15. EL PALACIO DE LOS REYES DEL MAR

Capítulo XV

EL PALACIO DE LOS REYES DEL MAR

A la mañana siguiente, temprano, después de que Manoli sirvió el desayuno en el austero comedor, eché a andar a lo largo del tortuoso sendero dejando atrás al Emperador Adriano y las buganvillas. Bajé una cuesta y me encaminé por la angosta senda hacia el Palacio. Sentía la invisible presencia de Sir Arthur, que debió de recorrer este camino miles de veces, blandiendo su formidable Prodger y contestando a los respetuosos saludos de los aldeanos.

Cnosos está situado en una depresión medio oculta por los árboles, con viñedos que trepan por los declives de las suaves colinas que la cercan por el este, el oeste y el sur. Sólo queda abierto el lado norte, orientado hacia el mar. Y aunque el Palacio se alza en un montículo, es un montículo que se formó con los restos de más de 2000 años de ocupación.

Al llegar a la casita del portero salió a mi encuentro Piet de Jong y juntos cruzamos la pantalla formada por los cipreses. Al salir a la luz del sol pude contemplar por vez primera el Palacio de Minos, aunque no en su totalidad. Un muro de mampostería cuidadosamente labrado ocultaba la vista inmediatamente delante, pero a la derecha, o sea hacia el sureste, divisé el espacioso patio noroeste y la entrada noroeste del Palacio. Al otro lado del umbral, pasando junto a unos muros bajos y por cuidados pavimentos, dimos una vuelta a la izquierda, y me encontré con el fragmento reconstruido del Propileo, con sus columnas. Aquí fue donde Evans encontró el fresco del Copero, el primer retrato que se descubrió de un minoico. Los originales cuelgan ahora en el Museo de Herácleo, pero aquí, en la pared inundada de sol, estaba una de las excelentes copias de Gilliéron. Por una fracción de segundo el purista en mí protestó contra esta reproducción, pero pronto quedó silenciado.

Porque no es posible comparar un palacio cretense con los grandes monumentos de Egipto, donde el aire seco ha conservado los muros, columnas y arquitrabes en su estado original durante 3000 años. Aunque el clima de Creta es en verano cálido y seco, en invierno llueve torrencialmente y, después de los destructores seres humanos, el mejor enemigo de los monumentos, es probablemente la humedad. Su poder destructivo resulta todavía mayor cuando, como en Cnosos, se utilizaba mucha madera en la construcción. Las paredes, principalmente en los palacios antiguos, tenían un armazón de madera, y las columnas que sostenían los tejados, los porches y las escaleras eran también de este material. Cuando el Palacio fue saqueado (o se incendió a causa de un terremoto, cosa que todavía no ha sido dilucidada), se quemó la mayoría de los pilares, postes y vigas de madera y los que se libraron del fuego se han ido pudriendo a través de los años con la humedad de la tierra.

Los muros se vinieron abajo y los techos se derrumbaron, de modo que Evans y sus colegas, para reproducir la apariencia original del Palacio, no tuvieron más remedio que recurrir a una esmerada reconstrucción de las partes típicas, tales como el Propileo y el Pórtico Norte (véase lámina 25). Quizás, impulsado por su entusiasmo, Evans se excedió (esto es cuestión de opinión), pero en muchos lugares de la zona sólo tenía dos alternativas: reconstruir o dejar un montón de escombros. No obstante, como me indicó de Jong, todos los fragmentos de la obra original que fue posible rescatar, se conservaron, y una proporción impresionante del Palacio de Cnosos, especialmente de los alojamientos domésticos, es de mampostería minoica auténtica, intacta después de treinta siglos.

Piet me mostró el sistema que había adoptado Evans, en sus cuidadosas reconstrucciones, para identificar la parte original del Palacio.

«En un muro medio derruido —me dijo— encontrábamos a veces los restos de las ranuras donde habían estado empotrados los elementos estructurales de madera. Cuando reconstruíamos el muro reemplazábamos la madera podrida con hormigón armado, que pintábamos de un color ante pálido, imitando madera. El resto lo reconstruíamos, hasta donde era posible, con los bloques de piedra originales.»

