Hacía hora y media que el agonizante, tembloroso autobús había salido de la plaza de la Catedral de Herácleo, camino de la costa meridional de Creta. En cada parada del largo camino por el que el autobús, con grandes protestas de sus engranes, iba trepando por las montañas, subía a bordo tal cantidad de carga humana, animal y vegetal que calculé (mientras contemplaba los abismos que se abrían a pocos pies de las ruedas) que llevábamos más del doble de la carga para la que había sido diseñado nuestro viejo Ford.
Íbamos subiendo lenta y trabajosamente por la elevada cadena montañosa que forma la espina dorsal de Creta. A la derecha…, a la izquierda…, a la izquierda…, a la derecha…, así iba dando vueltas y revueltas el viejo autobús, y cada curva de la carretera descubría una nueva curva. Cuando llegamos al punto más alto del camino, calculé que estaríamos a unos 1.500 metros sobre el nivel del mar y quizás más alto todavía, pero todavía había picos de montañas que se erguían sobre nosotros y algunos de ellos estaban cubiertos de nieve, pareciendo pasteles cubiertos de azúcar. En algunos sitios la carretera pasaba por el borde de la montaña mientras enormes rocas parecían a punto de caer sobre nosotros desde las laderas superiores. Detrás de nosotros se levantaba una nube de polvo, y las ruedas del autobús brincaban sobre la desigual y rocosa carretera.
De pronto terminó la larga agonía del motor. Cesó de gruñir y, agradecido, entró en tercera. En cuanto comenzamos el descenso al otro lado del paso, volví a oír el zumbido de las llantas.
Habíamos atravesado la cadena montañosa e íbamos descendiendo poco a poco hacia una encantadora y fértil llanura en la que había más olivos que todos los que había visto en el resto de Creta. Desde lo alto parecían formar un bosque. Los rayos del sol caían oblicuamente desde las montañas haciendo que los verdes campos brillaran como esmeraldas y, contra ese verde brillante de la hierba primaveral, se destacaban las hileras de viejos olivos de un gris polvoriento, y ocasionales bandas y manchones de tierra rojiza recién arada. Hacia la derecha se erguía un pico cubierto de nieve que parecía fantásticamente alto y remoto: el Monte Ida. Delante de nosotros sonreía el mar, el mar del sur, y sólo doscientas millas más allá se encontraba la costa de África.
Al atardecer llegamos a la rica llanura de Messara, la región más fértil de Creta. Allí se habían encontrado las tumbas de algunos de los primeros pobladores de la isla; también allí, sobre el promontorio que domina la llanura, cerca de la bahía en que en lejanos tiempos habían fondeado las naves minoicas, se había levantado el palacio de Faestos, el rival meridional de Cnosos, donde había decidido pasar la noche.
Me sentí aliviado cuando por fin el autobús se detuvo cerca de una pequeña iglesia bizantina. El chofer, después de sacar amablemente mi maleta y mi absurda máquina de escribir, señaló una colina que había a la izquierda del camino.
«Faestos» —dijo sonriendo.
«¡Efjaristó!» —contesté, encantado de recordar lo suficiente de mi vocabulario griego para poder dar las gracias a esa gente tan encantadora.
El polvoriento vehículo arrancó y desapareció de mi vista detrás de una curva que pasaba al lado de un emplazamiento de artillería alemán, ya desmantelado. Empecé la subida por un camino que zigzagueaba entre olivos, por la falda de la colina.
Cerca de la cima encontré a Alexandros Venetikos (Alejandro el Veneciano), pequeño, esbelto, de tez oscura que, junto con su hermana, estaba al frente de la posada de Faestos. Me dijo que había llegado demasiado pronto, mucho antes de la época del año en que suelen llegar los estudiantes y los turistas. Sin embargo, estaban encantados con tenerme allí y, aunque sólo tenían velas y lámparas de aceite y únicamente podían ofrecerme huevos, un poco de tocino y un vaso de vino, me proporcionarían una cama confortable y dispondría del Palacio para mí solo. Empezaban a titilar las primeras estrellas en el cielo nocturno cuando entré en la posada con Alexandros.
Nos sentamos a cenar alrededor de una mesa iluminada con velas, cuya luz temblorosa alumbraba las caras oscuras del encargado, de su hermana, que llevaba un pañuelo rojo, y de un amigo montañés muy alto, que, con sus anchos hombros y su estrecha cintura, parecía descender directamente del propio Copero. Hablamos sobre las creencias de la localidad. Me dijeron que en algunas regiones de Creta se cree que, hasta el momento de ser bautizados, los niños están rodeados de espíritus malignos y, por eso, después del nacimiento, todos los familiares y amigos se reúnen en la casa para celebrar el acontecimiento, lo más ruidosamente posible, con el fin de que los espíritus no puedan oír el llanto del niño. Esto puede haber tenido su origen en la leyenda de Zeus, según la cual fue dejado por su madre al cuidado de los Coribantes, que ahogaron su llanto con el ruido de címbalos y tambores para evitar que lo devorase su padre, Cronos…
Es un hecho que algunos cretenses todavía hoy sienten gran respeto por los antiguos dioses. Me acordé de una anécdota que me había contado una amiga inglesa que vivía en Creta. Un día le preguntó a un conductor de autobús cretense:
«¿Por qué no procuran que los autobuses salgan a su hora?»
