4. «LA ÁUREA MICENAS»

Capítulo IV

«LA ÁUREA MICENAS»

El centinela:

¡De estos trabajos y perenne guardia

libertarme por fin quieran los dioses!

En lo alto del palacio del Átrida[4]

como un perro vigilo el año entero,

de los fulgentes astros,

—príncipes de la noche, que a los hombres

el invierno señalan y el estío—,

la varia muchedumbre

y los ortos y ocasos contemplando.

Aquí del fuego la señal espero,

la llama esplendorosa que de Troya

ha de anunciarnos la deseada ruina.

¡De una mujer de varonil consejo

el impaciente pecho así lo manda!

Así empieza Agamenón, la gran tragedia de Esquilo, sin duda uno de los comienzos más dramáticos jamás imaginados por un dramaturgo. Desde su atalaya en lo alto de la ciudadela de Micenas, el cansado centinela contempla el valle en sombra, el mar y las lejanas montañas. Espera que en aquellas cumbres distantes aparezca el resplandor de los fuegos con los que los griegos han quedado en anunciar a los suyos la caída de la remota Troya.

Diez años hice ya que los potentes

enemigos de Ilión, los dos Atridas,

héroes invictos que por Zeus honrados

con doble trono y doble cetro fueron,

de esta región armada irresistible

de mil argivas naves levantaron.

Canta el coro y, entonces, se ve el resplandor del fuego y el centinela lo saluda entusiasmado:

¡Salve, nocturna, esplendorosa antorcha!

¡Luz a la aurora semejante, salve!

¡Prenda eres de triunfo para Argos,

y de festivas danzas portadora!

Aunque Esquilo escribió en la época clásica de Grecia, en el siglo V a. C., tomó sus temas del ciclo épico antiguo que se mencionó en el primer capítulo, y en especial del ciclo conocido con el nombre popular de «Los Retornos», en el que se describen las aventuras de los héroes aqueos durante el regreso a sus patrias después del saqueo de Troya. De estos «Retornos» el más famoso fue el de Agamenón, «Rey de Hombres» y Señor de Micenas, que fue asesinado a traición por su reina Clitemnestra y Egisto, su amante. Advertida por el centinela del regreso de su dueño y señor, dispuso la muerte de Agamenón, en venganza por el sacrificio de su hija Ifigenia a los dioses para conseguir vientos favorables en la travesía a Troya. A su regreso, el confiado rey y sus compañeros fueron asesinados en un banquete, aunque hay también una versión en la que se relata que Clitemnestra mató a Agamenón en el baño.

En los tiempos de los griegos de épocas más recientes y de los romanos, cuando los antiguos poemas épicos eran considerados no como leyendas sino como historia auténtica, se tenía la certeza de que Micenas había sido el lugar de los asesinatos. Aunque ya casi todo estaba en ruinas, todavía se mantenían en pie las murallas «ciclópeas» y las enormes tumbas «colmena» vacías, que alguno que otro viajero griego o romano visitaba de cuando en cuando, como por ejemplo, el historiador griego Pausanias, que vivió en el siglo II a.C., y vio Micenas, dejando una descripción de la que se reproduce a continuación una parte:

Algunas partes de las murallas se conservan todavía, así como la puerta sobre la que se encuentran los leones. Se dice que son también obra de los Cíclopes que construyeron las murallas de Tirinto para Proteo. En las ruinas de Micenas hay una fuente llamada Perseia y edificios subterráneos de Atreo y sus hijos donde estaban sus tesoros. Hay una tumba de Atreo y también tumbas de todos aquellos que fueron asesinados por Egisto a su regreso a Troya, después de festejarlos con un banquete… Una es la tumba de Agamenón, otra la del auriga Eurimedon y otra de Teledamo y Pelope, pues se dice que Casandra dio a luz a estos gemelos y que, todavía niños, Egisto los mató junto con sus padres, y otra de Electra… Clitemnestra y Egisto fueron enterrados fuera de las murallas, porque no merecían ser enterrados dentro, donde yacían Agamenón y los que con él fueron asesinados.[5]

