10. SE ACEPTA EL DESAFÍO

Capítulo X

SE ACEPTA EL DESAFÍO

Creta es una isla larga y estrecha, mucho más extensa de este a oeste (260 kilómetros) que de norte a sur (60 kilómetros en el lugar más ancho). Dividen el país cadenas de majestuosas montañas (la elevación máxima es de 2400 m), casi sin árboles, que van de este a oeste, aproximadamente, en el sentido de la dimensión mayor de la isla. Pero de cuando en cuando la cadena de montañas es interrumpida por profundas gargantas, cruzándola de norte a sur, que empiezan como pasos poco profundos, cerca de la costa, y poco a poco se van haciendo más hondas a medida que penetran en el interior. En uno de estos valles, cerca de la costa norte y a pocos kilómetros de Herácleo (antiguamente llamada Candia) se encuentra Cnosos.

Cuando Evans inició sus excavaciones allí, en el primer año de nuestro siglo, tenía ante sus ojos:

(a) Un valle poco profundo, orientado de norte a sur aproximadamente, con el pueblo de Herácleo hacia el norte.

(b) Una carretera moderna a lo largo de la parte occidental, o sea a la derecha del valle, mirando hacia el sur.

(c) Al este, a la izquierda del camino, un montículo llamado Kefala, con la cima relativamente plana, pero con una fuerte pendiente por la parte oriental, o sea, a la izquierda, que termina en un profundo barranco, por el que fluía el río Kairatos.

(d) Delante, hacia el sur, otro barranco de lados empinados que separa el montículo de Kefala de la carretera del valle hacia el sur, que cruzaba el barranco por un puente.

En resumen, puede uno imaginarse la situación de Cnosos como un montículo más o menos cuadrangular, limitado por dos de los lados, el este y el sur por empinadas pendientes, quedando los otros dos lados más o menos al nivel del terreno circundante. No debe uno imaginársela como una elevada ciudadela coronando un monte de escarpadas laderas, como Micenas (Quiero justificarme ante todos aquellos que encuentren las descripciones topográficas tan aburridas como yo, con la aclaración de que si se dan bien cuenta de la orientación del lugar, empinadas laderas al sur y al este y con menos pendiente al oeste y al norte, encontrarán el presente capítulo más comprensible y espero que también más entretenido).

Virchow, al escribir sobre los descubrimientos de Schliemann en Troya, treinta años antes, había declarado: «Aquí empieza una ciencia nueva». Ahora Evans, a los cuarenta y nueve años, es casi de la misma edad que Schliemann cuando excavó Troya, e iba a hacer una tremenda contribución a esa ciencia. Sin embargo, cuando él, su ayudante escocés y los treinta trabajadores de que dispuso al empezar, hicieron el primer hoyo en el montículo, tenían sólo una vaga idea de lo que podría contener. Sabían que en una parte existían sólidos muros. Minos Kalokairinos, el arqueólogo aficionado cretense había tropezado con ellos hacía años, y sabía también que había enormes tinajas de arcilla cocida, llamadas pithoi, parecidas a aquellas en las que Alí Babá encontró a los cuarenta ladrones. Aparte de estos hechos, no había más que mitos y leyendas relacionados con los confusos comienzos de la historia europea.

Sin embargo, casi desde el comienzo de las excavaciones, el gran montículo empezó a revelar sus secretos: no tesoros materiales de oro y piedras preciosas como los que Schliemann había encontrado en Micenas, sino muestras claras de un arte maduro y refinado de una destreza en ingeniería, y de una arquitectura de tal esplendor, sutileza y elegancia que sólo podían ser el producto de una civilización de siglos de duración. El estilo en general era el mismo que hasta entonces se había llamado «micénico» por haberse encontrado en Micenas los primeros objetos de ese extraño estilo pre-helénico, ni egipcio ni oriental, que tanto había fascinado a Evans cuando Schliemann le mostró sus tesoros. Y sin embargo, había diferencias; el arte cretense mostraba una suavidad de estilo, una seguridad, incluso cierta decadencia. Y sobre todo, daba la impresión de una gran antigüedad, de un largo y continuo desarrollo, que no podía asociarse a la austera ciudadela de Micenas, esa fortaleza como de caudillo feudal, que mira ceñuda desde lo alto de la colina.

