14. LA VILLA ARIADNA

Capítulo XIV

LA VILLA ARIADNA

Me encontraba sentado ante un fuego resplandeciente en la amplia y confortable sala de la Villa Ariadna. Manoli, después de amontonar junto a la chimenea más leños olorosos, se había ido a la cama. Los de Jong, que habían cenado conmigo, habían regresado a su casa y ya hacía dos horas que la luz amarillenta de la linterna de Piet había desaparecido detrás de los cipreses por los que atravesaba el tortuoso sendero por donde habían bajado. Mis anfitriones debían de estar ya en la cama, probablemente dormidos. Tenía la impresión de ser el único que estaba despierto. En efecto, nunca me había sentido tan intensamente despierto, el más ligero ruido del piso de madera y el canto intermitente de algún animal, fuera en el oscuro jardín, me sobresaltaban.

Sobre mis rodillas descansaba uno de los pesados volúmenes de The Palace of Minos, de Evans, lujosamente encuadernado en azul, con la cabeza del rey-sacerdote minoico, repujada en oro, sobre la cubierta. Ya había leído la obra antes, en Londres, ahora tan lejano, pero el tenerla en mis manos, sentado solo en la casa que había sido de Evans, con el Palacio esperando afuera en la oscuridad, me causaba una emoción casi demasiado intensa. Procuraba fijar la atención en la página ante mí, pero la sensación de que algo se movía afuera hizo que me levantara. No era nada, sólo la sombra oscilante de uno de los cipreses, pero me acerqué a la alta ventana y miré fuera.

Había luna llena y las palmeras se alzaban inmóviles y negras contra el cielo luminoso, con los bordes de las hojas como ribeteadas de plata. A unos 150 metros de distancia se divisaba una estatua del emperador Adriano, teñida de blanco por la luz de la luna. Evans la había encontrado en las ruinas de una villa romana cerca del Palacio (probablemente había adornado el jardín de algún funcionario romano), la había desenterrado y colocado en su propio jardín. Y allí estaba el emperador, el hombre que en mi patria había construido la gran muralla desde el Tyne hasta Solway, erguido en su pedestal lleno de majestad, con su toga elegantemente plegada sobre un brazo. Y sin embargo… Adriano… ¡en realidad el hombre resultaba casi contemporáneo mío comparado con los minoicos! Cuando hizo un recorrido por el Imperio Romano aproximadamente entre los años 120 o 125 d. C., la última débil llamarada de la civilización cretense se había apagado hacía ya 1000 años. Adriano vivió unos 1800 años antes de nuestro tiempo. Pero 1800 años antes de la época de Adriano, Creta había conocido una civilización, superior en muchos respectos a la de Roma.

Regresé junto al fuego y percibí, por primera vez, un modelo de yeso de la formidable cabeza del Toro Minoico, colgado en la pared a la derecha de la chimenea. La cabeza era negra con los cuernos dorados, las ventanas de las narices blancas y los ojos brillantes ribeteados de rojo, y mientras andaba por el cuarto de un lado a otro, sacando libros de la estantería, examinando cuadros y objetos decorativos, aquellos ojillos rojos parecían seguirme.

Poseído de una extraña exaltación, salí de la sala para explorar el resto de la Villa vacía. Fui de cuarto en cuarto encendiendo las luces eléctricas que, sin la protección de pantallas, daban a la casa una desolada apariencia de instituto. Un olor seco, curiosamente antiséptico, impregnaba el aire, y mis pasos producían ecos metálicos, pues Sir Arthur, que proyectó la Villa Ariadna, la había construido con una estructura de acero revestida de hormigón, como protección contra los terremotos. Esparcidas por el piso se veían cajas de cartón llenas de fragmentos de cerámica que habían dejado los estudiantes de la Escuela Británica de Atenas. De las paredes despintadas colgaban especies de cajas de yeso que encerraban tesoros encontrados en el Palacio. En la sala había una excelente reproducción del fresco del «toro embistiendo», y un gran relieve de un toro con la cabeza baja corriendo por un campo azul pálido. Cerca, en incongruente contraste, había paisajes blandamente sentimentales, como los que había visto en tantos centros utilizados por oficiales alemanes durante la guerra, que habían quedado como recuerdo de la ocupación cuando la Villa fue cuartel general del Alto Mando Alemán.