He subrayado la última frase porque fue la clave del éxito de Schliemann en Micenas. Desde luego conocía a la perfección todas las referencias épicas y clásicas relativas a la ciudadela de los Atridas. Por ejemplo, había observado que siempre que Homero menciona a Micenas le aplica un epíteto, que se ha traducido diversamente como «rica en oro»… «áurea»… y «opulenta». Los epítetos convencionales de Homero, característica muy conocida de la poesía épica, son de una exactitud extraordinaria (Schliemann tenía motivos para recordar la «ventosa Troya»). Por lo tanto, si el poeta había llamado a Micenas «áurea», debió de tener buenas razones para ello; y si el oro estaba todavía allí Heinrich Schliemann lo encontraría. Así que en agosto de 1876, apareció en el remoto valle, azotado por el viento, que desciende a la llanura de Argos, instaló su cuartel general en la aldea cercana, contrató unos obreros y empezó la excavación.

Los elementos principales del escenario micénico, tal como los vio Pausanias, tal como los vio Schliemann, y tal como nosotros podemos verlos todavía hoy, son:

a) Al sur un estrecho valle que sube desde la llanura de Argos y el mar, que queda más al sur, hasta una cadena de colinas al norte. A través de esas colinas pasaban los caminos hacia Corinto y otras ciudades del norte.

b) Cerca de la parte superior del valle, entre dos elevadas colinas, hay ruinas de un círculo de macizas murallas. «Coronada» en este caso no es un cliché, sino una descripción exacta de cómo las murallas ciñen esta colina lo mismo que una corona ciñe las sienes de una cabeza humana. La pequeña zona dentro de las murallas, de fuertes pendientes, aunque con la cima casi plana, fue considerada por Schliemann como la Ciudadela o Acrópolis.

c) En el oeste, el círculo de murallas, construidas de enormes piedras sin argamasa, está interrumpido por una magnífica entrada sobre la que se destacan dos leones rampantes esculpidos en piedra: la famosa Puerta de los Leones.

d) Parte del valle, al sur de la Ciudadela, y una gran zona hacia el suroeste de ésta, contienen tumbas «tholos», llamadas a veces «cámaras de Tesoros», la mayor de las cuales es conocida con el nombre de «Cámara del Tesoro de Atreo». Estas tumbas, que se describirán con más detalle en otro capítulo, son unas grandes y hermosas cámaras revestidas de piedra, excavadas en la ladera de la colina, en forma de colmenas gigantescas en las que se penetra por un pasadizo recto llamado «dromos». Esta gran zona, en la que se encuentran las tumbas «tholos», contiene también las casas de los micenios más humildes, que vivían fuera de la Ciudadela.

Si se tienen presentes estos elementos, podrá apreciarse mejor la sagacidad de Schliemann, puesto que él no fue el primero en excavar en Micenas. Antes que él había estado allí Lord Elgin, quien se llevó parte de la entrada sostenida por columnas, de la «Cámara del Tesoro de Atreo», que todavía puede verse en el museo Británico. También estuvieron allí Lord Sligo y un turco llamado Veli Pasha. Pero todos habían fracasado.

Aunque ningún investigador profesional compartía la fe de Schliemann en la verdad literal de los poemas homéricos, la guía de Pausanias se tomaba más en serio. Cierto que este había visitado Micenas unos mil trescientos años después de la fecha tradicional de la guerra de Troya, cuando ya Micenas era un lugar legendario en ruinas. Pero, sin embargo, no había razón para dudar de que le hubieran mostrado las tumbas, o al menos, lugares sagrados que la tradición local atribuía a Agamenón, Clitemnestra y los demás. Pero cuando se preguntaba a los sabios contemporáneos de Schliemann donde podrían encontrarse esas tumbas, todos las localizaban, en su imaginación, fuera de los muros de la ciudadela ¿Cómo podían entonces compaginar tal afirmación con la última frase de la descripción de Pausanias citada anteriormente?

Clitemnestra y Egisto fueron enterrados fuera de las murallas, porque no merecían ser enterrados dentro, donde yacían Agamenón y los que con él fueron asesinados.

