Capítulo II
SCHLIEMANN EL ROMÁNTICO
En una habitación recargada de muebles, un niño de siete años, vestido a la moda de 1829, está sentado ante una mesa. Delante de él tiene un gran libro, en el que lee absorto. El libro es un regalo de Navidad de su padre, pastor protestante de una pequeña ciudad de Mecklemburgo, en el norte de Alemania. La obra, la Historia Universal de Jerrer, pesa casi tanto como el niño, pero al pequeño esto no le preocupa mientras contempla atentamente un grabado que muestra los muros de Troya en llamas. Por la Puerta Escea sale Eneas cargando sobre los hombros a su anciano padre Anquises. El niño se vuelve a su padre, que dormita cerca de la chimenea, y le pregunta:
«Padre, ¿no me dijiste que Troya había desaparecido completamente?»
«Así es.»
«¿Y que no había quedado nada?»
«Absolutamente nada.»
«Pero Jerrer tuvo que ver Troya. Si no ¿cómo pudo dibujar esto?»
«Heinrich, no es más que un grabado imaginario.»
El muchacho mira con más atención el dibujo, pero no se queda convencido.
«Padre, ¿tenía Troya unas murallas tan grandes como éstas del grabado?»
«Probablemente.»
«Entonces —dice triunfante— no pueden haber desaparecido del todo. Algo debe de haber quedado todavía allí, oculto bajo la tierra. A mí me gustaría desenterrarlas Padre, ¿podré ir allí algún día para desenterrarlas?»
Schliemann padre, un hombre desilusionado, hace cansado un gesto afirmativo.
«Es posible. Y ahora estate callado. Quiero dormir.»
Al que le parezca inverosímil este incidente no tiene más que buscar la página tres de Ilios, de Schliemann, donde se encontrará con esta escena, descrita por él mismo. No puede ponerse en duda que en esencia es verídica porque revela las características inconfundibles de la personalidad de Schliemann que persisten durante toda su vida: una obsesión romántica por el pasado, una determinación inflexible y una tendencia a interpretar todo literalmente. El primero de estos rasgos parece haberlo heredado de su padre.
Aunque mi padre no era ni erudito ni arqueólogo, tenía verdadera pasión por la Historia Antigua. Me hablaba a menudo con apasionamiento del trágico fin de Herculano y Pompeya, y consideraba como el más afortunado de los mortales al hombre que tuviera los medios y el tiempo para visitar las excavaciones que allí se estaban haciendo.
Pero el viejo Schliemann era también borracho, escéptico y libertino, que sólo se ocupaba de sus seis hijos alguna que otra vez, y aunque le enseñó latín a Heinrich, el muchacho tuvo que abandonar la escuela a los catorce años para colocarse de aprendiz en una tienda de abarrotes en la pequeña población de Fürstenburg.
Trabajaba —escribe— desde las cinco de la mañana hasta las once de la noche y no tenía ni un momento libre para estudiar. Además olvidé pronto lo poco que había aprendido de pequeño, pero no perdí el amor al estudio. Desde luego es algo que nunca he perdido, y, mientras viva, nunca olvidaré la noche en que entró en la tienda un molinero borracho…
El molinero, que se llamaba Niederhoffer, era un sacerdote protestante fracasado que se había dado a la bebida, a pesar de lo cual
…no había olvidado su Homero, pues aquella noche en que entró en la tienda, nos recitó más de cien versos del poeta, observando la cadencia rítmica de los mismos. Aunque yo no comprendí ni una sílaba, el sonido melodioso de las palabras me causó una profunda impresión. Desde aquel momento nunca dejé de rogar a Dios que me concediera la gracia de poder aprender griego algún día.
Troya y Homero se convirtieron para Schliemann en una obsesión.
Lo que rebosa en nuestro corazón, sea triste o alegre —escribe en su pomposo estilo—, acaban por expresarlo nuestros labios, especialmente en la infancia, y así sucedió que no hablaba con mis compañeros más que de Troya y de las cosas maravillosas y misteriosas que tanto abundaban en nuestra aldea. Todos se reían de mí continuamente menos dos niñas, Louise y Minna Meincke, hijas de un granjero de Zahren, un pueblo a sólo una milla de distancia de Ankershagen (donde vivía Schliemann).
Con una de estas niñas, Minna, Schliemann tuvo un curioso noviazgo infantil. Parece que la pareja se dedicó a visitar todas las cosas antiguas de los alrededores tales como el castillo medieval de Ankershagen, donde se decía que un señor feudal llamado Henning von Holstein había enterrado un tesoro.
Minna me demostraba una gran simpatía y formaba parte de todos mis grandes planes para el futuro. Habíamos convenido que en cuanto fuéramos mayores nos casaríamos y, enseguida, empezaríamos a explorar todos los misterios de Ankershagen, excavando los vastos tesoros que había ocultado Henning, luego el sepulcro de Henning, y por último Troya; no podíamos imaginar nada más delicioso que pasarnos toda la vida cavando en busca de reliquias del pasado.
