Capítulo III
EL «TESORO DE PRÍAMO»
Dejando atrás la atalaya y la higuera silvestre azotada por los vientos, corriendo por el camino de carros, a alguna distancia de la muralla llegaron a los dos cristalinos manantiales donde nace el voraginoso Escamandro. De uno mana el agua caliente, y lo cubre un vapor semejante al humo que despide una hoguera; pero en el otro, incluso el agua que brota en el verano, es tan fría como el granizo, la nieve o el hielo…
La Ilíada, Libro XXII.
Estos dos «cristalinos manantiales» que con tanto detalle describe Homero, desconcertaron e intrigaron a todo el que visitó Troya en el siglo XIX, antes de llegar allí Schliemann. Pues él no fue, ni mucho menos, el primero en buscar la ciudad de Príamo. Desde el siglo XVIII los habitantes estaban acostumbrados al espectáculo de sabios europeos sumergiendo termómetros en los manantiales que había en las laderas de la colina, con la esperanza de encontrar los que describe Homero, pero los resultados nunca fueron satisfactorios. El único lugar en el que se encontraron dos manantiales con diferente temperatura fue la aldea de Bounarbashi, e incluso en éstos la diferencia era sólo de unos grados. No obstante, durante algún tiempo, esta aldea y la rocosa colina de Bali Dagh, que hay detrás de ella, fueron consideradas como el lugar de la Ilión de Homero. Bounarbashi está situada en el extremo meridional de la llanura de Troya y las rocosas alturas que se encuentran detrás sugieren a primera vista el sitio apropiado para una ciudadela.
Pero había otro lugar posible, la colina de Hissarlik, mucho más cercana al mar, y desde 1820 varios investigadores apoyaron esta hipótesis, aunque el lugar era mucho menos espectacular que el elevado Bali Dagh y no contaba con los manantiales «frío y caliente».
Schliemann que estuvo allí mismo en 1868, Ilíada en mano, se había declarado en contra de Bounarbashi y en favor de Hissarlik. Pues ¿no había descrito Homero a Aquiles persiguiendo a Héctor tres veces alrededor de la muralla de Troya, hazaña irrealizable de haber estado la ciudad encaramada en el borde del Bali Dagh, pero factible de haber estado situada en Hissarlik?
Además de esto —escribe—, la distancia desde el Helesponto a Bounarbashi es de más de doce kilómetros en línea recta, mientras que todas las indicaciones de la Ilíada parecen demostrar que la distancia entre Ilión y el Helesponto era muy corta, de menos de cinco kilómetros.
En cuanto a los manantiales caliente uno y frío el otro, había probado los de Bounarbashi y encontrado, no dos, sino treinta y cuatro, «todos a una temperatura uniforme de 62 grados Fahrenheit».
No, el lugar tenía que ser Hissarlik. Allí cerca, en tiempos históricos se había alzado la ciudad helénica, más tarde romana, de Novum Ilium, «Nueva Troya», de la que todavía quedaban ruinas. Esta fue la ciudad que construyeron los griegos de las últimas épocas y los romanos de lo que creían el lugar tradicional de la «sagrada Ilión» de Príamo. El mismo Alejandro Magno, antes de partir a conquistar el Oriente, había hecho ofrendas en su templo. La tradición histórica, la geografía, y sobre todo el testimonio de los poemas, todo combinado, habían convencido al alemán de que la Troya de Homero se encontraba debajo de Hissarlik. Allí estaba el misterioso montículo que se alzaba cincuenta metros sobre las escasas ruinas de la ciudad clásica. Otros investigadores habían hurgado en la superficie, pero ahora, por primera vez, Heinrich Schliemann iba a emprender la excavación en serio.