Volviendo al primer piso encontré la biblioteca, donde había cientos de libros sobre todas las facetas de la arqueología de Egipto y del Mar Egeo. Algunos eran nuevos para mí, otros, viejos amigos. Con auténtica codicia fui cogiendo libro tras libro y, tambaleándome bajo mi carga, regresé por el corredor a la sala con la chimenea encendida. Allí me senté en la alfombra ante el fuego, extendiendo los libros a mi alrededor en el suelo, saqué mi cuaderno, y volví a pretender concentrarme en la historia de Arthur Evans y sus colegas después de 1903, donde había quedado.

A partir de 1903, Evans dividió su tiempo entre Oxford y Cnosos. Solía venir a Creta a fines del invierno o principios de la primavera, trabajando hasta que el calor del verano hacía imposible seguir excavando, y regresaba a Inglaterra en el verano o en el otoño. Unos cuantos años antes, había vendido su casa de Holywell, en Oxford, y había comprado un terreno de 25 hectáreas en Boars'Hill, fuera de la ciudad, donde construyó una casa que llamó Youlbury, por los campos de brezos que dominaba, y en sus horas de ocio, cuando estaba en Inglaterra, entretenía su imaginación planeando un jardín de romántico paisaje, «tratando», según las palabras de un pariente, «de hacer que su poquito de Berkshire se pareciera lo más posible a Bosnia». La siguiente cita de una de sus cartas ilustra su intenso amor por la belleza natural:

En los bosques de los montes de Cotswold y Chiltern es maravilloso el efecto de las hectáreas de adelfilla rosada que se extienden por las laderas. Pero seguramente, de entre los jardines de la naturaleza, ninguno supera la vista de Hen Wood, en mayo, con su tenue manto de campánulas, extendido entre los robles, allí donde aparece un claro, como si algún milagro hubiera invertido el azul del cielo, o como dijo una vez un niño, «como si se hubiera caído un poquito de cielo».

No había tenido hijos, pero le gustaba tener niños a su alrededor. Adoptó a Lancelot Freeman, hijo del hermano de Margaret. La presencia de un niño en Youlbury era un buen pretexto para invitar a otros, y en la gran casa sobre «el tenue manto de campánulas», rara vez faltaba el sonido de las voces de los niños. También compró un coche, en una época en que todavía eran una novedad y le gustaba hacer largos viajes, conduciendo a toda velocidad.

Pronto decidió construir otro Youlbury en Creta. Ahora que preveía muchos años de trabajo ante él, la casa turca que había alquilado en Candia, no le resultaba cómoda, pues estaba bastante lejos de Cnosos. En 1906 Christian Doll, que había sucedido a Theodore Fyfe como arquitecto, le construyó la Villa Ariadna. En ella se incorporaron muchas ideas del mismo Evans: el hacer alcobas en el sótano para tener más fresco en el verano, y el empleo de acero y hormigón para hacerla más resistente. Alrededor fue formando un jardín mediterráneo de palmeras y cipreses, y buganvillas de flores púrpuras. Durante muchos años fue su residencia durante la primavera y el verano, gobernando sus dominios sobre ella como un gran señor feudal. La Villa era a la vez su hogar y su taller. Allí recibía a sus colegas, como Halbherr, además de los muchos distinguidos visitantes que iban a Creta atraídos por la fama de sus descubrimientos; y aquí, por la noche después del trabajo del día, se sentaba con Doll, Duncan Mackenzie, Hogarth y otros, discutiendo y planeando la manera de «publicar» los resultados de su labor.