Los dos coperos[27] marchaban en procesión, lenta y solemnemente, los talles delgados, los hombros anchos, las facciones orgullosas y aristocráticas, y el pelo negro rizado (lámina 23). Ahora al fin ya empezaba a sentir la extraña maravilla de Cnosos. Nos encontrábamos tan sólo a unos cuantos kilómetros de Egipto, con el que los minoicos habían estado en contacto durante 2000 años, y sin embargo, no había nada de egipcio en los rostros o los trajes de estas gentes. Recordé las paredes pintadas que había visto en las tumbas de Luxor, aquellas solemnes y tiesas figuras hieráticas, con sus vestiduras de lienzo, estos minoicos eran completamente distintos. Parecían más europeos que asiáticos, aunque Evans creía que procedían originalmente de Asia. Sin embargo, tampoco se parecían a los griegos clásicos. ¿Quiénes eran? ¿De dónde habían venido? ¡Es exasperante que no nos hayan dejado una historia escrita!

Pero de Jong, el arquitecto práctico, me decía en ese momento:

«La gente pregunta a menudo por qué harían sus columnas con el diámetro inferior más pequeño que el superior. ¿Sabe usted por qué?»

«No. ¿Había alguna razón especial?»

«Es algo que nunca se ha podido aclarar satisfactoriamente. Yo creo que la teoría más razonable es que, como las columnas estaban hechas de troncos de árboles, las colocaban con las raíces hacia arriba, o sea con la parte más ancha del tronco en lo alto, para evitar que los árboles volvieran a retoñar. O tal vez fuera con el propósito de disponer de más espacio libre abajo. Estas columnas —añadió dando palmadas en los grandes postes del Propileo, pintados de un color rojizo— son desde luego de hormigón armado. Pero sabemos que estuvieron aquí porque encontramos cerca, en el suelo, sus bases y capiteles».

Le pregunté cómo se pudo averiguar la altura y la proporción de las columnas. Me explicó que esto se había logrado estudiando y comparando los restos de elementos arquitectónicos semejantes, encontrados en otros lugares del Palacio. A veces, aunque la madera había desaparecido, quedaban en la tierra impresiones de las columnas.

«Sabe usted —me dijo Piet—, una de las dotes más extraordinarias de Sir Arthur era su capacidad para ver las cosas tal como habían sido. Sólo con examinar unas pocas piedras rotas, unas columnas caídas y unos cuantos fragmentos de un fresco, podía describir con exactitud el aspecto que tenía originalmente todo el cuarto o el edificio. Y se impacientaba enormemente si su arquitecto no lo veía exactamente igual que él. Sin embargo, cuando el arquitecto había examinado y medido el lugar y estudiado todos los testimonios arquitectónicos, el resultado era que Sir Arthur casi siempre tenía razón».

Entre los testimonios más valiosos se encuentran los frescos, que con frecuencia representaban edificios con las columnas típicamente minoicas, de menor diámetro en la parte inferior que en la superior. Estos frescos fueron de gran utilidad cuando se hicieron las reconstrucciones. También se obtuvieron muchos conocimientos útiles respecto a la forma y la apariencia de las casas minoicas, de las representaciones encontradas en pequeñas placas de fayenza de unos pocos centímetros cuadrados de superficie.

«¿Pero, y el colorido? —pregunté—. Los colores debieron de ser magníficos ¿Cómo pudieron averiguar, por ejemplo, que las columnas eran de un color rojizo y que los capiteles eran unas veces azules y otras negros?»

«Por los frescos —me contestó, mientras doblábamos a la izquierda y entrábamos a la gran galería que conducía a los almacenes—. Ya los verá. Pero primero quiero mostrarle algo—. Y me condujo a un amplio corredor pavimentado de piedra al que daban numerosas habitaciones alargadas y estrechas, con las paredes conservadas hasta una altura de más de tres metros, y en algunos casos techadas—. Muy poco de esto esta reconstruido —dijo—. Lo que ve es casi todo auténticamente minoico. Todo lo que hicimos fue restituir los techos».