De septiembre a noviembre de 1871 ochenta trabajadores, bajo la dirección de Schliemann, abrieron una profunda trinchera frente al escarpado declive septentrional, cavando hasta una profundidad de diez metros bajo la superficie de la colina. El invierno le obligó a suspender el trabajo, pero en marzo estaba allí de nuevo con Sofía, y esta vez aumentó el personal hasta ciento cincuenta hombres, y trajo «las mejores carretillas, picos y palas inglesas que me habían proporcionado mis buenos amigos John Henry Schroder & Co. de Londres», junto con «tres superintendentes y un ingeniero para confeccionar mapas y planos». También construyó, en lo alto de Hissarlik, una casa de madera con tres habitaciones y una cocina.
Hay que tener en cuenta que cuando Schliemann empezó este trabajo monumental carecía de toda experiencia que le ayudara, ni podía orientarse por la experiencia de otros arqueólogos de campo, porque nunca se había intentado nada en semejante escala. En aquel tiempo no existía ninguna técnica especial de excavación. Hoy día, el estudiante de arqueología moderno, adiestrado mucho antes de que se le permita ni siquiera acercarse a una zona arqueológica, en los cuidadosos métodos que han dejado muy atrás incluso los de Hogarth y Pit-Rivers, se estremece cuando lee algo sobre los procedimientos utilizados por Schliemann. Su enorme trinchera atravesó los sucesivos estratos del montículo, y cuando tropezaba con un edificio de fecha relativamente moderna que impedía el acceso a los niveles más bajos, que eran los únicos que le interesaban, no se detenía, como habría hecho un excavador moderno, a tomar fotografías y anotaciones, sino que lo demolía sin dilación.
Más adelante, orientado por Dörpfeld, su joven e inteligente ayudante, aprendió a ser más paciente y metódico. Sin embargo, aunque sus métodos fueran al principio burdos, no cabe duda de que su instinto era acertado, pues a medida que se excavaba en el montículo fue descubriéndose que no había sólo una, sino muchas Troyas, unas murallas se levantaban sobre murallas anteriores y bajo éstas aparecían otras aún más antiguas. No habría podido desenterrar una ciudad entera antes de profundizar hasta la siguiente, y pensando que la Troya que él buscaba, la Troya de Homero, debía encontrarse muy honda, su único recurso era ir cortando los estratos como quien corta un pastel de varias capas.
Durante los largos días que trabajó en la trinchera, lo acompañó su joven esposa y por las noches, en la casita en lo alto del montículo, con sus delicados dedos le ayudaba a escoger y clasificar los fragmentos de cerámica, ídolos de barro, restos de armas y herramientas, que habían sido encontrados entre la tierra. La tarea era mucho más difícil, complicada e ingrata de lo que Schliemann había imaginado. Tampoco les favorecía el clima. El verano trajo polvo, moscas, y un calor bochornoso. Del tejado de la cabaña se arrastraban víboras y había que matarlas. Los mosquitos postraron a Heinrich con malaria, aunque Sofía se libró de esa enfermedad. En invierno ráfagas heladas del norte «soplaban con tal violencia a través de las grietas de las paredes que por las noches ni siquiera podíamos encender las lámparas, y aunque teníamos fuego en el hogar, el termómetro marcaba temperaturas inferiores a cero».
En la primavera de 1873 escribía:
En los árboles ya empiezan a brotar las hojas, y la llanura troyana está cubierta de flores primaverales. Durante los últimos quince días hemos estado oyendo el croar de millones de ranas, y la semana pasada regresaron las cigüeñas.
Y se quejaba de
los espantosos chillidos de los innumerables búhos que anidan en los agujeros de mis trincheras. Hay en sus chillidos algo sobrenatural y lúgubre que resulta insoportable, especialmente de noche.
