16. «LAS ANTIGUAS TRADICIONES ERAN CIERTAS»

Capítulo XVI

«LAS ANTIGUAS TRADICIONES ERAN CIERTAS»

En el año 1911, al cumplir los sesenta años, Evans fue honrado con el título de caballero, honor que le fue otorgado no solamente por su trabajo en Creta, sino por su contribución a la cultura en general. Tres años antes había renunciado a su puesto de Conservador del Museo Ashmole para poder dedicarse enteramente a Cnosos, pero por esta época su triunfo sobre los elementos reaccionarios en la Universidad era completo. Cuando Evans renunció, el nuevo Canciller, Lord Curzon, le escribió:

Su verdadero monumento es el mismo Museo Ashmole, ahora organizado y equipado en una escala tal que el oxfordiano de hace veinticinco años no podría reconocerlo.

Evans conservó el puesto honorario de Visitante del Museo Ashmole, que le permitía intervenir en sus asuntos, cosa que hizo hasta el final de su vida, además de hacerle valiosos donativos.

Durante la guerra de 1914-18 se preocupó incesantemente de los centros de cultura que en momentos de guerra están expuestos a ser tratados con poca consideración por las autoridades militares. En épocas de emergencia nacional siempre hay funcionarios improvisados que se aprovechan de su breve autoridad para hacer un uso estúpido y arbitrario de su poder. Cuando estas personas se cruzaban en el camino de Sir Arthur Evans, por lo general salían mal paradas.

Por ejemplo, en los primeros años de la Guerra, la Junta de Aviación trató de requisar el Museo Británico y empezó a trasladar de manera descuidada las colecciones para dejar sitio a sus funcionarios. Esto para Sir Arthur era como la «invasión de la selva». En carta tras carta a los periódicos más importantes, en discursos públicos y en conversaciones particulares increpaba a los filisteos.

En uno de sus famosos discursos describió la «visita sorpresa» de un oficial de la Junta de Aviación, seguida de una solicitud de la Junta al Gabinete, pidiendo permiso para requisar el Museo para su cuartel general. A pesar de las enérgicas protestas de los miembros de la directiva, «la orden fue en efecto dada por el Gabinete», pero «esta monstruosa propuesta, que tanto como miembro de la directiva del museo como en mi carácter de Presidente de la Sociedad de Anticuarios, hice lo posible por combatir, provocó una tormenta general de indignación, no sólo entre los representantes acreditados del Arte y de las Ciencias Históricas, sino también en la Prensa…».

La orden fue anulada; la Junta de Aviación descubrió repentinamente que «después de todo, no necesitaba el edificio…».

Pero, mientras tanto, ya se habían causado muchos perjuicios. Varias galerías habían sido desmontadas precipitadamente para dejar sitio a los oficinistas. Evans habló de «semanas de trabajo para vaciar tres grandes galerías y acabar con la labor de siglo y medio… Y todo por el irreflexivo capricho de un Ministerio del Gobierno que después de haber ocasionado este trastorno y gasto, llega a la conclusión de que el lugar no era adecuado». ¿En qué iba a acabar todo esto? se preguntaba Evans.

…la forma en que ha sido tratado el Museo Británico, la incalculable destrucción del producto de la labor de erudición y de clasificación de generaciones, la incautación, pues no hay otra palabra, de la Prensa Universitaria, demuestran que los que están a la cabeza del Gobierno están inspirados por un espíritu filisteo del que en vano buscaríamos un paralelo entre los gobiernos civilizados. La proscripción implacable, resultado de un estado de pánico, amenaza incesantemente a los santuarios mismos de la cultura. Los que representan estos intereses son sin duda, a los ojos de los políticos, una raza inferior. No es oportuno ahora discutir su veredicto, pero conviene recordarles que incluso las tribus de los salvajes más primitivos tienen sus reservaciones.

Algunos sonreirán cínicamente ante este explosivo arrebato, recordando los ataques mucho más graves a los reductos de la cultura durante y después de la pasada Guerra, la total destrucción de museos y de obras de arte, la persecución y asesinato, en los países totalitarios, de artistas y sabios disidentes, la «caza de brujas» en América en la época de la posguerra. Pero a mi parecer tal cinismo está fuera de lugar. Sir Arthur y su generación defendían unas normas absolutas. No podían imaginar que pudieran alterarse, y cuando se intentó desvirtuarlas se opusieron encarnizadamente. Y al fin perdieron, pero ellos y no los filisteos tenían razón. Nosotros somos los que en definitiva hemos salido perdiendo.

