PRÓLOGO

Partí de Atenas a mediodía en el Automotrice, un tren Diesel bastante rápido que durante cuatro horas avanzó traqueteando a lo largo del rutilante Golfo de Salamina, atravesando valles de un verde esmeralda pálido, trepando por entre peladas colinas de piedra caliza gris, cruzando aldeas polvorientas rodeadas de oscuros cipreses semejantes a lanzas enhiestas. La luz era blanca e intensa, esa mágica luz de Hélade que lo mismo hace resaltar las estrías de una columna dórica que los duros rasgos del rostro de un campesino. Pasamos por Megara, cerca del lugar donde el héroe Jasón lanzó al mar al gigante Esciros (que se convirtió en tortuga), y después de recorrer millas de olivos retorcidos el tren aminoró la marcha y se detuvo en Nuevo Corinto.

Tuve que esperar más de una hora en la miserable estación de ferrocarril, que parecía haber sido ideada para acabar con todas las fantasías románticas que hubiera uno podido tener sobre Grecia. Sentadas en el sucio andén, lleno de papeles desperdigados, había unas mujeres de ojos tristes envueltas en informes ropas parduscas y unos cuantos hombres silenciosos, con gorras de paños y sin cuellos. Entre ellos se destacaba un joven taciturno con el rostro bello pero tenso y que representaba más años de los que debía tener. Había perdido una pierna en la guerra civil y andaba trabajosamente con muletas. Unas cuantas gallinas flacas picoteaban entre las vías y un chiquillo andrajoso recorría el andén con una bandeja llena de «souflakia», trozos de carne en brochetas de madera; pero tenía pocos clientes.

Así que aquello era Grecia. Me estaba bien empleado por mi egoísta preocupación por el pasado. ¿Qué otra cosa podía esperar en la Grecia de 1951? Invadida por los italianos primero y luego por los alemanes, para después, cuando otros países estaban ya en paz, verse envuelta en una amarga guerra civil, Grecia se encontraba ahora empobrecida y agotada. ¿Era aquel el momento indicado para que un insensato romántico viniera a husmear entre las ruinas? Así me reprochaba a mí mismo, lamentándome de no haber visitado el país en tiempos mejores, y de no tener el temperamento de un reportero contemporáneo capaz de dedicarse intrépida y entusiastamente a los problemas de este país en la actualidad.

Otro tren me llevó de nuevo al sur, arrastrándome lentamente alrededor de las faldas de la montaña de 600 metros de altura, sobre la que se levanta el Acrocorinto. El domo de piedra caliza que la forma, rematado por las ruinas del Templo de Atenea y por la ciudadela desde donde los antiguos corintios dominaban el Istmo, surgía dramático de la llanura, ya ensombrecida. Cuando su negra silueta se perdió de vista ya el sol se había puesto, y sólo alguno que otro grupo de luces revelaba una aldea perdida entre los pliegues de las colinas. Mis compañeros de viaje eran casi todos gente del campo. Las mujeres, la mayoría de negro, con pañuelos en la cabeza y grandes cestos descansando en sus regazos, charlaban entre sí, pero los hombres, curtidos por el sol, en general guardaban silencio. De cuando en cuando una pipa se apartaba de debajo de un bigote rizado y se oía una breve observación acompañada por el destello de unos fuertes dientes blancos. Enseguida la pipa volvía a su sitio, los brazos se cruzaban y los ojos oscuros bajo los negros turbantes circulares volvían a contemplar al extranjero, con indiferencia pero sin hostilidad.

Mientras los observaba empecé a sentirme más animado. Tan fascinantes eran aquellos rostros graves y pensativos que faltó poco para que me olvidara de apearme del tren al llegar a mi destino. Por casualidad al mirar por la ventanilla cuando el tren se había detenido ya cerca de un minuto, en un letrero iluminado por la luz amarillenta de una lámpara de petróleo leí el nombre de la estación. El nombre era Micenas. Al bajar la maleta de la rejilla y saltar del vagón, pensé en lo absurdo de la situación. Resultaba extraordinario ver estampado en el andén de una estación el nombre de la orgullosa ciudadela de Agamenón, la «áurea Micenas» de Homero, la escena de la tragedia épica de Esquilo. Y, sin embargo, allí estaba el nombre y allí estaba yo en el andén, solo, contemplando cómo se hundía lentamente en la noche la luz roja del furgón de cola del pequeño tren.