Esto era en la primavera de 1873 y al principio de la tercera temporada que Schliemann pasaba en Troya. Por esta fecha ya se habían abierto en la colina varios cortes inmensos y se habían sacado miles de toneladas de tierra. Indudablemente se encontraban allí los restos de varias ciudades prehistóricas y de otras más recientes (Schliemann distinguió siete), pero ¿cuál era la Troya de Príamo? El excavador sabía que, de acuerdo con la tradición, la guerra de Troya, según las estimaciones de los historiadores antiguos, tuvo lugar alrededor del año 1180 a. C., pero en 1873 no existía ningún sistema eficiente de determinar fechas basado en la comparación de los restos de cerámica,[3] y Schliemann no podía averiguar cuál de las ciudades había sido destruida en el siglo XII. Sin embargo creía firmemente que en alguna parte, entre aquella desconcertante maraña de murallas construidas unas encima de otras o separadas por capas de escombros, se encontraba la ciudad que tanto tiempo y con tanto afán había buscado ¿Podría reconocerla por la descripción del propio Homero? Tenía que buscar los restos de la Puerta Escea sobre la cual el anciano rey Príamo solía reunirse con sus consejeros.
La vejez había puesto fin a sus días de guerreros, sin embargo, eran excelentes oradores aquellos consejeros troyanos, sentados allá en la torre, como cigarras que chirrían alegremente desde un árbol del bosque.
También debían encontrarse en alguna parte las ruinas del palacio de Príamo, donde habían estado los cofres que guardaban los objetos preciosos que el anciano rey tomó para rescatar el cuerpo de su hijo.
Pesó también diez talentos de oro para llevarlos, tomo dos refulgentes trípodes, cuatro calderos y una bellísima copa que le habían dado los tracianos cuando visitó su país.
¿Pero había entre las murallas que había descubierto alguna con indicios de haber pertenecido a la inmensa ciudad descrita por el poeta? Sólo las que se encontraban en el estrato superior, y esto entristecía y desconcertaba a Schliemann, que insistía en que, por ser la ciudad de Homero tan antigua, debía estar cerca de la base del montículo.
Como mi propósito era desenterrar Troya, que yo esperaba encontrar en una de las ciudades inferiores, me vi obligado a demoler muchas ciudades interesantes en los estratos superiores, como por ejemplo, a unos seis metros de la superficie las de un edificio prehistórico de tres metros de altura, cuyos muros eran de sillares de piedra caliza, perfectamente lisos, unidos con arcilla.
En otra ocasión, durante la misma excavación, en mayo de 1872 Schliemann descubrió cerca de la superficie «un bastión compuesto de grandes sillares de caliza, que quizás datara del tiempo de Lisímaco». Aunque el bastión era de proporciones homéricas, el hecho de encontrarse cerca de la superficie, lo condenaba para Schliemann, que no podía concebir que fuera anterior al siglo III a. C. (Lisímaco fue uno de los generales de Alejandro, 360-281 a. C.).
Sin embargo, los estratos interiores fueron una decepción, ya que en gran parte no se encontraron en ellos sino toscas murallas mal construidas y mezquinas, viviendas con restos de una cerámica pobre y algunos instrumentos de piedra. Pero las capas no estaban definidas claramente, encontrándose traslapadas en distintos lugares de la zona, de modo que no siempre era fácil definir cuál era el estrato más antiguo y cuál el más reciente en un lugar, en el lado sur de la colina, Schliemann hizo un descubrimiento más alentador: una gran masa de mampostería, consistente en dos muros claramente definidos, cada uno de cerca de cinco metros de ancho y de seis de alto, muy juntos y cimentados sobre la roca a una profundidad de catorce metros bajo la superficie. Llamó a esto la «Torre Grande», aunque reconociendo que «originalmente los constructores las pudieron haber destinado a otro fin muy distinto».
A mediados de marzo de 1873, Schliemann empezó una extensa excavación al oeste de la llamada «Torre Grande». Después de cavar a través de los restos de una casa griega de época reciente y luego a través de una capa de escombros, los trabajadores descubrieron lo que era, al parecer, una bien pavimentada calle, de cinco metros de ancho, que bajaba bruscamente en dirección sudoeste, hacia la llanura. Esta calle, decidió el excavador, debió de conducir en otro tiempo a algún edificio grande en el interior de la ciudad.