Pausanias, decían los eruditos, al hablar de las «murallas», no se refería a las llamadas murallas ciclópeas que coronan la cima de la colina ¿Por qué no? Porque estas murallas encerraban solamente una zona relativamente pequeña, que consistía casi exclusivamente, en una escarpada cuesta de roca desnuda, impropia para cementerio. No, la muralla que Pausanias vio tenía que haber sido una segunda muralla rodeando una zona mucho mayor, fuera de la muralla ciclópea, y que después había desaparecido. Indudablemente las tumbas que había visto Pausanias eran las tumbas tholos saqueadas, vacías ya desde varios siglos antes de su época.

Sin embargo esta explicación no satisfacía a Schliemann, que escribió:

El que Pausanias aludía únicamente a las murallas de la ciudadela lo demuestra con toda claridad al decir que en la muralla se encuentra la Puerta de los Leones. Es cierto que después habla de las ruinas de Micenas, en las que vio la fuente Perseia y las cámaras de los tesoros de Atreo y de sus hijos. En cuanto a estos últimos no cabe duda que se refiere a la gran cámara anteriormente descrita que, desde luego se encuentra en la parte más baja de la ciudad y quizás a alguna otra de las más pequeñas de las afueras. Pero como vuelve a decir más adelante que las sepulturas de Clitemnestra y Egisto están a una pequeña distancia fuera de la muralla… dentro de la cual reposaban Agamenón y sus compañeros, no cabe la menor duda de que aludía únicamente a las inmensas murallas ciclópeas tal y como él las vio, y no a las que no vio… no pudo ver las murallas de la ciudad baja, porque habiéndose construido originalmente de muy poco espesor habían sido demolidas 638 años antes de su tiempo.[6]

Por estas razones decisivas, yo he interpretado siempre el famoso pasaje de Pausanias en el sentido de que las cinco tumbas se encontraban en la Acrópolis.[7]

Posiblemente fue la decisión de Schliemann de explorar un lugar, en apariencia tan poco prometedor, lo que decidió al Gobierno griego permitir iniciar excavaciones allí. Se sabía que la Sociedad Arqueológica Griega, que asesoraba al Gobierno, tenía celos de él, temerosa de que les robara la gloria que debía ser suya. Pero cuando aquel extranjero loco manifestó que iba a excavar donde no era posible encontrar nada, se sonrieron y le dieron permiso. Pero así y todo la Sociedad nombró un ephor, un tal Stamatakis, para vigilarlo y cuidar de que se atuviera a las condiciones fijadas por la Sociedad, es decir que no empleara a un mismo tiempo más que un número limitado de hombres, para que el ephor pudiera vigilar todo, y entregara todo lo que encontrara.

Schliemann inició sus excavaciones en las cercanías de la Puerta de los Leones. Sofía, naturalmente, estaba con él. Al principio dispusieron de sólo sesenta y tres obreros. Schliemann eligió esta zona porque los sondeos practicados allí habían indicado un suelo bastante profundo y además había descubierto dos muros de casas ciclópeas, una losa sin esculpir semejante a una lápida sepulcral y una porción de ídolos de terracota que representaban mujeres y vacas. Le costó mucho trabajo atravesar la Puerta de los Leones, que estaba obstruida por piedras pesadas. En el interior, a la izquierda, encontró una pequeña cámara que parecía

indudablemente la antigua habitación del portero… con una altura de apenas 1.35 metros y que, seguramente no sería del agrado de los porteros de hoy día. Pero en la edad heroica no se conocían las comodidades y aún menos para los esclavos, y como no se conocían, no se echaban de menos.

A continuación comenzó a cavar en la zona de detrás de la Puerta de los Leones, en el interior de la ciudadela; desenterró muros, algunos evidentemente de fecha posterior, que, con su acostumbrada despreocupación, quería quitar de en medio para llegar a la parte más antigua de la estructura. Fue entonces cuando empezó la batalla con el ephor. Las cartas que éste escribía a sus superiores están llenas de patéticas lamentaciones:

Hace unos días encontró un muro superpuesto sobre otro y quiso demoler el de arriba. Yo se lo prohibí y desistió. A la mañana siguiente, cuando yo no estaba allí, ya lo había hecho quitar, dejando el muro inferior al descubierto.