Le contestó que era imposible.
«En Inglaterra salen a su hora —le replicó ella—. Con un poco de esfuerzo el servicio aquí sería perfecto».
«¿Perfecto? —preguntó asombrado—. La perfección es cosa propia de los dioses y nosotros somos simples mortales…»
Después de cenar dejé a mis anfitriones y salí a dar un paseo a la luz de la luna, bajando la colina, en dirección al Palacio de Faestos, que se extendía a mis pies (véase lámina 46). Faestos está mucho mejor situado que Cnosos, pues se encuentra sobre un cerro que domina orgullosamente la llanura de Messara, las colinas quedan a una distancia respetable. Allí se encuentra uno con todas las características minoicas típicas: gran número de cuartos, anchas escaleras, almacenes con enormes pithoi… Pero en contraste con Cnosos, la zona fue bastante más fácil de excavar y conservar, y Halbherr no tuvo que hacer grandes restauraciones como Evans.
La luna llena inundaba de una luz mágica los bellos escalones de las escaleras de piedra, los largos corredores llenos de sombras, los vanos de las puertas, de resplandeciente piedra blanca. El lugar parecía estar construido con luz lunar, como si fuera un palacio de hadas destinado a desaparecer con el alba. La delicada claridad suavizaba los contornos de los muros derruidos y comunicaba a aquellas ruinas majestuosas una calidad extraña, irreal, que permitía al visitante imaginar los muros con su altura original, colocar nuevamente en su sitio las grandes puertas de bronce y plata, y poblar de minoicos todas aquellas sombras.
Me encontré de pronto en un cuarto que tenía las paredes de una piedra blanca brillante y que al parecer fue una sala de audiencias. Los bancos originales de piedra todavía existían en dos lados y, en el centro, se veían las bases donde otrora se irguieron elevadas columnas (véase lámina 45). A la izquierda y a la derecha se abrían puertas en su altura original. Sentado en uno de los bancos de piedra rehice con la imaginación el Palacio. Si atravesaba aquella puerta, ¿no me encontraría con Faestos tal y como fue, con los frescos restaurados, las paredes y los techos intactos? ¿No oiría quizás el murmullo de voces, el alegre charlar y reír de las mujeres, los pasos de algún funcionario importante del Palacio caminando apresuradamente por el corredor, el canto solemne de los sacerdotes celebrando los ritos sagrados de la Diosa Madre?
Permanecí en silencio contemplando la luna llena que brillaba en un cielo claro y escuchando el croar de las ranas en el valle, y los pequeños ruidos nocturnos: el aleteo de un pájaro asustado, el grito de un búho… Volví la vista a la izquierda y allí, serena y espléndida, dominándolo todo, divisé la alargada cresta cubierta de nieve del Monte Ida, donde nació Zeus.
De vuelta en la posada, ya en la cama, con un candil cerca de la cabecera, y con mis libros y mis notas esparcidas por la colcha, traté de ordenar en mi mente todo lo que había ocurrido desde el momento en que crucé el umbral de «La Belle Hélène de Menelaus», en Micenas. No hacía mucho de eso y, sin embargo, ¡qué lejos parecía! Allí también había sido recibido por gente acogedora; allí también había permanecido despierto, impaciente por empezar la exploración de la Micenas de Schliemann, la primera jornada de mi recorrido por la prehistoria. Ahora estaba a punto de terminar este recorrido. Había seguido el hilo de Ariadna a través del laberinto, pero ¿a dónde me había conducido? ¿Acaso sabemos ya todo lo relativo a la antigua civilización egea, que comenzó en Creta, se extendió a otras islas y al continente, de donde, quizás, llegaron sus destructores? ¿Qué relación tiene Homero con todo esto? ¿Qué se puede decir del viejo doctor Schliemann y de sus teorías? ¿Han sido totalmente repudiadas? Hojeé las páginas de mi diario. De alguna forma tenía que encontrar una respuesta a estas preguntas y resumir los resultados de mi viaje.
Metafóricamente hablando, después de haber seguido el río de la civilización egea casi hasta su fuente, ya era tiempo de hacer virar la barca y dejarse deslizar rápidamente río abajo, tomando nota de los puntos de referencia principales. Así que en las páginas siguientes, trataré de resumir lo que en la actualidad es aceptado por los arqueólogos del Egeo en general, sin olvidar que hay diversas opiniones y que las teorías más antiguas son modificadas constantemente, e incluso abandonadas por completo a la luz de nuevos descubrimientos. El siguiente esquema de la civilización minoica se basa principalmente en la obra del fallecido John Pendlebury, cuyo libro The Archaeology of Crete me fue de extraordinaria utilidad.