Por lo tanto me apresuré a poner a cien hombres a cavar siguiendo la dirección de la calle. Encontré la calle cubierta hasta una altura de dos a tres metros con cenizas de madera, amarillas, rojas o negras, mezcladas con fragmentos muy requemados y a veces parcialmente cristalizados, de ladrillos y piedras; más arriba de esta espesa capa de escombros encontré las ruinas de un edificio grande construido con piedras ligadas con arcilla…
Allí cerca, hacia el noreste, desenterró dos grandes puertas situadas como a seis metros una de otra, frente a las cuales se alzaba una masa de restos calcinados de un espesor de dos a tres metros, que Schliemann pensó habían caído de las murallas en llamas de su Torre Grande, «que en otro tiempo debió de haber rematado las puertas».
El chiquillo impaciente que había en Schliemann se sobrepuso siempre al arqueólogo sensato. Se había esforzado mucho por encontrar lo que deseaba hallar, y ahora, después de tres años de laboriosos trabajos, parecía que su fe había sido justificada. Sin detenerse a comprobar sus deducciones, ni a consultar las opiniones de otros sabios, anunció al mundo que había descubierto la Puerta Escea y el Palacio de Príamo.
Muchos de los investigadores profesionales, en especial los alemanes, se habían opuesto a las excavaciones de Schliemann. Durante más de un siglo, ellos y sus predecesores habían teorizado, arrellanados en los cómodos sillones de sus estudios, sobre la localización probable de Troya, pero a ninguno se le había ocurrido ir allí a excavar. Y de pronto aparecía ese audaz comerciante, sin preparación académica, un cualquiera, ansioso de publicidad (que como sabios ellos, pretendían odiar) que sin método y precipitadamente derribaba sin piedad restos de edificios clásicos en una alocada búsqueda de una ciudad que, probablemente, sólo había existido en la imaginación de un poeta. Y lo que todavía era peor, su ingenua creencia en la autenticidad histórica de Homero le había inducido a anunciar que había encontrado el palacio de Príamo, un rey de cuya existencia histórica no había la menor prueba. Aquello no era una labor de investigación, sino periodismo sensacionalista. Las plumas académicas estaban mojadas en vinagre. Schliemann, a pesar de su aparente triunfo, se sentía en el fondo desalentado por estos ataques. En mayo escribió a su hermano:
Hemos estado excavando aquí durante tres años con ciento cincuenta obreros… hemos sacado 250.000 metros cúbicos de escombros, habiendo rescatado de las profundidades de Ilión todo un excelente museo de antigüedades muy notables. Sin embargo, ahora nos sentimos muy cansados y puesto que hemos logrado nuestro propósito y realizado el gran ideal de nuestra vida, el 15 de junio daremos por terminados nuestros trabajos en Troya.
Dos veces, durante la carrera de Schliemann como arqueólogo, ocurrieron acontecimientos de una extraña semejanza con los acaecidos a Howard Carter, que descubrió la tumba de Tutankamón más de medio siglo después. El primer paralelo tuvo lugar en las siguientes circunstancias. Los lectores que recuerden el gran descubrimiento egipcio en 1922 sabrán que precisamente cuando Carter había empezado lo que iba a ser su última temporada en el Valle de las Tumbas de los Reyes, después de seis años de excavar en vano, dio con la tumba intacta del Faraón. Schliemann, como hemos visto, había decidido poner fin a sus excavaciones el 15 de junio. Un día antes de esa fecha, estando con algunos de sus obreros cerca de la muralla próxima al edificio antiguo que él creía ser el Palacio de Príamo, y al noroeste de la «Puerta Escea», le llamó la atención un objeto grande de cobre encajado en una capa rojiza de escombros calcinados, sobre la que se alzaba un muro de fortificación. Mirando con más atención, los ojos penetrantes del excavador vislumbraron, detrás del cobre, algo brillante que resplandecía. Parecía oro… Schliemann observó a sus obreros. Parecía que no habían visto nada. Entonces se le ocurrió una artimaña digna de Ulises. Con toda calma llamó a Sofía y le dijo en voz baja que hiciera tocar a «paidos», la hora del descanso. «Les dices que es mi cumpleaños —la aleccionó— y que cobrarán el jornal sin trabajar». Cuando se hubieron marchado los obreros junto con los superintendentes, volvió Sofía y permaneció junto a su marido mientras, agachado debajo de la muralla en la luz deslumbrante del sol, iba sacando de la tierra, objeto tras objeto de oro resplandeciente o de plata sin lustre.