Con todo, aquí en Cnosos, se encontraban las conocidas características «micénicas»: las crinolinas acampanadas de las mujeres representadas en los sellos y en los frescos, incluso los ahora ya famosos escudos en forma de ocho, que Schliemann había atribuido triunfalmente a la época homérica. Pero Homero (entre 700 y 900 a. C.) resulta ahora casi moderno comparado con este pueblo. Los tesoros de las tumbas de Micenas datan de unos 1600 años a. C. Sin embargo, parecía cada vez más evidente que estos reyes y reinas, con sus petos de oro y ricas joyas, eran de una época muy posterior a la de los constructores del primer Palacio de Cnosos… Evans y sus compañeros siguieron pacientemente el hilo de Ariadna, pero cada descubrimiento parecía traer consigo nuevos misterios por aclarar. El laberinto parecía no tener fin…

Poco a poco se fue comprobando que el montículo de Kefala encubría un gran palacio, de unas 2.5 hectáreas de extensión, o más bien los restos de varios palacios, no claramente estratificados, uno debajo de otro, sino traslapados formando una masa confusa, pues unos constructores más recientes habían aprovechado algunos de los edificios de sus antepasados, mientras que otros los habían demolido para reedificarlos totalmente. Pero todos presentaban pruebas de haber estado habitados sin interrupción durante un largo período de tiempo. En aquel lugar y en los montes circundantes habían vivido seres humanos durante más de una veintena de siglos. Mientras tanto, Arthur Evans, quizás al pronto un poco aturdido ante la magnitud de su descubrimiento, continuó buscando sus jeroglíficos y los encontró.

Hemos encontrado —anuncia en una carta escrita por esta época— una especie de barra de arcilla cocida, parecida a un cincel de piedra, aunque rota en un extremo, con signos de escritura y algo que parecen números, que me hizo recordar enseguida una tableta de arcilla, de época desconocida, que yo había copiado en Candia, también procedente de Cnosos… y también rota. En ambas se distingue una especie de escritura cursiva.

Evans había encontrado lo que había venido a buscar. Enseguida se contrató a más hombres hasta que hubo más de un centenar cavando en el montículo bajo la cuidadosa dirección de Evans, Duncan Mackenzie, y un recién llegado, Theodore Fyfe, arquitecto de la Escuela Británica de Arqueología de Atenas. Evans fue uno de los primeros arqueólogos en emplear siempre un arquitecto profesional en las excavaciones. Otros solían limitarse a traer uno al final de los trabajos para hacer planos. Pero Evans tuvo una serie de arquitectos de primera fila: primero Theodore Fyfe después Christian Doll y finalmente Piet de Jong.

Aunque los descubrimientos arquitectónicos asombraron a Evans, su principal interés, al principio, fue la pictografía prehistórica en cuya busca había venido a Creta. Al seguir apareciendo más de estas preciadas tabletas con la misma misteriosa escritura jeroglífica que él había reconocido en los diminutos sellos de piedra, escribió entusiasmado a su familia:

El gran descubrimiento ha sido los enormes depósitos de tabletas de arcilla, enteras o fragmentarias, análogas a las babilónicas, pero con inscripciones en la escritura prehistórica de Creta. Debo de tener ya unas setecientas piezas. Estoy muy satisfecho, puesto que es a lo que vine a Creta hace siete años, y es la clave de lo que hasta ahora he encontrado.

Más tarde escribe a su padre:

Con respecto a las inscripciones prehistóricas, siguen apareciendo. Acabo de tropezar con el depósito más grande de todos, unos centenares de piezas.

Y el corresponsal de The Times en Atenas escribía el 10 de agosto de 1900:

…el descubrimiento más importante es el de la escritura cretense prehistórica, que demuestra que ya se escribía.

