7. CONTINÚA LA BÚSQUEDA

Capítulo VII

CONTINÚA LA BÚSQUEDA

Allá, en medio del mar de oscuro azul, hay una tierra llamada Creta, una tierra fértil y hermosa, bañada por las olas, densamente poblada y que ostenta noventa ciudades… Una de las noventa ciudades es una gran población llamada Cnosos y allí el rey Minos reinó por espacio de nueve años, disfrutando de la amistad de Zeus todopoderoso.

Así es como Homero hace describir Creta a Ulises, en el famoso pasaje de la Odisea en que el «astuto griego» se finge ante Penélope nieto de Minos. Es casi seguro que Homero había visitado Creta, porque en uno de esos detalles topográficos a los que es tan aficionado, nos dice, en la misma página, que su héroe

…llegó a Amniso, puerto de difícil arribada, donde se encuentra la gruta de Ilitia; la tormenta casi le hizo naufragar.

Yo visité esa cueva con los de Jong, poco después de desembarcar en Creta. Piet de Jong, antiguo arquitecto de Sir Arthur Evans, era por entonces Conservador del Palacio de Minos en Cnosos, a donde él y su mujer regresaban después de unas vacaciones. Nos habíamos conocido en Atenas, a mi regreso de Micenas y Tirinto, y me habían invitado amablemente a la Villa Ariadna, antiguo hogar de Sir Arthur en Cnosos y que más tarde cedió a la Escuela Inglesa de Atenas. De Jong es un inglés de Yorkshire, de unos cincuenta años, callado, de rostro anguloso tostado por el sol, y ojos serenos. Hasta que decide si una persona le gusta o no, parece un poco taciturno, pero es bondadoso y cordial y siempre está dispuesto a compartir sus vastos conocimientos prácticos del Palacio con todo aquel que muestre un interés algo más profundo que el del turista común. Su mujer Effie es escocesa y tan locuaz y vivaracha como él tímido, graciosa, observadora y de una maliciosa y pronta inteligencia, posee un repertorio interminable de anécdotas sobre la arqueología y los arqueólogos, sobre Creta y los cretenses, y sobre Sir Arthur Evans, el famoso sabio y excavador del Palacio de Cnosos, a quien los dos conocieron bien y admiraban sin reseñas.

Mientras volábamos hacia el sur sobre el Egeo con sus innumerables islas comprendí que abandonaba con pena el fantasma de Heinrich Schliemann. En Micenas y Tirinto casi había sentido su presencia física —tan estrechamente está asociada su personalidad a estos lugares—. Pero en Atenas dije adiós a su sombra, apropiadamente ante su fantástico palacio Iliou Melathron, que se alza en la calle de la Universidad, frente a la oficina de la compañía de aviación donde había esperado con los de Jong el autobús para el aeropuerto. Las estatuas de mármol de Schliemann todavía se recortan contra el cielo ateniense, aunque ahora contemplan a sus pies una calle atestada de brillantes automóviles americanos y los tranvías más ruidosos del mundo. Cuando nuestro avión planeó sobre la plaza de Faleron, recordé que Schliemann solía bañarse allí, antes del desayuno, por mucho frío que hiciera, incluso cuando ya era viejo («¡A pasearse! ¡A bañarse!» solía decir a los hombres gruesos y de cuello rojizo, «¡Si no morirán de apoplejía!»).

Pasaba ahora a la órbita de otra personalidad tan fuerte como la de Schliemann, pero mucho más refinada y compleja. Cuando en 1941 murió Sir Arthur Evans, a los noventa años, había hecho algo que nadie había logrado antes: escribir él solo un nuevo capítulo de la historia de la civilización. Sin embargo, en cierto modo, su obra fue complementaria de la de Schliemann. Evans edificó sobre los cimientos construidos por Schliemann y, a pesar de sus muchas diferencias de carácter y de temperamento, se parecieron en tres cosas. Ambos fueron ricos, ambos grandes egoístas geniales acostumbrados a hacer su voluntad y a utilizar su riqueza para lograr grandes fines, ambos se hicieron arqueólogos ya en edad madura,[16] después de haber triunfado en otras carreras. Mientras el avión volaba sobre el mar, yo repasaba mis notas recordando lo que sabía de la vida de Evans.