Esto requirió un gran esfuerzo y era muy arriesgado —escribió después Schliemann—, puesto que el muro de fortificación, bajo el cual tenía que cavar, amenazaba caer sobre mí a cada momento. Pero la vista de tantos objetos, cada uno de los cuales era de un valor inestimable para la arqueología, me daba audacia y nunca pensé en el peligro. Sin embargo, no habría podido extraer este tesoro sin la ayuda de mi querida esposa, que no se separó de mi lado, apresurándose a envolver en su chal las cosas que yo iba sacando, para llevarlas a otro lugar.
Por fin, cuando el último objeto había sido colocado en el chal rojo de Sofía, los dos descubridores, sintiéndose como niños desobedientes haciendo una travesura, se encaminaron con fingida despreocupación hasta su casita en lo alto del montículo, cerraron la puerta con llave, y extendieron ante ellos el tesoro.
Lo más bello de todo, sin comparación, fueron dos magníficas diademas de oro. La más grande consistía en una finísima cadena de oro, para rodear la cabeza, de la que colgaban setenta y cuatro cadenas cortas, y otras dieciséis más largas, cada una hecha de láminas diminutas de oro, en forma de corazón. La orla de cadenas más cortas descansaba sobre la frente que adornara; las cadenas más largas, rematada cada una de ellas con un pequeño «ídolo troyano», colgaban hasta los hombros, quedando así el rostro enmarcado en oro (véase lámina 3). La segunda diadema era semejante, pero las cadenas estaban suspendidas de una estrecha banda de oro, y las cadenas de los lados eran más cortas, sin duda con el propósito de cubrir solamente las sienes. Sólo en la primera diadema había 16.353 piezas distintas de oro que consistían en anillos diminutos, dobles anillos y hojas en forma de lancetas. En ambos objetos la elaboración era fina y delicada.
Encontraron también seis pulseras de oro, una botella de oro, una copa de oro que pesaba 601 gramos, una copa de ámbar y una vasija grande de plata que contenía, además de las diademas, sesenta pendientes de oro, 8.700 sortijas pequeñas de oro, prismas perforados, botones de oro y otros adornos. Vasos de plata y de cobre y armas de bronce completaban el tesoro.
Pero Schliemann no podía apartar los ojos de las resplandecientes diademas. El comerciante de cincuenta años que, desde niño, había soñado con tesoros troyanos, permaneció sentado acariciando con los dedos las cadenas de oro, mientras la hermosa muchacha griega que era su esposa lo contemplaba. Sofía tenía entonces veinte años y su morena belleza había alcanzado la madurez: la joven parecía en aquel momento la personificación de la «Helena de los blancos brazos» por la que los griegos y troyanos habían entablado una cruel guerra cerca de aquel mismo lugar. ¿No sería todo aquello el tesoro de Príamo? Así volaba su imaginación mientras, temblando de emoción, colocaba sobre la frente de su mujer las resplandecientes diademas que él, en aquel momento, creía habían adornado en otros tiempos a la misma Helena.
A partir de entonces, por mucho que los sabios se burlaran, Schliemann quedó convencido de que Homero lo conduciría a los tesoros del mundo prehelénico.
Puesto que —escribía— encontré todos los objetos juntos o encajonados unos dentro de otros en la muralla, cuya construcción Homero atribuye a Neptuno o a Apolo, lo más probable es que se encontraran en un cofre de madera, como los que según la Ilíada había en el Palacio de Príamo. Y el hecho de haber encontrado allí cerca una llave de cobre de unos diez centímetros de longitud, con una cabeza de seis centímetros de longitud y de ancho, que muestra una semejanza notable con la llave de una caja fuerte de hierro, confirma más esta suposición.