Las ambiciones fantásticas son bastante comunes en la infancia, incluso entre personas corrientes que luego las olvidan de mayores. Pero para Heinrich Schliemann continuaron siendo algo real y permanente. A los catorce años, cuando dejó Ankershagen para trabajar en la tienda de abarrotes, volvió a ver a Minna, después de una separación de cinco, años, y esta pareja extraordinaria (ambos de catorce años) se abrazó llorando a torrentes.
Ahora estaba seguro de que Minna me amaba todavía, y esto estimuló mi ambición —escribe—. Más aún, desde aquel momento sentí dentro de mí una energía inagotable y estaba seguro de que con constancia podría crearme una posición en el mundo y demostrar que era digno de ella. Sólo rogaba a Dios que no se casara antes de que yo hubiera logrado una posición independiente.
En la mayor parte de los hombres esto no habría sido más que palabrería. Schliemann sentía lo que decía, y aunque perdió a la Minna de sus años juveniles, se pasó más de la mitad de la vida buscando una sustituta, sin decidirse a empezar su gran obra arqueológica hasta encontrarla, treinta años después.
Mientras tanto su vida fue una aventura fantástica, como inventada por un novelista romántico. Los eternos devaneos amorosos de su padre y sus violentos arrebatos de borracho hicieron imposible la vida en el hogar paterno. Heinrich se marchó y consiguió un empleo como ayudante de un tendero de comestibles con un sueldo equivalente a nueve libras esterlinas al año, pero su constitución débil no era apropiada para esta clase de trabajo. Un día, al tratar de levantar un barril muy pesado, se lastimó el pecho y escupió sangre. Probó otro empleo pero sus pulmones débiles le obligaron a dejarlo. Decidido a no regresar a su casa, se embarcó como grumete en un pequeño velero, el Dorothea, que transportaba mercancías entre Hamburgo y Venezuela, pero el barco naufragó frente a las costas de Holanda.
Después de dar tumbos en un bote salvavidas durante nueve horas, en medio de una espantosa tormenta, Heinrich y sus ocho compañeros fueron arrojados por el mar a un banco de arena cerca de la desembocadura del río Texel.
En Amsterdam, exhausto y hambriento, decidió fingirse enfermo para que lo llevaran al hospital, desde donde escribió a un agente naviero amigo, un tal Sr. Wendt, de Hamburgo, explicándole su situación. La carta llegó cuando Wendt daba una fiesta a unos amigos, y enseguida hizo una colecta. Schliemann recibió entusiasmado 240 florines (aproximadamente veinte libras esterlinas). Poco después, con la ayuda del cónsul general prusiano, encontró un empleo en la oficina de un comerciante de Amsterdam, F. C. Quien, sellando letras de cambio y llevando y trayendo cartas al correo. De la Casa Quien pasó a las oficinas de una antigua firma comercial, B.H. Schroder & Co., como «corresponsal y tenedor de libros».
Desde el momento en que entró en la oficina de Schroder su suerte comenzó a mejorar. Hasta entonces lo había ido pasando de mala manera; ahora contaba con dos ventajas: un puesto en el que podía demostrar su talento y un patrón que sabía apreciarlo y utilizarlo. El tímido joven, natural de Ankershagen, aficionado a las antigüedades, el ayudante del tendero de comestibles que amaba a Homero, descubrió que tenía una notable disposición para los negocios.
Cuando Schliemann empezó a trabajar con Schroder tenía ya cierta preparación. El tiempo que había trabajado en la Casa Quien se había dedicado al estudio de las lenguas modernas. De su salario anual de 32 libras esterlinas, apartaba la mitad para comprar libros y pagar sus clases, viviendo con la otra mitad «en una miserable guardilla sin estufa, donde en invierno tiritaba de frío y en verano me asaba de calor». Aprendió los idiomas por un método original suyo, que consistía en leer largo rato en voz alta, sin traducir, tomar una lección diaria y escribir ensayos sobre los asuntos que le interesaban, que luego corregía con la ayuda de un profesor, repitiendo en la lección siguiente lo que se había corregido al día anterior.
Cuando solicitó un puesto con B.H. Schroder & Co., se quedaron todos asombrados al ver que aquel pálido y desmañado joven de veintidós años, con una cabeza desproporcionadamente grande para su delgado cuerpecillo (véase lámina 2), dominaba siete idiomas. Sin embargo, cosa que parecerá extraña, entre los siete idiomas que sabía no figuraba el griego. Schliemann había dejado deliberadamente este idioma para lo último por miedo a que «el poderoso hechizo de tan noble lengua pudiera ejercer en mí una atracción tan grande que pusiera en peligro mis intereses comerciales». Primero tenía que ganar dinero. Después quedaría en libertad para entregarse a la pasión de su vida.
A los pocos meses de su llegada, Schroder se dio cuenta de que el joven Schliemann tenía todas las cualidades necesarias para ser un gran comerciante. Era sagaz, incansable en lo referente a los negocios, y estaba dotado de una memoria prodigiosa y de una notable minuciosidad para el detalle. Respaldando estas cualidades, sirviendo de móvil, tenía un insaciable deseo de hacerse rico. Deseaba las riquezas no por lo que en sí significaban, no por deseo de ostentación, sino porque le permitirían dedicarse por entero a lo que más le interesaba. Y desde luego, cuando ya fuera rico, podría regresar a Mecklemburgo y casarse con Minna.