Esto fue lo que creyó Evans al principio también. Pero poco a poco, cuando el Palacio quedó descubierto en toda su gloria, empezó a darse cuenta de que, de todas maneras, lograra o no descifrar la misteriosa escritura, se le había presentado una oportunidad que jamás se le había ofrecido a un solo hombre, la oportunidad de escribir, casi sin ayuda, la historia de los primeros 2000 años de la civilización europea. Evans aceptó el desafío, y salió triunfante.

El 5 de abril se hizo un notable descubrimiento: el hallazgo del primer retrato de un «minoico», uno de esos misteriosos seres que habían habitado el Palacio de Cnosos hace más de 1500 años a. C. (Fue Evans el que inventó el nombre minoico, por Minos, el rey legendario que gobernó Creta). Para el descubridor fue un gran día, y en su diario se revela su gran emoción.

Por la mañana temprano (al ir descubriendo poco a poco la superficie del corredor a la izquierda del «Megarón», cerca del extremo sur, aparecieron dos grandes fragmentos de un fresco micénico… Uno representaba la cabeza y la frente, el otro el talle y parte del rostro de una mujer (más tarde se comprobó que eran de un hombre) que sostenía en la mano un largo «ritón» micénico, o copa alta, en forma de embudo… La figura es de tamaño natural, la carne representada de un color subido como el de las figuras en las tumbas etruscas y de los keftiu de las pinturas egipcias. El perfil del rostro revela un tipo noble, los labios son gruesos y el inferior muestra una ligera curva que parece un rasgo característico. El ojo es oscuro y levemente almendrado. Los brazos son de bello contorno. La cintura es extraordinariamente estrecha… ésta es, sin comparación, la figura humana más notable de la era micénica que se ha encontrado hasta ahora (véase lámina 23).

¡Cómo le hubiera gustado a Schliemann haber visto este fresco!

El descubrimiento de esta figura (el primer ejemplo de un retrato, en buen estado, de un hombre de aquella remota época, contemporánea del Imperio Medio de Egipto), causó gran sensación en Creta y fuera de Creta. La prensa de todo el mundo publicó la noticia del hallazgo, y, los habitantes de Cnosos experimentaron gran emoción, aunque estaban convencidos de que se trataba de la figura de un santo cristiano. Se montó una guardia nocturna.

Por la noche —escribió Evans en su diario— Manoli se dispuso a vigilar el fresco que él creía era un santo con halo. Lo turbaron sueños inquietos. El santo se enfureció. Manoli se despertó y oyó rugidos y relinchos o algo por el estilo, pero fantasmal.

Al parecer la figura había formado parte de un mural representando una procesión de hombres jóvenes, llevando cada uno un alto ritón cónico, en algún ceremonial solemne. La figura, con los anchos hombros bronceados, el pelo negro rizado, la cintura artificialmente delgada y muslos musculosos, estaba representada con rasgos estilizados; pero, sin embargo, se trataba indudablemente de la primera representación de un joven de la época prehistórica que habían visto ojos humanos, por lo menos en 2000 años. Los egiptólogos, en especial, estaban interesadísimos porque aquí, en su propio medio, estaba representado uno de los llamados keftiu o «isleños», que pueden verse en los muros de las antiguas tumbas egipcias, llevando tributos al Faraón o sus dignatarios. Los que estaban familiarizados con las inscripciones conocían hacía muchos años los «isleños» del «Gran Mar Verde» con los que los faraones estaban unas veces en guerra y otras en paz. En las tumbas egipcias se habían encontrado retratos suyos en los que se les reconocía por las telas azul y oro que les ceñían la cintura, de una forma no conocida en Egipto, y por las bellas vasijas que llevaban, de un tipo distinto de las egipcias. Ahora por vez primera, estos keftiu se revelaban en su propia tierra y efectivamente, entre la cerámica que Evans y sus ayudantes habían extraído de las profundidades de Kefala había fragmentos de vasos, ritones y otras vasijas rituales semejantes a las representadas en las pinturas de las tumbas de la Tebas egipcia (véase lámina 27).

