Capítulo VI
«AQUÍ EMPIEZA UNA CIENCIA ENTERAMENTE NUEVA»
A unos pocos kilómetros de la ciudad de Argos, en el camino hacia Nauplia, se encuentra una aldea. La aldea consiste en un café con unas cuantas mesas de hierro bamboleantes, una cárcel, desde la que llega a intervalos el sonido de una trompeta, algunas casas de adobe y tejas de terracota; burros y perros ladradores y un ambiente general de pobreza. A uno de los lados del camino se extiende un brazo de la Bahía de Argólide. Al otro quedan las inevitables hileras de polvorientos olivos, con viejas raíces nudosas incrustadas en la tierra pardusca. Más lejos, hacia el norte, el terreno va subiendo hacia las colinas donde está situada Micenas.
Al dejar el desvencijado autobús se andan unos pasos por la calle de la aldea, se deja atrás la prisión, y allí delante tiene uno a Tirinto, después de Micenas el ejemplo más grande que se conserva de una fortaleza micénica. Aunque no es tan romántico como Micenas ni cuenta con el encanto de su leyenda, el lugar tiene un sombrío esplendor que todavía justifica el nombre que le dio Homero «Tirinto, la de las Grandes Murallas». A distancia parece surcar los tranquilos campos como un acorazado, largo, bajo y gris, con la Acrópolis recortándose sobre el cielo como una torre de artillería. Tiene 270 metros de longitud por 75 metros de ancho y unos 9 a 15 metros de altura.
Pero de cerca todas estas impresiones quedan subordinadas a las murallas ciclópeas, construidas de increíbles bloques de piedra, en bruto, o toscamente desbastados, que pesan más de diez toneladas cada uno. La anchura total de estas murallas varía de 7.5 a 15 metros. Algunas son huecas, y tienen dentro largas galerías, abovedadas en lo alto y agujereadas por aspilleras triangulares que desde fuera de la fortaleza parecen negras bocas abiertas. Con sus agujeros que parecen cañoneras, la semejanza con un castillo medieval es todavía más marcada que la de Micenas. Sin embargo, Tirinto se construyó antes de 1200 a. C. Probablemente las aberturas se hicieron para los arqueros, mientras que las galerías debieron de utilizarse como comunicaciones protegidas con las armerías, las salas de guardias o las torres.
Cualquiera que se encontrase en Tirinto en 1884, habría visto dos hombres en manga de camisa sentados bajo la sombra de una muralla, comiendo bocadillos de queso y carne. El más viejo, un personaje con lentes, amplia frente y espeso bigote, hablaba rápidamente, acompañando sus palabras con enérgicos ademanes, con su compañero, mucho más joven, que permanecía sentado comiendo tranquilamente, o tomando con satisfacción alguno que otro trago de su vaso de vino resinoso. De cuando en cuando hacía una anotación, o interrumpía con unas cuantas palabras el monólogo de su compañero, volviendo enseguida a su comida.
El hombre de más edad era Schliemann, ahora de sesenta y dos años, y el otro era Dörpfeld, el inteligente joven arquitecto al que años más tarde describe Sir Arthur Evans como «el descubrimiento más importante de Schliemann». Fue Dörpfeld quien poco a poco introdujo la disciplina de la ciencia en las investigaciones del viejo arqueólogo, y le enseñó el valor del cuidado y la paciencia en la excavación, de la exactitud en los trabajos publicados y la templanza en la controversia. «Las cuestiones científicas —solía decir a su patrón cuando se enfurecía— no pueden resolverse con insultos… sino sólo con pruebas objetivas». Esto dice mucho de la visión y esencial humildad de Schliemann y de lo mucho que apreciaba el genio de Dörpfeld aceptando (con alguno que otro arrebato de rebeldía) sus acertados consejos.