El profano pensará que la justificación principal de hacer excavaciones es el descubrimiento de un centro de interés arqueológico. Para el arqueólogo este trabajo apenas tiene valor mientras no se «publiquen» todos los aspectos del lugar estudiado, es decir mientras no se presenten descripciones completas de todos los objetos encontrados, hasta los fragmentos más pequeños de cerámica, con indicaciones acerca de su posición y de su relación con otros objetos, junto con juegos completos de fotografías, planos y dibujos. Incluso una zona arqueológica modesta, perteneciente a una cultura ya conocida, por ejemplo la egipcia o la babilónica, requiere años para ser descrita y publicada en forma adecuada. Evans tuvo que habérselas con todo lo acumulado durante más de 2000 años de ocupación continua de un solo lugar incluyendo las extensas ruinas de varios palacios, y perteneciente a una civilización desconocida que podía interpretar solamente sirviéndose de su intuición y buen juicio.

En 1908 su padre, John Evans, murió a los ochenta y cinco años, dejando a Arthur el grueso de su fortuna. Unos cuantos meses más tarde, la muerte de un primo lo hizo dueño del patrimonio de los Dickinson. A los cincuenta y siete años Arthur Evans se encontró aún más rico de lo que había sido su padre.

Una de las grandes decepciones de Evans fue que nunca logró descifrar la misteriosa escritura minoica que en un principio lo había llevado a Creta. Después de más de treinta años de darle vueltas al problema, escribió en The Palace of Minos:

La esperanza de lograr interpretarla pronto no se realizó… Según todos los indicios, como los proporcionados por los nombres locales y personales de la Creta pre-helénica, e incluso los considerables residuos verbales en el idioma griego mismo, las afinidades de las raíces del lenguaje original parecen corresponder a Anatolia (o sea, Asia Menor[22]). El valor fonético de los signos se desconoce y aunque el primitivo silabario chipriota quizás ayudara algo a su comprensión, incluso esto… sólo existe en un grado limitado. Todo lo que a este respecto he podido hacer, después de copiar más de 1.600 documentos que se han conservado enteros o en parte es de carácter preliminar.

Evans decidió que las numerosas tabletas de arcilla, que tanta emoción le habían causado cuando las encontró cerca de las despensas o almacenes occidentales, no eran sino simples inventarios… «parece ser que los documentos, en su mayor parte, se refieren a informes y listas de personas y posesiones». Sólo consiguió descifrar los números. John Pendlebury, el brillante joven erudito amigo de Evans que fue Conservador de Cnosos por el año 1930, tuvo que reconocer en su Archaeology of Crete que

…es imposible todavía decir cuál lenguaje era el de los minoicos salvo que no era griego sería inútil hacer conjeturas. El material está allí y está ordenado. No nos queda sino esperar que aparezca una clave bilingüe. Quizás se encuentre un día en Komo un documento de embarque en egipcio y minoico. E incluso entonces puede resultar que sea un idioma muerto que no ha dejado descendientes que ayuden a descifrarlo.[23]

Parte del material está contenido en el libro de Evans Scripta Minoa que publicó en 1909, después de persuadir, lleno de optimismo, a la Prensa Clarendon a hacer una serie completa de tipos minoicos.

Incapaz de descifrar la escritura, que sospechaba no expresaba datos históricos, Evans se vio obligado a interpretar la civilización minoica a través de sus edificios, su arte y, sobre todo, por medio de los diminutos sellos de piedra grabados que con tanta abundancia se encontraban, y de los que ya había reunido una gran colección. «Completos en sí mismos —escribe— estos pequeños sellos tallados sirven a menudo como epítome de otras obras de arte en mayor escala, como pinturas y relieves de las que se han conservado sólo restos fragmentarios». En esto también le ayudó mucho su vista microscópica y su sensibilidad en lo referente a los estilos y su evolución, formada durante largos años de estudios numismáticos. Es precisamente en esta interpretación imaginativa, y sin embargo, exacta y erudita, de objetos diminutos, en lo que más sobresale el genio de Evans.