Nos encontrábamos en los almacenes del rey Minos, donde depositaba sus riquezas. Los cuartos estaban casi llenos de grandes tinajas de barro, algunas de más de dos metros de altura, que en un tiempo habían contenido aceite, grano, pescado seco, alubias y aceitunas, porque en los días de la talasocracia minoica, la riqueza no consistía solamente en oro y objetos preciosos, sino también en víveres y otros bienes. Empotradas en el suelo de los cuartos había estrechas arquetas o cámaras, forradas de piedra, originalmente ocultas bajo losas, también de piedra (lámina 22).

«Eran —dijo de Jong— como una especie de cajas de caudales. En una época de la historia del Palacio se utilizaron para guardar objetos preciosos, como las cosas que Schliemann encontró en las tumbas de fosa vertical de Micenas, y Evans sugirió que tal vez los tesoros micénicos se guardaron alguna vez aquí. Pero en 1900, cuando descubrió estas arquetas, apenas encontró nada en ellas, salvo unos cuantos fragmentos de oro indicando lo que habían encerrado en otro tiempo. Todo había sido robado cuando el Palacio fue saqueado y quemado. Mire las señales del fuego» —añadió, indicándome el borde del hoyo.

Allí, inconfundiblemente, en el borde norte, estaban las señales del espeso humo negro, característico de las llamas del aceite al arder. En otras partes vi otras muchas huellas de fuego y siempre las manchas indicaban que el humo había sido impulsado hacia el norte.

Es decir, que cuando cayó el Palacio, soplaba un fuerte viento sur.

Mientras seguía al Conservador, subiendo por una amplia escalinata hasta el patio central, una vaga intranquilidad empezó a empañar mi entusiasmo y asombro. Yo no soy hombre supersticioso, no creo en lo sobrenatural, y mi experiencia periodística me ha acostumbrado a observar hechos concretos y a informar sobre ellos. Pero tengo que reconocer que a pesar del suave aire primaveral, el sol resplandeciente y mi gran alegría al visitar Cnosos, la atmósfera del Palacio me deprimía. Había allí algo siniestro (no encuentro otra palabra mejor).

En el espacioso patio central pude saborear plenamente todo el esplendor de Cnosos. De pie en el centro y mirando hacia el norte, en dirección al mar, podía ver a mi izquierda la parte administrativa del Palacio, desde donde se había gobernado Creta en los días de la supremacía de Cnosos. Aunque sólo se conservaba el piso más bajo de estos edificios en ruinas, todavía imponían. Sobre ellos, en otros tiempos, se había levantado piso tras piso. Aquí habían estado las salas para ceremonias a las que se llegaba por unas amplias y tendidas escalinatas flanqueadas por columnas. Para su iluminación tenían un sistema de pozos de luz (como en los hoteles y edificios de oficinas modernos) que permitían la entrada a una luz indirecta suave, evitando los rayos directos del ardiente sol de verano o los helados vientos típicos del invierno. Aunque han desaparecido la mayor parte de estas habitaciones, se sabe cómo fueron en otro tiempo gracias a la conservación casi milagrosa, de los alojamientos domésticos en el lado oriental del Gran Patio, a los cuales me conducía ahora de Jong.

Para llegar a ellos tuvimos que descender por la famosa Gran Escalinata, en sí el monumento más notable de Cnosos cuya grandeza actual se debe no solamente a los minoicos, sino también (debemos reconocerlo) a la extraordinaria habilidad de Christian Doll, el arquitecto que la restauró. Cruzamos el patio y empezamos a bajar. Los escalones son de la piedra de yeso, blanca, lisa y cristalina, que tanto utilizaron los minoicos para los interiores de sus edificios. Originalmente hubo cinco tramos, pero de los dos pisos superiores sólo quedan restos insignificantes. Los tres tramos inferiores por los que descendíamos estaban intactos y conservaban la misma apariencia que debieron tener cuando los utilizaban los cortesanos y las damas minoicas, marchando en comitiva detrás del Rey Sacerdote, hace más de 3600 años. En la bajada, quedaba a mi izquierda la pared minoica originalmente cubierta con vistosos frescos en los tonos ahora familiares de azul pálido y color canela. A la derecha había una balaustrada baja sobre una pared central que daba luz a las escaleras. Desde la balaustrada se alzaban macizas columnas minoicas de forma característica, de menor diámetro abajo que arriba, sosteniendo los rellanos superiores. Las bases de las columnas con sus empotramientos eran originales, y cuando Evans, Christian Doll y otros, ayudados por mineros griegos, perforaron hace cerca de cincuenta años un túnel dentro de estas profundidades, encontraron los restos carbonizados de las columnas de madera originales, que permanecían todavía en su base. Las columnas actuales, idénticas en su forma a las originales, son de piedra revestida de estuco. Recordé las descripciones de Evans de cómo él y sus ayudantes resolvieron el problema de una inmensa pared que amenazaba con venirse abajo y destruir todo lo que había quedado de esta obra maestra del arquitecto minoico (¿Acaso fue Dédalo?).