También aquí se inspiró Schliemann en los autores clásicos. Pausanias había descrito las murallas de Tirinto como «compuestas de piedras sin labrar cada una de las cuales es tan grande que un par de mulas no puede mover ni siquiera la más pequeña de ellas…» (lo que es una exageración, como indicó el cauto Dörpfeld). Según la tradición, la fortaleza había sido construida por Proteo. Se supone también que la conquistó Heracles y que vivió largo tiempo dentro de sus murallas, por lo que era llamado a veces «el de Tirinto». En la época clásica Tirinto, con Micenas, envió cuatrocientos hombres a la batalla de Platea. En 1876, poco antes de empezar sus excavaciones, Schliemann hizo unos cuantos sondeos de prueba y descubrió unos muros de casas «ciclópeas» a una profundidad considerable, y unas cuantas vacas de arcilla e «ídolos» de terracota semejantes a los que aparecieron después en Micenas.
Pero de esto hacía ya ocho años, y ahora había vuelto, esta vez no con Madame Schliemann, sino con un experto arquitecto, setenta trabajadores y «cuarenta carretillas inglesas con ruedas de hierro, veinte palancas de hierro grandes… cincuenta picos, cincuenta palas grandes» y demás equipo. Ya en el verano de 1884 había extraído centenares de toneladas de tierra de las ciudadelas central y superior dejando al descubierto, por primera vez, la planta de lo que, indudablemente, era un palacio homérico. Se despejaron paredes, puertas, umbrales, y bases de pilares que Dörpfeld midió y dibujó con todo cuidado. Las excavaciones no estaban todavía completas, pero se había hecho lo bastante para proporcionar a Schliemann una gran satisfacción.
La planta del palacio, con su megarón, pórtico, patios y estancias colindantes mostraba una semejanza inconfundible con el palacio de Ulises, tal como se describe en la Odisea. Cierto que aquel edificio se encontraba en Ítaca, pero éste era tan semejante, que incluso era posible, si se admiten unas cuantas discrepancias, imaginarse la lucha en la que Ulises mata a los pretendientes. Schliemann estaba en su elemento. El comerciante erudito, ya viejo, casi calvo y con gruesos lentes tenía motivos para sentirse satisfecho mientras que apoyado contra la muralla, contemplaba la llanura de Argos, bañada en sol. En el horizonte, hacia el norte, se alzaban las colinas que ocultaban Micenas, escena del mayor de sus triunfos apenas hacía ocho años. ¡Pero qué años aquellos!
Primero su viaje triunfal por Inglaterra en 1877, cuando treinta sociedades culturales habían rivalizado una con otra para honrarlo, y reanudó su amistad con Gladstone, al que había conocido en 1875. Por aquella época todavía no era raro que un Primer Ministro combinara la política con los estudios clásicos. El interés de Gladstone por los estudios homéricos era conocido, y Schliemann le pidió que escribiera un prefacio para su libro, Micenas. El jefe liberal no pudo negarse, aunque cuando leyó el libro del alemán confesó a Murray, el editor, que estaba «muy preocupado con esto, pues no soy el hombre indicado». Sin embargo, escribió una extensa y bien razonada introducción en la que, después de una cautelosa consideración de los hechos disponibles, apoyaba el punto de vista de Schliemann de que los cuerpos encontrados en las tumbas de fosa vertical eran los de Agamenón y sus compañeros asesinados.
Cuando Heinrich llegó a Inglaterra en 1877, Sofía había estado enferma y no había podido acompañarlo. Mientras convalecía en Atenas leía llena de nostalgia las cartas de su marido, rebosantes de entusiasmo, contándole que diez sociedades le habían pedido una conferencia, que el día anterior había cenado con Gladstone y que el Primer Ministro se había quedado con su fotografía, «así que por favor trae otras cuando vengas», que la Sociedad fotográfica de Londres le había pagado cuarenta libras por dejarse tomar una fotografía para venderla, y que «Hodge, el pintor, hace semanas que anda detrás de mi para hacerme un retrato de tamaño natural para la Real Academia».