Arthur Evans nació en 1851, el mismo año en que Heinrich Schliemann, entonces un joven de diecinueve años, compraba polvo de oro a los mineros de California, poco después de descubrirse oro en aquella región, en 1849. El niño creció cerca de la tranquila población de Hemel Hempstead, en Hertfordshire, en un lugar llamado Nash Mills, donde se encontraba establecida, desde hacía mucho tiempo, la acreditada fábrica de papel de John Dickinson y Compañía. John Evans, el padre de Arthur, se había casado con su prima Harriet Ann Dickinson, cuyo padre, John Dickinson, era director de la compañía.

Las familias Evans y Dickinson estaban estrechamente unidas por lazos matrimoniales y en ambos había habido una porción de sabios distinguidos. La tradición del estudio estaba muy arraigada en la familia: Lewis Evans, el bisabuelo de Arthur, había sido miembro de la Real Sociedad, lo mismo que su tío abuelo, John Dickinson; su padre, John Evans, era un distinguido geólogo, anticuario y coleccionista, miembro y Tesorero de la Real Sociedad y, citando a Sir John Myres, «una de las principales figuras de ese grupo de hombres entre los que figuraban Lubbock, Tylor, Francis Galton y Pitt-Rivers, que establecieron en este país los nuevos estudios de antropología y arqueología prehistórica sobre una base científica».

Arthur creció en una atmósfera cargada de esa erudición típica de la época victoriana. En el estudio de su padre, en Nash Mills, había cajas con utensilios de pedernal y de bronce; los sabios amigos de su padre se reunían a menudo en la fea, pero cómoda casa junto al río, para charlar y discutir, y preparar los manuscritos que debían presentar ante distintas sociedades de investigación. Durante el verano, Arthur y sus dos hermanos, Lewis y Norman, hacían excursiones con su padre, buscando objetos de pedernal en Inglaterra o en Francia. De los hermanos, Arthur se entendía mejor con Lewis que con Norman, que era alegre, irresponsable y encantador, y que acabó por pelearse con su padre, marchándose a América por una temporada. Lewis y Arthur heredaron ambos el gusto al estudio de su padre y Arthur adquirió, desde pequeño, la afición a coleccionar. Las monedas le fascinaban de manera especial y en este estudio le ayudó, en cierto modo, un defecto físico. En Time and Chance, donde la doctora Joan Evans hace un comprensivo retrato de su hermanastro, se encuentra este pasaje:

Evans era extremadamente miope y se resistía a usar gafas. Sin ellas podía ver, con detalle extraordinario, cosas pequeñas a unos centímetros de distancia, mientras que todo lo demás eran formas vagas. Por lo tanto, los detalles que veía con exactitud microscópica sin que lo distrajera el mundo exterior tenían para él un mayor significado que para las demás personas.[17]

Y fue precisamente este defecto de la vista lo que, con el tiempo, condujo a Arthur Evans a Creta y le permitió dar a conocer e interpretar una civilización tan evolucionada como la de Egipto. Le ayudó a esto su visión minuciosa, casi microscópica, de los diminutos sellos cretenses en forma de cuentas y sortijas, cuyo estudio lo llevó al Palacio de Minos. Pero todavía no hemos llegado a esta parte de su historia.

Sin embargo, sería equivocado imaginar al joven Evans como un tímido jovencito miope, interesado únicamente en la antropología y la numismática. Cierto que era bajo de estatura y miope, y en Harrow nunca se interesó por los juegos (se burló de los entusiastas del deporte en la revista satírica que él mismo editó, The Pen-Viper, suprimida después del primer numero), pero era de constitución sólida y fuerte, nadaba y montaba bien, y disfrutaba con los ejercicios físicos violentos con tal de que no tomaran la forma de juegos organizados, que le aburrían. Le entusiasmaba viajar, sobre todo en condiciones difíciles, y durante toda su juventud y edad madura se deleitó con los viajes largos, principalmente a pie o a caballo, en las regiones más primitivas de Europa oriental. Era valiente, tenaz, de carácter violento y de voluntad inquebrantable.