Se encontró que la pared entre las escaleras, más arriba del primer tramo, presentaba un peligroso desplome, lo que significaba un continuo riesgo para el resto de la estructura. Bajo la dirección de nuestro fiel maestro de obras, Gregorios Antoniou, primero se aseguró el muro con puntales de madera y cuerdas, y luego se cortó toda la base por ambos lados, en toda su longitud. Anteriormente se habían preparado piedras en forma de cuña y cemento para insertar en la hendidura, mientras que en la terraza, más arriba, estaban sesenta hombres listos para tirar de las cuerdas aseguradas al muro. De este modo se pudo mover la enorme masa que fue enderezándose hasta topar contra el sólido armazón de madera que había sido preparado para recibirla, y que luego fue retirado una vez colocada la estructura en su posición vertical definitiva. De esta manera ha sido posible mantener la escalera y la balaustrada en su forma primitiva, de modo que el mundo moderno pueda apreciar la concepción estructural original de esta gran obra de hace unos 3600 años.

Todos los gastos de esta obra tremenda fueron cubiertos por el propio Evans, que desde luego disponía de bastantes recursos. Debemos reconocer que no todos los hombres ricos gastan su dinero en yates y en carreras de caballos. Por otra parte, incluso para el defensor más apasionado de la intervención estatal, es difícil imaginar un gobierno moderno «progresista» gastando un cuarto de millón de libras esterlinas en conservar un monumento antiguo, aun cuando éste fuera de importancia vital para la historia de la civilización. Si Cnosos hubiera sido descubierto en 1952, Evans, probablemente, habría tenido que solicitar una subvención del empobrecido British Council.

La lucha por conservar la Gran Escalinata fue verdaderamente dramática. Se presentaron todas las complicaciones posibles entre los arqueólogos por una parte y el tiempo y la descomposición por la otra. He aquí como lo describe el propio Evans en The Palace of Minos.

El desbaratamiento de las concreciones de arcilla y la extracción de escombros y tierra de los espacios intermedios dejaron huecos entre las partes superiores y las inferiores, que amenazaban provocar el hundimiento de todo el conjunto. Los postes y las vigas carbonizados, aunque a veces podía determinarse su tamaño y forma, estaban hechos astillas y al descubierto, y desde luego, no podían servir de apoyo. Los apuntalamientos hechos con madera eran más bien de carácter provisional y, a veces, tan escasos que llegaron a producirse algunos derrumbes peligrosos.

Si nuestros esfuerzos hubiesen amainado, los restos de los pisos superiores se habrían desplomado sobre los inferiores y el resultado habría sido un caótico montón de ruinas. La única alternativa era procurar volver a apoyar de alguna forma permanente las estructuras superiores. En los primeros días de la excavación, el arquitecto Christian Doll, que valientemente se hizo cargo de esta gigantesca tarea, no tuvo más remedio que recurrir principalmente a vigas de hierro, traídas de Inglaterra a gran costo y que fueron en parte revestidas de cemento. En algunos tramos todavía se utilizaba bastante madera en estas reconstrucciones, a pesar de que era difícil obtenerla convenientemente curada…

Las columnas y vigas de madera de ciprés que habían sostenido tales masas de mampostería en la estructura primitiva, ya no podían conseguirse. Por otra parte habíamos de comprobar que incluso la madera de pino del Tirol, importada a través de Trieste… se pudría quedando reducida a polvo en pocos años debido a los extremos violentos del clima de Creta.

