(II)
La primera fabricación de Cavorita

Pero los temores de Cavor con respecto a la posibilidad de hacer la Cavorita eran infundados: ¡el 14 de octubre de 1899 aquel hombre hizo la increíble substancia!

Lo singular fue que resultó hecha por accidente cuando Cavor menos la esperaba. Había fundido juntos varios metales y otras cosas diversas —¡ojalá supiera yo ahora los detalles!—, y pensaba tener la mezcla en el fuego una semana, para dejarla después enfriarse lentamente. A menos que se hubiera equivocado en sus cálculos, el último periodo de la combinación sería cuando la mezcla cayera a una temperatura de 60 grados Fahrenheit. Pero sucedió que, sin que Cavor lo supiera, la disensión había nacido entre los hombres encargados de atender al horno. Gibbs, que había estado primero encargado de ello, trató repentinamente de descargarse sobre el hombre que había sido jardinero, alegando que el carbón era materia del suelo, pues de él se le extraía, y que por lo tanto, no podía entrar en la jurisdicción de un ensamblador; pero el hombre que había sido jardinero argüía que el carbón era una substancia metálica o de categoría mineral, con la que no tenía que hacer sino en sus funciones de cocinero. Y Spargus insistió en que Gibbs hiciera de «foguista», toda vez que era carpintero y el carbón era madera fósil. La consecuencia fue que Gibbs cesó de llenar la hornilla, y nadie lo hizo en lugar suyo, y Cavor estaba demasiado preocupado por ciertos problemas interesantes relativos a una máquina de volar sistema Cavorita (desdeñando la resistencia del aire y un punto o dos más) para notar que algo andaba mal. Y el prematuro nacimiento de su invención ocurrió precisamente cuando atravesaba el terreno que separaba su casa de la mía, para tomar té conmigo y conversar, como todas las tardes.

Recuerdo el momento con extremada precisión. El agua hervía y todo estaba preparado, y el son de su «zuzuú» me había hecho salir a la terraza. Su siempre agitado cuerpecito se destacaba negro sobre la otoñal puesta de sol, y a la derecha, las chimeneas de su casa se elevaban sobre un grupo de árboles bañados por los rayos horizontales, dorados y tibios. Más lejos se alzaban los montes de Wealden, vagos y azules, y a la izquierda se extendía la nublada ciénaga, espaciosa y serena. ¡Y entonces…!

Las chimeneas se alargaron hacia el cielo, convertidas cada una, al estirarse, en un rosario de ladrillos, y el techo y una miscelánea de muebles la siguieron. Después, rápidamente, hasta alcanzarlos surgió una llama enorme y blanca. Los árboles situados en torno del edificio se cimbraron y crujieron y se rompieron en pedazos que saltaron hacia la llamarada. Un estampido de trueno me aturdió hasta el extremo de dejarme sordo de un oído por toda la vida, y en todo mi derredor los vidrios de las ventanas cayeron hechos añicos.

Di tres pasos, de la terraza a la casa de Cavor, y en eso estaba cuando me alcanzó el viento.

Instantáneamente, los faldones de mi jaquette, subieron hasta cubrirme la cabeza, y empecé a avanzar hacia Cavor a grandes saltos y rebotes, bastante contra mi voluntad. En el mismo momento, el descubridor se levantó del suelo, y voló, —es la palabra—, por el aire rugiente. Vi a uno de los jarrones de mi chimenea tocar el suelo a seis yardas de mí, dar un salto de unos veinte pies, y así precipitarse en grandes brincos hacia el foco del huracán. Cavor, blandiendo los brazos y las piernas, cayó otra vez, rodó por el suelo repetidamente, se esforzó en vano por pararse, y el viento lo levantó y lo llevó adelante con enorme velocidad, hasta hacerle desaparecer por fin entre los árboles deshechos, destrozados, que yacían en derredor de su casa.

Una masa de humo y cenizas, y un cuadro de una substancia azulada, brillante, se elevó hacia el cenit. Un ancho trozo de palizada pasó volando a mi lado, se inclinó de canto hacia abajo, tocó el suelo, y cayó de plano. En ese momento la crisis iba ya en descenso. La conmoción aérea disminuyó rápidamente hasta no ser más que un fuerte ventarrón, y pude darme ya cuenta de que respiraba y tenía pies. Inclinándome contra el viento conseguí detenerme, y pude reunir las fuerzas que aún me quedaban.