Asomaba una luna llena, y los bosquecillos de olivos susurraban suavemente en la brisa nocturna, impregnada de un débil aroma de tomillo. Miré a mi alrededor buscando el coche que mis amigos de Atenas me habían dicho que quizás estaría esperando para llevarme a la posada de Charvati, a unos tres kilómetros de distancia, pero no estaba allí. Así que echándome la maleta al hombro, me puse a caminar por el recto camino bordeado de olivos que conducía a unas colinas bañadas en la luz de la luna. Al empezar a andar me animé. Sin saber por qué tuve la sensación de que Micenas no me desilusionaría.

A través de los árboles brillaban unas cuantas luces. A lo lejos un perro ladró y otro contestó. Las colinas estaban ya muy cerca y podían distinguirse las casas de la aldea, desparramadas en sus faldas. Las casas quedaban a la izquierda del camino. A la derecha la llanura de Argos se extendía hasta el mar, que, aunque no lo podía ver, sabía que estaba a unos cuantos kilómetros. Me habían dicho que la posada se encontraba junto al camino, situada en un claro entre los árboles. ¿Sería aquel pequeño edificio oscuro, con la fachada lisa, sin una luz encendida? Sí, allí había un letrero colgado de un árbol junto al camino. Encendí mi linterna y leí «La Belle Hélène de Menelaus».

Si hubiera anunciado un gran hotel iluminado con luces de neón, dotado de un estacionamiento para coches y un portero de librea, el letrero de la posada habría producido un efecto presuntuoso y vulgar; pero no así, colgado frente a aquella casa sin pretensiones, en una aldea humilde. Llamé a la puerta, esperé, volví a llamar; la casa parecía desierta. No se oía ningún ruido en el interior y no se veía ninguna luz. En la lejanía volvió a ladrar un perro. Las adelfas se mecían en la brisa suave y otra vez me llegó el leve y fresco aroma del tomillo. Me sentí extrañamente alegre y lleno de expectación, y nada desanimado por aquella aparente indiferencia por mi llegada. Mis anfitriones atenienses me habían advertido que aunque habían enviado un telegrama al propietario de la posada no era seguro que le hubiera llegado a tiempo.

Entonces se oyeron unos pasos ligeros que cruzaban el vestíbulo y la puerta se abrió. Primero apareció un esbelto brazo blanco que sostenía en alto una lámpara de petróleo y a continuación la propietaria del brazo, que resultó ser una muchacha de unos veintitrés años, de tez blanca, boca grande bien dibujada, barbilla redonda y ojos oscuros y profundos bajo una frente tersa. Se detuvo por un momento contemplándome desde el escalón más alto. Estaba vestida como una campesina, con una sencilla túnica color crema y una chaquetilla escarlata echada descuidadamente por encima; pero su rostro era como el de las doncellas esculpidas en el pórtico del Erecteón en la Acrópolis ateniense. Aquello era absurdamente romántico: La llanura de Argos (a Helena de Troya la habían llamado la «Helena argiva»), el nombre en el letrero de la posada, el ambiente homérico.

Dentro había dos hombres y una mujer de más edad, al parecer madre de la muchacha que me había abierto. Era indudable que el telegrama no había sido recibido y que mi llegada los había encontrado desprevenidos, pero ahora, repuestos de la sorpresa, iban de un lado para otro de la casa, subían y bajaban las escaleras, entraban y salían del comedor a la cocina, ansiosos por atenderme. El más viejo de los dos hombres, alto, delgado y moreno, con la barba mal afeitada, parecía el encargado. Dio unas órdenes a gritos, y se trajeron lámparas al comedor pavimentado con losas de piedra, la muchacha extendió un mantel y puso la mesa y la madre subió precipitadamente las escaleras para prepararme la cama. El otro hombre, aparentemente hermano del primero, entró llevando un brasero de tres patas, con carbones encendidos, que colocó debajo de la mesa para que me calentara los pies. Al ir a salir apresuradamente el del brasero, su hermano lo cogió por el brazo y señalándole dijo:

—¡Orestes!— y después, señalándose a sí mismo, añadió: ¡Agamenón!

