8. PRELUDIO A CRETA

Capítulo VIII

PRELUDIO A CRETA

Después de su matrimonio con Margaret Freeman en 1878, Arthur regresó con su joven esposa a su amada Ragusa, donde compraron una preciosa casa de estilo veneciano, la Casa San Lazzaro. Evans seguía de corresponsal del Manchester Guardian, pero se dedicaba principalmente a la historia, las antigüedades y la política de los países eslavos meridionales.

Entre tanto también seguía interesado en la arqueología. Lo vemos excavando tumbas de montículo, comprando monedas griegas y romanas, estudiando la historia dálmata y ensalzando, en líricas cartas a la familia, el paisaje ilirio y los soberbios edificios venecianos de Ragusa. Pero Margaret, tan enamorada de él como él de ella, no podía acostumbrarse a Ragusa. Lo pintoresco no le atraía y no soportaba la suciedad. El clima, la comida extraña, las moscas, las pulgas y los mosquitos, todo la angustiaba, hasta que finalmente su salud se quebrantó. Además tenía otras preocupaciones. En 1880 regresó a Inglaterra para someterse a una operación con la esperanza de poder tener hijos, pero no dio resultado.

Al año siguiente estalló una nueva insurrección contra los austriacos e inmediatamente Evans partió para la ciudadela insurgente en Crivoscia, centro de la rebelión, y pronto los lectores del Manchester Guardian volvieron a leer artículos de su brillante pluma, en los que cada derrota austriaca era aclamada con regocijo.

No era ningún secreto que Evans y sus amigos ingleses, que tenían una gran fe en el movimiento insurrecto, esperaban un levantamiento de los pueblos eslavos. Las autoridades austriacas de Ragusa juzgaron que aquello era demasiado y calificaron a Evans de sospechoso. Su casa era vigilada, así como su mujer y sus sirvientes, y cuando fue evidente (pues Evans tenía poca maña para los subterfugios) que en la Casa San Lazzaro se celebraban reuniones entre gentes conocidas como simpatizantes de los insurgentes Evans y su mujer recibieron orden de marchar. Por fin, al ver que no hacía ningún caso, acabaron por arrestarlo y lo metieron en la cárcel de Ragusa. El 23 de abril de 1881, después de interrogarlo y declararlo culpable, lo dejaron en libertad e inmediatamente lo expulsaron del país, junto con su esposa. Volvieron a Inglaterra, donde la familia, ya tranquila, los recibió jubilosa. Un pariente escribía:

Arthur se ha pasado el día entrando y saliendo de casa, acompañado de Prodger, y yendo a ver las frambuesas.

Otra carta dice:

Ha recibido una lección que lo retendrá en casa… espero.

Pero cualquier esperanza que los miembros más sedentarios de la familia abrigaran de que Arthur llegara a sentar cabeza, pronto quedó frustrada. Intranquilo, descontento, ansiaba regresar al extranjero, sintiendo que su corazón estaba en Ragusa, aunque, por el momento, comprendía que tenía que buscar un nicho en la vida académica de Oxford.

Los viajes, el estudio y, sobre todo, un espíritu curioso y aventurero hacían difícil que Arthur Evans se acomodara a un profesorado universitario convencional. Era arqueólogo, pero no aprobaba la manera de enseñar arqueología en Oxford, ni estaba conforme con el concepto «clásico» de hombres como Jowett, el Vice-Canciller. Lleno de pesimismo le escribió a su amigo Freeman, que compartía sus opiniones, las siguientes líneas:

…va a establecerse una cátedra de arqueología y se me ha aconsejado con insistencia que me presente, pero no sé si me decidiré, a no ser que vea una verdadera posibilidad de conseguirla, cosa que a decir verdad veo difícil. En primer lugar se va a llamar Cátedra de Arqueología Clásica y tengo entendido que los electores, entre los que figuran Jowett y Newton del Museo Británico (quienes me impidieron hace tiempo obtener la beca de arqueología) consideran que la arqueología termina con la Era Cristiana. De todos modos, limitar un curso de Arqueología a la época clásica es a mi juicio, tan razonable como crear una cátedra de Geografía Insular o de Geología del Mesozoico.