Entonces, ¿eran éstos los misteriosos keftiu?… ¿Eran cretenses?

Después vino el emocionante descubrimiento del llamado «Salón del Trono». Evans había empezado a excavar en el lado occidental del montículo. Primero había descubierto, en lo que evidentemente era la planta baja del Palacio, un largo corredor que conducía a una serie de almacenes o depósitos que contenían grandes tinajas de barro para almacenar aceite (los pithoi), y debajo del piso, estrechas cámaras forradas de piedra, como las cajas de seguridad modernas, que, por haberse encontrado en ellas fragmentos de láminas de oro, se cree que se utilizaron para guardar objetos preciosos (véase lámina 22). Toda la parte baja del lado occidental del gran edificio, de trazo más bien desordenado, parecía haber estado destinada a los funcionarios por lo menos durante el último período de la historia del Palacio. Uno se imagina una especie de Whitehall cretense lleno de oficinistas y burócratas de diversas categorías. Aquí se guardaba el tesoro real (del que el aceite formaba una parte importante) y aquí vivían los encargados de la recaudación y de su custodia.

Luego, al este del corredor y los almacenes, se encontraba un gran patio central, en la parte alta del montículo, rodeado de construcciones de diversos tamaños, mucho más largo en los lados este y oeste que en los del norte y el sur. Al oeste de este patio se encontraba lo que al principio se creyó había sido la entrada oriental del Palacio, aunque luego se comprobó que esto no era cierto. Fue aquí donde a poco de haber empezado las excavaciones, Evans y sus amigos encontraron el Salón del Trono.

Al principio creyeron que se trataba de un cuarto de baño. Primero había una antecámara que daba al patio central. A continuación venía otra recámara con asientos en tres de los lados, dominando un hoyo rectangular, con anchos escalones que bajaban hasta el fondo. A primera vista este hoyo se tomó por un baño, hasta que se descubrió que no tenía desagüe. Pero lo que más interesó a Evans y a sus colegas Duncan Mackenzie y Theodore Fyfe fue el cuarto de arriba, desde el que se dominaba el llamado «baño». He aquí lo que escribió Sir Arthur en su diario el 13 de abril de 1900:

El principal acontecimiento del día fue resultado de la continuación de la excavación del cuarto de baño.[19] El parapeto del baño resultó tener otro corte circular en su parte oriental, y como éste estaba lleno de madera de ciprés carbonizada, era evidente que los agujeros habían sido para columnas. Al otro lado de la pared norte había un banco corto como el de la cámara exterior, y a continuación, separado de éste por un pequeño intervalo, un asiento de honor o Trono, aislado, con un respaldo alto de yeso, lo mismo que el asiento, que estaba parcialmente empotrado en el estuco de la pared. Estaba colocado sobre una base cuadrada y abajo tenía una curiosa moldura con follaje (casi gótica).

Este cuarto, que en su informe al Times Evans llamó «La Cámara del Concilio de Minos», se comprendió más tarde que había tenido un propósito religioso. Pero allí, en su lugar, estaba (y todavía está) el regio trono de Minos, más de dos mil años más antiguo que cualquier otro de Europa (véase lámina 21).

Cuanto más exploraban el lugar Evans y su personal, más extenso y complicado resultaba. «A un descubrimiento seguía otro —escribe John Evans—. Una estatua egipcia de diorita, una gran zona pavimentada y con escalinatas, un fresco representando ramas de olivo en flor, otro de un muchacho» (más tarde se descubrió que era un mono) «recogiendo azafrán, otro con unos personajes en una solemne procesión, un gran relieve de estuco pintado con un toro embistiendo…»

Este último descubrimiento fue el que más impresión le causó a Evans. Ya había visto, entre los objetos que Schliemann encontró en las fosas verticales micénicas, una magnífica cabeza de toro, en plata, con una roseta entre los cuernos (lámina 11). Ahora en Cnosos aparecía otra vez el animal, en un magnífico relieve de estuco, que evidentemente había adornado en otros tiempos el pórtico norte del Palacio. El toro aparecía no solamente allí, sino en otros lugares, en frescos y en relieves y con frecuencia en sellos. Inevitablemente la leyenda de Teseo y el Minotauro volvió a la mente de Evans. «¡Que papel representaban aquí estos animales! —escribió—. ¿No se debería la actual tradición del Toro de Minos a la presencia de un toro entre las ruinas, en la época de los dorios?»