Se cree que los antepasados de los minoicos llegaron a Creta aproximadamente entre los años 4000 y 3000 a. C. Su patria de origen parece haber sido el sureste de Anatolia y Siria. En todo caso, según Pendlebury, fue con los pueblos de esas regiones con los que tuvieron más relaciones culturales. Su civilización estaba todavía en la fase neolítica, es decir, usaban instrumentos y armas de piedra bastante perfeccionados, y eran un pueblo de marinos. Sus poblados se presentan en pequeños grupos y con fácil comunicación con la costa. Esta gente, al principio, vivía en cuevas, aunque más tarde construyeron abrigos primitivos.
Pero aunque probablemente los primeros pobladores fueron asiáticos, Sir Arthur Evans opinaba que «el factor determinante del brillante desarrollo de la civilización primitiva puede atribuirse a la comunicación con el valle del Nilo a través del mar Líbico». No hay duda de que hubo contacto con el Nilo Inferior y con Libia desde tiempos remotos. El ya fallecido profesor Percy Newberry, en una conferencia que dio a la British Association en 1923, hizo notar que al principio del período histórico en el Bajo Egipto, los objetos de culto de pueblos del noroeste del delta (la parte más cercana a Creta), «incluían (1) el arpón, (2) los escudos en forma de ocho, con flechas cruzadas, (3) la Montaña y, probablemente, (4) la doble hacha, así como (5) una paloma o golondrina. Con excepción del arpón, todos estos objetos de culto se encontraron también en Creta.» Incluso el arpón puede haber sido modificado más tarde convirtiéndose en el familiar tridente minoico, que aparece sobre las paredes de Cnosos y de Faestos.
Puede ser que llegaran pequeños grupos de refugiados del Bajo Egipto después de la conquista de esta región por Menes, en el año 3200 a. C. Es interesante el hecho de que la capital del Delta occidental del Nilo, en tiempos pre-dinásticos (antes del año 3200 a. C.), fuera Sais, cuya diosa, Neith, tenía por emblema el escudo en forma de ocho. Los pobladores del Delta occidental estaban estrechamente relacionados con Libia y desconocían el idioma egipcio.
Esta relación con Libia nos da una de las claves más importantes sobre los posibles orígenes culturales de los cretenses. Una de las características primordiales del traje líbico para los hombres en aquellos tiempos remotos (según se ve por las estatuillas) era el «faldellín líbico», parecido a la «bragueta» de los tiempos medievales, que protegía la región genital. Los minoicos llevaban la misma prenda. Los naturales de Libia llevaban dos largos mechones de pelo a los lados de la cara, pasando por delante de las orejas y cayendo sobre el pecho, o pasando por debajo de las axilas. Así también iban peinados los minoicos (ver el Copero en la lámina 23 y al Rey-Sacerdote en la lámina 38). Hay otros ejemplos curiosos en las tumbas tholos más primitivas descubiertas en la llanura de Messara, no lejos de Faestos, los arqueólogos han encontrado «ídolos o figurillas humanas completamente distintas de las de tipo neolítico antiguo, pero idénticas a las encontradas en las tumbas prehistóricas de Naquada (Egipto)».
Son dos, por lo tanto, los elementos principales que pueden distinguirse en la Creta neolítica los primeros pobladores, originarios del Asia occidental y reforzados constantemente por otros pueblos procedentes de las mismas zonas, y la estimulante influencia del Valle del Nilo, bien a través del intercambio comercial, o bien a través de la inmigración de pequeños grupos de refugiados procedentes del Delta occidental, expulsados de allí por los reyes del Alto Egipto cuando conquistaron todo el país al principio del tercer milenio a. C. Quizás fueran estos los que enseñaron a los pobladores primitivos el arte de tallar en piedra y la fabricación de fayenza que había hecho famosa la región del Delta.[32]
Durante los mil años que los arqueólogos llaman el Período Minoico Antiguo (aproximadamente 2800-1800 a. C.), la población de la isla aumentó rápidamente. En la costa nacieron pueblos importantes tales como Palaikastro, Pseira, Mochlos y Gurnia. Los poblados más prósperos se encontraban al este, aunque la llanura de Messara, hacia el sur, también estaba bastante poblada. Con la concentración de la población en los pueblos y en las aldeas surgió la clase de los artesanos y florecieron las artes, especialmente la alfarería. La vida se hizo más fácil, los medios de comunicación mejoraron, las relaciones con el extranjero (especialmente con Asia, Egipto y Libia) se hicieron más estrechas. Pero la metalistería de los minoicos todavía estaba atrasada. La escultura se encontraba en sus albores y los sellos de piedra eran de diseño pobre y de baja calidad.
