5. PAUSA PARA REFLEXIONAR

Capítulo V

PAUSA PARA REFLEXIONAR

Aunque todavía estábamos en febrero, la mañana era clara y soleada. En el aire impregnado del aroma del tomillo vibraba el tintineo de los cencerros de las ovejas. En uno de los recodos del camino me encontré con un corro de pastorcillos embutidos en andrajosos chaquetones procedentes del Ejército americano, bailando solemnemente al son de un caramillo.

Delante se alzaban las colinas gemelas del Monte Zara y el Monte Hagios Elias, recortadas contra el cielo azul, en Hagios Elias los arqueólogos han encontrado restos de una atalaya micénica, probablemente aquella desde donde el vigía apostado por Clitemnestra divisó las señales de fuego. Entre las dos cumbres podía verse la colina más baja en la que se encontraba la ciudadela, su aspecto desde aquella distancia me dejó algo decepcionado. Había esperado ver grandes murallas resaltando contra una tierra verde, pero aquello no era precisamente el Castillo Gaillard ni Ludlow, aquí no había suaves praderas sino una piedra caliza desnuda. A través de la delgada envoltura asomaban los huesos de la colina, y la hierba primaveral no era sino un velo verde sobre el gris, de modo que desde lejos las murallas y las rocas se fusionaban (véase lámina 14).

Pero de cerca todo causaba maravilla. A la izquierda del camino, donde da vuelta un contrafuerte del valle, se abre en la ladera de la colina una enorme puerta de piedra, de tres veces la estatura de un hombre, a la que se llega por un profundo corte, cuyos lados eran de mampostería finamente labrada. Gracias a la abertura triangular sobre la puerta la reconocí enseguida como la más grande de las tumbas «tholos» o «colmena», la famosa «Cámara del Tesoro de Atreo». Penetrando por el corte, llamado «dromos», me detuve bajo la enorme puerta y levanté la vista al dintel.

Tallado de un solo bloque de piedra caliza, pesa 120 toneladas. Cinco hombres altos, tendidos en línea recta con los talones de uno junto a la cabeza del siguiente apenas alcanzaron a abarcar toda su longitud. Tiene un ancho de casi cinco metros, y un espesor de un metro. Sin embargo, de alguna manera los micenios habían logrado colocarlo sobre las jambas de piedra sin grúas ni gatos, acoplándolo con precisión al lugar donde ha permanecido más de tres mil años (véase lámina 1).

El interior de la tumba, fresco y oscuro, era como una cueva circular de muros lisos formados por hileras circulares de bloques perfectamente labrados cuyo diámetro va reduciéndose, cuanto más altas están, formándose una especie de inmensa colmena. Esta gran cámara tiene un diámetro de cerca de 15 metros al nivel del piso, y más de 13.5 metros de altura. En el interior se tiene la impresión de que es todavía mayor. Dentro y cerca del valle hay un gran número de estas tumbas «tholos», aunque en la mayoría el techo se ha derrumbado y ninguna está tan perfectamente conservada como ésta. Pausanias y otros escritores clásicos las llamaban «cámaras de tesoro», creyendo que los antiguos señores de Micenas guardaban allí sus riquezas. Pero debido a otros enterramientos encontrados en tumbas semejantes, en otras regiones de Grecia, ahora se sabe que eran tumbas comparables a las pirámides de Egipto. Y aunque Sir Arthur las juzgó más antiguas que las tumbas de fosa vertical, las excavaciones realizadas por el profesor Wace y otros han demostrado definitivamente que son posteriores, correspondiendo en realidad, a la época comprendida entre los años 1500 y 1300 a. C.

Antes de ir a Grecia había leído el libro del profesor Wace, recientemente publicado, fruto de muchos años de paciente estudio y excavaciones en un lugar que indudablemente ama, por lo cual ya empezaba yo a sospechar que su cariño por aquel sitio debía de haberle llevado a elogiar con exceso sus monumentos. Pero ahora me convencía de que todo el que penetra en este magnifico edificio no puede menos de aprobar sus juicios sobre el desconocido arquitecto.