Evans no encontró solución al problema de proporcionar un apoyo a las pesadas masas de mampostería y de techar grandes espacios de un modo económico y eficaz hasta después del año 1920, cuando recurrió al hormigón armado, con sus emparrillados de varillas de acero. De esta forma el siglo XX d. C. vino en ayuda del siglo XX a. C. Creo que Dédalo habría dado su aprobación.

Al pie de la Gran Escalinata, entramos en un corredor corto que conducía a una serie de espléndidas habitaciones, y aquí comprendí que estaba en efecto rodeado de muros minoicos genuinos. Era la primera vez que me encontraba dentro del Palacio de un Rey contemporáneo a las Dinastías Séptima y Octava de los Faraones de Egipto (1600 1350 a. C.) y la impresión era abrumadora. En Egipto los palacios reales eran por lo general estructuras temporales hechas de adobe, de las que sólo quedan los cimientos. Allí, únicamente los templos y las tumbas se construían para la eternidad, y las ruinas, incluso las del Palacio del Magnífico Amenofis III en Medinet Habou, resultan mezquinas comparadas con las tumbas de Amenofis y sus descendientes en el Valle Real de Luxor. Pero en Cnosos se encuentra uno con estancias que, en otros tiempos, escucharon el seductor susurro de las faldas de volantes de las damas minoicas y resonaron con el murmullo de la charla y la música. Allí en su trono de alto respaldo, bajo la pared de los escudos, está sentado el propio Minos; en aquel rincón, más lejos, un grupo de elegantes jóvenes se entretiene jugando con el tablero de juego, de fayenza, ante ellos (el mismo que Evans encontró allí cerca), y en otro, las damas minoicas, luciendo magníficas joyas sobre sus ebúrneos pechos, discuten de modas, hacen añicos la reputación de amigas ausentes, y quizás comentan la asombrosa actuación en la arena del joven ateniense que vieron el día anterior ¿Cómo se llamaba aquel bárbaro?… ¿Teseo?… «¿Te fijaste cómo lo miraba la princesa?… ¡Era seguro, querida, no podía menos de resultar vencedor!»…

En este punto Piet interrumpió mis divagaciones.

«Sir Arthur llamó a esta estancia el Salón de las Hachas Dobles —dijo—. Acérquese, que le voy a enseñar algo».

Una hilera de columnas dividía el Salón de las Hachas Dobles de la estancia contigua. Estas columnas tenían unas ranuras que indicaban que en otro tiempo existieron puertas plegadizas que en invierno se mantenían cerradas para conservar el calor y durante el verano se doblaban de manera que quedaban ocultas dentro de los huecos de las columnas, permitiendo así el paso de corrientes de aire fresco.

Después el Conservador me señaló, junto a la pared norte del salón, una plataforma baja.

«Creemos que aquí había un trono —dijo—, exacto al otro del Salón del Trono que está en el lado oeste del patio y que le enseñaré más tarde. Pero aquél debía de tener un significado religioso, mientras que éstas eran las habitaciones privadas de la familia real. Sir Arthur puso aquí una réplica del trono de madera para reemplazar al que desapareció».

A cada lado del trono colgaba un escudo, en forma de ocho de tamaño natural, lo bastante grande para cubrir el cuerpo de un guerrero minoico. Detrás de ellos, en la pared de estuco, había pintada una cenefa de espirales. Yo ya había visto ejemplos de este curioso escudo que cubría todo el cuerpo, tal como se describe en la Ilíada, en los puñales micénicos que Schliemann encontró en las tumbas de fosa vertical, y en las diminutas cuentas utilizadas como sellos que Evans había reproducido en The Palace of Minos. Ahora los encontraba aquí, colgando de la pared de una de las principales estancias del Palacio de Minos que era mil años más antiguo que Homero.

«Desde luego no son los escudos originales —dijo de Jong—, pero Evans averiguó que en las habitaciones que en un tiempo existieron encima del salón de las columnatas había habido en las paredes escudos de esta forma, enlazados con cenefas de espirales. Aquí, en el salón de las Hachas Dobles, estaba la cenefa, pero faltaban los escudos. Sir Arthur supuso que en lugar de los escudos pintados aquí debió de haber escudos auténticos colgando de la pared como decoración, y encargó a Gilliéron unas réplicas pintadas exactas, para colgarlas en la pared a cada lado del trono. «Y ahí las tiene usted» (lámina 40).