Freeman, en su contestación a esta carta, le aconsejó presentarse, aunque advirtiéndole que «habrá algunos intolerantes majaderos, de esos que no ven más allá de sus narices, que ostentarán satisfechos su ignorancia en tu contra, pero yo me aventuraría aunque sólo fuera para decirles un par de cosas».

Al fin la cátedra fue concedida a Percy Gardner, un arqueólogo «clásico», en la tradición de Newton.

A fines de abril de 1883, Arthur y Margaret partieron para hacer un recorrido por Grecia. Como indiqué en un capítulo anterior fue durante este viaje cuando visitaron a los Schliemann. Evans quedo fascinado con las joyas, armas y ornamentos micénicos encontrados en las tumbas de fosa vertical pero no porque compartiera la creencia del alemán respecto a su origen homérico, pues al inglés le parecieron mucho más antiguas. Le interesaron porque en su estilo había algo que no era ni helénico, ni egipcio ni oriental, que inmediatamente intrigó a su minucioso espíritu observador. Pasó allí horas examinándolas mientras Margaret conversaba con Sofía Schliemann.

Como se habrá observado por sus comentarios sobre las autoridades universitarias, Arthur Evans se negaba a aceptar la admiración convencional por el arte griego «clásico». Detestaba el intolerante criterio académico, fundamentalmente antiestético, que no admitía otras normas. Su mentalidad era liberal, individualista y sensitiva, y para él el llamado arte «micénico», un arte lloroso, pero delicado, de espíritu aristocrático, pero humano, tenía un atractivo irresistible. Lo atraía y al mismo tiempo lo intrigaba. ¿Cuál sería su origen? ¿Con qué cultura o grupo de culturas estaría relacionado? Para su inteligencia refinada este problema era mucho más importante que el empeño del viejo Heinrich por relacionar el arte micénico con Homero, y era a este problema al que volvería una y otra vez, durante los siguientes años, aunque pasaría más de una década antes de que encontrara su solución.

Visitó Tirinto y Micenas (escenario de los triunfos de Schliemann) y se quedó fascinado en especial con la Puerta de los Leones, con los leones decapitados que soportaban aquella columna central tan extraña, tan diferente a las de la arquitectura griega «clásica». ¿De donde procedería? ¿De la misma Micenas? ¿De Grecia? ¿O de alguna otra región? Evans no dejaba de dar vueltas al problema.

Al regresar a Oxford, los Evans se instalaron en Broad Street, alegrando las sombrías habitaciones victorianas con telas dálmatas de tonos vivos que les recordaban el sol y el colorido de Ragusa.

Al año siguiente Arthur obtuvo al fin un nombramiento universitario, pero uno que a primera vista no parecía muy prometedor para su ardiente e impetuoso espíritu.

A los treinta y tres años fue nombrado Conservador del Museo Ashmole. En 1884, este Museo, fundado en el siglo XVII por Elías Ashmole, se encontraba tan abandonado, maltratado y mutilado por generaciones posteriores, que apenas tenía ya ningún valor práctico. De hecho, su estado reflejaba fielmente la indiferencia por la arqueología del Vice-Canciller Jowett y otros altos funcionarios de la Universidad.

Después de permanecer largo tiempo en el mayor abandono —escribe Sir John Myres— despejado de sus monedas y manuscritos por la Biblioteca Bodley, y de sus colecciones de Historia Natural por el Nuevo Museo Universitario, se encontraba obstruido con moldes arquitectónicos acumulados por la Sociedad de Oxford para el Estudio de la Arquitectura Gótica. En el interior reinaban el desorden y el abandono, y además se encontraba rodeado de otros edificios, lo que excluía toda posibilidad de ampliación. Además desde que Ruskin desempeñaba la cátedra de Bellas Artes de Slade, tenía un rival importante en las Galerías Universitarias.

Pero para Arthur Evans todo esto fue como un desafío. Con su espíritu combativo se lanzó a la lucha dispuesto a transformar el Museo Ashmole en un centro de estudios arqueológicos. Si la Biblioteca Bodley se había llevado las monedas, debía devolverlas. La antigua galería de Tradescant había quedado despojada y convertida en una sala de exámenes, pues bien, él, Arthur Evans, la restauraría y la devolvería a su función original. No solamente eso, sino que conocía a Drury Fortnum, distinguido coleccionista de objetos artísticos renacentistas, que sólo esperaba para entregar a la Universidad su magnífica colección a que hubiera un lugar apropiado para instalarla. ¿Qué mejor lugar que la Galería Tradescant?