Por ejemplo, ¿qué creían los minoicos? ¿Qué deidades adoraban? Evans descubrió, por medio de diminutas escenas en cuentas utilizadas como sellos, que aparecía una y otra vez una figura de mujer, unas veces sola, otras con acólitos y adoradores, que indudablemente era una diosa. Unas veces está representada sobre una cumbre, con leones a los lados, otras, sin nada en la cabeza, y ocasionalmente, en sellos y estatuillas pertenecientes al último período «Palatino» más refinado, vestida a la usanza de las damas de la corte minoica, con corpiño ajustado, los pechos desnudos y una corona o tiara en la cabeza (véase lámina 33a). Evans la llamó la «diosa madre minoica». Alguna que otra vez está acompañada por lo que parece ser una deidad masculina, quizás hijo suyo, pero que nunca está en posición de igualdad. Una estatuilla de marfil de este «niño dios» se encuentra en el Museo Ashmole. Evans creía que posiblemente esta diosa madre tuviera alguna relación con Rea,[24] y que el niño quizás fuera su hijo Zeus.

En otros sellos y estatuitas que se descubrieron más tarde, la diosa minoica se muestra sosteniendo una serpiente en cada mano extendida (véase lámina 33b) y a veces aparece con las serpientes enroscadas en los brazos. Todavía hoy día, entre algunos pueblos primitivos suele adorarse la serpiente. Los antropólogos y los que estudian las religiones primitivas han observado que el culto a la serpiente suele estar asociado con algún acto de propiciación de una divinidad de la tierra. Después de un detenido estudio de representaciones de escenas minoicas, comparándolas con las de otras culturas antiguas en las que se practicaba el culto de la serpiente, Evans sugirió que la diosa serpiente minoica era la diosa madre, en su calidad de «Reina del Averno». Como veremos, la razón para esta insistencia sobre una propiciación de la Tierra la comprendió más tarde con mayor claridad.

Hemos mencionado el «Salón del Trono», en el que había una cámara semejante a la sala capitular de una catedral, con un trono situado al centro de la pared más ancha y flanqueado por bancos de piedra. Tenía delante un hoyo rectangular, al que conducían unos tramos de escaleras, y que al pronto los excavadores tomaron por un baño, pero que Evans, más tarde, decidió se trataba de una «zona lustral», o sea un lugar en el que se celebraba alguna especie de ungimiento ritual. Cuando siguió excavando en otros lugares del Palacio, aparecieron más «zonas lustrales» como esta. Todas estaban elaboradamente construidas, a todas se llegaba por tramos de escaleras con pilares, ninguna de ellas se había construido para retener agua, ni había ninguna provisión para drenaje, cosa que los minoicos, como expertos ingenieros hidráulicos que eran, no habrían omitido si estos misteriosos hoyos hubieran sido baños. También de otras partes de Creta llegaron noticias de zonas lustrales similares. Halbherr las encontró en el Palacio de Faestos, y en Mallia había otras. Evans pensó que quizás tuvieran alguna relación con el culto a la Tierra. Fue arraigando en él la convicción de que tenían un propósito religioso, y que evidentemente, gran parte del Palacio, en especial la mitad occidental, estaba dedicada a un culto religioso. En resumen, Minos —o una estirpe de reyes que llevaron este nombre— fue probablemente un rey sacerdote.