Por fin, en el verano (Sofía, ya una bella y seria mujer de veintiocho años), pudo reunirse con él y ocupar su lugar en la plataforma de la Real Sociedad, donde, ante un distinguido público de más de mil personas, recibió cada uno como premio un diploma especial del Instituto Arqueológico. Ambos dieron conferencias en inglés, y elegantes damas escucharon fascinadas, mientras Sofía les contaba cómo ella y su marido habían pasado veinticinco días arrodillados en el suelo de las tumbas, sacando uno a uno los áureos tesoros de los Atridas.
Fueron momentos inolvidables, que casi compensaban los amargos ataques de los críticos que le habían hecho escribir:
En Londres fui agasajado durante siete semanas como si hubiera descubierto una nueva parte del globo para la Inglaterra ¡Qué diferencia con Alemania! Allí sólo me encontré con censuras.
Las críticas, unas justas o imparciales, otras de mala voluntad o dictadas por los celos, habían de continuar durante toda la vida de Schliemann, y nunca dejaron de causarle pena. Sin embargo, poco a poco, a medida que fueron pasando los años, la opinión responsable llegó a conceder un gran valor a los descubrimientos del alemán, en especial cuando, en años posteriores, buscó la colaboración de especialistas bien preparados. Pero la leyenda del titiritero en busca de publicidad nunca llegó a desaparecer, y con frecuencia tuvo motivos para lamentar amargamente el haber publicado sus primeros hallazgos con excesiva precipitación.
En el año siguiente, 1878, sus triunfos en Inglaterra fueron coronados por una alegría aun mayor: Sofía le dio un hijo. Siete años antes, cuando había empezado a cavar en Troya, tuvieron una hija a la que Schliemann llamó Andrómaca, como la esposa de Héctor. Pero ahora se había realizado su más ardiente deseo. Apenas llevaba el niño unas cuantas horas en el mundo cuando su padre, embelesado, sosteniendo sobre su cabeza un ejemplar de Homero leyó en voz alta cien líneas del poeta. Un rasgo de Schliemann el romántico. Schliemann, en cuanto hombre práctico, se reveló en el solemne bautizo ortodoxo, cuando en el momento en que el sacerdote iba a meter en el agua a la criatura, su padre se adelantó, sumergió un termómetro en la pila y comprobó la temperatura.
El mismo año empezó a construir una mansión en Atenas, en lo que es ahora la calle de la Universidad. Cuando quedó terminada unos años después, era el edificio más suntuoso de la capital, pocos en toda Grecia lo igualaban en magnificencia. En el tejado dioses y diosas de mármol se alzaban recortándose contra el cielo azul. En el interior, opulento pero frío, había vestíbulos con pilares y escaleras de mármol y un salón de baile espléndidamente suntuoso donde los invitados a los que les interesaba examinar los frisos de putti alrededor de las paredes, podían ver aquellas figuras diminutas que representaban las principales actividades de la vida del anfitrión. Aquí algunas de las figuras leían a Homero y Pausanias, allá otras cavaban y desenterraban el rico tesoro de Micenas y de Troya ¿y quién era aquella figurilla de negro con anteojos de concha contemplando el paisaje? ¡Quién si no el mismo Schliemann!
En las paredes y en las escaleras, sobre las puertas, en el interior y el exterior de la casa había inscripciones tomadas de los autores griegos antiguos. Sobre la puerta del estudio del gran hombre se leían las palabras pitagóricas:
Que no penetre aquí quien no estudie geometría.
En otras paredes había versos de Homero y de Hesíodo, mientras que en la fachada del palacio destacaban en letras griegas las palabras «Ilión Melathron», o sea, Palacio de Ilios. Aquí Schliemann solía recibir a sus distinguidos huéspedes de diversas partes del mundo, y en el piso bajo, expuesto en cajas de cristal, estaba el áureo «Tesoro de Príamo» que Heinrich y Sofía habían desenterrado al pie de las murallas de Troya.