Poco después vino el descubrimiento más notable de todos los hechos en Cnosos: los restos de un fresco lleno de vida que representaba, sin sombra de duda, a un joven en el acto de dar un salto mortal sobre el lomo de un toro que embiste, mientras que una muchacha, con el mismo traje de «toreador», espera detrás del flanco del animal para cogerlo (véanse láminas 36 y 37). Pronto aparecieron otras variantes de la misma escena, demostrando que entre aquel pueblo de la antigüedad había indudablemente existido una forma de deporte en la que el toro desempeñaba un papel importante. En ninguna de estas escenas se veía a los contendientes llevando arma alguna, ni tampoco al toro muerto. Pero una y otra vez, en los murales, en los sellos, en una delicada estatuilla de marfil, se repetía la misma escena increíble: la esbelta y ágil figura del juvenil saltador de toros en el acto de lanzarse a dar un salto mortal sobre los cuernos de una bestia que embiste. ¿Se trataría, después de todo, de alguna especie de sacrificio ritual? ¿Serían estos jóvenes y estas muchachas los rehenes atenienses que, según la tradición, se enviaban cada año como tributo al Minotauro?

¿Quienes eran estas gentes? ¿Serían «micenios» contemporáneos de las personas cuyos cuerpos había encontrado Schliemann en las tumbas de fosa vertical de Micenas? ¿O eran todavía más antiguos? Aunque la civilización descubierta en Cnosos era semejante a la de Micenas, todo indicaba una mayor antigüedad, y lo que hasta entonces se había considerado «micénico» era en realidad derivado de Creta (aunque los micénicos no fueran necesariamente de estirpe cretense). En una tentativa para determinar cuánto tiempo había existido en Cnosos la civilización, Evans hizo profundos sondeos en el montículo de Kefala. Los estratos identificados de esta forma probaron definitivamente que en Cnosos habían existido pobladores humanos, casi continuamente, desde el período neolítico (o sea la Edad de Piedra Reciente, que terminó alrededor del año 3000 a. C.) en adelante, incluyendo la penúltima fase de la civilización cretense, el período al que Evans dio más tarde el nombre de Minoico Reciente III, período que terminó aproximadamente en el año 1200 a. C. Había indicios de una o dos interrupciones, pero ninguna de larga duración. La civilización no había tenido un principio primitivo, un largo proceso de desarrollo, una época floreciente y una decadencia. Evans comprendió por qué había sido esto. En aquellos tiempos remotos, cuando no existían potencias navales, Creta, aislada en medio del mar, había permanecido a salvo de las invasiones. Egipto, la potencia más cercana, no disponía de gran poderío naval. El contacto entre Egipto y Creta había sido sólo cultural y comercial.

Poco a poco, Creta había forjado un imperio marítimo. Evans y sus asociados encontraron en todas partes pruebas de la íntima relación entre los señores de Cnosos y el océano. En los muros y en los pilares, en los frescos y en los grabados de los sellos, aparecía el tridente, emblema del poderío naval. Los fabricantes de la exquisita cerámica cretense, en especial en las etapas media y final de su desarrollo, empleaban con frecuencia temas marinos como motivos decorativos, criaturas del mar tales como los pulpos, los delfines, el erizo de mar y la estrella de mar (véase lámina 34). El mismo Palacio de Cnosos, en contraste con las austeras fortalezas de Micenas y Tirinto, apenas estaba fortificado. Cnosos no necesitaba murallas, el océano era suficiente protección. Todo parecía confirmar la antigua tradición del rey Minos, a quien se atribuía la creación del primer gran imperio naval del Mediterráneo. ¿Era entonces Creta el punto de partida de la civilización del Mar Egeo? ¿Sería esta la contestación al enigma que Heinrich Schliemann había intentado descifrar?