En tan pocos instantes, la faz entera del mundo había cambiado. La tranquila puesta de sol se había desvanecido; el cielo estaba cubierto de gruesos nubarrones, y en la tierra todo se aplastaba, se cimbraba bajo el huracán. Volví los ojos para ver si mi casita estaba, en términos generales, todavía en pie, y luego echó a andar, tambaleándome hacia adelante, en dirección a los árboles entre los cuales había desaparecido Cavor y a través de cuyas altas y deshojadas copas brillaban las llamas de su incendiada casa. Penetre en las breñas, lanzándome de un árbol a otro y colgándome de ellos, y durante un rato le busqué en vano. Por fin, en medio de un montón de ramas rotas y pedazos de empalizada que se hablan aglomerado contra la tapia del jardín, distinguí algo que se movía. Corrí hacia ello, pero antes de que hubiera llegado, un objeto de color obscuro se separó del montón, se alzó sobre un par de piernas lodosas, y alargó dos manos lánguidas y ensangrentadas. Algunos fragmentos desgarrados de ropas colgaban del centro del bulto y el viento los agitaba violentamente.

Pasó un momento antes que yo pudiera reconocer lo que había en aquel paquete de barro: después vi que era Cavor, envuelto en el lodo sobre el cual había rodado. Echó el cuerpo hacia adelante, contra el viento, restregándose los ojos y la boca para limpiarlos de lodo.

Extendió un brazo que era puro barro, y dio un vacilante paso en mi dirección. Sus facciones se agitaban de emoción y hacían que el barro que las cubría se resquebrajara y cayera en motitas. Su aspecto era el de una persona tan deteriorada e inspiraba tanta compasión, que, por lo mismo, sus palabras me causaron profundo asombro.

—¡Felicíteme usted! —balbuceó—. ¡Felicíteme usted!

—¿Felicitarle? ¡Santo cielo! ¿Por qué?

—La he hecho.

—La ha hecho usted. ¿Qué diantres ha causado esta explosión?

Una ráfaga de viento se llevó lejos sus palabras. Comprendí que decía que no había habido explosión alguna. El viento me precipitó hacia él, nuestros cuerpos chocaron, y nos quedamos agarrados el uno al otro.

—Procuremos volver a mi casa —vociferé a su oído: él no me oyó, y gritó algo de «tres mártires… ciencia», y también algo de «no muy bueno». En ese momento hablaba bajo la impresión de que sus tres ayudantes habían perecido en el ciclón: por fortuna el temor era injustificado: apenas salió Cavor para mi casa, los tres se habían encaminado hacia la taberna de Lympne, a discutir la cuestión de los hornos con la ayuda de algunos tragos.

Repetí mi invitación para que fuéramos a mi casa, y esta vez entendió. Nos aferramos el uno al brazo del otro, echamos a andar, y por fin conseguimos ponernos bajo el poco de techo que me había quedado. Durante un rato, permanecimos sentados cada uno en un sillón, silenciosos y jadeantes. Todos los vidrios de las ventanas estaban rotos, y los muebles pequeños y demás objetos de poco peso estaban en gran desorden, pero no se notaba ningún daño irremediable. Felizmente, la puerta de la cocina resistió a la presión, de modo que todas mis provisiones y utensilios habían sobrevivido. El fogón de petróleo ardía todavía, y puse en él agua otra vez para el té. Hechos esos preparativos, volví al lado de Cavor para oír sus explicaciones.

—Bastante exacto —insistió— muy exacto. La he hecho. Todo ha salido bien.

—¡Pero! —protestó—. ¡Salido bien! ¡Cómo! ¡En veinte millas a la redonda no debe haber un vidrio sano, ni una empalizada, ni un techo que no haya sufrido daños!

—¡Todo ha salido bien, realmente! Por supuesto que no preví este pequeño contratiempo: mi mente estaba, preocupada con otro problema, y soy propenso a descuidarme de usas complicaciones secundarias. Pero todo ha salido bien.

—¡Mi querido señor! —exclamé—, ¿no ve usted que ha causado daños por valor de miles de libras?

—Por esa parte, me entrego a la discreción de usted. No soy hombre práctico, por supuesto; pero ¿no le parece a usted que la gente creerá que ha sido un ciclón?

—Pero la explosión…

—No ha habido explosión. La cosa es perfectamente sencilla, y lo único que hay es que, como ha dicho, soy propenso a descuidar esas pequeñeces… Ha sido el «zuzuú» que usted conoce, en mayor escala. Inadvertidamente hice la substancia, la Cavorita, en una hoja delgada, ancha…

Hizo una pausa.