Pero todo esto vendría más tarde. Entretanto, mientras se construía la casa, Schliemann hizo otra visita a Ítaca, donde exploró la isla detenidamente, escaló el monte Aëtos, practicó unos cuantos sondeos de prueba en varios lugares pero no encontró nada de gran interés. Después, en septiembre de 1878, cuando las dificultades con respecto al firman parecían resueltas, aunque no habían de tardar en manifestarse de nuevo, regreso a Troya. Reanudó las excavaciones cerca del sitio en que había encontrado el «Tesoro de Príamo», o sea, en el edificio grande al oeste y al noroeste de la Puerta. Antes de llevar un mes excavando descubrió otro tesoro, más pequeño, de objetos de oro, en el interior de una vasija de terracota rota «en una cámara en la parte noroeste del edificio en presencia de siete funcionarios del navío inglés Monarch…». Las lluvias invernales hicieron suspender el trabajo a fines de noviembre, así que Schliemann se fue a Europa por unos cuantos meses, regresando a los Dardanelos en febrero de 1879. Un mes más tarde se reunió con él uno de los hombres de ciencia más distinguidos de Europa, que había de ejercer una notable y provechosa influencia sobre Schliemann durante los últimos años de su vida.
El profesor Rudolf Virchow vino invitado por Schliemann. Aunque los dos grandes hombres se habían escrito varias veces, fue entonces cuando realmente intimaron. Virchow, un brillante doctor en medicina, era más o menos de la misma edad que el arqueólogo. Se había hecho famoso a los treinta y tantos años como el fundador de un nuevo sistema patológico. Más tarde, impulsado por sus convicciones humanas y liberales, había ingresado en el Parlamento alemán, donde también se había distinguido como político. Emil Ludwig, a cuyo Schliemann de Troya deben tanto todos los que posteriormente han escrito sobre Schliemann, explica con gran acierto las razones que hicieron que estos dos espíritus tan diferentes llegaran a entenderse bien.
En su juventud, ambos hombres se interesaron por actividades ajenas a su profesión, abriendo y explorando nuevos caminos… ambos… habían voluntaria y desinteresadamente asumido una segunda carga, el uno a causa de sus ideas revolucionarias, el otro por ambición y un impulso hacia tareas más elevadas…
Intrépido, humano y sereno, Virchow era el hombre indicado para apoyar nuevos descubrimientos cualquiera que fuera su origen. Se diferenciaba de otros profesores universitarios germanos por su falta de prejuicios que le hacía siempre desentenderse de las cuestiones personales respecto al origen, educación, religión o parentesco de una mente independiente que era blanco de la controversia.
Fueron estas cualidades las que hicieron que Virchow fuera un amigo y aliado tan valioso para el impetuoso excavador. Su inteligencia serena y su formación científica refrenaban los impulsos más violentos de Schliemann, sin dejar por eso de reconocer y alentar su genio natural, y sin sentir escrúpulos por su falta de preparación académica. Y como además Virchow era un hombre adinerado no se le podría echar en cara de que influyera en él la riqueza del millonario.
Con Virchow vino también M. Émile Burnouf, Director Honorario de la Escuela Francesa de Atenas, y los tres trabajaron juntos durante todo el verano. Burnouf levantando planos y Virchow estudiando la flora, la fauna y las características geológicas de la llanura de Troya, así como el estado en que se encontraban las ruinas y los escombros que aparecieron durante la excavación.
Schliemann tuvo también oportunidad para hacer excursiones con Virchow por los alrededores. Visitaron la desacreditada zona de Bounarbashi y tomaron la temperatura de los manantiales en los alrededores, motivo de tantas discusiones, y Heinrich quedó encantado cuando su amigo se mostró de acuerdo en que la diferencia de la temperatura entre un manantial y otro era apenas perceptible. Juntos treparon al Monte Ida, y encontraron la fuente del río Escamandro, que tan gran importancia tiene en la topografía de la Ilíada. Hacia el fin de la temporada el ex comerciante de añil y el famoso hombre de ciencia eran ya íntimos amigos, y cuando al año siguiente Schliemann publicó su volumen de 800 páginas Ilios, fue Virchow el que escribió el prefacio.