Encontró la mascarilla del viejo Tradescant rodando en el polvo del sótano del Museo, junto con la de Bethlen Gabor, y las instaló en un lugar de honor. Finalmente trazó planos detallados para un Museo Ashmole revivido y glorificado, mejorado, modernizado y restaurado. Lleno de entusiasmo fue a ver a Jowett para obtener la aprobación de sus proyectos, pero el Vice-Canciller se excusó, estaba muy ocupado. No tenía tiempo de estudiar los planos porque estaba a punto de salir de Oxford por un mes. De todos modos, indicó, la Universidad, por el momento, no podía gastar dinero en el Museo Ashmole porque se necesitaba para las nuevas cátedras. Arthur regresó furioso a la casa de Broad Street.

La familia quedó sobrecogida. Habría pelea y a Arthur le entusiasmaba la idea de una pelea. «Me parece verlo —escribe un pariente— olfateando el aire viciado y pateando como un caballo de guerra».

La lucha fue larga y dura. Evans, volviéndose diplomático muy a su pesar, se obligó a tener paciencia, a maniobrar y a negociar. Drury Fortnum volvió a ofrecer su colección a Oxford con una buena dotación, a condición de que la Universidad estudiara la creación de un Museo Central de Arte y Arqueología, bajo la dirección del Conservador del Museo Ashmole. La directiva del Museo se dejó convencer fácilmente, pero Jowett se defendió hasta el fin, hasta que, al encontrarse en una minoría de uno, no tuvo más remedio que transigir. Se aprobó el informe de Evans, que celebró la ocasión dando una fiesta para 200 invitados en la Galería Superior del Museo.

Pero todavía tuvo que luchar durante años hasta obtener los fondos necesarios para renovar el museo. Tanto la política universitaria como la administración le aburrían sobremanera y siempre que le era posible buscaba distracción en la investigación arqueológica (en Aylesford excavó un campo de urnas célticas recientes) o en viajar por el extranjero en compañía de su mujer. Juntos visitaron Crimea, Yalta, Kertch, Batum, Tiflis, Grecia y Bulgaria, donde fueron detenidos en la frontera como sospechosos de espionaje, y desde donde Margaret escribió «…no sé qué habría hecho sin mi matachinches. En dos noches matamos 221, más 118, más 90, o sea 429 en total». Esto ocurría en 1890 y uno se pregunta si las jóvenes estudiantes de hoy día, con pantalones o sin ellos, mostrarían tanta serenidad como Margaret en una situación semejante. Otro de los grandes intereses de Arthur era la numismática (el estudio de las monedas antiguas), materia aparentemente árida para el profano, que él supo enfocar en forma imaginativa. Por ejemplo, el hecho de reconocer en las diminutas monedas sicilianas, las firmas de los artífices, que sólo su microscópica vista podía percibir, le permitió establecer una comprobación cronológica de estilos y de relaciones políticas entre las ciudades sicilianas. Fue esta intuición para el estilo, en todas sus sutiles ramificaciones, lo que le permitió más tarde interpretar los detalles de la civilización minoica tal como se revela en los diminutos sellos de Creta.

Una de las peculiaridades del cargo directivo del Ashmole —escribió Sir John Myres— es que sus normas administrativas son tan liberales que permiten y admiten viajar, teniendo en cambio el director la obligación de dar conferencias periódicas sobre los progresos de los estudios que atañen al museo. Para un hombre de las cualidades y el temperamento de Evans era el puesto ideal, y fue en estos años que estuvo al frente del Museo a los que pertenece la mayor parte de su erudita labor. Pero entre sus primeras y posteriores actividades, el año 1894 marca una crisis, pues fue a principios de éste cuando visitó Creta por vez primera.