Me condujo después a través de un corto pero sinuoso corredor hasta las habitaciones más íntimas del Palacio, que Evans, creyendo percibir un cierto toque de feminidad en los decorados que aún quedaban, llamó el «megarón[28] de la Reina». Allí todo era ligereza y gracia. Había asientos bajos adosados a muros cubiertos con alegres frescos inspirados en escenas de la naturaleza: delfines azul oscuro jugueteando sobre un fondo azul claro, estrellas de mar y espinosos erizos de mar, dibujados en un estilo realista, formando todo ello un armónico conjunto decorativo. Una de las paredes se abría a un pozo de luz con columnatas que daba una suave iluminación al interior (véase lámina 31). En el otro lado una puerta conducía a otro conjunto de habitaciones más pequeñas, accesibles desde el salón principal, pero no desde el exterior. Aquí había un pequeño cuarto de baño, con una tina de loza de forma casi exacta a la de sus descendientes modernos. Evidentemente la tina era llenada a mano, probablemente por alguna criada, pero cerca se veía un agujero en el pavimento a través del cual el agua sucia podía verterse a uno de los conductos del sistema de drenaje.

Un cuarto colindante, más pequeño que el cuarto de baño, había sido sin duda un excusado. Dice Evans:

Sobre la superficie de una losa de piedra de yeso, a la derecha y a unos 57 centímetros del suelo hay un hueco para un asiento. Fuera de la puerta de la letrina hay una losa inclinada hacia un agujero semicircular, formando un sumidero, del que sale un pequeño ducto que conduce al albañal principal. La abertura que conduce al albañal principal, parcialmente disimulada por un curioso saliente, se desvía del centro del asiento dejando a la derecha un espacio suficiente para una vasija que sin duda se utilizaba para limpiar la taza con un chorro de agua. Como precursor de los métodos científicos de saneamiento, este sistema ha sido logrado por pocas naciones incluso hoy día.

Es característico de nuestra época tecnológica que a la mayor parte de los profanos que visitan el Palacio de Cnosos, más que ninguno de sus tesoros estéticos les impresione esta letrina de hace 3600 años. Desde luego, para las personas para las que el adelanto sanitario es un sinónimo de civilización, Cnosos es irresistible. Es el paraíso del plomero. Grandes ductos de piedra conducen el agua desde el tejado hasta unos drenajes subterráneos que, según nos informa Evans, estaban bien ventilados por medio de respiraderos y dotados de registros para su inspección.

Tan espaciosos eran que mis trabajadores se pasaban sin molestia días enteros en ellos. El complicado sistema de drenaje del Palacio y los dispositivos sanitarios correspondientes, asombran a todos. Las tuberías de terracota con sus secciones de una forma estudiada científicamente, perfectamente empalmadas, que datan de los primeros tiempos del edificio, son comparables a sus equivalentes modernos. La forma ligeramente tronco-cónica de las secciones que componían las cañerías de terracota fueron diseñadas para imprimir un movimiento rápido al agua de modo que se impidiera la acumulación de sedimentos…

Pero el ejemplo más notable, de la ingeniería hidráulica minoica se encuentra en el Bastión Noreste, al cual me llevó de Jong después de haber vuelto a subir por la gran escalinata. Allí se encuentra una amplia escalinata que conduce desde el ángulo noreste del Patio Central hasta el terreno más bajo, cerca del río. Esta escalinata estaba al aire libre, y al lado de cada tramo se había abierto un canal para conducir el agua de lluvia. Esto en sí no parecía nada extraordinario, hasta que de Jong me indicó la forma científica en que habían sido construidos estos canales. Cada tramo de la escalinata (que eran bastante empinados) estaba en ángulo recto con el siguiente y el problema que tuvieron que resolver los ingenieros minoicos fue el de lograr que el agua diera vuelta en las esquinas sin que se desbordara los rellanos. Si los ductos hubieran sido simples canales en pendiente, con el fondo plano, el agua de lluvia habría bajado por ellos a tal velocidad que inevitablemente se habría desbordado en la primera esquina.