Cuando el ephor se quejó a Sofía, ésta le dijo secamente que su marido era un hombre entendido que sabía lo que estaba haciendo; que él, Stamatakis, no lo era y que lo mejor que podía hacer era callarse. Contrató a más trabajadores, en contra de lo acordado con la Sociedad y esto hizo que el trabajo avanzase más rápidamente, al mismo tiempo que impedía que Stamatakis pudiera vigilar todo lo que se estaba haciendo simultáneamente. Las cartas de este último se hicieron cada vez más angustiadas:

Si encontramos vasos griegos o romanos, los mira con desagrado y los deja caer… A mí me trata como si fuera un bárbaro… Si el Ministerio no está contento conmigo, ruego que se me retire de este destino.

Pero Schliemann ya había hecho un descubrimiento de gran importancia: a una distancia de unos doce metros, dentro de la Puerta de los Leones y no lejos del circuito de la muralla ciclópea, había abierto una trinchera de once metros cuadrados, desenterrando parcialmente un círculo de losas verticales, con un diámetro de 26 metros. El piso, dentro del circulo, había sido aplanado en tiempos antiguos y, dentro de este espacio, los excavadores encontraron una estela vertical de piedra, como la lápida de una sepultura. Esa losa estaba esculpida, pero se encontraba en tan mal estado que no se podía distinguir el asunto del bajorrelieve tallado en ella. Pero pronto se desenterró otra lápida esculpida… y luego otra. Éstas se encontraban en mejores condiciones y se distinguían claramente unos guerreros en carros.

Poco después, Schliemann halló un altar circular de piedra, con una gran abertura en forma de pozo, y decidió que el propósito de ésta era poder ofrecer al muerto la sangre del sacrificio. También afirmó que las escenas de las estelas representaban guerreros homéricos, que el círculo de losas de piedra había rodeado el ágora (lugar de reunión de la ciudad) y que, debajo de las estelas, aunque quizás a bastante profundidad, debía de haber tumbas. Bajo el sol abrasador de julio, respirando polvo y con los ojos irritados por el sudor, los obreros seguían trabajando. Mientras Heinrich y Sofía vigilaban a sus obreros, el ofendido ephor, medio muerto de fatiga, trataba de inspeccionarlo todo.

Se encontraron más lápidas funerarias, algunas esculpidas con escenas de caza, batallas o dibujos decorativos, otras completamente lisas. Todas se iban sacando con cuidado a medida que se apartaban la tierra y rocas desprendidas. Al seguir los trabajadores excavando más abajo del nivel donde se habían encontrado las lápidas funerarias, aparecieron monumentos de piedra todavía más antiguos. Ya habían llegado a la roca viva, después de haber atravesado la espesa capa superficial, cuando hubo un momento de gran emoción para Schliemann y su mujer. En un lugar apareció el borde de un corte en la roca. Las palas quitaron los últimos residuos del suelo superficial, y se comprobó que se trataba del principio de una fosa vertical que penetraba en la roca hasta una profundidad desconocida. Emocionados y triunfantes se miraron uno a otro. Habían encontrado la primera de las tumbas de fosa vertical.

Bajo la vigilancia ansiosa de Heinrich, Sofía y el ephor, los obreros fueron apartando la tierra cuidadosamente, examinando cada paletada en busca de algún indicio revelador. No se veía ya a los hombres que se encontraban a 4.5 metros bajo el nivel de la roca, y seguían excavando cuando los penetrantes ojos de Sofía vislumbraron un destello entre la tierra. Recogió del suelo un objeto pequeño y le quitó la arcilla que lo cubría. Era una sortija de oro.

