lo imposible, que me había atormentado desde nuestra partida, volvió a acometerme con más fuerza que nunca.
—Cavor —dije—. Esto me produce una impresión rara. Los sindicatos que íbamos a formar, y todo eso de los minerales…
—¿Bueno y qué?…
—No los veo aquí.
—No —contestó Cavor—; pero pronto los verá usted.
—Supongo que nos volveremos como hemos venido. Sin embargo, me voy animando. Durante un momento he llegado casi a creer que nunca ha habido un mundo.
—Ese ejemplar del Lloyd’s News puede ayudarla a usted a recordarlo.
Miré el papel un momento, y luego lo alcé hasta ponerlo al nivel de mi cara: entonces vi que podía leer cómodamente.
Mi mirada tropezó con la columna de los avisos pequeños: «Un caballero que dispone de dinero, prestaría dinero». Yo conocía a ese caballero. Después, un excéntrico quería vender una bicicleta rápida, «enteramente nueva, y que ha costado quince libras», por cinco libras; y una señora, en malas circunstancias, deseaba deshacerse de unos cuchillos y tenedores para pescado, «un regalo de boda», con gran sacrificio. Sin duda, alguna alma simple estaría examinando aquellos cuchillos y tenedores, y otra corría triunfalmente en la bicicleta, y una tercera alma simple, consultaba, confiada y sincera, al benévolo caballero que disponía de dinero, mientras yo leía los avisos. Me eché a reír y dejé caer el periódico.
—¿Se nos ve de la tierra? —pregunté.
—¿Por qué?
—He conocido a alguien… que se interesaba en la astronomía, y se me ocurría que sería bastante curioso que ese… amigo… estuviera en este momento, por casualidad, mirando por un telescopio.
—Para vernos ahora, se necesitaría el telescopio más poderoso de la tierra, y se nos vería como un punto apenas perceptible.
Durante un rato, contemplé en silencio la luna.
—Es un mundo —dije—: uno lo comprende ahora infinitamente más que en la tierra. Hay gente, quizás…
—¡Gente! —exclamó Cavor—. ¡No! Destierre usted esa idea. Considérese usted una especie de viajero ultraártico, explorando los desolados campos del espacio. ¡Mire usted!
Blandió la mano en dirección a la brillante blancura de abajo: —¡Un mundo muerto… muerto! Vastos volcanes apagados, desiertos de lava, montones de nieve o de ácido carbónico helado, o de aire helado, y por todas partes despeñaderos, zanjas, y grietas y abismos. Nada sucede. Los hombres han observado este planeta sistemáticamente, con telescopio, durante más de doscientos años—: ¿qué cambios cree usted que han visto?
—Ninguno.
—Han notado dos derrumbamientos, la dudosa formación de una grieta, y un débil cambio periódico de color. Y eso es todo.
—Yo no sabía que se había notado siquiera eso.
—¡Oh, sí!, pero lo que es gente…
—A propósito —pregunté—; ¿de qué tamaño tendría que ser una cosa para que se la pudiera ver desde la tierra con el telescopio mayor?
—Se podría ver una iglesia de mediano tamaño, y seguramente se verían poblaciones y edificios, cualquiera cosa que fuera obra de hombres. Quizás haya insectos, algo parecido a las hormigas, por ejemplo, animales que puedan esconderse en profundas cuevas, durante la noche lunar; o habrá alguna nueva especie de seres, sin paralelo en la tierra. Eso es lo más probable que encontremos, si acaso encontramos algún signo de vida.
¡Piense usted en la diferencia de condiciones! La vida tendría que adaptarse en la luna a un día tan largo como catorce días terrestres, al fuego de un sol sin nubes durante catorce días consecutivos, y después a una noche de igual extensión, cada vez más fría, bajo esas frías, brillantes estrellas. En esa noche debe hacer allí un frío estupendo, el frío extremo, el absoluto cero, 273 grados centígrados bajo el punto en que los termómetros marcan hielo en la tierra. Cualquier ser viviente que haya, tiene que pasar por ese invierno, cada día más cruel.
Reflexionó.
—Podemos imaginarnos algo como unos gusanos —dijo—, que se alimenten de aire sólido, así como los gusanos terrestres tragan tierra; o monstruos paquidermos…
—A propósito —le interrumpí—; ¿por qué no, hemos traído un fusil?
No contestó a esta pregunta.
—No —concluyó—; pronto lo sabremos todo. Cuando estemos allá, veremos.
Yo me acordé de otra cosa.
—Por supuesto que mis minerales estarán allí, ellos sí, de todos modos —dije—, cuales quiera que sean las condiciones de vida.
Cavor me dijo que deseaba alterar nuestra carrera algo, dejando a la tierra atraernos por un momento: iba a abrir la ventana del Este durante treinta segundos. Me previno que eso me haría dar vueltas la cabeza, y me aconsejó que extendiera las manos, hacia el vidrio, para amortiguar mi caída. Hice lo que me decía, y apoyé los pies en los bultos de comestibles y cilindros de aire, para impedir que me cayeran encima. En ese momento, con un chasquido, se abrió bruscamente la ventana; yo caí como un fardo, de cara y protegiéndome con las manos, y durante un momento, por entre mis negros, apartados dedos, vi a nuestra madre tierra, un planeta en un firmamento que se extendía hacia abajo.
Estábamos todavía muy cerca —Cavor me dijo que la distancia era quizás unas ochocientas millas—, y el enorme disco terrestre llenaba todo el cielo; pero ya se veía con claridad que el mundo era un globo. La parte del planeta que miraba hacia nosotros parecía vaga, confusa; pero, hacia el Oeste, las vastas sábanas grises del Atlántico, bajo la luz moribunda del día, brillaban como plata derretida. Creo que reconocí las costas de Francia, de España y del Sur de Inglaterra, cuyos contornos se dibujaban como nubes en el firmamento; luego, con otro chasquido, la ventana se volvió a cerrar, y me encontré en un estado de extraordinaria confusión, deslizándome lentamente por el suave vidrio.
Cuando las cosas recuperaron su posición en mi cerebro, me pareció completamente fuera de duda y cuestión, que la luna estaba «abajo», y bajo mis pies, y que la tierra estaba allá, en el nivel del horizonte; la tierra que había estado «abajo» para mí y para mis semejantes desde el principio de la existencia.
Tan pequeño era el esfuerzo que teníamos que hacer, la anulación positiva de nuestro peso hacía tan fácil lo que nosotros teníamos que hacer, que durante cerca de seis horas transcurridas desde que habíamos partido, no se nos ocurrió la idea de tomar ningún refrigerio: seis horas era el tiempo señalado por el cronómetro de Cavor.
Y aun entonces, con muy poco quedé satisfecho. Cavor examinó el aparato de absorción del ácido carbónico y del agua, y lo declaró en condiciones satisfactorias: nuestro consumo de oxígeno había sido extraordinariamente pequeño. Y como nuestra conversación se había agotado por el momento, y nada teníamos ya que hacer, nos entregamos al extraño sopor que nos había invadido: extendimos nuestras frazadas en el fondo de la esfera, para impedir, lo más que fuese posible, que entrara la luz de la luna nos, dimos las buenas noches, y casi inmediatamente nos quedamos dormidos.
Y así, durmiendo y a veces hablando y leyendo un poco, y a veces comiendo, aunque sin apetito vivo[1] pero en la mayor parte del tiempo en un deliquio que no era estar despierto ni dormido, caímos y caímos, durante un espacio de tiempo que no tenía día ni noche, silenciosa, suave, rápidamente hacia abajo, hacia la luna.