Esta «llave», el objeto de cobre que atrajo primero la atención de Schliemann, se comprobó más tarde que era un cincel de bronce. Schliemann continúa:
Alguien de la familia de Príamo guardó precipitadamente el tesoro en el cofre y lo transportó sin tener tiempo de retirar la llave, pero en la muralla le sorprendió el enemigo o el fuego, y tuvo que abandonar el cofre, que quedó inmediatamente cubierto por una capa de cenizas rojas y de piedras que caían del vecino Palacio y que alcanzaron un espesor de unos dos metros.
Habiendo encontrado una explicación satisfactoria de la presencia del tesoro en aquel lugar, el problema siguiente era cómo sacarlo del país. Desde luego, el permiso para excavar se lo habían concedido sólo con la condición de que la mitad de todo lo que encontrara fuera entregado al gobierno turco. Pero ahora que tenía en sus manos estos objetos de valor incalculable, no podía decidirse a entregar ni siquiera una parte de ellos a personas que, a su juicio, no podían apreciar su excepcional interés arqueológico y que posiblemente los fundirían para disponer del oro. En aquellos días las inspecciones de aduanas no eran muy rigurosas y los excavadores lograron sin gran dificultad pasar de contrabando todo el tesoro troyano, sin que se enteraran los turcos, y llevarlo a Atenas.
Pero entonces se encontró con un problema exasperante. Tenía los tesoros, pero ¿cómo podía disfrutar de la gloria de haberlos descubierto sin anunciarlo al mundo de la investigación? Y si llegaban a saberlo los sabios, también lo sabrían los turcos. Schliemann hizo su plan de campaña. Anunció su descubrimiento y permitió que inspeccionaran los objetos varias personas entendidas, de responsabilidad reconocida, con el fin de que no hubiera la menor duda de que decía la verdad. Pero cuando sucedió lo inevitable y se registró en Atenas su casa por petición del embajador turco, no se halló nada. El tesoro se encontraba a salvo, oculto en cestos y en cofres, en graneros y en establos, repartido en las casas y en las granjas de los innumerables parientes de Sofía. Las artimañas de Schliemann fueron dignas de Odiseo.
Pero, por el momento, todo esto le obligó a suspender sus labores arqueológicas. El gobierno griego, temeroso de ofender a los turcos, no le ayudó. El director de la biblioteca de la Universidad lo denunció como contrabandista, e incluso llegó a acusarlo de haber adquirido sus objetos, no bajo el suelo de Troya, sino en las tiendas de los anticuarios. Se puso en duda la autenticidad de los descubrimientos troyanos, y cuando pidió permiso al gobierno griego para excavar en Micenas, en el Peloponeso, se le pusieron dificultades. Primero se dijo que según la ley griega no se permitía a nadie conservar antigüedades ni siquiera en vida. «¡Entonces, que modifiquen esa ley!» dijo Schliemann, pero su proposición fue recibida con frialdad. Ofreció dejar a Grecia, después de su muerte, todo lo que descubriera. E incluso los tesoros troyanos, si podía conservar durante los años que le quedaran de vida todo lo que encontrara. Pero las autoridades se mantuvieron inflexibles. Más tarde, en 1874, propuso otra alternativa: dejaría todo a Grecia, después de su muerte, con la condición de poder conservar, en vida, parte de sus hallazgos.
Con la seguridad de que el gobierno aceptaría este ofrecimiento, Schliemann y su mujer decidieron ir a pasar un par de días en Micenas como visita preliminar para estudiar el terreno. Pero tan preocupadas estaban las autoridades con la habilidad extraordinaria como descubridor de tesoros, atribuida al alemán, que desde Nauplia enviaron una persona a toda prisa tras la pareja para que examinara su equipaje y averiguara si se llevaban algo escondido: «Este hombre es un estafador,» dijo el director del Servicio Arqueológico, añadiendo que Schliemann era muy capaz de encontrar tesoros en Micenas (probablemente sin necesidad de excavar), mezclarlos después con sus descubrimientos troyanos y sacarlos fuera del país de contrabando.