Dejar cavar más hondo a los obreros habría sido arriesgado, de modo que los despidieron inmediatamente. Poco a poco fueron saliendo por la Puerta de los Leones, charlando y haciendo comentarios entre ellos, mientras los dos descubridores, con el ephor Stamatakis, los seguían con la vista según iban descendiendo por el camino del valle. A partir de ese momento tuvieron que trabajar los tres solos cuando había que llevar a cabo la limpieza final de una tumba (pues ésta fue sólo la primera de varias). Tenían que trabajar de rodillas en el suelo, rascando cuidadosamente con navajas cada capa del suelo. Como Heinrich ya pasaba de los cincuenta años, una parte considerable de esta tarea recayó sobre su joven esposa.

Los que deseen saborear plenamente la saga micénica de Schliemann deben leer su gran libro Micenas y Tirinto, que es verdaderamente fascinante, tanto por sus detalles arqueológicos como por su riqueza en anécdotas personales. Aquí sólo puedo detenerme en los momentos más dramáticos de estas pocas semanas del verano de 1876, cuando el mundo culto seguía a Schliemann en Micenas con la misma ansiedad con que, la siguiente generación, siguió a Howard Carter en la tumba de Tutankamón. Schliemann y su esposa descubrieron en total cinco tumbas, y Stamatakis otra, todas dentro del círculo de losas de piedra que Schliemann había tomado por un ágora, pero que en realidad era un «Círculo de Tumbas», construido con el objeto principal de aislar el cementerio como lugar sacro.

Cada una de estas tumbas consistía en una fosa rectangular, que variaba en profundidad de 1 a 4.5 metros, y en longitud de 3 a 6 metros. En estos sepulcros se encontraron los restos de diecinueve personas, entre hombres, mujeres y dos niños pequeños. Muchos de los cuerpos estaban literalmente cargados de oro. Citaremos la descripción sumaria del profesor Wace:[8]

Los rostros de los hombres estaban cubiertos con máscaras de oro, y sobre el pecho tenían petos de oro. De las mujeres, dos tenían bandas de oro sobre la frente, y otra una magnífica diadema de oro. Los dos niños estaban envueltos en lámina de oro. Junto a los hombres estaban tendidos en el suelo sus espadas, puñales, copas para beber, de oro y de plata, y otros utensilios. Las mujeres tenían a su lado sus cajas de tocador de oro, alfileres de diversos metales preciosos, y sus vestidos estaban adornados con discos de oro decorados con abejas, jibias, rosetas y espirales… Desde luego este fue uno de los descubrimientos arqueológicos más ricos de todos los tiempos.

Rico era ciertamente, pero lejos de ser bárbaro en su magnificencia. Más notable que la simple abundancia del precioso metal, era el arte supremo que revelaban los tesoros: un arte de tal vigor y madurez que debía ser el producto de una civilización establecida hacía largo tiempo. Entre los objetos más bellos figuraban dos hojas de puñales de bronce, incrustadas en oro, con dibujos tallados. En una se representaba la caza de un león, con la bestia herida haciendo frente a un grupo de lanceros con inmensos escudos en «forma de ocho». En la otra se veía, estilizada, una escena a la orilla de un río, probablemente el Nilo: unos gatos salvajes escondiéndose entre los papiros que crecen junto al sinuoso río, mientras arriba baten las alas unos pájaros asustados. En ambas hojas de puñal el artista había demostrado una espontánea maestría en la disposición de sus complicados dibujos en un espacio tan estrecho, y el trabajo de incrustación de oro era soberbio.

Además de estas hojas había otras igualmente bellas entre las que figuraban una hoja de una espada de bronce con caballos corriendo y una hoja de puñal con leones, y, en el reverso, azucenas de oro y ámbar. Las empuñaduras estaban ricamente ornamentadas con oro laminado y fijadas a la hoja del puñal con remaches también de oro.

En las sepulturas de las mujeres había diademas de oro decoradas con intrincadas combinaciones de círculos, espirales y motivos convencionales en relieve; había también hojas de oro dispuestas en forma de estrella (para adornar los vestidos), brazaletes, pendientes, horquillas y diminutas figuras humanas y de animales, en oro. Abundaban las cuentas y las sortijas de sello con miniaturas de mujeres de cintura estrecha, con elaborados peinados y luciendo amplias faldas de volantes, parecidas a las crinolinas de la época victoriana, aunque aquí cesa la semejanza, pues los corpiños ajustados de las mujeres dejaban los pechos al descubierto.