Arthur Evans así lo creía, y estaba decidido a demostrarlo. Ya en uno de esos audaces arranques imaginativos que lo distinguían del erudito pedante, había escrito lo siguiente para el Times en agosto de aquel año:

…gobernada por el legendario Minos, el conquistador y legislador que al finalizar su reinado temporal ocupó su lugar en el pavoroso tribunal del otro mundo, hogar de Dédalo, padre de la arquitectura y las artes plásticas, morada de los misteriosos Dáctilos, los primeros artífices en hierro y en bronce refugio de Europa, y el lugar de nacimiento del mismo Zeus, Creta fue en tiempos remotos el centro de una cultura altamente desarrollada que desapareció antes del alba de la historia entre las ciudades prehistóricas de Creta, Cnosos, la capital de Minos, según indica la leyenda, ocupaba el primer lugar. Aquí el gran legislador (Minos) promulgó sus famosas instituciones que como las de Moisés y Numa Pompilio se derivaban de una fuente divina, aquí existió un imperio marítimo, que suprimió la piratería, conquistó las islas del Archipiélago e impuso un tributo a la vencida Atenas. Aquí Dédalo construyó el Laberinto, escondite del Minotauro, forjó las alas, quizás las velas, con que él e Ícaro volaron sobre el Mar Egeo.

Fue una fortuna para el mundo que esta gran oportunidad de excavar hasta las raíces mismas de la cultura europea, correspondiera a un hombre que combinaba la paciencia y la devoción a la verdad del erudito, la intuición, la sensibilidad e imaginación del poeta. En parte por suerte, pero principalmente gracias a su buen juicio, Evans había encontrado, a la mitad del camino de la vida, una tarea para la que estaba especialmente dotado. Pero, como sabía él muy bien, tenía que abordar el problema a su manera, sin que lo estorbaran comités y organismos oficiales, y con responsabilidad ante sí mismo únicamente. Al principio las excavaciones habían sido financiadas por el «Fondo de Exploración Cretense», pero el costo de excavar en una zona arqueológica de tal importancia era muy grande, y habiendo estallado la guerra en África del Sur hacía poco, no había mucho dinero para dedicar a la arqueología. Se pensó en hacer un nuevo llamamiento para reunir fondos bajo la dirección de George Macmillan, de la famosa casa editorial, amigo de toda la vida de la familia Evans. Pero Arthur Evans expresó claramente sus propósitos en una carta que escribió a su padre en noviembre de 1900.

El Palacio de Cnosos —escribe— ha sido idea y obra mía y ha resultado que es un hallazgo tal como nadie podía esperar en el curso de una vida, o en el de muchas vidas. El que el Fondo me ayude es otra cosa. Y si tú quieres darme el dinero personalmente también es aceptable. ¡Ojalá se pudiera retener algo de Cnosos en la familia! Estoy resuelto a que no se haga un reparto, por muchas razones, pero principalmente porque tengo que tener un control exclusivo de lo que estoy haciendo por mi propio esfuerzo. Con otras personas tal vez sería diferente, pero conmigo es así. Es posible que mi sistema no sea el mejor, pero es la única forma en que puedo trabajar.

John Evans conocía el temperamento de su hijo y estuvo de acuerdo. Por fortuna era un hombre rico. Desde entonces el costo del monumental trabajo de excavación, reconstrucción y publicación del Palacio de Cnosos, obra que continuó intermitentemente durante más de treinta años, estuvo a cargo primero de John Evans, y después de Arthur Evans, con su fortuna particular. Es difícil llegar a un cálculo exacto del costo total, pero probablemente ascendería, aproximadamente, a un cuarto de millón de libras.

Pero no fue Evans el único que hizo grandes descubrimientos en Creta durante la primavera de 1900. Mientras cavaba en Cnosos, otro arqueólogo inglés, trabajando en el otro lado de la isla, logró penetrar en uno de los santuarios más reverenciados del mundo: la gruta donde nació Zeus.