Mientras reunía el material para este libro, tuve la buena suerte y el privilegio de conocer a Sir John Myres (que ya había cumplido los ochenta años) en Oxford y pronto pude aclarar una cuestión que me había intrigado durante algún tiempo: cómo fue que Sir Arthur Evans, interesado principalmente en los países balcánicos y en la numismática, llegó a estar tan íntimamente asociado con Creta.

«Durante más de una generación —me dijo Sir John— la opinión continental había atribuido la mayor parte de los rasgos característicos de la civilización griega a la influencia de Egipto y Mesopotamia. Pero alrededor de 1890 se manifestó una reacción, y en 1893 Salomón Reinach publicó un libro llamado Le mirage Oriental que era un desafío formal a todas las teorías orientalistas. Reinach sostenía que el occidente siempre había demostrado una considerable originalidad y un genio propio. Evans, como lo demuestran sus estudios en arqueología céltica que acababa de terminar, había quedado muy impresionado con este punto de vista diferente».

«Por entonces —continuó Sir John— yo todavía era estudiante, mientras que Evans se encontraba por lo general viajando por el extranjero, y en realidad no lo conocí hasta haber terminado mis estudios. Lo conocí en una fiesta en North Oxford. Charlamos un poco y le hablé de mi proyecto de ir a Grecia y trabajar en algo relacionado con la civilización prehistórica».

«Evans me animó en mi provecto y dijo que me vería a mi regreso. En julio y agosto de 1892 estuve en Creta y recorrí gran parte del occidente de la isla».

Sentado allí con Sir John en su tranquilo estudio del viejo caserón, cerca de Woodstock Road, contemplando su distinguido rostro con su barba blanca (como un antiguo rey nórdico), no pude menos de pensar en el «joven Ulises de barba negra» con quien Sir Arthur Evans, sólo diez años mayor que él, había cavado en busca de fragmentos micénicos debajo de la Muralla «Pelásgica» de la Acrópolis ateniense en 1892. Sobre el joven Myres, decía Evans en una carta a su mujer:

Me alegro de haber encontrado aquí a Myres, que es a un mismo tiempo becario Craven y Burdett Coutts, y que combina la geología y la arqueología de un modo muy útil. Hemos trabajado en las sortijas micénicas, excavando debajo de la Muralla «Pelásgica» de la Acrópolis y recogido fragmentos de vasos micénicos. También hemos asistido a una conferencia de Dörpfeld sobre su descubrimiento del manantial de Enneakrounos, pero hace meses que lo está encontrando en diferentes lugares.

Tempora mutantur… el que fue brillante ayudante de Schliemann ya no tenía el prestigio que en otros tiempos disfrutó.

Al año siguiente murió Margaret. Desde que se enfermó en Ragusa nunca se había repuesto del todo. Como de costumbre acompañaba a su marido en uno de sus viajes por el Mediterráneo, cuando en Alassio se sintió repentinamente presa de violentos espasmos de dolor y murió a las pocas horas, estrechando la mano de Arthur.

No creo que nadie pueda comprender jamás lo que Margaret ha sido para mí —escribe a su padre—. Todo parece sombrío y desolado. Trataré de recordar su espíritu tan valiente y franco pero tendrá que pasar tiempo para que recobre el valor.

Pero 1893, un año trágico para Arthur Evans, fue también un año decisivo en su vida. Durante su estadía en Atenas en febrero y marzo se confirmó su interés en el arte micénico. Estudiando los diminutos objetos encontrados por Schliemann en Micenas y Tirinto, tuvo la intuición de un descubrimiento.

En ese año, rebuscando entre los puestos de los vendedores de antigüedades en el Callejón de los Zapatos, de Atenas, él y Myres dieron con unas piedras pequeñas de tres y cuatro lados, taladradas a lo largo del eje y grabadas con símbolos que parecían pertenecer a algún sistema de jeroglíficos. Desde luego, la mayoría de los anticuarios estaban entonces familiarizados con la escritura jeroglífica egipcia, pero el que hubiera existido en Europa un sistema semejante parecía inconcebible. Sin embargo, allí, en aquellos diminutos sellos y sortijas de sello, sometidos al escrutinio de la intensa mirada microscópica de Evans, parecía que había símbolos diminutos que quizás correspondieran a alguna forma de escritura. Evans preguntó al vendedor de dónde procedían esos sellos.

«De Creta» —le contestó.