Todos estos objetos preciosos habían permanecido ocultos, enterrados en aquella árida ladera, durante treinta siglos, incólumes a pesar de los estragos de cinco conquistas. Los dorios, los romanos, los godos, los venecianos y los turcos habían llegado, y después de permanecer allí durante algún tiempo, se habían marchado. Pero Micenas había guardado su secreto durante 3.500 años.

Al hacer el descubrimiento, Schliemann no se dio cuenta de la verdadera antigüedad de estos objetos. Para él eran indiscutiblemente homéricos, la justificación triunfante de su fe. Fue un momento de emoción suprema que le proporcionó una indecible satisfacción.

Por vez primera desde que los argivos la capturaron en el año 468 a. C. —escribió—, la Acrópolis de Micenas tiene una guarnición cuyas hogueras, vislumbradas en las noches desde toda la llanura de Argos, traen a la memoria los vigías que acechaban el regreso de Troya del rey Agamenón y la señal que avisó de su llegada a Clitemnestra y a su amante. Pero ahora la causa de la ocupación por soldados es de un carácter pacífico, pues se trata simplemente de infundir temor entre las gentes del campo e impedir que hagan excavaciones clandestinas en las tumbas.

Su fe en la Troya de Homero lo había llevado a descubrir el «Tesoro de Príamo». Ahora su fe en la exactitud histórica de Pausanias lo había conducido hasta los cuerpos de Agamenón y sus compañeros. Estaba convencido de que se trataba de ellos; y no era él el único en creerlo así. Incluso sabios que antes se habían mostrado escépticos reconocían que el diletante alemán presentaba un argumento convincente porque, cuando se examinaron con más detenimiento los tesoros de las tumbas de fosa vertical se comprobó que algunos de ellos mostraban una indudable relación con los poemas homéricos. En un capítulo anterior mencioné los grandes escudos homéricos que cubrían todo el cuerpo, como el que Ayax mantenía ante él «como una torre» y que golpeaba la nuca y los talones de Héctor al andar. En las hojas de los puñales con incrustaciones de oro, los cazadores de leones estaban representados con unos escudos semejantes, en forma de ocho, que cubrían todo el cuerpo (véase lámina 13). Schliemann menciona otro ejemplo en una sortija de sello en oro, con un dibujo representando una escena de guerra.

El tercer guerrero parece haberse dado a la fuga, estando el resto del cuerpo oculto por un escudo enorme de una forma peculiar, que de estar el hombre erguido le cubriría todo el cuerpo, de los pies a la cabeza.[9]

Las descripciones que hace Homero de escudos para los que no se encontraba paralelo en la época clásica, ni tampoco en tiempos de Homero (900-800 a. C.) habían intrigado a generaciones de eruditos. Ahora se les veía representados por primera vez.

Luego, en la Tumba IV, encontró Schliemann una copa de oro de una forma extraordinaria. Tenía pie y dos asas con dos palomas, una enfrente de otra. Desde el arranque inferior de cada asa una pieza lateral plana se unía con la base redonda. Enseguida el investigador recordó la descripción de la copa de oro en la que el anciano Néstor escanció el vino pramnio para Macaón y para él mismo (Ilíada, Libro XI):

Tenía cuatro asas. Cada una con un doble pie y, en lo alto, una frente a otra, dos palomas comiendo.

Las discusiones sobre la «Copa de Néstor» han continuado hasta hoy día. El paralelo es notable y, sin embargo, hay diferencias importantes, por ejemplo, la copa que describe Homero tiene cuatro asas y es mucho más grande. Pero para Schliemann se trataba de la copa del viejo caudillo pílico (véase lámina 17).