La isla, en aquella época, se encontraba dividida en tres zonas: central, meridional y oriental, que al parecer eran totalmente independientes unas de otras. No había palacios.
En el Período Minoico Medio (aproximadamente 1800-1600 a. C.)[33] hubo «dos cambios importantes: la construcción de los Palacios y la unidad cultural, no obstante algunas diferencias locales debidas únicamente a las diferencias naturales de comunicación» (Pendlebury). Durante estos dos siglos esplendorosos comenzaron a unificarse las tres divisiones principales del país. La población comenzó a extenderse al oeste del Ida. Creta quizás estuviera dividida en muchos estados, pero, al parecer, Cnosos tenía la supremacía política, aunque Faestos probablemente mantuvo su independencia. Los métodos de construcción se hicieron tan semejantes que no hay duda que la cultura minoica se unificó. Se introdujo por primera vez el bronce, lo que facilitó las construcciones de mampostería finamente labrada. La piedra de yeso se utilizaba como revestimiento y las plantas de los edificios claramente demuestran que se seguía una planificación detallada. A este período corresponde la introducción de dos notables adelantos arquitectónicos: los pozos de luz y el complicado sistema de drenaje. Los frescos alcanzan una perfección asombrosa. Se introduce la rueda de alfarero y se desarrolla una extraordinaria técnica de pintar la cerámica (véase lámina 24). También se hicieron grandes adelantos en la escultura en miniatura y en el arte de fabricar fayenza (cerámica esmaltada). El grabado de gemas se perfeccionaba al mismo tiempo que las demás artes.
«En el Minoico Medio —escribe Pendlebury—, los sellos de piedra alcanzan su mayor belleza».
El comercio con el extranjero había traído riquezas a los minoicos, que, sin guerras, protegidos de la envidia de los vecinos por el mar que dominaban, forjaban un imperio comercial. Probablemente no planearon deliberadamente la conquista de otras islas del Egeo y su imperio se debió de formar siguiendo un proceso análogo al del británico. Seguramente empezaban por obtener permiso de algún principal local para establecer un puesto comercial y quizás construir un puerto. Después el príncipe les pedía ayuda contra algún vecino, ayuda que le prestaban… a algún precio.
Así, poco a poco, pacíficamente, la mayor parte del país quedaba bajo el dominio de los recién llegados. Finalmente llegó la etapa en que fue necesario hacer nuevas conquistas impuestas por la necesidad de reprimir la piratería o, más probablemente, de evitar que otros marinos comerciaran en su terreno.
Tal fue el origen del imperio marítimo de Minos, cuyas tradiciones perduraron hasta los tiempos clásicos y que fueron aceptadas por historiadores tales como Tucídides.
A principios del Período Minoico Reciente (aproximadamente 1550-1100 a. C.), Creta ya era una potencia mundial, comparable a Egipto y al Imperio Hitita. Aquella fue la época en que los orgullosos embajadores de los keftiu aparecen sobre las paredes de las tumbas egipcias, no ofreciendo tributos como miembros de un estado dominado, sino portando presentes de un monarca a otro.
Hacia 1550 a. C., había buenos caminos comunicando las ciudades minoicas protegidas por puestos de policía. Para entonces Cnosos se había convertido en el centro de un sistema burocrático extraordinariamente centralizado y, desde su soberbio Palacio, el rey de Creta regía sobre muchos dominios de allende los mares. De ahí el tamaño y la complejidad del Palacio: se trataba no sólo de la residencia de un rey, sino también de un centro administrativo.
Era la sede de un gobierno que controlaba no solamente las regiones cercanas, o toda la isla, sino un imperio marítimo… Podemos suponer sin temor a duda que existía un sistema administrativo muy desarrollado y que necesitaba mucho espacio para sus oficinas. Los ricos tributos que los reyes obtenían de sus vasallos se almacenaban en los Palacios. (Bury: History of Greece).
El otro Palacio, el de Faestos, al sur, quizás perteneció a príncipes emparentados con los de Cnosos.
En torno a estos palacios, así como de otros más pequeños, se apiñaban bellos pueblos con casas de piedra bien construidas, ocupadas por las clases acomodadas, y con casas más pequeñas donde residían los numerosos artesanos. Las montañas no estaban desnudas como lo están hoy día, sino cubiertas por magníficos bosques de cipreses que proporcionaban las grandes piezas de madera necesarias para las columnas, arquitrabes y vigas de los palacios.
Pero de pronto, en el pináculo de esta gloria, hacia el año 1400 a. C., llegaron la destrucción, la ruina y la muerte. Cnosos, Faestos, Hagia Triadha, Gurnia, Mochlos, Mallia y Zacro, todas estas ciudades muestran las huellas de una destrucción violenta acompañada de incendios. ¿Qué fue lo que produjo este desastre? Pendlebury, como hemos visto, considera que fue obra de invasores procedentes del continente y que la historia de Teseo y sus compañeros es el símbolo legendario de esto. Evans consideraba que se debió a uno de los terribles terremotos que ya habían destruido otras ciudades minoicas, aunque quizás en este caso fue seguido por una invasión extranjera o por una insurrección local.