Evans se quedó meditando largo tiempo sobre esto. Ya había pensado que Creta, con su situación como escala casi equidistante de Europa, Asia y Egipto, pudo haber facilitado la difusión de la escritura jeroglífica. Había considerado la posibilidad de que algunos de los relieves egipcios antiguos representando a los invasores del valle del Nilo podían incluir entre ellos a gentes de las islas Egeas. Ya había conocido al distinguido y amable arqueólogo italiano Frederico Halbherr, que había empezado a excavar centros cretenses hacía un año. También estaban interesados Stillman, un periodista americano, y Joubin, de la Escuela Francesa de Atenas: también ellos habían querido hacer excavaciones en Creta, pero las autoridades turcas no lo habían permitido. Sin embargo, con precaución y paciencia, y recurriendo con tacto al dinero, quizás podría conseguirse algo…

En la primavera de 1894, Arthur Evans hizo su primera visita a Creta.

Desde el momento en que desembarcó en Herácleo se sintió como en su patria. En Ragusa se había entusiasmado con la arquitectura veneciana, aquí, en Herácleo, esculpido en las almenas de la gran muralla veneciana que rodeaba la ciudad, estaba el León de San Marcos. Se conservaban bellos edificios venecianos, y como Creta se encontraba todavía bajo el dominio turco, lado a lado con iglesias cristianas había mezquitas. Había una pintoresca mezcla de razas europeas y orientales, un paisaje impresionante de dentadas cumbres de piedra caliza, escarpadas hondonadas, valles de un verdor idílico en primavera, playas de deslumbrante arena blanca todo a lo largo de un mar de un azul profundo y traslúcido. Y sobre todo, se respiraba por todas partes un sentido perenne de la historia. Cretenses, helenos, romanos, francos, venecianos, turcos… todos habían dejado su huella en la isla.

Homero la había visitado. Había sido la patria legendaria del rey Minos y de su hija, la princesa Ariadna, que dio al héroe Teseo el precioso hilo que lo guió a sus brazos después de dar muerte al Minotauro. Zeus, rey de Dioses, había nacido allí. En el norte de la isla se alza el monte Ida coronado de nieve, donde, según se decía, todavía podía encontrarse la cueva sagrada en la que nació. Y detrás del puerto de Herácleo, al norte, se yergue el Monte Jukta, tumba legendaria del Dios. Porque, decían los habitantes, bastaba mirar las montañas desde un cierto ángulo y con una cierta luz, para poder ver reclinado el perfil del propio Zeus.

Como Schliemann, Evans se dirigió al lugar donde según las leyendas se encontraba Cnosos, a unas cuantas millas de Herácleo. Allí, seguramente, pensó Evans, encontraría nuevos ejemplares de los sellos de cuentas de collar con «pictografías», y muchas más cosas. Quizás pudiera encontrar alguna tablilla grabada como la Piedra de Rosetta egipcia, con una inscripción bilingüe que pudiera servir de clave para descifrar el primitivo lenguaje cretense.

Ya un caballero cretense, llamado muy apropiadamente Minos, había abierto trincheras en Cnosos habiendo descubierto macizos muros y un almacén de inmensos pithoi (grandes vasijas de piedra), lo que fue más que suficiente para estimular la curiosidad de Evans. Anunciando audazmente que obraba en nombre del «fondo de Exploración Cretense» (que por entonces no existía) adquirió del propietario musulmán una opción sobre una parte del terreno. Esto no le servía gran cosa, salvo por el hecho importante de que, bajo la ley otomana, tenía el derecho de veto sobre cualquiera que quisiera hacer excavaciones. Cinco años más tarde, cuando las fuerzas turcas abandonaron Creta y el príncipe Jorge de Grecia fue nombrado Alto Comisario de las Potencias (Gran Bretaña, Francia, Italia y Rusia), Evans regresó a Creta, obtuvo los derechos de excavación en el resto del terreno, y empezó a excavar. Esta vez el Fondo de Exploración Cretense ya existía y tenía como patrocinador al Príncipe Jorge de Grecia. «La Escuela Británica de Arqueología de Atenas también participó en el trabajo —escribió Myres—, estando representada por su Director, D.J. Hogarth, cuya experiencia en excavaciones en gran escala fue inapreciable. Se recibieron aportaciones monetarias y en el invierno se iniciaron las excavaciones».