…allí se alza la gran colina de ruinas, un fenómeno para la contemplación realista casi tan extraordinaria como la Sagrada Ilión lo es para el sentimiento poético… No tiene igual. No existe otro cúmulo de ruinas que permita establecer criterios para juzgar su importancia. Esta excavación abre un campo completamente nuevo para los estudios de los arqueólogos, todo un mundo inexplorado. Aquí empieza una ciencia enteramente nueva.
Virchow, sin la obsesión de Schliemann por encontrar paralelos homéricos, pudo darse cuenta más claramente del significado de los descubrimientos de su amigo. Pero Schliemann, que había abierto un enorme cráter en el centro de la colina, seguía perplejo ante los siete estratos que había descubierto, de los cuales, en su opinión, sólo las capas inferiores podían ser homéricas. Expuso en esta opinión que el tercer estrato (desde el fondo), correspondiente a la llamada «Ciudad Quemada» era la Troya de Príamo, pero sus dudas y problemas se manifiestan patéticamente en su libro.
Este pequeño pueblo, con sus murallas de ladrillo, que apenas debió de contar con más de 3.000 habitantes… ¿podía identificarse con la gran Ilión homérica de inmortal renombre, que resistió durante diez largos años los heroicos esfuerzos de todo el ejército griego, de 110.000 hombres?
Sólo la falta de un sistema adecuado para la determinación de fechas mediante el estudio comparativo de objetos de cerámica le impidió ver que su Troya «homérica», o sea, la ciudad que había existido en el año 1180 a. C., estaba ante sus ojos. De haberlo sabido, no habría tenido que llegar hasta el miserable poblado que se encontraba en el fondo del cráter que había hecho abrir: las murallas de la Troya homérica se encontraban en los estratos superiores,[15] tan macizas como sus contemporáneas de Micenas: eran todo lo que había podido desear su romántica imaginación. Conocía y admiraba las murallas que había respetado al cavar en busca de restos más profundos, pero pensó que eran de la época de Lisímaco, tan sólo 300 años a. C.
En 1881, Virchow lo convenció de que presentara su colección troyana a Alemania, pero sólo consintió después de que este hábil político consiguió que Berlín recibiera a Schliemann como ciudadano de honor, y que se le concediera, entre otros honores, la orden Pour le Mérite. Schliemann no podía olvidar fácilmente las burlas despreciativas de los sabios alemanes y los desdeñosos ataques de la prensa que siguieron a sus primeros descubrimientos en Troya.
Había pasado la temporada de 1880 excavando en Grecia, donde en Orcómenos, otra localidad homérica, había descubierto una tumba tholos micénica que tomó como un lugar para almacenar tesoros, lo mismo que había creído Pausanias. Pero al año siguiente estaba otra vez en Troya, esta vez con el joven Dörpfeld, que había solicitado el honor de trabajar con él. Dörpfeld, gracias a su preparación como arquitecto, pudo descifrar la complicada estratificación de Hissarlik y hacer levantamientos de las distintas capas. Lo mismo que la de Virchow, la influencia de Dörpfeld sobre Schliemann ayudó a frenar su tendencia a precipitarse, impidiendo que en una ocasión publicara prematuramente un plano de excavaciones inexacto. «Sólo con planos correctos —le aconsejó— podremos silenciar a nuestros adversarios.» El viejo león se iba domesticando poco a poco, para el beneficio de la ciencia y su propio bien, quizás a costa de gran parte de su primitivo entusiasmo.