En 1916, cuando se trató de expulsar a ciertos miembros honorarios alemanes de la Sociedad de Anticuarios, Evans, a pesar de la ola de odio que azotaba el país, y a pesar de la indignación que le produjeron las barbaridades que se cometían por tierra y por mar, no perdió la cabeza e hizo un llamamiento a la tolerancia y a la moderación.

La existencia entre los miembros honorarios alemanes de sabios de ese noble grupo en el cual destaca como notable ejemplo el desaparecido Dr. Helbig, debe hacer que nos detengamos a meditar antes de tomar decisiones precipitadas. A pesar del Evangelio del Odio, hay que decir esto en su favor: las sociedades culturales y academias alemanas, con raras excepciones, se han abstenido de borrar de sus listas a los miembros ingleses.

Y terminó su alocución con estas nobles palabras:

No debemos olvidar que mañana podemos encontrarnos de nuevo trabajando en el mismo campo histórico. Nos incumbe a nosotros no hacer nada que pueda cerrar la puerta a un mutuo intercambio en materias como las nuestras que están fuera del terreno de las pasiones humanas, en las silenciosas avenidas del pasado.

Dejé a un lado el discurso de Evans, cerré el viejo folleto amarillento y lo volví a colocar en los estantes de la biblioteca de la Villa Ariadna. Me sentía deprimido. Estas generosas exhortaciones, este noble y altruista empeño, ¿no habrían sido inútiles? Otra guerra había venido y había pasado, y los hijos de los hombres con quienes Sir Arthur «había trabajado en un campo común» de cultura se habían lanzado en paracaídas desde el cielo de Creta y habían convertido la Villa Ariadna en un cuartel general militar, aunque hay que reconocer que no lo dañaron seriamente, como tampoco dañaron el Palacio. Sólo fue destruida una tumba en Isopata, porque un suboficial alemán, sin darse cuenta de lo que aquello era, había instalado allí un emplazamiento de artillería (el castigo que luego impuso al sargento el comandante habría causado lástima incluso al mismo Sir Arthur). Terminada la guerra los alemanes devolvieron la Villa Ariadna casi intacta, con todos los artículos de su mobiliario original, acompañados de un minucioso inventario. Así que hay que pensar que perduró el instinto de civilización incluso durante la guerra… Quizás Evans y sus colegas germanos no habían trabajado en vano.

Hacía ya casi una semana que estaba en Cnosos, viviendo en la Villa Ariadna y haciendo excursiones por los alrededores. Había visitado el Palacio varias veces, por la mañana muy temprano, al atardecer, incluso a la luz de la luna. Había tomado notas y hecho fotografías, y al día siguiente cruzaría la cadena de montañas para llegar al otro gran Palacio, el de Faestos, en el sur. Después volaría a Atenas y desde allí regresaría al frío y brumoso Londres.

Al colocar en su sitio el Discurso de Evans como presidente de la Asociación Británica, me había llamado la atención un montón de cuadernos, con las tapas desteñidas, que estaban en un estante más bajo. Cogí uno al azar. Estaba lleno de diagramas hechos a lápiz y notas con una escritura pequeña, muy cuidadosa. La firma era «D. Mackenzie»…

Aquellos cuadernos eran del propio Mackenzie. Mackenzie, el taciturno, talentoso escocés al que Evans admiraba tanto y que había ideado un sistema único para determinar la antigüedad de los objetos de cerámica. Me puse a hojear las páginas, tratando de descifrar abreviaturas como «M. R. Ib.» (Minoico Reciente, Primer Período, Segunda subdivisión), etc. El pobre Mackenzie padeció durante largo tiempo de una enfermedad mental que acabó por causarle la muerte. Mucho antes de tener que abandonar Cnosos, había sufrido ataques de depresión y de nerviosa irritabilidad que Evans, aunque él mismo era de genio vivo, soportó con extraordinaria paciencia. Cuando después de años recibió Sir Arthur la noticia de la muerte de Mackenzie, le dedicó en su Palace of Minos un homenaje que revela una gran ternura.