La solución consistió en disminuir la velocidad, cosa que se logró muy ingeniosamente haciendo que el fondo de los canales coincidiera casi exactamente con las parábolas naturales que describe el agua al caer por la vertiente en ángulo semejante. Por lo tanto, el agua llegaba al fondo de cada tramo, aproximadamente a la mitad de la velocidad que había alcanzado en caso de haber bajado la pendiente en una línea recta en lugar de en una serie de saltos.

Nada —escribe Evans— en todo el edificio produce tan vivamente la impresión de algo que es resultado de largas generaciones de experiencia inteligentemente aprovechada, tomo las curvas parabólicas de los canales construidos por los ingenieros minoicos.

Y no era eso todo. Una porción de embalses recogía los sedimentos en su curso hacia abajo de modo que cuando el agua llegaba al fondo de los escalones estaba limpia, y podía utilizarse para lavar. Y Evans, con uno de esos sugestivos toques homéricos, a los que era tan aficionado, añade:

Las virtudes del agua de lluvia para el lavado de la ropa blanca justifica la suposición de que el tanque se utilizaba para este uso y es posible que las Nausícaas minoicas[29] acudieran a él desde las salas altas del Palacio.

Parece ser que en esta parte noreste del Palacio estuvieron los talleres para los artesanos. En uno de ellos Piet me mostró un bloque de basalto espartano, color púrpura, a medio serrar, que estaba allí en el suelo, tal como el obrero lo había dejado. ¿Por qué habría abandonado su trabajo sin terminarlo? De nuevo me invadió esa ligera sensación de inquietud que había sentido por primera vez al ver las señales del fuego en los grandes almacenes. Volvimos a cruzar el patio hacia el lado occidental, donde en una galería encima del Salón del Trono había colgadas algunas de las estupendas copias de los frescos, ejecutadas por Gilliéron, que había venido a ver desde tan lejos. Allí estaban el fresco de los saltadores de toros, el de la tribuna con las damas parloteando, productos de una civilización que 1600 años antes de Cristo ya había alcanzado y dejado atrás su apogeo, una civilización en realidad ya decadente. Todo el encanto, la inteligencia y el refinamiento de una cultura rica, ya declinante, estaban presentes en estas delicadas pinturas. Pero también había algo más, algo que me había obsesionado desde el momento en que entré en el Palacio, una sensación de fatalidad, un olor a muerte.

Evans creía que la causa de la final destrucción de Cnosos fue un terremoto. Pendlebury, un investigador más joven, suponía que el Palacio había sido saqueado, probablemente por fuerzas del continente de Grecia. Me inclino a creer que Pendlebury tenía razón. A mi juicio la pintura minoica, tal como está representada en los frescos de Cnosos, había pasado de su apogeo antes del año 1400, había madurado con exceso y se había desintegrado, y cuando llegaron los invasores, quienesquiera que fueran, probablemente los «aqueos cubiertos de bronce», de Homero, solamente apresuraron un fin que era inevitable.

Pero el fin, en aquel día de primavera, 1400 años antes de Cristo, cuando el viento sur soplaba con violencia, debió ser terrible. Todavía hoy queda algo de aquel terror adherido en las señales del fuego, en las paredes y en los sucios ennegrecidos, los fragmentos de madera carbonizados sombríos testimonios del día fatal en que llegaron los conquistadores. Uno se queda mudo de asombro ante la delicada belleza de las pinturas en las paredes, ante los esbeltos jóvenes de tez morena, un tanto afeminados, con sus estrechas cinturas y negro cabello rizado, ante los grupos de elegantes damas charlando, con su piel como pálido marfil, sus collares adornados de piedras preciosas y las amplias faldas de volantes. Y luego se piensa en aquel último día: las mujeres corriendo y gritando a lo largo de los corredores con los frescos, la lucha desesperada en las puertas y en las escaleras, el artesano interrumpido en su trabajo, dejando a medio terminar un vaso de piedra, el guerrero tendido muerto encima de su gran escudo, el olor del humo, el estruendo de las vigas al desplomarse, las salpicaduras de sangre en el blanco de las piedras de yeso del pavimento…

«Venga a ver el Salón del Trono» —dijo Piet.