La teoría de Pendlebury tiene muchas cosas que la justifican. Hace notar que en cada una de las zonas arqueológicas antes mencionadas existen huellas de incendios, y que en los tiempos antiguos los terremotos rara vez ocasionaban incendios como suele ocurrir en las poblaciones modernas a causa de sus instalaciones de gas y electricidad. Pero si los invasores extranjeros destruyeron las principales ciudades cretenses 1400 años antes de Cristo, ¿quiénes fueron y por qué se cree que procedían del continente?
Para encontrar respuesta a esto debemos volver atrás unos seiscientos años y estudiar el continente griego tal como se encontraba en el año 2000 a. C., cuando Creta ya había alcanzado un alto grado de civilización. En Grecia (que todavía no se llamaba así) lo mismo que en Creta y en algunas de las islas del Egeo, existía una población en la Edad de Bronce, que había llegado al país unos mil años antes. Pertenecía a la raza mediterránea, de cabello oscuro, y posiblemente tenía algún parentesco con los habitantes de Creta y de las Cícladas. Su idioma, igual que el de los cretenses, nos es desconocido, pero nos han dejado pruebas de su existencia en algunos nombres y lugares que no pertenecen al griego. Estas palabras en general son las terminadas en "-os" y "-nth", de las que hay muchas en Grecia y sobre todo en Creta. Por ejemplo, Corinth, Ilissos, Halicarnassos, Tylissos.[34] Estos nombres de pueblos y ríos de Grecia no son griegos; son herencia de los pobladores que vivieron allí antes que los antepasados de los griegos modernos llegaran al país. Hay otros nombres de flores, plantas y pájaros desconocidos para los griegos invasores y que incluso han pasado a otros idiomas, como por ejemplo nombres tales como jacinto y narciso.[35] En Creta hay ejemplos incontables de nombres antiguos de lugares que no son griegos; siendo el ejemplo más obvio el de la propia Cnosos.
Lo más significativo de todo es la propia palabra mar (thalassa), ese mar tan importante en la vida de los griegos y que no es griego. Algunos eruditos sugieren que esto es prueba de que el pueblo que invadió lo que ahora es Grecia hacia el año 2000 a. C., procedía del norte, del interior de Europa, donde no se conocía el mar, y que, por lo tanto, al llegar a las orillas del Mediterráneo, adoptaron el nombre usado por el pueblo que habían conquistado. Estos conquistadores nórdicos (de cuya presencia, a partir de cerca del año 2000 a. C., hay pruebas arqueológicas irrefutables), debieron de ser, según algunos eruditos, los antepasados de los «aqueos» cubiertos de bronce de que habla Homero. Y estos hombres, pertenecientes a una raza bélica oriunda de un clima nórdico más duro, fueron los que dominaron los pueblos mediterráneos y construyeron sus grandiosas ciudadelas en Micenas, Tirinto y otros lugares.
Como es natural, este pueblo, que pudo muy bien haber estado organizado en una federación de estados con Micenas a la cabeza, tuvo contactos con el gran Imperio Minoico al sur, produciendo esta fusión de las culturas del continente y de Creta que llamamos cultura micénica. Los investigadores difieren de manera total en su interpretación de las relaciones minoico-micénicas. Evans consideraba que los minoicos colonizaron Micenas, y Pendlebury estaba de acuerdo con esto. «De tal modo quedó influenciado el resto del Egeo por los minoicos —escribió— que resulta imposible al autor no llegar a la conclusión de que estaba dominado políticamente por Creta…»
Pero el profesor Wace, probablemente la máxima autoridad sobre Micenas, no acepta esta opinión. Cree que los gobernantes del continente permanecieron políticamente independientes, aunque se sentían atraídos por la civilización de Creta que era superior a la suya. Imitaron la arquitectura, el vestido y el arte, y quizás trajeron artistas minoicos al continente para que trabajaran para ellos. Los partidarios de la teoría de Wace hacen notar que el estilo de los objetos encontrados en las tumbas de fosa vertical, como por ejemplo las vainas grabadas de puñales, es inconfundiblemente minoico, aunque los temas (la caza y la guerra) no lo sean. Los temas de este tipo interesaban más a la raza bélica del norte, y la impresión que produce el llamado arte «micénico» es que era el producto de artistas minoicos trabajando para un amo extranjero. Obsérvense también los rasgos decididamente no minoicos de la máscara mortuoria micénica representada en la lámina 12.[36]
Cualquiera que haya sido la causa, lo cierto es que, después de la caída de Cnosos, las ciudades del continente, y en especial Micenas, alcanzaron la cúspide de su poder y riqueza. Pendlebury consideraba que los aqueos, o «micenios», atacaron y destruyeron las ciudades cretenses por motivos políticos, probablemente porque querían acabar con el monopolio cretense del comercio para poder participar en el rico intercambio con Egipto. No parecen haber ocupado ni colonizado Creta, ya que después del año 1400 a. C., la cultura minoica, aunque menos brillante, todavía existe en las pequeñas comunidades cretenses. Los palacios, con su clase gobernante y con su enjambre de funcionarios civiles, parece que fueron destruidos, pero en las capas inferiores de la población, la civilización cretense persistió hasta que llegó a ser absorbida por la cultura común del Egeo.