Como buen escocés siempre podía contarse con su lealtad, y el ambiente sencillo en que habían transcurrido sus primeros años le habían capacitado para conocer a fondo a los trabajadores nativos con los que se entendía como un camarada, lo que fue una gran ayuda durante las excavaciones. Para ellos, aunque era el patrón, fue siempre un verdadero amigo. Las animadas danzas cretenses le recordaban los bailes escoceses de su juventud, y no había boda, bautizo o velorio completo si él no lo sancionaba con su presencia y sus servicios como patrocinador o padrino en una boda o en un bautizo eran muy solicitados. Todavía resuena en mis oídos aquella «reposada voz» cuando proponía un brindis por la feliz pareja, con veladas alusiones jocosas, correctamente expresadas en el dialecto cretense del griego moderno, con buen acento pero con reminiscencias del suave dialecto gaélico.

Cuando terminó la primera Guerra Mundial, Evans regresó a Creta. Los costos eran más altos, pero él era un hombre rico y después de volver a contratar a sus trabajadores cretenses, continuó excavando y restaurando el Palacio de Cnosos. Piet de Jong, el tercero de los arquitectos que colaboraron con Evans, empezó a trabajar con él en 1922. Después de la primera Guerra Mundial, de Jong había trabajado para el profesor Wace en Micenas y a Evans le habían hecho tan excelente impresión los planos que el arquitecto había levantado de la fortaleza micénica que lo invitó a ir a Cnosos.

En 1921 apareció el primer volumen del Palace of Minos, tan largo tiempo esperado, al que siguieron a intervalos, durante catorce años, nuevos volúmenes. La obra era verdaderamente monumental cuatro grandes tomos (los volúmenes 2 y 4 eran tan enormes que hubo que publicar cada uno en dos tomos) que sumaban un total de 3.000 páginas, con más de 2.400 ilustraciones, muchas de ellas en color. La mayor parte de esta obra la escribió en Youlbury, su hogar de Berkshire. Su hermanastra, la doctora Joan Evans, nos describe cómo trabajaba:

La biblioteca era lo bastante grande para poder tener una porción de estanterías de libros en medio de la habitación, aparte de los estantes alineados a lo largo de las paredes. Allí podía trabajar cómodamente en su gran obra, clasificando el material por el simple proceso de instalar una mesa formada por un tablero apoyado sobre caballetes para cada nueva sección, pasando de una a otra como un jugador de ajedrez jugando varias partidas simultáneamente. Verdaderamente necesitaba espacio, su material era abrumador, y no quiso adoptar ninguna de las ventajas de los métodos modernos que podrían haberle ayudado. No tenía ni secretaria ni mecanógrafa, y todavía utilizaba una pluma de ave.

Sir John Myres escribe respecto al libro:

La dificultad de una obra tal era excepcional, porque durante los cuarenta y dos años desde que Evans llegó a Creta, se fueron haciendo nuevos descubrimientos. Pero desde la primera hasta la última de sus 3.000 páginas la enorme obra se lee como una saga: siempre resulta evidente la trama general, dentro de la cual cada tema y cada digresión tienen su lugar.

De esta obra, casi única entre los libros de arqueología, en la que se combinan los detalles de erudición con los brillantes pasajes descriptivos, ya he citado algunos párrafos típicos. Me gustaría añadir uno más que revela admirablemente la imaginación poética de Evans. En las líneas siguientes, tomadas del Volumen 3, describe la Gran Escalinata, tal como fue restaurada:

La Gran Escalinata, restaurada en esta forma, es algo aparte entre los restos arquitectónicos de la antigüedad. Con las columnas carbonizadas sólidamente restauradas con sus prístinos colores, rodeando en hileras el muro central con las balaustradas, prácticamente intactas colocadas en su sitio una sobre otra con el imponente fresco de los grandes escudos minoicos al fondo en la pared de la galería central, ahora reemplazado por una réplica, y con sus escalones de piedra de yeso, bien conservados en cuatro tramos hace revivir el remoto pasado como ninguna otra parte del edificio. Desde luego yo tuve la suerte de experimentar su entraño poder de sugestión incluso en un momento cuando el trabajo de reconstrucción no había alcanzado su perfección actual.

Durante un ataque de fiebre mientras estaba instalado provisionalmente en el cuarto debajo de la torre de inspección que se había erigido en el borde del Patio Central donde el aire es más fresco, se me antojó mirar por el hueco de la escalda iluminada con la cálida luz de la luna y tuve la impresión de que todo el lugar se llenaba de vida y movimiento. Fue tal la fuerza de la ilusión que el Rey Sacerdote con su corona de plumas, las grandes damas con sus ceñidos corpiños y faldas de volantes, los sacerdotes con sus largas estolas, seguidos de un séquito de elegantes jóvenes vigorosos, como si el Copero y sus compañeros hubieran bajado de las paredes, parecían pasar una y otra vez por los tramos de la escalera.