En Harrow empató con Frank Balfour en las oposiciones al Premio de Historia Natural, formando Huxley parte del tribunal. En Oxford, donde fue miembro del Brasenose College, estudió historia, dedicando sus vacaciones unas veces a viajes llenos de vicisitudes por la Europa oriental, y otra, a un intenso estudio, nada menos que en Broadway Tower, en Worcestershire, ese extraordinario desatino de uno de los Condes de Coventry del siglo dieciocho, situado en las faldas del noroeste de las colinas Cotswold, desde donde se dominan siete condados. Arthur compartía la parte alta de la Torre con un amigo, y el portero y su mujer, que vivían abajo, atendían a los dos jóvenes.

Uno de los rasgos típicos de Evans, que revela su espíritu contradictorio es que, reconociendo la semejanza de mentalidad de su padre con la suya, se esforzó por ser lo más diferente posible de él. Ambos eran anticuarios y ambos coleccionistas. Pero según pasaban los años, los intereses anticuarios de Arthur divergieron cada vez más de los de su padre y, cuando al morir el viejo John Evans le dejó su enorme y voluminosa colección de utensilios y armas de la Edad de Piedra; el joven se sintió más desconectado que agradecido. Por entonces, su principal interés se cifraba en los Balcanes, un interés que fue transformándose en ardiente pasión, después de su primera visita a Bosnia y Herzegovina[18] en 1871.

No es una exageración decir que Arthur Evans se enamoró de los países eslavos del sur. El paisaje, especialmente el de la gloriosa costa dálmata, la arquitectura, la mezcla fascinante de culturas romana, bizantina, veneciana, y musulmana, y sobre todo, el pueblo, tenaz, luchador y amante de la libertad, todo conquistó el corazón del joven inglés. En esta época Bosnia y Herzegovina se encontraban sometidas bajo la pesada y brutal mano de Turquía. Había insurrecciones balcánicas, represiones sangrientas, saqueos, incendios, torturas, refugiados que huían, el mismo angustioso cuadro que nos es familiar también en nuestra época. Pero para los jóvenes liberales intelectuales, del tipo de Evans, estos ultrajes eran como una invitación a la acción. Arthur (entonces tenía veinte años) se convirtió en liberal convencido, discípulo de Gladstone, a quien su padre, conservador, detestaba, en defensor de las minorías oprimidas de la Europa oriental. A su llegada a París se compró un magnífico abrigo negro con el forro de seda color escarlata, pero como el recuerdo de la guerra Franco-Prusiana que acababa de terminar, seguía fresco, acató el consejo de un aduanero que le dijo que si lo usaba podrían matarlo por espía. Evans guardó el abrigo que, en otra ocasión, le fue muy útil.

El año de 1872 lo pasó haciendo alpinismo en Rumania con su hermano Norman y de este país pasó a Bulgaria. El año siguiente, recorrió varios de los países escandinavos: Suecia, Finlandia y Laponia, que no lo impresionaron gran cosa porque, como comenta Joan Evans:

Para sentirse a gusto en el extranjero, tenía que encontrar allí una civilización compleja y un sentido del pasado histórico. En Laponia no había fantasmas…

…aunque quizás fuera más exacto decir que no había fantasmas por los que Evans pudiera sentir simpatía.

El año de 1874 encontró a Arthur Evans de regreso de su elevado nido de águilas en Broadway Tower, contemplando la abundancia veraniega del valle de Evesham, y preparando intensamente sus exámenes finales. Al año siguiente obtuvo un primer lugar en Historia Moderna, y después fue a Göttingen para estudiar otro año, antes de buscar una forma de ganarse la vida. No sentía mucho entusiasmo por dedicarse a la preparación de monografías y la única alternativa parecía ser una carrera académica. Hizo oposiciones a vacantes en las escuelas de Magdalen y All Souls, pero no tuvo éxito, en parte quizás por su carácter intransigente y sus opiniones impopulares que no eran aceptables para los elementos más conservadores de la sociedad de Oxford, pues por esta época, Arthur Evans se estaba convirtiendo en un enfant terrible, muy interesado en la política de los Balcanes.