Ante todo, hay aquí un plan definido que demuestra que antes de labrar una sola piedra o comenzar a excavar, una experta inteligencia había considerado los problemas planteados, encontrándoles solución. El plan de la tumba revela una idea clara y una intención definida así como una atrevida imaginación. Además denota que el autor del proyecto había estimado pesos, empujes y esfuerzos, habiendo tomado las medidas necesarias para resistirlos. La función del tremendo dintel de 100 toneladas, el sistema de juntas oblicuas en el umbral, la precisión del edificio, todo, en fin, demuestra un notable intelecto. Este maestro desconocido de la Edad de Bronce, que proyectó y construyó la «cámara del Tesoro de Atreo», merece figurar entre los grandes arquitectos del mundo.

A lo cual quiero contribuir con una observación personal que quizás sea de interés. Durante mis viajes por Egipto y el Cercano Oriente me había familiarizado con muchas construcciones antiguas, de modo que casi automáticamente había acabado por considerar como oriental cualquier estructura grande anterior al año 1000 a. C. Pero aquí, en suelo europeo, casi mil años antes que el Partenón, alguien había producido un edificio grande en concepción, soberbio en lo que se refiere a la construcción de armoniosas proporciones y, a mi juicio, inconfundiblemente europeo en espíritu.

Volviendo al camino, trepé hacia la Ciudadela. Al acercarme, las murallas se distinguían ya más claramente, y con viva emoción comprendí que no iba a quedar decepcionado. De cerca, la colina en que se alza la Acrópolis es mucho más escarpada de lo que parece a distancia, sobre todo por el este. Las murallas de la fortaleza, que llamaron «ciclópeas», pues creían que sólo los cíclopes (gigantes) pudieron haberlas construido, casi circundan la cumbre de la colina, como el recinto de un castillo medieval. Pocos espectáculos hay en el mundo tan impresionantes como estos oscuros baluartes construidos con bloques sin labrar y sin argamasar, tan grandes y pesados, que treinta siglos de viento, lluvia, terremotos, batallas y saqueos no han acabado de derrumbar. Ahí se alzan interrumpidos del lado occidental por la orgullosa Puerta de los Leones, a través de la cual pasaron Agamenón y sus hombres camino de Troya. Entonces, como ahora, soplaba el viento del mar, azotando las crestas de los cascos de los guerreros cuando descendían por el sinuoso valle hacia las embarcaciones, mientras las mujeres los miraban marchar.

Sobre el gran portal cuadrado, con su enorme dintel de piedra monolítica, dos leones rampantes, sin cabeza, pero todavía magníficos, soportan un pilar central. Quizás fuera esto un símbolo sagrado de la Magna Madre Tierra, diosa de la fecundidad y fuente de toda la vida. Estos leones son el monumento estatuario más antiguo de Europa (véase lámina 4). Pasando por la puerta, sobre el umbral desgastado por las ruedas de los carros, subí por la empinada rampa de la izquierda, que tuerce hacia arriba en dirección a la cumbre de la Acrópolis. Después de unos cuantos metros me detuve y miré hacia abajo, al espacio a mi derecha, entre la rampa y la muralla occidental de la fortaleza. Inmediatamente debajo de mí quedaban seis fosas cuadradas abiertas, rodeadas por un círculo de losas de piedra derechas de una altura de varios metros. Contemplaba las sepulturas descubiertas por Schliemann y Stamatakis hacía cerca de ochenta años. Donde en otros tiempos descansó la realeza de la «Áurea Micenas» crecían la hierba y las flores silvestres primaverales (véase lámina 5).