—¿Usted está bien al corriente de que esa materia es opaca a la gravitación, que impide a las cosas gravitar unas hacia otras?

—Sí —contesté—. ¿Y?

—Bueno. Apenas llegó a una temperatura de 60 grados Fahrenheit y el procedimiento de su fabricación quedó completo, el aire de encima, las partes de techo, cielo raro y piso que había sobre ella, cesaron de tener peso. ¿Supongo que usted sabe, todo el mundo, sabe hoy esas cosas corrientemente, que el aire tiene peso, que ejerce presión sobre todo lo que está en la superficie de la tierra, que ejerce esa presión en todas direcciones, una presión de «14 y ½» libras por pulgada cuadrada?

—Conozco eso —le dije—. Siga usted.

—Yo también lo conozco —observó— pero eso le demostrará a usted lo inútil que es el conocimiento mientras no se le aplica. Como decía, el caso de cesación se ha presentado en nuestra Cavorita: el aire cesó de ejercer allí la menor presión, y el aire que estaba en derredor pero no encima de la Cavorita ejercía una presión de 14 ½ libras por pulgada cuadrada sobre ese aire repentinamente desprovisto de peso. ¡Ah!, ¡ya empieza usted a ver! El aire que rodeaba a la Cavorita empujó al que estaba encima de ella con irresistible fuerza, lo expelió hacia arriba violentamente; el aire que se precipitó a ocupar el lugar del que así había sido expulsado, perdió inmediatamente su peso, cesó de ejercer toda presión, siguió el mismo camino, todo ese airé se abrió paso rompiendo el cielo raso y el techo… Ya se forma usted una idea —prosiguió—: el aire sin peso formó una especie de surtidor atmosférico, algo como una chimenea en la atmósfera; y si la Cavorita misma no hubiera sido puesta así en libertad y chupada por esa chimenea ¿se le ocurre a usted lo que habría sucedido?

Yo reflexioné.

—Supongo —dije— que el aire estaría ahora mismo precipitándose y precipitándose hacia arriba por sobre esa infernal materia.

—Precisamente —contestó—. ¡Un enorme surtidor!

—¡Qué formaría un colosal tifón! ¡Santo Cielo! ¡Qué! ¡Habría usted expulsado toda la atmósfera de la tierra! ¡Habría usted dejado el mundo sin aire! ¡Y eso habría sido la muerte de todo el género humano! ¡Ese pequeño trozo de la mezcla!

—No habríamos desprovisto, exactamente, de aire respirable al espacio —dijo Cavor—; pero, en el hecho, la cosa habría sido… igualmente mala. Habríamos desnudado de aire al mundo, como uno pela una banana, y habríamos lanzado el aire a miles de millas. Después el aire habría vuelto a caer, por supuesto, ¡pero a un mundo asfixiado! ¡Desde nuestro punto de vista esto es, apenas, un poco mejor que si no hubiera vuelto nunca!

Yo lo miré, sorprendido; pero mi asombro era demasiado grande para darme cuenta de cómo habían quedado reducidas a la nada todas mis esperanzas.

—¿Qué piensa usted hacer ahora? —le pregunté.

—En primer lugar, si puedo conseguir que me presten una trulla de jardinero, voy a quitarme algo de este barro en que estoy empaquetado; y después, si puedo servirme de las comodidades domésticas de usted, tomaré un baño. Hecho esto, conversaremos más a nuestras anchas. Sería prudente, me parece —añadió poniéndome en el brazo una lodosa mano—, que el asunto no saliera de entre nosotros dos. Sé que he causado grandes daños; probablemente algunas casas, aquí y allá en la comarca, han quedado en ruinas. Es evidente que yo no podría pagar los perjuicios que he ocasionado, y si se hace pública la causa real de esos destrozos, lo único que resultará de tal publicidad, será que la gente se enfurezca y estorbe mi obra. Uno no lo puede prever todo ¿sabe usted?, y yo no puedo consentir un momento en agregar el peso de cálculos prácticos a mi teorización. Más tarde, estando ya usted conmigo, ayudado yo por su talento práctico, cuando la Cavorita haya sido lanzada… lanzada es la palabra, ¿no?… y haya dado todos los resultados que usted predice, podremos arreglar en forma las cosas con la gente perjudicada. Pero ahora… ahora no. Si nosotros no damos otra explicación, la gente, en el estado actual de la ciencia meteorológica, tan inseguro, lo atribuirá todo a un ciclón. Puede hasta haber una subscripción pública, y en ese caso, como mi casa se ha derrumbado y ardido, recibiría yo una considerable parte de la compensación, lo cual sería en extremo útil para la prosecución de nuestras investigaciones; pero si se sabe que yo he causado el mal, no habrá subscripción pública, y todos los perjudicados perderán con eso. El hecho, para mí, es que ya no volveré a tener la oportunidad de trabajar en paz. Mis tres ayudantes pueden o no haber perecido: ése es un detalle. Si han muerto, la pérdida no es muy grande, pues eran más celosos que hábiles, y este prematuro acontecimiento debe tener por origen el descuido de los tres en su deber de cuidar la hornilla. Si no han perecido, dudo de que tengan inteligencia suficiente para explicar el asunto: ellos también aceptarán la historia del ciclón. Y si durante la temporal inhabitabilidad de mi casa puedo alojarme en uno de los cuartos que usted no ocupa aquí…