Había regresado a Bosnia con su hermano Lewis. En Brood fueron arrestados como espías rusos, situación que la pugnacidad de Arthur no contribuyó a mejorar. Estuvo en Bosnia durante la insurrección de 1875 y en Sarajevo cuando Herzegovina se rebeló contra Turquía. Tanto los insurgentes musulmanes como los cristianos lo apreciaban y lo trataban bien. Las cartas a su casa estaban llenas de amargas críticas de la actitud indiferente del Gobierno inglés hacia la causa de la libertad de los Balcanes. En realidad no era raro que los estadistas ingleses y europeos se resistieran a exponer la paz de Europa por el amor a los pueblos oprimidos de Bosnia y Herzegovina, por mucho que lo merecieran y por muy heroicos que fueran. Pero el joven exaltado que había vivido entre esas gentes, presenciando sus sufrimientos e identificándose con ellas, perdía la paciencia con las sutilezas de la diplomacia de las grandes potencias.

Publicó un libro sobre Bosnia y Herzegovina, envió un ejemplar a Gladstone (que acusó recibo) y quedó muy complacido cuando el G.O.M. citó sus testimonios sobre las atrocidades turcas. Al año siguiente, en 1877, las Grandes Potencias barajaron de nuevo las cartas y los desgraciados bosnios de Evans vieron su país ocupado por Austria. C.P. Scott, el gran editor del Manchester Guardian, partidario de Gladstone y enemigo de los turcos, nombró a Arthur corresponsal especial en los Balcanes, con base en Ragusa. Fue un empleo ideal para el joven Evans, que entusiasmado se puso en camino con algo de dinero y víveres para los refugiados, reunidos por ingleses simpatizantes.

Los años que siguieron fueron los años culminantes de la juventud de Evans. Joan Evans los describe con detalle en Time and Chance; aquí no disponemos de espacio más que para mencionar de pasada algunas de las vicisitudes más notables: Arthur, explorando con un cierto riesgo personal el país ocupado por los insurgentes; investigando el sórdido horror de los campos de refugiados plagados de enfermedades; buscando y entrevistando a Desptovitch, el jefe insurgente, en su fortaleza; cruzando a nado un río desbordado, desnudo, con un cuaderno de notas y unos lápices metidos en el sombrero; usando su abrigo forrado de rojo con el forro para fuera, para parecer lo más oriental posible, en su visita a un fuerte musulmán; y enviando incesantemente brillantes artículos a su editor, cada día más encantado. Más tarde, estas Cartas al Manchester Guardian, fueron publicadas en forma de libro.

Sin embargo, en medio de sus actividades políticas y periodísticas, encontraba tiempo para excavar edificios romanos, explorar cantillos medievales, copiar antiguas inscripciones bosnias y aun para añadir en la posdata a una carta que escribía a su casa relatando sus aventuras: «Decidle a papá que he conseguido una nueva hacha de piedra plana.» Seguían interesándole la arqueología y la numismática. Después de sus correrías por el interior regresaba a Ragusa más enamorado de los Balcanes que nunca y no tardó en ser una excéntrica figura familiar en esa encantadora ciudad. A causa de su miopía llevó durante toda su vida un grueso bastón, al que su familia llamaba «Prodger». Los ragusanos pronto se acostumbraron a Evans con su Prodger, el «inglés loco del bastón», que se rumoreaba llevaba consigo una bolsa de oro…

Por aquella época se suscitó un conflicto personal entre el joven periodista y Holmes, cónsul británico en Sarajevo, que recomendó a su gobierno que no dieran mucho crédito a las historias sobre las atrocidades turcas. Evans salió inmediatamente en busca de pruebas y fue en una de estas peligrosas expediciones cuando atravesó a nado un río de agua helada, crecido a causa de la lluvia y de la nieve derretida, para visitar un puesto avanzado insurgente. Pronto el Guardian empezó a recibir pruebas bien documentadas de aldeas quemadas y listas con los nombres de las víctimas, pruebas que ni el mismo cónsul inglés pudo desmentir. Evans ganó la batalla.