Después de haber trepado trabajosamente sobre unos muros bajos y cruzado estancias, con el cielo por techo y obstruidas por carrascales y esfódelos, me encontré en el extremo oriental de la fortaleza, donde desde un arco en la recia muralla se dominaba el estrecho valle. Desde este lugar ineludiblemente muy apropiado para una atalaya, el centinela micenio tenía una magnífica vista del valle y del mar. Sólo un pueblo guerrero pudo haber escogido un lugar semejante: por un lado las empinadas laderas rocosas de la cañada la hacían inexpugnable y por los otros, las inmensas murallas debieron de ser infranqueables en aquellos tiempos en que las armas más poderosas eran las lanzas y las flechas. ¿Cómo, me preguntaba, podía tomarse un lugar semejante? Quizás por sorpresa o traición, como en el caso de Troya. Pero bien aprovisionada podía haber resistido un sitio prolongado.

Agua no faltaba. La cisterna secreta de la que la guarnición micénica se abastecía de agua está todavía allí, y, aparte de la Puerta de los Leones, este depósito subterráneo es lo que más impresionaba en la fortaleza de Agamenón. Encontré la entrada en el lado norte, no lejos de la «poterna», una entrada más pequeña que la Puerta de los Leones, utilizada probablemente por los guerreros al salir a hacer una batida. En este lado, donde los centinelas paseando por las murallas veían hacia el norte el paso que conducía a Corinto, llegué a un arco en triángulo desde el cual arrancaban unas empinadas escaleras que descendían, penetrando en la tierra (véase lámina 10). Primero cruzaban la enorme muralla oblicuamente, hasta salir fuera, quedando bajo tierra. Después de un corto trecho horizontal, el pasaje doblaba en ángulo recto hacia el oeste y descendía unos veinte escalones más hasta que volviendo a doblar en el sentido contrario al que había estado siguiendo, se hundía aún más con una fuerte pendiente. El pasaje allí estaba húmedo y oscuro como boca de lobo, y conté más de sesenta escalones mientras tanteaba el camino hacia abajo. Ya cerca del fondo encendí unas ramas y cuando prendieron las llamas vi las brillantes paredes arqueadas del túnel, y a mis pies, un pozo cuadrado de piedra lleno hasta el borde de agua clara.

Esta cisterna, de cerca de seis metros de profundidad, era la provisión secreta de agua de la guarnición que podían utilizar durante todo el tiempo que estuvieran sitiados. El agua llega por cañerías de barro de la misma fuente Perseia que el viajero griego Pausanias vio hace 1700 años, pero la cisterna y el túnel que conduce a ella, según los cálculos del profesor Wace, existía hacía ya 1500 años cuando Pausanias estuvo aquí. Y la misma fuente que abastecía a los micenios todavía suministra agua a la aldea moderna de Charvati.

De vuelta en la superficie, trepé todavía más alto, por empinados senderos tortuosos, dejando atrás las ruinosas murallas, hasta llegar, sin aliento, al punto más alto, donde se alzaba el Palacio, del cual, desgraciadamente, todo lo que en realidad queda son unos cuantos muros del gran salón o megarón. El resto ha ido cayendo por las laderas de la colina. Sin embargo, se pueden distinguir los cimientos del Patio Exterior, en un lado del cual estaba el pórtico de la entrada que conducía al megarón. Los lectores de la Odisea recordarán que cuando Telémaco va a visitar a Menelao para pedir noticias de su padre, duerme bajo el pórtico:

Así el Príncipe Telémaco y el ilustre hijo de Néstor pasaron la noche en el antepatio del palacio, mientras que Menelao durmió en su cámara, al fondo del alto edificio y junto a él Helena, con su largo peplo.

Un pórtico y antepatio semejantes se encuentran delante de la gran sala de Agamenón, hermano de Menelao.

Dentro de la sala, ahora una plataforma de piedra bajo el cielo, encontré las cuatro bases de los pilares que habían sostenido el techo. Cerca de los pilares, según Homero, el Rey tenía su Trono y en medio estaba el hogar en el que durante el invierno se encendía el fuego. Fue el suelo de este patio junto con el de la sala que Clitemnestra cubrió de púrpura real en honor del regreso de su marido, según lo relata Esquilo. Ordena la reina:

¡Cubra al punto la púrpura el camino;

y la mansión que verle no esperaba

acoja al rey cual la justicia pide!