La escena pasa ahora a Grecia que, desde el año 1400 al 1200, alcanzó un grado de riqueza y de unidad que no volvió a existir hasta 500 años después. Durante ese período dominó Micenas. Fue entonces cuando los príncipes micénicos agrandaron su ciudadela, construyeron la Puerta de los Leones y excavaron en las faldas de la colina algunas de las primeras tumbas «colmena» descritas en el capítulo V. Las tumbas de fosa vertical son, como es natural, anteriores (1650-1550 a. C.). En su elevado palacio que dominaba la comunidad, el Rey recibía a sus huéspedes y los agasajaba con banquetes y juglares, tal como lo describe Homero. A los nobles micenios les gustaba cazar y efectuar carreras de carros. Sus mujeres, lo mismo que las minoicas antes que ellas, llevaban chaquetillas ajustadas con el pecho al aire, grandes faldas de volantes, peinados complicados y profusión de joyas. Este período heroico fue una época espléndida y hacia ella se volvía Homero durante la Época Negra que siguió a la caída del Imperio Aqueo.
Pero antes de que esto ocurriese, los aqueos, después de derrotar a los reyes de Creta, irrumpieron en las ricas regiones del este, fundando poblados en Rodas, Cos y Chipre, comerciando con Egipto, intercambiando los productos del Egeo por lujos tales como el oro, el marfil y telas. Un dato de interés es el hecho de que se han descubierto en Boghaz Keui, la antigua capital de los reyes hititas, en Asia Menor, documentos en arcilla en los que se hace referencia al Rey de Aquiyava, lo que según la mayoría de los eruditos es la primera referencia histórica de los aqueos, nombre que Homero solía dar con más frecuencia a los griegos, a los que también llamaba dánaos.
Más tarde, en el siglo XIII, Egipto contribuye con su testimonio. En el año 1221 un ejército invasor atacó Egipto. Este ejército iba capitaneado por el rey de Libia, aunque la mayor parte de los invasores procedían del norte. Entre ellos figuraban los «aquiyava» (probablemente otra referencia a los aqueos o «micenios»), según las inscripciones egipcias. La invasión fracasó, pero una generación después, una nueva ola llegó del norte, con la que venía un ejército de los «pueblos del mar». Esta fue la coalición derrotada por Ramsés III en una batalla por mar y tierra. Entre estos pueblos las inscripciones egipcias mencionan los «danuna», que muy bien pudieran ser los dánaos. Fue una época de inquietud y de grandes emigraciones. La última tentativa fue algo más que el avance de ejércitos profesionales, tribus enteras se trasladaron dirigiéndose hacia el sur por las costas de Siria y Palestina con sus mujeres, niños y carros de equipaje. «Las Islas —escribió el sacerdote cronista del Faraón— se encontraban muy agitadas».
Probablemente el último intento desesperado del Imperio Micénico, o de la coalición, fue el sitio de Troya, que de acuerdo tanto con la historia como con la leyenda y la arqueología, se llevó a cabo en el primer cuarto del siglo XII. Al parecer este sitio fue debido también a un motivo político, quizás acabar con el dominio troyano del comercio del Mar Negro. Pero para entonces los aqueos ya se encontraban frente a un peligro en su propio país. El último capítulo de este drama de hace 3000 años, revelado por las palas y ensalzado por los poetas, trata de la destrucción de los destructores. Los aqueos que habían acabado con el poder de Cnosos y heredado las riquezas del antiguo Imperio Minoico, fueron a su vez destruidos durante los siglos XII y XI por otra ola de inmigrantes nórdicos, procedentes del mismo tronco de habla griega: los dorios, antepasados de los griegos «clásicos» y de los de hoy día. Deshicieron el bien organizado estado micénico, fragmentándolo en pequeños cantones.
Siglos después, cuando las antiguas ciudades micénicas yacían en ruinas y el Imperio Minoico había sido olvidado, un genial poeta griego, inspirándose en poemas épicos muy antiguos, produjo la Ilíada y la Odisea. Aquellos poemas épicos antiguos que glorificaban las hazañas de los héroes de la época micénica habían pasado oralmente de generación en generación, y aunque habían sido modificados y adaptados al gusto de los dorios, todavía preservaban los nombres de las ciudades micénicas y de los gobernantes micénicos, así como los detalles de sus hazañas y de las costumbres sociales micénicas.