Durante estas últimas temporadas en Troya, donde en los primeros años de su matrimonio habían encontrado el oro antiguo, ya no lo acompañó Sofía. A veces le hacía breves visitas: cuando estaba solo la echaba mucho de menos, y le escribía desde su casita en la colina troyana:
Enciendo cuatro velas, pero el cuarto todavía está oscuro. Falta la luz de tus ojos. La vida sin ti es insoportable.
Luchaba todavía con el eterno problema de la estratificación troyana, cuando al gobierno turco se le ocurrió una nueva manera de fastidiar a Schliemann, impidiéndole seguir con sus investigaciones. No lejos de Hissarlik había un fortín decrépito, sin el menor interés para nadie, salvo quizás para el ejercito turco. El gobierno decidió que el arqueólogo debía de ser un espía, y le prohibió continuar haciendo planos. Schliemann regresó a Atenas y otra vez consiguió el apoyo de sus amigos influyentes, alemanes, ingleses y americanos, para procurar, por medio de sus respectivas embajadas en Estambul, la destitución de los funcionarios obstruccionistas, llegando incluso a sugerir que Bismarck nombrara a otro embajador alemán en Turquía, ya que el que desempeñaba este cargo no abogaba por sus intereses con suficiente vigor. Entre tanto hizo un viaje sentimental al hogar de su infancia en Ankershagen, acompañado de Sofía y los niños. El molinero que había recitado a Homero vivía todavía, y fue presentado a la familia. También vio a Minna Meincke, convertida en una señora vieja, gorda y lacrimosa.
Después, como hemos visto, pasó dos temporadas trabajando en Tirinto, donde hizo un descubrimiento que, aunque complació el lado científico de su naturaleza, asestó otro golpe a su fe en el estrato tercero. Dentro de la ciudadela de Tirinto él y Dörpfeld descubrieron los cimientos de un megarón o sala, que con su pórtico de pilares y su patio era tan semejante al que se describe en la Odisea que parecía indiscutiblemente homérico. El hallazgo era importante, pero suscitó un problema difícil, pues en Troya, en el estrato sexto, en la capa que Schliemann había considerado como del siglo tercero, Dörpfeld había excavado un megarón semejante. Por un momento Schliemann estuvo a punto de descubrir la verdad: que una de las capas superiores debía de corresponder a la Troya de Príamo.
La Troya de Príamo… Pero entonces ¿qué era el estrato segundo, las joyas que él atribuyó a la misma Helena, aquellas maravillosas diademas de oro que había colocado sobre la frente de su joven esposa en aquel memorable día de 1872? Si esta capa sexta era la ciudad de Príamo, entonces el tesoro que él había encontrado no había podido pertenecer nunca a Príamo, sino a algún bárbaro anónimo que había vivido siglos antes que él. Durante algún tiempo se resistió a llegar a una conclusión definitiva, y procuró olvidar el problema.
Un hecho era indudable: la cerámica y otros objetos que se encontraron en Tirinto eran tan semejantes a los que fueron hallados en Micenas que quedaba demostrado que las dos ciudades estuvieron habitadas por la misma raza. ¿Pero de qué raza se trataba? Schliemann creía que habían sido fenicios, pero no todos estaban de acuerdo. Mientras tanto el mundo erudito estudiaba los tesoros de Micenas, Tirinto y Troya, o si no se podía llegar a los objetos mismos, examinaban detenidamente los centenares de grabados en los gruesos volúmenes de Schliemann. Se formulaban y se demolían teorías y en su lugar se ofrecían otras nuevas. Un investigador dijo que la llamada «máscara de oro de Agamenón» era una máscara bizantina de Cristo. Otros eruditos, aunque reconociendo el genio intuitivo de Schliemann, afirmaban que los objetos eran más antiguos que Homero o incluso que la guerra de Troya.