El Salón del Trono es la habitación más impresionante de Cnosos, y me alegré de que de Jong la hubiera dejado para lo último. Entramos en la antecámara, de techo bajo, abrimos una puerta de madera y nos encontramos en el Salón del Trono. No muy grande, es de forma rectangular, con el lado más ancho a la derecha. En esta larga pared, a mano derecha hay pintados dos magníficos grifos agachados, monstruos semejantes a leones con cabeza de pájaro en el típico color canela, sobre un fondo azul pálido. Entre los dos grifos guardianes se alza el trono del propio Minos, todavía en su lugar original, con su alto respaldo con el «borde ondulado» y su asiento de forma amoldada al cuerpo. A cada lado del trono y extendiéndose hasta las paredes que lo flanquean, había bancos de piedra muy bajos. La impresión de «sala capitular de catedral», como sugirió Evans, era muy intensa (véase lámina 28).

Enfrente del Trono, a la izquierda de la puerta, unos anchos escalones descienden hasta uno de esos misteriosos pozos, las «zonas lustrales» o «impluvios rituales» que Evans creía se habían utilizado en relación con alguna ceremonia de ungimiento. En la antecámara todavía se encuentran las vasijas de piedra y de loza que habían sido encontradas allí, y que al parecer se utilizaban en esta ceremonia. Hay otros cuartos pequeños que se comunican con el Salón del Trono. Uno de ellos parece haber sido una cocina, y tal vez en ciertas ocasiones, el Rey-Sacerdote se retirara a este grupo de habitaciones, aislándose del resto de la comunidad por un determinado período, quizás de días, quizás de semanas.

Era todo tan desconcertante. ¡Si al menos los minoicos hubieran dejado algo escrito que pudiésemos comprender!

«Bueno —dijo Piet—, esto es todo en lo que se refiere al Palacio propiamente dicho, aparte del Pórtico Norte y de la Zona Teatral, que veremos esta tarde. Ahora tengo que regresar a la Taverna, pero usted, si le apetece, puede quedarse, con tal de que no se olvide de cerrar la puerta al salir».

Mientras se iba alejando el ruido de los pasos del Conservador, me senté en el trono más antiguo del mundo, que por cierto era muy cómodo. No llegaba ningún ruido del exterior. Enfrente de mí, la débil luz procedente del piso superior se filtraba hasta el pozo ritual, flanqueado por sus columnas color canela, más esbeltas abajo que arriba. Y entonces me vino a la memoria un pasaje de un libro, que después de The Palace of Minos, es probablemente la obra más autorizada y erudita que se ha escrito sobre la civilización minoica: The Archaeology of Crete, de John Pendlebury. Pendlebury opinaba que Cnosos fue saqueada por una fuerza invasora procedente del continente, probablemente hombres del imperio colonial de Minos, decididos a librarse del yugo minoico.

Hay un nombre —escribe— que siempre se asocia, si no con el saqueo de Cnosos, por lo menos con la liberación de sus súbditos: Teseo. Es frecuente que los nombres se recuerden cuando los hechos con que están asociados se han olvidado o deformado… Ya se ha sugerido que los siete jóvenes y las siete doncellas tal vez fueran la cuota del continente para la arena de Cnosos. Este es justamente el tipo de detalle que suele recordarse, sobre todo en este caso en que pudo haber sido la razón sentimental sin la cual nunca llega a estallar una guerra puramente comercial. No hay duda de que el rapto de Helena fue un excelente pretexto cuando el Imperio Micénico deseaba abrirse paso hasta el comercio del Mar Negro que Troya tenía acaparado.

Y en un día de primavera en la última década del siglo XV a. C., con un viento sur tan fuerte que arrastraba las llamas de las vigas incendiadas casi horizontalmente, Cnosos cayó…

La escena final tuvo lugar en la habitación más dramática jamás excavada el Salón del Trono. El estado de confusión en que se encontró era completo. Un gran recipiente de aceite estaba volcado en un rincón y las vasijas rituales sin duda estaban usándose cuando llegó el desastre. Parece como si el rey hubiera entrado ahí precipitadamente para realizar, demasiado tarde, alguna ceremonia con la esperanza de salvar a su pueblo. ¡Teseo y el Minotauro! ¿Tendría puesta la máscara del toro?