El paralelo más notable de todos, que ni el más escéptico puede negar, se encuentra en el casco de colmillos de jabalí. En la Tumba IV se encontraron sesenta dientes de jabalí, «todos los cuales tienen un lado cortado perfectamente plano y dos agujeros que debieron de servir para sujetarlos a otro objeto, quizás a los jaeces de los caballos. Pero en la Ilíada vemos que también se usaban en los cascos». Más tarde, Schliemann y otros arqueólogos encontraron muchos más ejemplares de estos ornamentos y también pequeñas placas de marfil con guerreros tocados con cascos (probablemente de cuero o piel) cubiertos con piezas hechas de colmillos de jabalí, exactamente iguales a las encontradas en las sepulturas. Considérese ahora el siguiente pasaje del Libro X de la Ilíada, en el que se describe la maravillosa escena nocturna cuando Ulises y Diomedes, «el del potente grito guerrero», se disfrazan y salen a espiar el campo troyano. Sus camaradas les prestan armas y armaduras:

Meriones proporcionó a Ulises un arco, un carcaj y una espada, y le cubrió la cabeza con un casco de cuero que tenía en su interior un recio forro de correas entretejidas, al que estaba cosida una gorra de fieltro. El borde exterior estaba hábilmente adornado en los lados con una hilera de blancos y deslumbrantes colmillos de jabalí.

Indudablemente el casco era una rareza incluso en la época de guerra troyana, pues dice el poeta:

Este casco procedía originalmente de Eleón, donde Autólico se lo robó a Amintor Orménida el día que se introdujo en su palacio, y que luego dio a Anfidamante de Citera para que lo llevara a Escandia; y Anfidamante se lo regaló a Molo en agradecimiento por su hospitalidad. Molo a su vez se lo dio a su hijo Meriones, y ahora había de proteger la cabeza de Ulises.

Desde luego, Schliemann tuvo que reconocer que había encontrado muchas cosas jamás mencionadas por Homero. Entre ellas figuraban tres objetos característicos, que aunque Schliemann no hace sino enumerarlos entre otros, resultaron de gran importancia en relación con descubrimientos posteriores en Creta. Por lo tanto los mencionaré aquí brevemente. Primero, en la Tumba IV, Schliemann encontró:

Una cabeza de vaca[10] de plata, con dos largos cuernos de oro… Adornando la frente tiene un sol de oro, magníficamente decorado, con un diámetro de 5.5 centímetros (véase lámina 11)… Se encontraron también dos cabezas de vaca con una chapa de oro muy delgada… que tenían una doble hacha entre los cuernos.

El tercer tipo de objetos y el más numeroso eran sellos; unos en forma de sortijas de sello, otros como cuentas planas de piedras semipreciosas (algunos eruditos las llaman «gemas»), grabadas a menudo en entallo con diminutas escenas de gran animación. Fueron principalmente estas escenas las que proporcionaron a Schliemann y a otros excavadores posteriores, una idea de la vida de este pueblo de la antigüedad. Algunas de las escenas eran manifiestamente religiosas, otras de cacería y de batallas. Ya hemos citado la descripción de Schliemann de una de estas escenas en las que se representan los escudos que cubren todo el cuerpo. Aquí describe otro sello, en el que cree ver la lucha entre Héctor y Aquiles, según el Libro XXII de la Ilíada:

El entallo en el siguiente objeto, más pequeño, representa dos guerreros en un duelo a muerte. El que queda a la izquierda del espectador es un joven imberbe, alto y robusto, con la cabeza descubierta, desnudo salvo la cintura. Se apoya con todo el peso de su cuerpo en la pierna izquierda que tiene adelantada, y con la mano derecha acaba de hundir la espada de doble filo en la garganta de su contrario. Sobre el cuerpo del hombre herido se ve un escudo redondo, con un círculo de puntos pequeños que probablemente intentan representar el brillo del bronce (en esto se equivocaba puesto que los escudos eran de cuero). Me pregunto si el joven que vemos aquí, guapo y arrogante, no será Aquiles, el hombre más hermoso del ejercito griego, y su adversario Héctor, el del tremolante casco, porque exactamente tal como se representa en esta cuenta fue muerto Héctor por Aquiles, de una espadada en la garganta (véase lámina 6).

