—¡Adentro! —dijo Cavor.
Yo estaba sentado en el borde del agujero de entrada, y miraba el lóbrego interior de la esfera… Nos hallábamos los dos solos. Era al caer de la tarde, el sol se había puesto, y la calma del crepúsculo lo invadía todo.
Pasé hacia adentro la otra pierna, y me deslicé por el suave vidrio hasta el fondo de la esfera: una vez allí, alcé las manos para recibir las latas de conservas y otros bultos que me pasaba Cavor. El aire interior estaba tibio: el termómetro se mantenía en 80 grados (F.), como no habíamos de perder nada de ese calor por radiación, estábamos vestidos con delgados trajes de franela y zapatillas. Sin embargo, llevábamos, un paquete de gruesas ropas de lana y varias tupidas frazadas, para precavernos de algún posible trastorno. Siguiendo las instrucciones de Cavor, dejé los bultos, los cilindros de oxígeno y demás cosas, sueltos, a mis pies, y al poco rato estaba todo adentro. Cavor anduvo por sobre la cubierta de vidrio no techada, durante un momento, viendo si no habíamos olvidado algo; después se deslizó hasta donde yo estaba. Noté que llevaba algo en la mano.
—¿Qué tiene usted ahí? —le pregunté.
—¿Ha traído usted algo para leer?
—¡Caramba! ¡No!
—Yo me olvidé de decírselo. No estamos tan seguros… el viaje puede durar… ¡podemos estar semanas en el aire!
—Pero…
—Y estaremos dentro de esta esfera flotante, sin la menor ocupación.
—¡Ojalá lo hubiera sabido yo!
Cavor sacó la cabeza por la abertura.
—¡Mire usted! —dijo—. ¡Allí tenemos algo!
—¿Hay tiempo?
—Una hora.
Salí de la esfera: lo que Cavor había visto era un número de Tit-Bits que uno de los peones debía haber dejado allí. Más lejos, en un rincón, distinguí un pedazo del Lloyd’s News. Volví apresuradamente a la esfera con todo aquello.
—¿Pero qué es lo que usted ha traído? —le pregunté.
Tomé el libro que tenía en la mano y leí: Obras de William Shakespeare.
Un ligero rubor asomó a su rostro.
—Mi educación ha sido tan puramente, científica… —dijo, con acento de excusa.
—¿Nunca lo ha leído usted?
—Nunca.
—Es un gran regalo intelectual —dije.
Tal es lo que uno debe decir, aunque en el hecho, yo tampoco había leído mucho a Shakespeare. Dudo de que sean numerosas las personas que lo han leído.
Ayudé a Cavor a atornillar la cubierta de vidrio de la entrada y hecho esto, empujó un resorte para cerrar la correspondiente celosía exterior. Nos quedamos en tinieblas.
Durante un rato, no hablamos ni el uno ni el otro. Aunque nuestra caja no era refractaria al sonido, reinaba en ella el mayor silencio. De repente noté que no había nada de qué agarrarse cuando ocurriera el sacudimiento de la partida, y me di cuenta de que no había ni una silla, lo que era mucha incomodidad.
—¿Por qué no tenemos sillas? —pregunté.
—Eso está arreglado —contestó Cavor—. No las necesitaremos.
—¿Por qué no?
—Usted lo verá —fue su réplica, en el tono de quien no desea hablar más.
Yo volví a callarme. Bruscamente me había acometido la idea, clara y vívida, de que era una tontería mía la de meterme en esa esfera. «Y ahora —me pregunté—, ¿será demasiado tarde para retirarme?». El mundo exterior de la esfera, yo lo sabía, sería frío y por demás inhospitalario para mí: durante semanas había estado viviendo del dinero de Cavor; pero, a pesar de todo, ¿sería tan frío como el infinito cero, tan inhospitalario como el vacío espacio? Si no hubiera sido por la apariencia de cobardía que habría tenido el acto, creo que aun en aquel momento le habría exigido que me dejara salir; pero vacilé y vacilé, y mi temor y mi cólera crecían, y el tiempo pasó.