En el lado más apartado del patio se encuentran los cimientos de un cuarto pequeño, que fantaseando un poco, podemos suponer era el cuarto de baño en el que fue muerto el rey. Sabemos que en Cnosos existían estos cuartos de baño. Engañado con la adulación de los paños de púrpura, sin sospechar el odio de su esposa tanto tiempo contenido, Agamenón fue asesinado.

Aquí, serena,

junto a mi obra estoy. Yo, no lo niego,

yo, de modo lo hice que a mis manos

no pudiera escapar. Red sin salida,

red fatal de opulenta vestidura,

cual peces coge el pescador, cogióle…

Éste es Agamenón, este es mi esposo.

¡Sí, que él es, pero muerto, y a mis manos!

¡Obra de hábil artífice! —Y he dicho.

Entre la hierba primaveral y las piedras grises desgastadas, crecen diminutas anémonas de color escarlata, como salpicaduras de sangre fresca. Había llegado al final de la primera parte de mi peregrinación. Cansado por la subida, me senté y miré a mi alrededor.

Altas montañas se alzaban por todos lados, detrás de mí el Monte Hagios Elias se destacaba imponente contra el cielo pálido. A lo lejos, hacia el sur, más allá de barreras sucesivas de cumbres intermedias, más allá de la bahía de Argólide, se eleva la cresta coronada de nieve del Monte Parnón, un gigante en una tierra de grandes montañas. A mis pies el terreno descendía suavemente en terrazas, en las que el delicado verde de la veza alternaba con franjas de terracota. Aquí y allá hileras simétricas de olivos adornaban las partes bajas de las laderas, resaltando de cuando en cuando algún ciprés alto y triste. En la lontananza se extendía la fértil llanura argiva, «Argos, tierra de mujeres hermosas», como la describe Homero, cuando no la llamaba «Argos, la de los domadores de caballos». El aire era tranquilo, salvo alguna que otra ráfaga de viento que arrastraba la canción de algún pastorcillo en una de las lejanas laderas, o el sonido de un caramillo. Era el paisaje del Peloponeso en la mejor época del año, templado por el primer aliento primaveral.

Mientras descansaba allí, me puse a reflexionar sobre los muchos nuevos descubrimientos en la arqueología griega desde que Schliemann hizo sus excavaciones aquí hacía setenta y cinco años. Algunas de sus primeras opiniones las corrigió él mismo antes de morir. Otras fueron modificadas después de su muerte cuando se lograron nuevos conocimientos. Schliemann habría sido el primero en aprobar estos cambios. Sabía que las verdades arqueológicas tienen inevitablemente que expresarse en teorías que representan las explicaciones más factibles de las pruebas disponibles. Pero cada año se obtiene más información, aquí una inscripción, allí un fragmento de cerámica o quizás una obra escrita, fruto de una profunda investigación llevada a cabo entre las cuatro paredes de un estudio. Si la teoría tiene una base sólida, se conserva. Si no, se derrumba, o tiene que modificarse. Pero siempre significa un avance hacia la verdad.

¿Acertó Schliemann al afirmar que los cuerpos en las tumbas de fosa vertical eran los de Agamenón y sus compañeros? Parece que no. Suponiendo que Agamenón fuera un personaje histórico, habría vivido alrededor de 1180 a. C., fecha tradicional de la Guerra Troyana (que la arqueología ha confirmado posteriormente). Pero ahora se sabe que los entierros en tumbas de fosa vertical eran mucho más antiguos, correspondiendo aproximadamente a la época comprendida entre los años 1600 y 1500 a. C. Sabemos esto porque los descubrimientos posteriores a Schliemann, en multitud de antiguos centros «micénicos» de Grecia y de las islas, han permitido a los investigadores establecer un sistema de determinación de fechas basado en la comparación de tipos de cerámica. Sería muy largo explicar con detalle cómo se hace esto, pero aun corriendo el riesgo de incurrir en una simplificación excesiva, voy a intentar explicar el procedimiento en pocas palabras lo mejor posible.