A diferencia de sus colegas, los egiptólogos, los arqueólogos de Creta no disponían de documentos escritos que los orientaran. Por otra parte los minoicos tampoco habían utilizado los muros de sus templos, como lo habían hecho los antiguos egipcios, para inmortalizar en ellos pinturas y crónicas escritas de acontecimientos históricos. Al parecer, a los minoicos no les interesó perpetuar la memoria de triunfos, batallas, tratados y conquistas, como los egipcios y los sanguinarios asirios.[25] En cambio pintaron deliciosas escenas inspiradas en la naturaleza, con flores y pájaros y árboles, procesiones de jóvenes nobles como el Copero y el maravilloso fresco del Rey Sacerdote descubierto cerca de la entrada sureste, escenas de ceremonias públicas, deportes o rituales, en las que las engalanadas damas de la corte aparecen charlando, y una y otra vez, en los muros de los corredores en las estatuillas, y en las diminutas cuentas sellos: el Toro.

¿Tendría también el toro algún significado religioso? Evans observó que en los sellos, en las pinturas al fresco y en otras partes aparecía el símbolo estilizado de los cuernos del toro. A veces se presentaba en un friso junto al techo de un santuario de la Diosa Madre, y otras en conjunción con ese otro símbolo minoico tan familiar, el Hacha Doble. En el lado sur del Palacio Evans encontró restos de un gigantesco ejemplo de estos «Cuernos de Consagración» que sin duda en otro tiempo habían servido de remate al techo del Palacio, de modo que todo el que se aproximaba por el camino meridional pudiera verlos. Evans volvió a instalarlos en el mismo lugar (véase lámina 20). Sin embargo, a medida que progresaron sus investigaciones, llegó a la conclusión de que quizás el toro no fue venerado como deidad, y que más bien era considerado como el animal favorito de la divinidad terrestre, y por lo tanto a veces se le ofrecían sacrificios. La presencia de la diosa minoica (tal como se ve en las pinturas de las paredes) en el deporte de saltar sobre el toro, parecía sugerir que esta ceremonia era también un sacrificio. Teseo y el Minotauro, las siete doncellas y los siete jóvenes de Atenas, ¿había alguna relación entre todo ello?

Los frescos representando el salto sobre el toro, fascinaban incluso a los profanos, ajenos al círculo exclusivo de los arqueólogos profesionales. Dondequiera que se reproducían estas extraordinarias pinturas, con los esbeltos acróbatas minoicos, hombres de piel oscura y muchachas de piel más pálida, casi desnudos, surgía la controversia ¿Era posible tal proeza? En la Villa Ariadna, en su estudio en Youlbury, Evans estudió atentamente las pinturas tratando de penetrar el misterio. He aquí cómo describe el famoso fresco, reproducido en la lámina 36.

En el dibujo, la muchacha acróbata que está delante agarra los cuernos de un toro que corre a galope tendido, uno de los cuales parece pasarle debajo de la axila izquierda. El objeto de esta maniobra es evidentemente el de colocarse en posición para dar un salto mortal sobre el espinazo del animal, tal como el que está ejecutando el joven.[26]

La segunda acróbata, que se encuentra detrás, extiende ambas manos como para atrapar la figura en el aire, o por lo menos para sostenerla cuando llegue a tierra. La colocación de esta figura en posición adecuada para este acto, suscita algunos problemas respecto a las disposiciones dentro de la arena.

Algunas autoridades se niegan a creer que fuera posible semejante proeza. El profesor Baldwin Brown, por ejemplo, mostró las pinturas a un veterano «domador de novillos» del Oeste Norteamericano, que se resistió a creer que tal cosa pudiera hacerse. «No es posible llegar a agarrar los cuernos del toro para iniciar el salto mortal —dijo—, porque no hay persona humana capaz de mantener el equilibrio cuando el toro embiste con toda su fuerza contra él». El toro, añadió, es tres veces más fuerte que un novillo, y cuando corre, «levanta la cabeza hacia un lado e intenta cornear a cualquiera que se le ponga delante». De modo que, como hasta ahora nadie se ha ofrecido a resolver el problema en la práctica, el misterio continua siendo un misterio.