Nos inclinamos y sonreímos. No me atreví a preguntar el nombre de la muchacha porque habría sufrido una gran desilusión si no se hubiera llamado Helena o Andrómaca. Volvió a entrar con mi comida: una soberbia tortilla, un queso exquisito y una botella de vino color oro pálido, el familiar retzina, con un gustillo a resina, que se bebe por toda Grecia.

Terminada la cena me dediqué a dar vueltas por la habitación, examinando las fotografías de las paredes: fotos de la ciudadela de Micenas con la Puerta de los Leones, de sus ciclópeas murallas y de las enormes tumbas «tholoi» en forma de colmenas, que tantas veces había estudiado en Inglaterra en voluminosos textos. Me emocionaba la idea de que esas maravillas se encontraban escondidas entre las oscuras colinas, a menos de un par de kilómetros, y de que las recorrería al día siguiente. Sobre una mesa había un ejemplar del libro del profesor Wace sobre Micenas, recién publicado, con una dedicatoria de su puño y letra a mis amables anfitriones. Wace, según me habían dicho en Atenas, se había hospedado allí durante el año anterior mientras vigilaba su última excavación en Micenas.

Cuando hojeaba las páginas de Wace sentí que Agamenón, mi anfitrión, estaba a mi lado con el registro de la posada. Mientras sostenía el libro bajo la luz, me indicó con un dedo moreno una entrada en una de las páginas, fechada en 1942. Era una firma extranjera, difícil de descifrar al principio. Pero de pronto, con sobresalto, pude leer Hermann Goering. Mi anfitrión pasó unas páginas y me señalo otra firma Heinrich Himmler. Tomé el libro de su mano, me senté y leí atentamente todos los nombres registrados durante los primeros años de la guerra. Encontré también el de Goebbels, junto con otras muchas firmas de oficiales y soldados de las Panzerdivisionen, desde generales a soldados rasos.

¿Qué había atraído a los jefes nazis y a tantos soldados alemanes a aquel lugar? Habían ido a honrar la memoria de Heinrich Schliemann. Hacía ochenta años que el gran arqueólogo alemán había llegado allí después de sus triunfos en Troya, y excavando debajo de la ciudadela encontró tesoros que demostraban que la «áurea Micenas» de Homero había sido un calificativo apropiado. Schliemann había muerto hacia más de cincuenta años y, sin embargo, su influencia todavía se hacía sentir ¿No había tenido Schliemann la costumbre de dar nombres homéricos a sus obreros y de apadrinar a sus hijos a menudo? Indudablemente el Agamenón que ahora me miraba hojear el registro debió de ser uno de sus ahijados.

Ya acostado estuve un rato despierto, leyendo el libro de Wace a la luz de una vela, escuchando el suave rumor de la brisa nocturna y el intermitente croar de una rana. Cuando apagué la vela estaba demasiado excitado para poder dormir. Una y otra vez mis pensamientos volvían al hijo del párroco de Mecklemburgo que creyó en la verdad literal de Homero; el hombre que convertido en comerciante por su propio esfuerzo, se hizo después arqueólogo y cuyo instinto demostró ser más eficaz que los conocimientos de los eruditos; ese personaje, exasperante, desconcertante y, sin embargo, simpático, con su extraña combinación de astucia e ingenuidad: el doctor Heinrich Schliemann. Y de Schliemann mi imaginación voló a Homero, el poeta que idolatraba y que le inspiró a llevar a cabo aquellos descubrimientos que causaron tal revuelo en los medios académicos.

Pero antes de poder comprender lo que Schliemann significó para los historiadores, es necesario saber algo del mundo académico en el que irrumpió el excéntrico alemán. A ese mundo y a su concepto de Homero, dedico mi primer capítulo.