Poco después se declaró la guerra entre Turquía y Montenegro y el joven corresponsal se puso de nuevo en camino, unas veces a pie, otras a caballo, regresando siempre con nuevos materiales para sus interesantes artículos. Mientras se encontraba en las montañas montenegrinas, recogiendo datos para sus informes, Evans se enteró de que un antiguo amigo de Oxford, Freeman, el historiador, se dirigía con sus dos hijas, a Ragusa, donde pensaba pasar unos días. Arthur admiraba mucho a Freeman, que había sido uno de los principales organizadores de la ayuda a los Balcanes en Inglaterra. En su ansiedad por llegar a Ragusa antes de que partieran los Freeman, cabalgó sin detenerse durante siete horas; perdió el vapor en que debía pasar un estrecho, y en su lugar tomó una lancha y lo cruzó remando él mismo, montó a caballo en el otro lado y siguió a caballo durante todo el día siguiente hasta llegar a Ragusa.

Arthur ha adquirido —escribía la hermana de Evans en esta época— una expresión ligeramente insurgente.

Margaret Freeman, que no había visto al joven erudito desde hacía varios años, cuando lo conoció en Oxford, se encontró con un joven bronceado, ágil y activo, «no carente de atractivo,» escribía su hermana cautelosamente. Margaret se enamoró de él y en febrero de 1878, cuando ambos se encontraron de nuevo en Inglaterra, se prometieron. Muy apropiadamente (Margaret era también aficionada al estudio) celebraron su compromiso yendo a ver juntos la exposición de antigüedades troyanas, que había traído a Londres el Doctor Heinrich Schliemann.

Estábamos a mitad del trayecto entre Atenas y Creta. Nuestro avión avanzaba con un zumbido soporífero sobre el azul invernal del Egeo. Un barco diminuto trazaba una línea blanca que se iba ensanchando a través del agua neblinosa que iluminaba el sol. Schliemann, como Homero, había ido a Creta en barco. Pero Evans… ¿había volado Evans? Me volví en mi asiento para preguntárselo a Piet de Jong.

«Oh, sí, le gustaba volar. Volaba con frecuencia, incluso antes de 1930, cuando volar era mucho menos seguro y menos corriente que ahora. Le gustaba probar todo lo que era nuevo…»

«Y además en los viajes por mar siempre se ponía malísimo —añadió Effie—. Así que un viaje por mar era para él una verdadera agonía. Pero, en cambio, volando nunca se mareaba».

Les enseñé el pasaje en mis notas en el que describía a Prodger, el famoso bastón de Evans, y ambos se sonrieron al recordarlo.

«Ese inolvidable bastón suyo —rió Piet— era como parte de él mismo. Parecía una especie de bastón de mando. Es imposible imaginarse a Sir Arthur sin él. Le diré —continuó inclinándose hacia adelante para dar énfasis—, he caminado Piccadilly abajo con Sir Arthur, a mediodía, cuando aquello está atestado de coches, y si veía al otro lado de la calzada un amigo o algo que le llamara la atención en un escaparate, allí iba él, cruzando en medio del tráfico y blandiendo ese dichoso bastón sobre su cabeza, seguro de que los coches se apartarían para dejarlo pasar. Y la cosa es que así lo hacían.»

«Exactamente igual que si hubieran estado en Herácleo» —añadió Effie.

«¿Tenía algo de autócrata?» —pregunté.

«Puede llamarlo así, pero no realmente. Era más bien una especie de déspota benévolo, lo que se dice un “gran señor”. Algunos cretenses le tenían miedo, pero él amaba a Creta sinceramente.»

«Claro está —continuó Piet— que nosotros sólo lo conocimos bien ya de cierta edad, cuando era un hombre rico y formado, con sus costumbres muy arraigadas. Pero incluso de joven debió de tener una voluntad de hierro. Le entusiasmaba la lucha. Fíjese cómo luchó contra los austriacos en defensa de sus amados bosnios hasta que lo deportaron. Y después qué hace sino ir a su tierra donde empieza otra pelea, ahora contra las autoridades de la universidad con motivo del Museo Ashmole. Y todo esto fue mucho antes de que viniera a Creta.»

«En eso era como Schliemann —añadió la señora de Jong—. Ambos ejercieron sus carreras con éxito, mucho antes de dedicarse a la excavación.»

Ella y su marido volvieron a sus libros. Yo miré un rato hacia abajo, medio hipnotizado por el interminable ondular de la superficie del «vinoso mar»… Luego, haciendo un esfuerzo, volví otra vez a mis notas, al mundo de Arthur Evans cuando era joven.