Quizás incluso contenían recuerdos inconscientes de las glorias cretenses consideradas como leyendas fantásticas por una generación que no podía comprender que en un tiempo fueron reales. Este podría ser el caso con la descripción que hace Homero de la mítica «Isla de Feacia», donde Ulises fue arrojado por el mar después de su naufragio. Nausícaa, la hija del rey, dice hablando de su patria:
…no hay hombre sobre la tierra, ni nunca lo habrá, que se atreva a posar un pie hostil en tierra de Feacia. Los dioses nos quieren demasiado para permitirlo. Lejos de todo se encuentra esta patria nuestra, batida por el mar; somos la vanguardia de la humanidad y ningún pueblo tiene contacto con nosotros.
¿Puede darse una mejor descripción de Creta en los días de su apogeo? Más adelante, en otro pasaje, se encuentran las siguientes palabras:
Porque los feacios no se interesan por arcos ni carcajes, sino que dedican sus energías a los mástiles y los remos, y a las bellas embarcaciones que gustan de pilotear a través de los mares cubiertos de espumas.
Alcínoo, rey de Feacia, dice a su huésped:
Pero las cosas en que encontramos placer inagotable son las fiestas, la lira, la danza, lino limpio en abundancia, un baño caliente y nuestros lechos. Así es que, comenzad ya, mis incomparables bailarines y, mostrad vuestros pasos para que cuando vuelva a su hogar, nuestro huésped pueda decir a sus amigos lo que aventajamos a los demás hombres en el arte de la navegación, en la velocidad de nuestros pies, en la danza y en el canto.
¿No podría ser esto el recuerdo popular de la vida de lujo del Palacio de Cnosos? En tiempos de Homero, por lo menos quinientos años después de la caída del poder cretense, nada quedaba en la propia Creta que pudiera indicar a los recién llegados que la isla había sido en otro tiempo el centro de un Imperio grandioso. Los dorios curiosos encontraron en las ruinas de Cnosos algunos fragmentos de los frescos de los toros, con muchachos y doncellas, y esto puede haber sido el origen de la leyenda de Minos y de las cautivas atenienses, de Teseo y el Minotauro. En cuanto al laberinto, simplemente se basó en el labrys, palabra no griega, que significa Hacha Doble, el símbolo que con más frecuencia aparece representado en los muros de Cnosos. En lo que se refiere a la misteriosa maraña de cuartos y corredores del subsuelo del Palacio, donde Minos tenía encerrado al monstruoso toro, puede haberse tratado de la historia fantástica contada por algún audaz dorio, que de vuelta a Grecia, así interpretó su excursión por las grandes alcantarillas del Palacio (que eran lo bastante grandes para que pudiera pasar un hombre) y que, desde luego, eran cosa desconocida en sus primitivas comunidades.
De este modo, gracias a Evans y sus colegas, que se basaron en los cimientos puestos por Schliemann y Dörpfeld, podemos estudiar un gran campo, completamente nuevo, de la vida prehistórica de Europa. Ha quedado demostrado que las antiguas leyendas y mitos contienen más verdad de lo que querían reconocer los áridos historiadores. Esto se lo debemos agradecer en primer lugar a Schliemann, que confió en las tradiciones antiguas y que tuvo los medios y la fuerza de voluntad necesarios para probar lo que él creía. En cuanto a la investigación paciente y científica, al análisis y la síntesis, se lo debemos a Evans y la multitud de investigadores que le han sucedido.
Homero ahora aparece no como un simple creador de sueños y de historias fantásticas. Escribió en un período de crepúsculo cultural, no había visto los muros de Ilión, ni a Agamenón cruzando la Puerta de los Leones de Micenas, no se había sentado en la sala de los frescos del rey Minos, en Cnosos, pero los que le precedieron habían conocido esas maravillas. Por eso en los poemas se encuentran conservadas, como moscas en ámbar, descripciones de salas majestuosas, de obras de arte, de armas y armaduras, y de un modo de vida ya desaparecido en la época de Homero, pero que la pala del arqueólogo ha demostrado que había existido.