Como veremos más tarde, parece que Micenas fue el centro de un imperio que se extendía sobre una gran parte del mar Egeo y se han descubierto muchos centros micénicos y protomicénicos. Donde un lugar ha estado habitado largo tiempo es fácil seguir el desarrollo de una cultura estudiando la cerámica y otros objetos encontrados en capas sucesivas, considerándose, como es natural, la más profunda como la más antigua, y la más alta la más reciente. Por ejemplo, si un tipo especial de cerámica se encuentra siempre dentro del mismo estrato, en docenas de lugares distintos, y nunca aparece en estratos superiores o inferiores, no cabe duda de que pertenece a un mismo período cronológico. ¿Pero cómo es posible atribuir una fecha a determinado período, si los habitantes de la Grecia prehistórica no dejaron inscripciones con fechas que conozcamos? Por fortuna para la arqueología parte de esta cerámica antigua del Egeo fue a parar a las tumbas egipcias, cuya fecha sí se conoce. Una vez establecida la fecha de determinadas capas por la presencia de cerámica encontrada en tumbas egipcias de fecha conocida es posible atribuir fechas, con bastante exactitud, a los objetos encontrados entre capas de antigüedad conocida, o encima o debajo de ellas. Pero aun así, no se ha podido fijar fechas con tanta precisión como en la cronología egipcia.

Pero el error de Schliemann se comprobó mucho antes de que se adoptara este sistema de determinar fechas. El que lo descubrió fue su ayudante, el brillante joven profesor Dörpfeld, que tanto hizo por introducir métodos más científicos en las últimas excavaciones de Schliemann. El error podía haberlo descubierto el mismo maestro de no haber tenido un deseo tan apasionado de demostrar que los cuerpos habían sido enterrados todos al mismo tiempo. Schliemann había encontrado los cadáveres tendidos sobre lechos de grava en el fondo de las fosas, cubiertos con una masa de arcilla y piedras, que él, como era natural, supuso habían sido arrojadas dentro de las sepulturas después de los entierros. «Los lados de las tumbas estaban forrados con una pared de pequeñas piedras de cantera y arcilla, que se había conservado hasta alturas variables, en la quinta tumba todavía llegaba hasta una altura de 2.35 metros», escribe Schuchhardt. «Varias losas de pizarra estaban apoyadas contra esta pared. Otras se encontraban tendidas, atravesadas o inclinadas sobre los cuerpos. El Dr. Schliemann creyó que se trataba del revestimiento de las paredes de arcilla».[12] Estas losas de pizarra habían de tener gran importancia más tarde.

Los cuerpos yacían a pocos metros unos de otros, cada uno cargado y rodeado de armas y ornamentos. Todos, según razonó Schliemann, fueron enterrados al mismo tiempo, puesto que habría sido imposible cavar a través de la tierra superpuesta para introducir un nuevo cuerpo, sin estorbar a los enterrados anteriormente, lo cual parecía bastante lógico.

Pero en una de las tumbas, Schliemann encontró unos objetos descritos por él como «cajitas de una fuerte lámina de cobre», rellenas de madera bastante bien conservada y todo ello unido con recios clavos de cobre. No podía imaginarse qué podían haber sido, y por fin sugirió que tal vez se utilizaran como apoyo para la cabeza. Fueron llevadas al museo de Atenas con el resto de los tesoros.

Años más tarde, cuando Dörpfeld estaba ya trabajando con Schliemann, el joven empezó a reflexionar sobre el problema todavía no resuelto de las tumbas de fosa vertical. ¿Correspondían los cuerpos a un entierro simultáneo, a los entierros sucesivos de una dinastía? Leyó y releyó las descripciones hechas por Schliemann de las tumbas tal como las había encontrado. Se fijó en la referencia a las losas de pizarra que Schliemann había visto apoyadas contra la pared, y que juzgó formar parte del «revestimiento de las paredes de arcilla». De pronto se le ocurrió una idea y decidió hacer unas preguntas al Doctor.