Esta capacidad imaginativa fue lo que ayudó a Evans a resolver uno de los más complejos problemas arqueológicos que se le presentaron: el del significado de las misteriosas zonas lustrales, de las «criptas de pilares» subterráneas e incluso del toro mismo. Durante mucho tiempo había sospechado que estos hoyos y criptas estaban asociados a la propiciación de una divinidad de la Tierra, representada quizás por la propia Diosa minoica en su calidad de Reina del Averno. Tenía la seguridad de que el toro también figuraba en ese culto y ya sabemos el significado que atribuyó a los bueyes sacrificados encontrados en la Casa de los Bloques Caídos. Pero la confirmación vino en forma dramática, durante una calurosa noche de junio, cuando sir Arthur descansaba en una de las alcobas del sótano de la Villa Ariadna.

Pensaba yo en pasados terremotos, presintiendo una nueva convulsión, cuando el 26 de junio, a las 9:45 de la noche de un tranquilo día caluroso, empezaron las sacudidas. Me sorprendieron leyendo en mi cama en un cuarto del sótano de la casa que nos servía de cuartel general, y, confiando en la resistencia excepcional de la estructura, decidí aguantar el terremoto en el interior. No había previsto lo imponente de la experiencia, aunque mi confianza en la resistencia del edificio quedó justificada, puesto que no sufrió más que ligeras grietas. Pero crujió y rugió, meciéndose de un lado para otro, como si todo él fuera a derrumbarse. Los objetos pequeños salieron despedidos, y casi toda el agua de un cubo lleno se derramó. El movimiento, que recordaba el de un barco en medio de una tormenta aunque sólo de un minuto y cuarto de duración, me causó los mismos efectos físicos que un mar alborotado. De la tierra salía un ruido sordo como el rugido apagado de un toro furioso.[30]

Nuestra única campana empezó a tocar, mientras que por la ventana llegaba el lejano repiqueteo de los carillones de la catedral de Candia, cuyo campanario y cúpulas resultaron bastante averiados. A medida que los temblores, que se repetían rápidamente, se iban haciendo más fuertes, se oyó el crujido de los tejados de las dos casitas fuera de la puerta del jardín, al desplomarse, mezclado con los chillidos de las mujeres y los gritos de niños pequeños que afortunadamente fueron salvados. Mientras tanto, una nube de polvo, causada por una repentina corriente de aire, se levantó hasta el cielo, eclipsando la luna llena casi enteramente, y las luces de algunas casas reflejadas en este oscuro caos daban la apariencia de una conflagración envuelta en humo…

La conclusión arqueológica que resulta de este fenómeno es muy importante. Cuando como en el caso del Palacio de Minos encontramos pruebas de una serie de hecatombes, algunas de una magnitud tal que difícilmente podrían atribuirse a la mano del hombre, parece razonable achacarlas a las fuerzas sísmicas…

Es inolvidable haber oído con los propios oídos el bramido del toro debajo de la tierra, que zarandea en los cuernos, según una leyenda primitiva. Parece por lo tanto indudable que la constante necesidad de protección contra estos petulantes arrebatos de los poderes infernales explica la tendencia minoica a concentrar su culto en el carácter de divinidad subterránea de su gran diosa, coronada de serpientes, en su calidad de Reina del Averno. Además, ciertas características estructurales, peculiares al antiguo culto cretense, sugieren la misma explicación. Entre estas figuran, por ejemplo, los «hoyos lustrales» que no se hacían con el propósito de contener agua, y a los que los devotos descendían por los dobles tramos de escalones, para alguna ceremonia ritual relacionada con la Madre Tierra. También deben mencionarse las «criptas de pilares» sin ventanas, e iluminadas únicamente por luz artificial, cuyos macizos pilares centrales, además del hacha doble sagrada, tenían junto a ellos tinas para recibir la sangre de los sacrificios.

Cuando tuvo esta experiencia Evans tenía setenta y cinco años. Unos años antes había decidido dejar el Palacio y la Villa Ariadna junto con sus terrenos a la Escuela Británica de Arqueología de Atenas. Las negociaciones para el traspaso se prolongaron durante varios años.[31]

Después de los setenta años se había aficionado a volar, que además de entusiasmarle no le causaba ningún trastorno físico, como le solía suceder con los viajes por mar. Todos los años volaba a Atenas, y si era posible tomaba un hidroavión hasta Creta.