Hizo una pausa y me miró.

«Un hombre de tales alcances —pensé—, no es un huésped ordinario que uno puede alojar así como así».

—Quizás —dije en seguida, parándome—, lo mejor será que empecemos por buscar la trulla.

Y eché a andar hacia los desparramados restos de la cabaña del jardín.

Después, mientras tomaba su baño yo reflexioné a solas, y medí la cuestión por entero. Claro estaba que la compañía del señor Cavor tenía inconvenientes que yo no había previsto. Su distracción, que acababa de estar a pique de despoblar el globo terráqueo, podía en cualquier momento tener por resultado algún nuevo trastorno. Por otra parte, yo era joven, mis negocios estaban en miserable estado, y mi situación de ánimo era exactamente la más propicia para intentar atrevidas aventuras…, con tal de que al final de ellas hubiera algo bueno. Yo había resuelto ya para mí, que por lo menos la mitad de ese aspecto del negocio sería mía. Por fortuna, tenía mi casita, como he explicado ya, alquilada por tres años sin responsabilidad en cuanto a las reparaciones que hubiera que hacer, y mis muebles, o los objetos que con tal nombre existían dentro, habían sido comprados a prisa, no los había pagado aún, pero los había asegurado ya. Parientes, no tenía ninguno. Al cabo de mis reflexiones decidí continuar en compañía de Cavor hasta ver el fin del asunto.

A la verdad, el aspecto de las cosas había cambiado muchísimo. Yo no dudaba ya de los grandes alcances de la substancia, pero empecé a abrigar dudas en cuanto a su aplicación a las cureñas de cañón y a la fabricación de calzado.

Inmediatamente empezamos los trabajos de reconstrucción de su laboratorio, y procedimos a nuevos experimentos. Cavor hablaba más de acuerdo que antes con mis ideas, cuando llegamos a la cuestión de cómo haríamos otra vez la substancia.

—¡Por supuesto que tenemos que hacerla, nuevamente —dijo, con una especie de alegría que no esperaba de él—; por supuesto que tenemos que hacerla. Hemos sufrido un grave contratiempo, pero ello nos ha servido para dejar a un lado la teoría, del todo y para siempre. Si podemos evitar de alguna manera el destrozo de este planetita en que vivimos, lo evitaremos; pero… ha de haber riesgos! Ha de haber: en los trabajos experimentales los hay siempre. Y en este punto, usted, como hombre práctico, tiene que entrar en acción. Por mi parte, me parece que podríamos quizá hacer la capa muy delgada y ponerla de canto hacia arriba. Sin embargo, no sé todavía, si será así: tengo una vaga percepción de otro método, que ahora me sería muy difícil de explicar. Lo curioso es que la solución se me ocurrió cuando, envuelto en lodo, iba rodando, empujado por el viento. La aventura era para mi más que dudosa. Y, sin embargo, tuve la convicción mental de que lo que pensaba en ese instante, y no otra cosa, era lo que debía haber ejecutado.

A pesar de mi ayuda, persistían las dificultades para encontrar la fórmula, y mientras tanto nos ocupamos de restablecer el laboratorio. Mucho hubo que hacer antes de que fuera indispensable decidir la exacta forma y método de nuestra segunda tentativa. Nuestro único contratiempo fue la huelga de los tres trabajadores, que se oponían a mi entrada en funciones como capataz; pero el asunto quedó resuelto al cabo de dos días de negociaciones.