Incluso antes de que se clavara el primer pico en el suelo de Cnosos, Evans estaba ya convencido de que en Creta, cuyo paisaje, tradiciones y habitantes habían conquistado su corazón, encontraría la clave que le permitiría descubrir el antiguo mando prehelénico cuya existencia parecían indicar los hallazgos de Schliemann en Micenas. En años anteriores, antes de empezar a excavar, había regresado a Creta una y otra vez, explorando la isla en toda su extensión, solo y con su amigo Myres. Me contó Sir John que en una ocasión treparon hasta las tierras más altas de Lasithi y comenzaron a explorar la gran gruta sagrada de Zeus, en Psycro.

Desde allí seguimos por un amplio camino prehistórico minoico, con terraplenes, puentes y fortines, y regresamos por otra ruta, visitando muchas aldeas y preguntando en todas partes por sellos de piedra grabados. Estas piedras eran muy apreciadas por las mujeres cretenses como amuletos, cuando estaban criando a sus niños, y las llamaban «piedras de leche».

Estas «piedras de leche», de las que pueden verse hoy día muy buenos ejemplares en el Museo Ashmole, tienen forma lenticular por lo general redonda, pero a veces ovalada, y están perforadas de lado a lado para suspenderlas de un hilo. El antiguo pueblo cretense las usaba alrededor del cuello o de la muñeca, como los brazaletes modernos de identidad. Y hasta parece que fue en realidad su función el equivalente antiguo de una tarjeta de identidad. Cada una tenía grabado un dibujo, por lo general pictórico, pero con frecuencia de signos jeroglíficos. Era la insignia del propietario, que podía poner en sus bienes como una marca o sello. Estos sellos diminutos, con sus escenas en miniatura, fascinaban a Evans y en busca de ellos llegó hasta los rincones más recónditos de la isla. En todas partes encontró indicios de una civilización en otro tiempo floreciente y restos de palacios y ciudades, muchas de ellas en los lugares más salvajes e inaccesibles. Pero rara vez encontraba en alguna parte evidencias de restos helénicos o «clásicos». Incluso antes de empezar a excavar en Cnosos, Evans pudo escribir:

Los grandes días de Creta fueron aquellos de los que todavía encontramos un reflejo en los poemas homéricos, el período de la cultura micénica, a la que, al menos aquí, aplicaríamos gustosamente el nombre de «minoica» (por Minos). Nada sorprende con más frecuencia al arqueólogo al explorar estos antiguos restos que la relativa escasez y falta de importancia de las reliquias del período histórico. La edad de oro de Creta se encuentra mucho más allá de los límites de los tiempos históricos… su cultura no sólo manifiesta, dentro de los tres mares, una uniformidad nunca lograda después, sino que es prácticamente idéntica a la del Peloponeso y a la de una gran parte del mundo Egeo.

En marzo de 1899 Evans regresó a Creta en medio de una de las peores tormentas que se recordaban. Lo acompañaban D. G Hogarth, once años más joven que él, pero con mucha más experiencia en la técnica de la excavación, y Duncan Mackenzie, un escocés de voz suave, «un mechón de pelo rojizo, un temperamento desigual, gran dominio de idiomas y una gran experiencia en llevar el registro de una excavación». Sin perder tiempo contrataron obreros cretenses y los pusieron a trabajar cavando en el montículo de Kefala, en Cnosos.

Casi inmediatamente surgió un gran laberinto de edificios. El 27 de marzo Arthur Evans pudo anotar en su diario:

Un fenómeno de lo más extraordinario nada griego, nada romano, apenas un fragmento de cerámica de barro barnizada de negro, relativamente moderno, entre decenas de miles. Nos falta incluso la cerámica geométrica (siglo VII a. C.), aunque como lo demuestran los tholoi (tumbas) encontrados cerca del camino central, mucho más abajo, existió una Cnosos floreciente… Más aún, su época de máximo esplendor corresponde por lo menos al período pre-micénico.

Evans había venido a descifrar un sistema de escritura, pero no había pasado un mes cuando comprendió que había descubierto una civilización.