Ya cumplidos los ochenta, todavía disfrutaba viajando y se entusiasmaba con los incidentes inesperados:

Cuando traté de partir de Pireo para Creta, en un barco griego, encontrándome ya a bordo, se desencadenó una terrible tormenta de nieve, la peor que se ha conocido en Atenas durante los últimos cincuenta años, y el vapor se quedó en el puerto. Yo decidí quedarme unos cuantos días más en Atenas y volar a Creta en hidroavión. De paso esto me dio ocasión de causar un gran revuelo en Atenas enviando al periódico que lee Venizelos, un relato detallado del mal trato que yo y otros pasajeros habíamos recibido, tanto al desembarcar en el Pireo como al tratar de salir de allí, a manos de los «Piratas del Pireo», o sea sus barqueros y cargadores…

La edad no había dulcificado el temperamento irascible de Sir Arthur ni su humor mordaz. En Creta me contaron acerca de él una anécdota que tiene toda la apariencia de ser verdad, aunque no me ha sido posible comprobarla. Inmediatamente después de una de sus llegadas a Creta, cuando su coche atravesaba Herácleo, notó con gran indignación que unos obreros estaban demoliendo una de las casas venecianas del pueblo. Ordenando al chofer que se detuviera, Sir Arthur se lanzó fuera, blandiendo a Prodger, y empezó a apalear a los pobres obreros, ordenándoles suspender inmediatamente su tarea, y pidiendo ver al alcalde. Cuando apareció este funcionario, Evans le dijo, en los términos más enérgicos, que el edificio era un monumento nacional del que los cretenses deberían estar orgullosos y que demolerlo era un acto de vandalismo indigno de un pueblo civilizado. La demolición fue suspendida.

No puedo garantizar la autenticidad de esta anécdota, pero me fue contada de buena fe y no veo razón para no creerla.

A los ochenta años todavía encontraba energía para excavar.

Aquí estoy con Pendlebury y los de Jong —escribe—, empezando algunas excavaciones de prueba que han dado ya sorprendentes resultados, incluyendo, precisamente en el lugar que yo había supuesto, una tumba grande. Pero lo probable es que los ladrones la hayan dejado totalmente vacía.

En 1932, después de una ausencia de medio siglo, regresó a sus amados países Croacia y Dalmacia. Volvió a ver la Casa de San Lazzaro, donde había llevado a Margaret después de su matrimonio, e incluso encontró, en el abandonado jardín, flores que ellos habían plantado. También visitó la cárcel en la que había estado prisionero y le dijo al guardián: «Yo suelo venir aquí cada cincuenta años».

Como los amigos y colegas de toda la vida se iban muriendo uno a uno, el anciano erudito empezaba a sentir la soledad y el aislamiento que son la penalidad de todos aquellos que sobreviven mucho tiempo a su propia generación. En la introducción al cuarto y último volumen de su gran obra, se adivina una grave tristeza contenida en su recuerdo que dedica a sus amigos y colegas. Después del tributo a Duncan Mackenzie, ya citado, continua:

Además de esta dolorosa noticia… el mismo pasar de los años se ha llevado prematuramente, estando este volumen en preparación, a algunos de los amigos que mejor me habrían podido animar y aconsejar… Ya cuando el presente volumen estaba muy adelantado, nos fue súbitamente arrebatado A.H. Sayce… un distinguido investigador que había viajado extensamente, gran conocedor de los monumentos de Egipto y del Oriente… a su genio interpretativo se debe la primera luz que ayudó a resolver el problema hitita… y los descubrimientos de la Creta Minoica también le interesaron… Con él ha desaparecido, también antes de tiempo, H.R. Hall, el guía más culto y servicial de los de allende las costas egeas, Egipto y antiguo Oriente. Muerto también en la plenitud de su vida, Friedrich von Buhn, el respetado «viejo maestro» alemán…

Pero el tributo más caluroso lo reservó para su antiguo amigo el profesor Frederico Halbherr, el arqueólogo italiano que «fue el primero en este campo, el patriarca de la excavación cretense», que gracias a su profundo conocimiento de las condiciones locales había ayudado a Evans a hacer su exploración preliminar de la isla, en una época difícil y peligrosa, y había preparado el terreno para las excavaciones de Cnosos.