«Estas losas —pregunto— ¿cómo estaban colocadas cuando las encontró?»

«Contra los lados de las sepulturas».

«¿Pegadas contra los lados?»

«No, algunas estaban apoyadas contra el lado y una tendida sobre uno de los cuerpos».

Cuando Dörpfeld oyó esto se empezaron a confirmar sus sospechas de que la interpretación primera sobre la disposición de las tumbas no era satisfactoria. Fue otra vez al museo y examinó las «cajitas de lámina de cobre» que Schliemann había tomado como apoyos para las cabezas. Estaban rellenas de madera podrida sujeta con clavos de cobre. Entonces se dio cuenta de lo que había ocurrido. Originalmente, aquellas losas de pizarra habían servido para techar la tumba que no había sido llenada con tierra. De borde a borde de cada tumba se habían colocado vigas de madera con los extremos que descansaban sobre los apoyos, reforzados con láminas de cobre, lo que correspondía a las «cajas» de Schliemann. Las losas de pizarra habían descansado encima de las vigas, de modo que en un principio cada sepultura había sido un panteón de familia en el que se podían haber hecho varios entierros distintos sin estorbar los anteriores. Años, quizás siglos después de haber sido enterrado en esta tumba, el último de la dinastía, la madera de las vigas se había podrido, y las losas, flexionadas por la tierra acumulada arriba, habían caído sobre los cuerpos (lo cual explicaba el que algunos estuvieran tan aplastados). Schliemann, en su afán de creer que todos los cuerpos habían sido enterrados a un tiempo, no se había dado cuenta de esto, pero las «cajas» acabaron con esta ilusión.

Más tarde, cuando ya se sabía más sobre el arte micénico y minoico, quedó claro que los objetos encontrados en las fosas sepulcrales no pertenecían todos al mismo período; que, en realidad, había diferencias que indicaban que los entierros se habían efectuado en épocas sucesivas a lo largo de un siglo aproximadamente. Desde luego se trataba de personajes reales, los miembros quizás de toda una dinastía. Pero con respecto a Agamenón habrían sido tan antiguos como para nosotros los Tudor. En lo que se refiere al propio Agamenón es más probable que fuera enterrado en una de las grandes tumbas tholos del valle. Se lo imagina uno descansando en la mejor de todas, la «Cámara del Tesoro de Atreo», que a veces se llama Tumba de Agamenón.

¿Pero cómo puede explicarse la tradición citada por Pausanias según la cual las tumbas se encontraban dentro de la ciudadela, donde efectivamente fueron encontradas éstas? En mi opinión, existía en la época de Pausanias una tradición local muy arraigada que apocaba la creencia de que los personajes reales se encontraban dentro de la ciudadela, pero me parece poco probable que Pausanias llegara a ver las lápidas sepulcrales él mismo.[13] Las tumbas de fosa vertical tenían ya más de 1500 años cuando estuvo en Micenas, y hacía ya largo tiempo que no quedaban allí más que ruinas. En todos los lugares del mundo las tumbas abandonadas han atraído invariablemente al ladrón. Si las lápidas sepulcrales hubieran estado visibles en los tiempos clásicos, ¿cómo era posible que las tumbas no fueran saqueadas? Sin embargo, en Micenas y los alrededores, se conservaba todavía un vago recuerdo entre el pueblo de los reyes que habían sido enterrados allí, aunque sus sepulturas e incluso las losas sepulcrales estuvieran enterradas bajo toneladas de tierra y roca desprendida procedente de derrumbes de las empinadas laderas de la Acrópolis.

Esto fue precisamente lo que favoreció a Heinrich Schliemann, como más tarde indicó Sir Arthur Evans en su introducción a la biografía del arqueólogo escrita por Emil Ludwig.