Uno de los que así pensaban era un joven inglés de treinta y un años que en 1882 había visitado a los Schliemann en Atenas. Recién casado había acudido a Atenas con su mujer, trayendo una carta de presentación de su padre, un renombrado anticuario a quien Schliemann había conocido en Inglaterra. El inglés escuchó cortésmente mientras Schliemann hablaba de Homero, pero sin gran interés; lo que verdaderamente le atrajo fueron los objetos de oro de Micenas, en especial los diminutos grabados en los sellos de cuentas y de sortijas, que examinó cuidadosamente con sus miopes pero penetrantes ojos. Estos objetos tan diferentes del arte de la Grecia clásica, que a él no le gustaba, le fascinaron. En cierto modo le recordaban las gemas asirias o egipcias, y sin embargo tenían motivos como el del pulpo que eran indudablemente egeos. Aquello era enigmático.
El nombre del joven era Arthur Evans.
En 1886, a los sesenta y cuatro años, Schliemann, inquieto como siempre, seguía buscando nuevos centros homéricos que explorar. ¿Dónde podría ir? Ya había excavado el montículo de Hissarlik. Micenas le había entregado su oro. En Orcómenos ya se habían hecho excavaciones. ¿Dónde entonces? Quedaba Creta «de las cien ciudades», el dominio del rey de Minos, de quien el historiador Tucídides había escrito:
Minos es el gobernante más antiguo que sepamos disponía de una flota, que controlaba la mayor parte de lo que en la actualidad son aguas griegas. Minos gobernaba las Cícladas, y fue el primer colonizador de la mayor parte de ellas, instalando a sus propios hijos como gobernadores. Probablemente limpió el mar de piratas lo mejor que pudo con el fin de proteger sus ingresos.
Desde luego, Tucídides no hacía sino repetir una historia legendaria, pero Schliemann tenía gran fe en las leyendas y en la tradición popular. Y Homero había cantado al valiente lancero Idomeneo, jefe del contingente cretense en el sitio de Troya.
…los hombres de Cnosos, de Gortyn la de las grandes murallas, de Licto, Mileto, la cretosa Licasto, Faestos y Rition, magnificas ciudades todas ellas.
También la Odisea contiene muchas historias cretenses. En 1883 Schliemann solicitó permiso del Gobierno turco, que entonces gobernaba Creta, para hacer excavaciones allí. Como era de esperar, su solicitud no fue atendida inmediatamente, pero tres años después, después de terminado su trabajo en Tirinto llegó a Creta.
Sir John Myres me dijo una vez, que cuando visitó Creta de joven con Arthur Evans, se contaba que cuando indicaron a Schliemann el lugar de Cnosos, capital legendaria del rey Minos, se había arrodillado para dirigir una plegaria a Zeus Ideo en agradecimiento por haberle permitido llegar sano y salvo hasta allí. Esto extrañó mucho a los musulmanes y fue una de las razones por las que el entusiasta alemán tuvo tantas dificultades para obtener el permiso de excavar en la isla. Sir John no asegura que la anécdota sea verdadera, pero es típica de la personalidad de Schliemann.
A unas millas de Herácleo, en un valle que sube hacia el montañoso interior de Creta se alza el montículo de Kefala, donde, según la tradición, estaba situado Cnosos. Aquí, en 1877, el cónsul español había abierto cinco pozos y comprobado la existencia de un edificio de 54 metros de largo y 42 metros de ancho, pero a una gran profundidad. Schliemann quiso comprar este terreno. Las negociaciones fueron complicadas y, hay varias versiones distintas sobre lo ocurrido, que no afectan para nada a nuestra historia en lo esencial. El hecho es que el propietario se negó a vender una parte de su propiedad por separado. Si el millonario quería, tendría que comprar la propiedad, con sus olivos, por 100.000 francos, y esto era demasiado. Schliemann sabía que de todos modos tendría que entregar todo lo que encontrara a las autoridades turcas, así es que regresó a Atenas, dejando en suspenso al propietario.