Fue mientras estudiaba el culto minoico al toro cuando Evans hizo un descubrimiento que ilustra perfectamente su imaginativa interpretación de detalles diminutos. Es uno de muchos ejemplos. En la lámina 35 (véase) se reproducen dos escenas de las dos famosas copas de oro encontradas en Vafeio, más de diez años antes de que Evans empezara a cavar en Cnosos. Al principio se creyó que estas ricamente labradas vasijas eran «micénicas». Después de los hallazgos de Evans en Cnosos se reconoció que su estilo era minoico y que probablemente habían sido importadas de Creta, o producidas en el continente por artistas cretenses. El descubrimiento de los frescos con los toros en Cnosos despertó un nuevo interés en las copas de Vafeio por ser la captura de toros salvajes el tema de sus expresivos relieves. En una de las copas, unos jóvenes minoicos de delgado talle, se esfuerzan en acorralar a un toro en un claro del bosque. Entre los árboles hay una red extendida y hacia ella van encaminando a los toros. En otro de los relieves de Vafeio se ve a un toro enredado en la red, pero en la escena que aparece en la figura, el animal se ha escapado de la trampa, arrojando al suelo a un cazador que cae de espaldas impotente, mientras que otro se agarra desesperadamente a los cuernos del animal en un esfuerzo para abatirlo. Según Evans la figura en los cuernos era la de una muchacha «que ha trabado las piernas y los brazos alrededor de los cuernos del monstruo de tal manera que el animal no puede herirla con ellos».

La figura de la copa de Vafeio, aferrada a los cuernos de la bestia, a pesar de los músculos que exhibe, es indudablemente la de una muchacha. Esto, que al parecer no se hace constar en ninguna de las descripciones anteriores de la escena, habría resultado evidente para cualquiera familiarizado con la iconografía minoica que recuerde los murales minoicos paralelos en los que se indica el sexo por el color de la piel… en el caso presente la abundancia de los bucles contrasta notablemente con los del joven caído delante… que son mucho más cortos.

Según Evans estas escenas estaban relacionadas con los frescos representando el salto sobre los toros que adornaban las paredes del Palacio de Minos. Primero se perseguía a los animales en el campo abierto y se les cazaba en trampas. Después se les hacía actuar en la plaza de toros del Palacio de Cnosos ante un público más refinado. En ambos casos hombres y mujeres jóvenes se exponían en la lucha con los animales.

Pero lo que da más idea del extraordinario don de observación de Evans es la escena de la segunda copa de Vafeio, representada en la lámina 35, abajo. Anteriormente otros arqueólogos habían considerado que los dos animales eran dos toros, desde luego, aparte de las cabezas, se parecían mucho. Sin embargo, Evans descubrió que el animal de la izquierda es una vaca traída como señuelo por los cazadores para atrapar al toro. El artista minoico, dándose cuenta de que el cuerpo de la vaca quedaría casi enteramente oculto por el del toro, tuvo que encontrar algún medio para indicar su sexo, lo que hizo mostrándola con la cola levantada, la reacción normal de una vaca cuando está excitada sexualmente. Fue este detalle insignificante el que dio la clave a Evans. Las tres escenas en la copa quedaron perfectamente claras. La primera (que no se ve en la lámina) muestra al toro olfateando la cola de la vaca. En la segunda (la ilustrada) … la traidora compañera del toro —escribe Evans— lo atrae con amorosa conversación, denotando con la cola levantada la reacción sexual. La extraordinaria expresión humana de las dos cabezas al volverse una a otra es muy característica del espíritu artístico minoico.

En la tercera escena (que no se ve)

el vaquero aprovecha la coquetería de la vaca para lazar a la enorme bestia por la pata posterior. Se ve al toro con la cabeza levantada bramando con impotente rabia.

Estos relieves los habían conocido los arqueólogos durante más de veinte años antes de que Evans indicara su verdadero significado.