Los excavadores aprenden por experiencia que la mejor oportunidad, mejor dicho la única, de acertar con una tumba no saqueada es cavando en un talud natural, como el formado por un depósito de tierra y escombros acumulado al pie de un declive. La zona en que se habían excavado las tumbas de fosa vertical reunía todas estas características. Se encuentra, en efecto, inmediatamente debajo de la rampa ascendente de la Acrópolis y la muralla interior, dominada por una empinada ladera. Y así fue, inspirado felizmente por la fructífera versión de la antigua tradición, que Schliemann cavó, con resultados tan trascendentales.

Aquí tenemos el segundo paralelo interesante (el primero fue el descubrimiento del tesoro troyano) con el hallazgo por Howard Carter de la tumba de Tutankamón, medio siglo después. Carter, como Schliemann, encontró su tumba al pie de una ladera, bajo los fragmentos de piedra que habían caído procedentes de una sepultura posterior excavada en un nivel más alto.

Después de la partida de Schliemann el sufrido Stamatakis encontró la sexta tumba de fosa vertical, que sirvió algo para restablecer el amor propio de la Sociedad Arqueológica de Grecia. Stamatakis también limpió de escombros la «Cámara del Tesoro de Atreo», dejándola tal como la vemos hoy. Después vinieron Tsountas (1862-1902), Keramopoullos y Rodenwaldt, cada uno de los cuales contribuyó algo al descubrimiento de la civilización micénica. Desde 1920 hasta la actualidad, con excepción de los años de guerra, los investigadores ingleses, representados por la Escuela Británica de Atenas, han llevado a cabo excavaciones en Micenas.[14] Estas excavaciones dirigidas por el profesor Wace y descritas en el Anuario de la escuela han revelado hechos que no conocieron Schliemann y sus sucesores.

Wace ha demostrado, por ejemplo, que el cementerio prehistórico, al que pertenecen las tumbas de fosa vertical, se extendía primitivamente más allá de las murallas ciclópeas, al oeste de la Puerta de los Leones. Entre 1600 y 1500 a. C., los príncipes y las princesas de la familia real eran enterrados en la parte del cementerio que ahora queda dentro de las murallas. Parece ser que pertenecieron a una sola dinastía que fue contemporánea de la de los reyes de la antigua Décimo-octava Dinastía de Egipto: Amasis y los primeros Tutmosis. El período más floreciente de Micenas fue el de la última fase de la Edad de Bronce Reciente, alrededor de 1400-1500 a. C. Respecto a esta época dice Wace:

Todos los testimonios indican que Micenas fue un estado fuerte y floreciente, sede de una poderosa dinastía con un amplio reino. Esto corresponde admirablemente a la idea que tenemos de la fortaleza que era la capital de Agamenón, Rey de Hombres, Primus inter pares de los príncipes griegos antes de Troya y usufructuario de la suprema soberanía otorgada por Zeus.

Fue en este último período cuando los micenios construyeron las murallas ciclópeas con la Puerta de los Leones y la Poterna. Al mismo tiempo el cementerio de los reyes primitivos, tenidos en gran veneración, fue rodeado con el círculo de losas que Schliemann tomó equivocadamente por el ágora. Se aplanó el terreno y dentro del círculo se colocaron las losas sepulcrales con el altar circular en forma de pozo por el cual podía verterse la sangre de los sacrificados para los héroes enterrados abajo. Al igual que en Egipto, es probable que se hicieran ofrendas a los muertos ilustres en forma regular. Más tarde, cuando la ciudadela cayó en ruinas, la tierra que se desprendía de las laderas fue cubriendo poco a poco el círculo de tumbas y las piedras conmemorativas con sus aurigas esculpidos, ocultándolos a los ojos curiosos durante más de treinta siglos.

¿Queda algo que apoye la creencia de Schliemann de que la civilización micénica fue la que describió Homero? Sí y no.