Noche tras noche, cuando las excavaciones de la jornada habían terminado y las hogueras de los soldados resplandecían sobre la Acrópolis micénica, Heinrich y Sofía se dedicaban a estudiar atentamente los descubrimientos del día, pesando las macizas copas de oro, admirando las vasijas de plata, alabastro y fayenza, escudriñando con lupas aquellas fascinantes y enigmáticas escenas en los sellos de piedra, esforzándose por comprender aquel mundo muerto hacía tanto tiempo y que ellos habían vuelto a descubrir.

Para Schliemann no cabía duda de que el mundo que había descubierto era el de Homero, el mundo de la Ilíada. ¿Acaso no había descubierto las tumbas de Agamenón, Casandra, Eurimedón y sus compañeros, muertos por Egisto en el banquete fatal? ¿Quién podía dudarlo? Eurimedón había sido auriga; sobre la estela de la sepultura estaban representados unos carros. Pausanias, el historiador, había mencionado cinco tumbas, Schliemann había encontrado cinco tumbas. Se decía que Casandra había dado a luz gemelos que fueron muertos con su madre; en una de las tumbas se encontraron los cuerpos de dos niños, envueltos en oro.

Lo semejante del modo de entierro, la perfecta igualdad de todas las tumbas, su proximidad, la imposibilidad de admitir que tres e incluso cinco personajes reales, poseedores de enormes riquezas, muertos de muerte natural a largos intervalos, hubieran sido amontonados en la misma tumba, y finalmente el gran parecido de todos los ornamentos… todos estos hechos son otras tantas pruebas de que los doce hombres, tres mujeres y quizás dos o tres niños, habían sido asesinados y quemados simultáneamente (En las sepulturas había huellas de que se había encendido fuego en su interior).

En este estado de fe ciega Schliemann excavó la quinta, y para él, última, tumba.[11] Y allí, al igual que en Troya, encontró lo que tan ardientemente deseaba encontrar. Tres cuerpos masculinos yacían en la tumba, con petos de oro sobre el pecho y máscaras de oro sobre el rostro, y junto a ellos, sus armas ricamente incrustadas. Cuando quitó la máscara del rostro del primer hombre, la calavera se desmoronó con el contacto del aire, lo mismo ocurrió con el segundo cuerpo.

Pero en el tercer cuerpo, que yacía en el extremo norte de la tumba, la cara redonda, bajo la pesada máscara de oro, se había conservado maravillosamente con toda la carne. No había vestigios de pelo, pero los ojos podían distinguirse perfectamente, como también la boca, que, debido al enorme peso que la había presionado, estaba abierta y mostraba treinta y dos bellos dientes, por lo que todos los médicos que vinieron a ver el cuerpo juzgaron que el hombre debió de morir a la temprana edad de treinta y cinco años.

Schliemann levantó la máscara del suelo y la besó, y aquella noche, mientras por toda la Argólide se extendía como un reguero de pólvora la noticia de que se había encontrado el cuerpo bien conservado de un hombre de la edad heroica, el descubridor se sentó y escribió un telegrama al rey de Grecia, que decía:

He contemplado el rostro de Agamenón (véase lámina 12).

Hemos seguido a Heinrich Schliemann desde la oscuridad de una rectoría de Mecklemburgo hasta la hora cumbre de su vida en la ciudadela de los Atridas. Al describir sus sucesivos descubrimientos he tratado de ser fiel a su interpretación personal de ellos y de verlos como él los vio, y no como ahora los consideramos nosotros a la luz de posteriores conocimientos. Pero este libro es la historia de un viaje en busca de la verdad y, Schliemann, como todos los exploradores, se extravió a veces. Por lo tanto, ha llegado el momento de hacer nuestro primer alto para contemplar el camino ya recorrido, y las colinas que todavía tenemos que cruzar. Hemos visto a Micenas a través de los ojos de Schliemann. Ahora vamos a verla con los nuestros.

Por consiguiente, volvamos a nuestros días, al espacio cubierto de grava en frente a «La Bella Helena», en la mañana después de mi llegada. En un banco, junto a un pimentero achaparrado, está sentado Orestes, mirando hacia el valle de Argos, de donde la brisa trae un leve olor marino. Y delante se extiende el estrecho y tortuoso camino a Micenas.