Nuestros tiempos también pertenecen a otro período crepuscular, sobre todo en lo que se refiere a las humanidades. Los Schliemann y los Evans, hombres que disponían de tiempo y riquezas que les permitían buscar conocimiento por su valor intrínseco, ya están muertos; sus sucesores, que trabajan con menores recursos, están logrando magníficos resultados. Por ejemplo, el profesor Wace, en su reciente libro Mycenae, da un paso más en el campo a un mejor conocimiento de los micenios. ¡Pero cuánto queda aún por conocer! La misteriosa escritura minoica, que Evans esperó poder descifrar cuando fue a Creta, es todavía una incógnita,[37] y en Creta, a pesar del trabajo de los investigadores y arqueólogos de Gran Bretaña, Francia, América, Italia y otros países del mundo, quedan todavía más restos bajo el suelo que los que hasta ahora han sido extraídos de él. El valle en donde se encuentra el Palacio de Minos, si fuera explorado, quizás revelaría tumbas y tesoros similares a los del «Valle de las Tumbas de los Reyes», de Egipto. ¿Pero cómo se puede llevar a cabo semejante trabajo hoy día? ¿Dónde se encuentra el hombre acaudalado, que sea también un genio, que pueda financiar, y no digamos planear, semejante trabajo? ¿Qué gobierno se atrevería a solicitar 250.000 libras para excavar y reconstruir un palacio de 3000 años de antigüedad? No puede uno menos que pensar con tristeza cuánto tardará el mundo en estabilizarse y civilizarse lo bastante para seguir con el gran trabajo comenzado por Schliemann y Evans.
Me desperté temprano con el sol brillando a través de las ventanas sin cortinas. Desayuné en la terraza, con el Palacio a unos cuantos cientos de pies más abajo, bañado por el sol, que hacía que sus muros blancos brillaran como la nieve y que dibujaba los patios, los corredores y las amplias escaleras con sombras negras como la tinta. El monte Ida, con su cresta de nieve, se destacaba alto y sereno en el azul inocente de la mañana. Más allá de la achatada colina en que se levanta el Palacio, la llanura de Messara, rica y verde, se extendía hasta fundirse con las colinas que la circundan.
Estas visitas apresuradas, superficiales, pensaba yo mientras revolvía mi café, son características también del ritmo de nuestra época. Hace cincuenta años, y hasta menos que eso, jóvenes modestos podían pasar meses en lugares como éste planeando sus carreras, un libro, o una tesis universitaria, o quizás simplemente disfrutando. Hoy estas experiencias sólo pueden tenerlas tres «clases privilegiadas»: la minoría, cada día más pequeña, de turistas que puedan permitirse el lujo de pagarse los gastos, la minoría, todavía más pequeña, de los que viajan por cuenta de las Universidades, y los escasos, afortunados periodistas que «tienen una suerte loca» y que están conscientes todo el tiempo del boleto de avión de vuelta que llevan en el bolsillo y del editor que espera con impaciencia…
Las pasiones nacionalistas, las sospechas, la intolerancia, las mentiras de la propaganda, todos los males que Evans combatió, han estado a punto de destruir el mundo que él conoció. Sin embargo, en nuestra época de ansiedad, debemos aprovechar todas las oportunidades que se nos presentan. Por un breve espacio de tiempo el dominio de lo irracional se ha debilitado un poco, lo bastante apenas para que algunas personas puedan disfrutar del estímulo de los viajes y del intercambio amistoso entre pueblos, lo que en otros tiempos era considerado como prueba de civilización.
Me alejé de la posada, bajando la cuesta, y lentamente subí la magnífica escalera, tan majestuosa como la de Versalles, que conduce a la entrada de este Palacio de 4000 años de antigüedad (véase lámina 44). Seguí largos corredores, crucé innumerables puertas, ascendí escaleras que en otro tiempo llevaban a las habitaciones superiores. Atravesé el gran Patio Central, subí más escaleras, caminé por otros corredores, hasta que llegué al límite extremo del Palacio, donde la colina en que se encuentra acaba en un precipicio sobre la fértil llanura de Messara.
De pronto, desde abajo, hiriendo el aire matinal, llegó hasta mí el sonido agudo de una trompeta. ¿Un heraldo anunciando la llegada de una embajada de Egipto? No, no se trataba más que de un cuerno de pastor.
A la derecha y a la izquierda se elevaban suaves colinas, bañadas por el sol de la mañana, las colinas donde se encontraron las tumbas tholos de algunos de los primeros pobladores de Creta. Más allá se encontraba la llanura de Messara propiamente dicha, de un verde jugoso con dibujos geométricos hechos por las filas de olivos de un gris polvoriento que proyectaban sus largas sombras matinales sobre la hierba húmeda. Entre las antiguas y grises piedras del palacio crecían asfódelos rosas, con sus apretadas flores inmóviles en el aire tibio y sin viento. Había también anémonas silvestres rojas y azules y, a mis pies, incontables matas de la diminuta acedera amarilla.
La primavera… la primavera había llegado a Creta desde el sur, atravesando el mar color de vino de Homero, que había sido el camino seguido por los primeros pobladores de Creta hace cinco o seis mil años. Dentro de día y medio me encontraría caminando por los pavimentos lavados por la lluvia del frío y ventoso Londres. Pero había visto la llegada de Perséfone a
esta patria nuestra, batida por el mar,
…la vanguardia de la humanidad…
de donde llegó la primavera a Europa.