Los argumentos basados en el escudo en «forma de ocho», el casco de colmillos de jabalí, el uso de las armas de bronce y quizás también la «copa de Néstor» todavía se aceptan y efectivamente son irrefutables. Incluso la objeción de que algunos de los escudos de Homero son redondos puede ser refutada por los que apoyan el origen micénico de los poemas. Es cierto que los escudos que aparecen en los puñales encontrados en las tumbas de fosa vertical son grandes y tienen forma de ocho. Sin embargo, en los restos de una casa micénica de una época posterior, cerca de la Puerta de los Leones, se encontró el fragmento de un vaso, el famoso Vaso del Guerrero, que demuestra claramente que los soldados micénicos usaban escudos redondos más pequeños, con un entrante en la parte inferior. Se cree que este vaso pertenece al siglo XIII a. C., cuando tuvo lugar la Guerra Troyana. Por lo tanto, los que apoyan esta teoría afirman que los escudos redondos mencionados por Homero no demuestran por sí mismos que el poeta viviera durante la época postmicénica.

Sin embargo, incluso Schliemann tuvo que reconocer que en la vida micénica había muchos elementos muy distintos de las costumbres descritas por Homero. Citemos unos cuantos ejemplos: los micenios enterraban a sus muertos, los héroes homéricos los quemaban. Los micenios eran un pueblo de la Edad de Bronce, Homero conocía el hierro. Las espadas de bronce micénicas están diseñadas para herir con la punta, las espadas homéricas tienen hoja afilada para asestar tajadas.

Con el tiempo, incluso el mismo Schliemann se vio obligado a reconocer que el Homero que compuso la Ilíada no pudo haber vivido durante los años de la Guerra Troyana. Sin embargo, había iniciado una controversia que iba a durar más de medio siglo, y que, aunque con menos pasión, persiste todavía. Las prensas de Europa han producido centenares de libros y artículos en diversos idiomas y los sabios riñen sus batallas verbales con la misma energía que Aquiles y Héctor mismos.

Pero el verdadero significado de Micenas y de los descubrimientos que poco después siguieron en Tirinto no reside en sus analogías con los poemas homéricos. El comerciante de añil convertido en investigador había abierto un mundo nuevo a la arqueología. Los historiadores, acostumbrados al prudente escepticismo de Grote, supieron de pronto que había existido en suelo europeo una civilización altamente desarrollada, mil años más antigua que la griega, y que además no se limitaba a Micenas. Los arqueólogos que investigaron otras zonas en el continente y en las islas hicieron un importante descubrimiento. En la mayor parte de los lugares que según Homero enviaron contingentes a la Guerra Troyana, y que por lo tanto fueron centros políticamente importantes, lugares tales como Tirinto, Orcómeno, Lacedemonia, Amyclae, había restos de poblados micénicos. El catálogo de barcos en la Ilíada presenta un cuadro bastante fiel de la estructura política y militar de Grecia en los tiempos micénicos. En cierto modo resultaba exasperante. Por una parte Homero parecía traicionar a sus devotos, por otra los apoyaba magníficamente.

Poco a poco, el aspecto homérico de la cuestión fue perdiendo importancia a medida que nuevas excavaciones daban a conocer la extensión y la duración que había tenido esta antigua cultura ¿Pero quiénes eran estas gentes? ¿De dónde venían? ¿Qué podía averiguarse sobre su religión y sus costumbres? ¿Tenían algún sistema de escritura y sería posible descifrarlo? ¿Cuáles eran sus relaciones con los otros pueblos mediterráneos?

He aquí algunas de las preguntas a las que arqueólogos e historiadores tuvieron que dedicarse durante los años siguientes. Algunas han quedado sin contestación. A otras pueden darse respuestas parciales, que trataré de resumir al final de este libro. Pero por el momento vamos a retroceder para volver a tomar el hilo de la historia de Schliemann después de sus glorias micénicas, ya que él mismo siguió haciendo descubrimientos antes de que otros se encargaran de continuar la tarea.