Temporada tras temporada Evans siguió excavando pacientemente, despejando y, cuando era necesario, reconstruyendo el Palacio de Cnosos. Algunos irreflexivos visitantes del Palacio han criticado a veces a Evans por su «restauración con hormigón armado». Estas críticas no son justas; Evans no tenía otra alternativa.

Los pisos superiores —escribía—, de los que hay tres en los alojamientos domésticos, no estaban apoyados, como en casos semejantes en otros edificios antiguos, sobre macizos elementos de mampostería o ladrillos, ni sobre columnas de piedra. Habían sido sostenidos principalmente por medio de una estructura de madera cuyos enormes postes, al igual que los fustes de las columnas procedían de la madera de los bosques de cipreses, que entonces existían en los valles de las cercanías o con materiales similares importados de allende el mar. La destrucción de estos soportes de madera, sea por causas químicas o por haberse quemado, naturalmente habían dejado grandes vacíos en los espacios intermedios. Los pisos superiores, en forma que a veces parecía milagrosa, se habían mantenido aproximadamente a su nivel primitivo gracias a la masa de escombros que se había formado debajo, con adobes desprendidos de los muros superiores.

Al mismo tiempo, siempre que se retiraban estos materiales intrusos no quedaba nada que evitara el derrumbe de los restos de la estructura superior sobre un nivel más bajo.

Primero, Evans probó vigas y puntales de madera, pero tendían a pudrirse rápidamente. Luego ensayo con mampostería, fustes y capiteles laboriosamente labrados de piedra, recibiendo los pisos superiores con arcos de ladrillo y vigas, pero el resultado no era del todo satisfactorio y costaba mucho, incluso para Evans. Por fin decidió utilizar hormigón armado, que es muy resistente, tiene buena apariencia y es de ejecución rápida.

El costo de la excavación y restauración era cada vez mayor, pero Evans estaba decidido a que el Palacio se presentara al mundo en tal forma que no sólo pudieran apreciarlo los arqueólogos sino que incluso el más pedestre de los visitantes profanos pudiera sentir y comprender su maravilla. Esto lo logró con creces. Pero la restauración material de muros, suelos, columnas y pórticos le proporcionaba a Evans una satisfacción parcial solamente. Era más difícil, y por lo tanto más interesante descubrir las bases morales y espirituales de la civilización minoica ¿Cuáles habían sido las creencias, las esperanzas y los temores de este antiguo pueblo? ¿Por qué esta aparente insistencia en la propiciación de la Tierra? ¿Por qué el culto a la Serpiente, emblema de la Tierra? ¿Por qué esas misteriosas zonas lustrales con escaleras que penetraban en la tierra?

Aparecieron nuevos indicios de misteriosas prácticas religiosas, también ligadas al culto de la Tierra. En Cnosos, Faestos y en otras partes de Creta, los arqueólogos encontraron criptas subterráneas, oscuras cámaras debajo de la tierra, en las que la característica principal era siempre un pesado pilar de piedra. Unas veces estas criptas se encontraban bajo algún edificio, pero por lo general, el pilar central tenía una resistencia mucho mayor de la necesaria para soportar la estructura. En algunos casos no había edificios encima, pero sin embargo el pilar era también grande, y a menudo con el signo del hacha doble grabado en ellas. A veces se encontraba cerca del pilar un desaguadero, posiblemente destinado a recoger la sangre de los sacrificios. Evans llamó a estas cámaras «Criptas de Pilares».

Cuando Evans pudo fijar, con más exactitud, la antigüedad de los estratos sucesivos debajo del montículo de Kefala, comprobó que aunque Cnosos había estado habitado casi continuamente desde la Edad de Piedra Reciente (4000-3000 a. C.) hasta alrededor del año 1100 a. C., había habido algunas interrupciones en su desarrollo, como lo indican las huellas de catástrofes en forma de murallas rotas y maderas carbonizadas. Parecía que habían ocurrido tres desastres especialmente graves —alrededor del año 1700 a. C., entre el final del período Medio y el principio del Minoico Reciente, y otra vez hacia el año 1400 a. C.— y había indicios de otros. Las causas podían haber sido varios ataques extranjeros, insurrecciones locales o guerras civiles. Arthur Evans pensó también en la posibilidad de que estas interrupciones se debieran a terremotos.