Mientras tanto Inglaterra tuvo ocasión de ver de nuevo al gran arqueólogo, cuando este fue a Londres a contestar, en debate público, las críticas del arquitecto inglés Penrose, que afirmaba que Tirinto era de fecha mucho más moderna que la supuesta por Schliemann. El inglés fue derrotado y tuvo la gentileza de disculparse. Después Schliemann hizo dos viajes a Egipto, el segundo en 1881, con Virchow. Cuando al año siguiente el propietario cretense le ofreció el terreno por 40.000 francos, Schliemann quedó complacido, pero sentía desconfianza, especialmente cuando fue informado que no tenía necesidad de visitar la isla para cerrar el trato, bastando un depósito. Reunida la astucia del antiguo comerciante, se presentó en Creta sin avisar y descubrió que el propietario de la tierra estaba tratando de engañarlo: había 1.612 olivos menos de lo estipulado, aunque todavía estaba incluido el lugar donde se suponía que se encontraba Cnosos. Pero esta vez Schliemann, el hombre de negocios, triunfó sobre Schliemann el arqueólogo. Rompió las negociaciones y nunca volvió a reanudarlas.
Un año más tarde, después de haberse sometido a una operación en el oído en una clínica de Halle, Alemania, cruzaba apresuradamente Europa para llegar a su casa en Navidad. Era un invierno extraordinariamente frío y los médicos le habían aconsejado que no se pusiera en camino. Pero Schliemann ansiaba encontrarse en su gran casa con Sofía y sus hijos. Aunque el dolor lo atormentaba a menudo continuó su viaje, abandonando el tren a intervalos en busca de un médico local que lo asistiera y reanudando después su camino. Gran parte de su vida la había pasado en barcos y en trenes. Viajar era una necesidad tediosa, pero tenía ese amor sentimental por las Navidades típicas de los alemanes y quería llegar a su casa a tiempo.
En Nápoles volvió el dolor con tal intensidad que se vio obligado a telegrafiar a Sofía pidiéndole que retrasara las fiestas navideñas hasta su llegada. Vio a un médico que lo alivió algo y, sintiéndose mejor, decidió visitar las ruinas de Pompeya, acerca de las cuales tanto le había hablado su padre hacía sesenta años, en Ankershagen. Hacía mucho frío, y a su regreso, Schliemann volvió a sentir el intenso dolor. Al día siguiente, el día de Navidad, cuando se dirigía al consultorio del médico, le dio un colapso en la calle. Paralizado y sin poder hablar la policía condujo al desconocido extranjero al hospital, pero como no se le encontró dinero encima no lo quisieron admitir. Por fin, gracias a un papel en el bolsillo del hombre enfermo, pudo localizarse al doctor y Schliemann, todavía inconsciente, fue trasladado a un hotel, donde un cirujano, después de examinarlo, descubrió que la inflamación se había extendido del oído al cerebro. Al día siguiente, después de Navidad, mientras los médicos discutían en el cuarto de al lado qué podría hacerse, Heinrich Schliemann moría calladamente.
Había terminado su viaje, pero sus descubrimientos, cuyo significado nunca llegó a comprender, habían impulsado a otras inteligencias a un viaje que ni el mismo Schliemann jamás sospechó. Una de estas mentes, quizás la más portentosa, fue la del joven inglés que había contemplado, tan absorto, los tesoros micénicos de Schliemann cuando, ocho años antes, lo había visitado en compañía de su mujer. Mucho después, en el apogeo de sus propios triunfos, Sir Arthur Evans escribió de su gran predecesor:
Tuve la suerte… de conocerlo en el campo de su gloria, y todavía recuerdo los ecos de sus visitas a Inglaterra, escenario de sus mayores triunfos… Algo de sus primeros años novelescos parecía todavía adherido a su personalidad, y yo mismo tengo un recuerdo muy vivo del hombre delgado, de frágil constitución, cutis cetrino, vestido de oscuro, con gruesos lentes de hechura extranjera, a través de los cuales, así se me antojó a mí, había mirado a lo más profundo de la tierra.