Su sonrisa, su amabilidad, conquistaban todos los corazones, y su memoria todavía vive entre los aldeanos cretenses. La «red» bajo la cual dormía seguro por la noche, y su corcel árabe, negro como el azabache que trepaba por las rocas «como una cabra salvaje», y en el que galopaba por los caminos turcos, desde Faestos hasta Candia en poco más de cinco horas, son ahora casi legendarios.

La introducción se lee como si se pasara lista a los muertos y uno se pregunta si Evans no se daría cuenta, al anotar la desaparición de sus compañeros, que marcaba también el final de una época. La dedicación a la erudición favorecida por el patrimonio particular, la búsqueda desinteresada del conocimiento sin fines prácticos, las relaciones amistosas entre los eruditos de distintas nacionalidades, el ambiente liberal intelectual que lo había rodeado desde niño, que para él era el aire que respiraba, y que había defendido apasionadamente en sus discursos durante la época de la guerra, ¿llegó a darse cuenta de que estas cosas tan valiosas habían de verse pronto aplastadas por una nueva intolerancia fanática, peor que ninguna de las que él había conocido en la primera Guerra Mundial?

Sir Arthur no sobrevivió la segunda Guerra Mundial, aunque vivió durante los dos primeros amargos años la caída de Francia, la invasión de Grecia y de Creta, la ocupación de Yugoslavia, países todos que Evans conocía y amaba. En Londres, en 1941, visitó el Museo Británico, incendiado y destrozado por el ataque enemigo. Llamó a las oficinas de la Sociedad Helénica para obtener noticias acerca de los miembros que se habían quedado en Grecia y en Creta. Por lo menos uno de ellos, John Pendlebury, Conservador de Cnosos, el joven erudito a quien Evans había admirado, no sólo por su erudición sino también por lo que en su carácter había de caballero andante, había muerto luchando valientemente en la resistencia cretense.

Dos años antes su salud había comenzado a decaer, y apenas salía ya de su estudio en Youlbury, aunque todavía iba algunas veces al Museo Ashmole. El día en que cumplió noventa años, poco después de haber sufrido una operación grave, recibió en su biblioteca de Youlbury a un grupo de amigos que le llevaron un precioso rollo de pergamino de la Sociedad Helénica haciendo constar con «gratitud y admiración sus excepcionales contribuciones a la cultura… y su entusiasta devoción durante toda la vida a la causa de la libertad de pensamiento y de acción».

Sobre sus rodillas —escribe Sir John Myres— descansaba un plano topográfico, muy usado, en el que estaba marcado su camino romano (Evans había encontrado los restos de un camino en su finca de Youlbury y se había interesado en esta muestra de la antigüedad local) … Contestando a una pregunta mostró la copia en limpio de su informe sobre este y dijo alegremente: Ya está terminado. Es para la revista Oxoniensia. Y esta fue su última contribución a la cultura. Tres días más tarde había muerto.

La vida, como se ha observado con frecuencia, siempre queda atrás del arte. Si esto hubiera sido una novela, Evans no habría vivido para oír el zumbido de los bombardeos sobre las antiguas ciudades de Europa, no habría sabido que la Villa Ariadna fue cuartel general militar alemán, que los Balcanes, los países que tanto amaba, eran de nuevo campo de batalla de las Grandes Potencias, y que las reglas civilizadas de conducta que solían observarse, incluso entre naciones en guerra, habían sido abandonadas en una brutal lucha a muerte. Había muerto en 1939, después de su última visita triunfal a Creta para recibir, en Herácleo, los máximos honores que los cretenses podían otorgarle. Es en este momento en el que yo prefiero imaginármelo, a los ochenta y ocho años de edad, contestando a las alocuciones de bienvenida con palabras que son un epítome de la historia que, aunque inadecuada e incompletamente, he tratado de relatar en este libro.

Ahora sabemos que las antiguas tradiciones eran ciertas. Tenemos ante nuestros ojos un espectáculo maravilloso: el resurgimiento de una civilización, dos veces más antigua que la de Grecia. Cierto que en lugar del antiguo Palacio vemos ahora tan sólo las ruinas de las ruinas, pero el conjunto todavía refleja el espíritu de orden y organización de Minos, así como el arte libre y natural del gran arquitecto Dédalo. No cabe duda que el espectáculo que tenemos ante nosotros es de importancia universal. ¡Comparado con esto, cuan pequeña resulta cualquier contribución individual! El éxito que haya alcanzado el investigador, lo ha logrado como humilde instrumento, inspirado y guiado por una Fuerza Superior.