Sentí un ligero estremecimiento, un golpecito seco como si destaparan una botella de champaña en una habitación contigua, y un ruido débil, una especie de zumbido. Por un instante experimenté la sensación de una tensión enorme, una intuitiva convicción de que mis pies apretaban el suelo con una fuerza de inconmensurables toneladas. Aquello duró un tiempo infinitesimal, pero bastó para impulsarme a la acción.
—¡Cavor! —grité en la obscuridad—. Mis nervios se rompen… Creo que no…
Me detuve: él no contestó.
—¡Váyase usted al diablo! —gritó—. ¡Soy un mentecato! ¡Qué tengo que hacer aquí! No voy, Cavor: la cosa es demasiado arriesgada. Voy a salir de la esfera…
—No puede… —me, contestó.
—¿No puedo? ¡Ya lo veremos!
No me dio respuesta alguna, durante unos diez segundos.
—Ya es demasiado tarde para reñir, Bedford —me dijo después. Ese pequeño sacudimiento fue la partida. Ya estamos en viaje, volando con tanta velocidad como una bala, en el abismo del espacio.
—Yo… —dije… Y luego no supe cómo continuar.
Estuve un rato como aturdido: nada tenía que decir. Me hallaba como si antes no hubiera oído hablar nunca de la idea de marcharnos del mundo. Luego noté un indescriptible cambio en mis sensaciones corporales. Era una impresión de ligereza, de irrealidad. Junto con ello, una rara sensación en la cabeza, casi un efecto apoplético, y un retumbar de los vasos sanguíneos de los oídos. Ninguna de esas sensaciones disminuyó con el transcurso del tiempo, pero al fin llegué a acostumbrarme tanto a ellas, que ya no me causaron la menor molestia.
Oí un crujido, y de una pequeña lámpara empañada brotó la luz.
Vi la cara de Cavor, tan blanca como sabía que estaba la mía. Nos. miramos uno a otro en silencio. La transparente negrura del vidrio en que estaba apoyado de espaldas, lo hacía aparecer como flotando en el vacío.
—Bueno: nuestra suerte está echada —dije, por último.
—Sí —contestó él—, está echada. ¡No se mueva usted! —exclamó, al verme iniciar un ademán—. Deje usted sus músculos en completa flojedad… como si estuviera usted en la cama. Estamos en un pequeño universo enteramente nuestro. ¡Mire usted todo eso!
Señalaba las cajas y atados que habían quedado sueltos sobre las frazadas, en el fondo de la esfera. Mi asombro fue grande al ver que flotaban casi a un pie de distancia de la pared esférica. Después vi, por la sombra de Cavor, que éste no seguía recostado en el vidrio. Alargué la mano detrás de mí, y me hallé también suspendido en el espacio, separado del vidrio.
No grité ni gesticulé, pero el miedo me embargó. Aquello era como sentirse agarrado y suspendido por algo… por algo ignoto… El simple contacto de mi mano con el vidrio me imprimía un rápido movimiento.
Comprendí lo que había pasado, pero eso no me impidió asustarme; estábamos aislados de toda gravitación exterior; sólo la atracción de los objetos que contenía la esfera, tenía efecto. En consecuencia, todo lo que no estaba fijo en el vidrio, caía —lentamente, por el poco peso que todos los cuerpos tenían allí—, hacia el centro de gravedad de nuestro pequeño mundo, al centro de nuestra esfera.
—Tenemos que darnos vuelta —dijo Cavor—, y flotar espalda con espalda, dejando las cosas entre el uno y el otro.
Era la más extraña sensación que se puede concebir, aquello de flotar blandamente en el espacio: al principio, de veras, horriblemente rara, y cuando el horror pasó, no del todo desagradable, puesto que proporcionaba tal reposo que lo más aproximado que encuentro en la tierra, es lo de estar acostado en un lecho de plumas, muy espeso y blando. Pero ¡cuánta liberalidad, qué desprendimiento, qué indiferencia! Nunca había entrado en mis cálculos nada semejante. Había esperado sentir, en la partida, un violento sacudimiento, una vertiginosa sensación de velocidad. En vez de eso, sentía… como si me faltara el cuerpo. No era el principio de un viaje; era el principio de un sueño.