Durante algún tiempo había meditado sobre esto. Sabía que Creta se encontraba situada en una zona sísmica, y consultó la historia medieval y moderna de la isla para ver si los temblores seguían un ciclo definido. Averiguó que en seis siglos y medio había habido en Creta seis terremotos especialmente destructivos.

Este espacio de tiempo —escribe— corresponde casi exactamente a la duración del gran Palacio de Minos en sus fases sucesivas y es casi forzoso inferir que las señales de ruina que marcan aquí las distintas etapas del edificio, deben de achacarse a las mismas fuerzas naturales.

Quizás se encuentre aquí la clave del misterio de esas zonas lustrales, con escaleras que se hunden en la misma tierra, utilizadas quizás para alguna ceremonia de propiciación de la divinidad terrestre.

Durante sus últimas excavaciones, Evans tuvo una curiosa experiencia, que afirmó su fe en la teoría de los terremotos. Había estado excavando el exterior de los muros del Palacio, en el lado sureste, cuando sus trabajadores «encontraron la esquina de una casa pequeña… del Período Minoico Medio III… Esta casita había sido destruida por enormes bloques, desprendidos sin duda por un violento temblor de tierra y lanzados a distancias a veces hasta de seis metros… La casa nunca se había vuelto a construir sino que al igual que otra en la zona colindante al oeste, estaba llena de materiales procedentes del mismo derrumbe».

La casita debió de pertenecer a un artesano, dedicado a la fabricación de lámparas, pues entre las ruinas se encontró una porción de éstas sin terminar. Cerca de esta «Casa de los Bloques Caídos» había otra que debió quedar destruida al mismo tiempo, y aquí los excavadores hicieron un descubrimiento significativo. En las esquinas noroeste y sureste del sótano meridional se habían colocado las cabezas de «dos grandes toros de la raza urus, los cuernos de uno de los cuales tenían más de 30 centímetros de circunferencia». Estas reliquias de sacrificio que estaban cuidadosamente colocadas cerca de los altares de trípode, según Evans sólo podían tener un significado: «El metódico relleno del edificio y su abandono final como habitación humana habían sido precedidos de solemne ofrecimiento expiatorio a los Poderes Subterráneos».

Los toros habían sido sacrificados a la divinidad terrestre. Mientras examinaban los restos, los excavadores se imaginaban sin esfuerzo la solemne amonestación que habría pronunciado el sacerdote, hacía 4000 años, contra todo el que intentara oponérsele.

Entonces, cuenta Evans, al terminar los trabajadores la tarea de despejar esta «Casa del Sacrificio» a las 12:15 de la tarde del 20 de abril de 1922, «se experimentó en este lugar, y en toda la región, un breve pero fuerte temblor, acompañado de un profundo ruido retumbante, suficiente para tirar de espaldas a uno de mis hombres».

Y recordó que en la Ilíada, en el Libro XX, Homero había escrito:

En toros se goza el que estremece la tierra.

Eran las dos de la madrugada.

El fuego se había reducido a un montón de brasas rojas. Tenía frío y me sentía entumecido. Reuní el montón de mis libros y los coloqué cuidadosamente en la mesa, confiando en que por la mañana me acordaría de devolverlos a la biblioteca. Sin saber por qué no me pareció oportuno llevarlos esa noche otra vez por el sombrío corredor.

Apagué la luz y, cuando cerraba la puerta antes de bajar por la crujiente escalera a mi alcoba en el sótano, vi el perfil del Toro de Minos en silueta contra el moribundo resplandor del fuego…