Cuando el funcionario enviado no encontró en la maleta de Schliemann más que unos cuantos fragmentos de cerámica, intentó disculparse, pero el gran hombre montó en cólera. Se marcharía de Grecia, amenazó indignado. Excavaría en Italia, en Rusia, donde lo tratarían con respeto y consideración y donde apreciarían los servicios que estaba prestando a la arqueología. Sofía, deseosa de permanecer en su país, le suplicó que se quedara, y por fin fue concertado un acuerdo con el gobierno que permitía a Schliemann hacer excavaciones en Micenas bajo la supervisión de la Sociedad Arqueológica de Grecia, encargándose él de los gastos y con la condición de que entregara todo lo que encontrara. La única concesión que le hicieron fue el derecho exclusivo de informar respecto a sus descubrimientos durante un período que no excediera de tres años. Schliemann no tuvo más remedio que aceptar.
Sin embargo, transcurrieron dos años antes de estar todo listo para iniciar los trabajos en la ciudadela de Agamenón. Primero tuvo que defenderse en un pleito formulado por los turcos, que perdió, quedando obligado a pagar 10.000 francos como compensación. Schliemann envío cinco veces esta suma al Ministerio correspondiente de Constantinopla con la esperanza de lograr así el apoyo de las autoridades para que le permitieran continuar sus excavaciones en Troya. Por el momento no recibió contestación, pero Schliemann podía permitirse el lujo de esperar. Mientras tanto se publicó su libro Trojan Antiquities, con un prefacio retador pero excesivamente optimista anunciando que
los que se sienten decepcionados en sus esperanzas y consideren que Troya era demasiado pequeña para los grandes hechos de la Ilíada y que Homero como poeta lo exageró todo, sentirán por otra parte gran satisfacción ante la certeza ya confirmada de que los poemas homéricos están basados en hechos reales.
Pero el confiado optimismo con que Schliemann sostenía haber encontrado el Palacio de Príamo y la Puerta Escea había despertado el escepticismo de los eruditos profesionales y, como dijo más tarde Schuchhardt en su documentada obra sobre las excavaciones:
La conclusión final de los investigadores sensatos fue que aunque efectivamente en Hissarlik existió un poblado primitivo, sus ruinas no correspondían al gran período que describe Homero. Hissarlik difícilmente podía haber sido la capital de la región y por lo tanto hasta que se realicen nuevas excavaciones, Bounarbashi, cuyos méritos están respaldados por razonamientos tan hábiles y variados, debe seguir siendo considerada como Troya.
Como veremos más tarde, los «investigadores sensatos» estaban equivocados, aunque en realidad no se les puede culpar por haberse negado a cambiar de opinión en aquella época.
Por medio de amigos influyentes de Constantinopla, Schliemann obtuvo por fin, en abril de 1876, un firman (permiso) para continuar las excavaciones en Troya, pero no había contado con el genio oriental para inventar dilaciones. Durante dos meses fue retenido en el pueblo de los Dardanelos, bajo el pretexto de que había que confirmar el firman. Cuando al fin se le permitió comenzar, el Gobernador local, Ibrahim Pasha, envió un comisionado a Hissarlik que hizo todo lo posible por molestarlo. Esto no es sino un ejemplo más de la mezquina persecución que, en todas las épocas, han tenido que sufrir los genios por parte de burócratas irresponsables. Schliemann replicó abandonando las excavaciones y escribiendo un violento artículo en el Times alegando que la actitud del Pasha perjudicaba los intereses de la cultura. Muy pronto Ibrahim fue trasladado a otra provincia.
Pero cuando, en octubre de 1876, Schliemann recibió esta grata noticia, ya no estaba interesado en Troya. En un valle solitario del Peloponeso, acababa de hacer un descubrimiento tan importante que superaba sus triunfos troyanos. Esta vez, incluso los sabios más escépticos se vieron obligados a aceptarlo. En todo el mundo civilizado, en las aulas de las universidades, en las revistas culturales, en los periódicos más famosos, otro nombre homérico se había convertido en centro de interés: Micenas.