Como era de esperar Schliemann ascendió rápidamente. A los veinticuatro años decidió aprender ruso y a las seis semanas ya escribía cartas comerciales en este idioma y podía hablar en su propia lengua a los comerciantes de añil rusos que acudían a Amsterdam. Una de las principales actividades de la Casa Schroder era la exportación de añil, sobre todo a Rusia. Schliemann, que ya no era un simple empleado, fue enviado por los dueños del negocio como representante de la casa a San Petersburgo y después a Moscú. En Rusia le fue tan bien que a los dos años de su llegada figuraba en el índice de comerciantes del Primer Gremio y los bancos le habían concedido créditos por 57.000 rublos. Animado con su éxito, escribió a un amigo de la familia Meincke rogándole que hablara a Minna en su nombre y la pidiera en matrimonio.
Pero, para desgracia mía, un mes más tarde recibí una respuesta desalentadora: (Minna) se acababa de casar. Para mí esta desilusión fue el mayor de los desastres que podían haberme ocurrido y, durante algún tiempo, estuve en cama enfermo, totalmente incapaz de ocuparme de nada… ahora que el porvenir se me presentaba tan brillante… pero ¿cómo podía pensar en realizar mis deseos sin su participación?
Hacía catorce años que no veía a Minna. Para un hombre como Schliemann sólo había un remedio para una herida sentimental de este género: el trabajo, que si no podía matar el dolor, por lo menos podía amortiguarlo. Pronto pudo establecerse por su cuenta y uno de los hombres de negocios más acaudalado de San Petersburgo le propuso al alemán que formara una sociedad con su sobrino, con una garantía de 100.000 rublos. Por el momento Schliemann no aceptó. Podía esperar.
Schliemann continuó amontonando dinero, viajando de capital en capital (Berlín, París, Londres), se hospedaba siempre en los mejores hoteles, aunque en los cuartos menos caros, fascinado por la nueva era industrial que veía desarrollarse a su alrededor. Amaba las máquinas y la velocidad lo entusiasmaba, aunque los nuevos ferrocarriles eran todavía demasiado lentos para su inquieto e impaciente temperamento. De cuando en cuando buscaba solaz en el pasado. Cuando se encontraba en Londres por asuntos de negocios, siempre dedicaba algunas horas a visitar el Museo Británico: «He contemplado las cosas egipcias y es lo que más me ha interesado de todo lo que he conocido hasta ahora». Y luego volvía a los embarques de añil, los libros de pedidos, la vida de hotel, los paquebotes y los ferrocarriles. Al cumplir los treinta años ya había adquirido una inmensa fortuna y empezaba de nuevo a pensar en casarse.
Pero aunque astuto y práctico en las cuestiones de negocios, Schliemann era extremadamente tímido en el trato con las mujeres. Temía, con razón, que las mujeres trataran de casarse con él por su dinero. Se daba cuenta de su fealdad y sentía celos de los oficiales jóvenes y apuestos que cortejaban a las mujeres que a él le atraían. A cada paso creía estar enamorado para luego dudar de sus sentimientos: «Siempre veo las virtudes y nunca los defectos del bello sexo», escribió a su hermana. Y cuando al fin se caso con Katherina, la sobrina de un amigo comerciante, el matrimonio pronto resultó un fracaso. Su mujer era inteligente, pero de espíritu práctico y carente de imaginación, completamente incapaz de comprender la naturaleza impetuosa y romántica de Schliemann, que conservaba todavía gran parte del entusiasmo de un muchacho: «No me amas y por lo tanto no te interesa la marcha de mis negocios ni compartes mis alegrías y mis penas, sino que sólo piensas en satisfacer tus deseos y caprichos», decía a su mujer en una carta a los dieciocho meses de casados. Y sin embargo, esta desdichada unión duró quince años, llenos de querellas, reconciliaciones y violentos arrebatos de odio. Katherina le dio un hijo y dos hijas.
A los treinta y tres años, Schliemann dominaba quince idiomas, además de los siete que había aprendido diez años antes; ahora conocía el polaco, el sueco, el noruego, el esloveno, el danés, el latín y el griego antiguo y moderno. Sin embargo, desesperaba de llegar a gozar de la vida de investigación y estudio que había anhelado desde muy joven: «Me faltan los conocimientos básicos» escribía desesperado, aunque después de trabajar toda la semana en la oficina se pasaba los domingos, desde la mañana temprano hasta bien entrada la noche, traduciendo a Sófocles al griego moderno. Por fin, ahora ya podía leer a su amado Homero en el original.
La gran ilusión de su infancia nunca lo abandonó. Seguía decidido a hacer excavaciones en Troya, y estaba convencido de que allí encontraría la ciudad de Homero. Con este propósito estudió y aprendió de memoria los grandes poemas épicos, que leía como si se tratara de historia en lugar de poesía. Schliemann creía en Homero con la misma fe ciega de los que interpretan la Biblia literalmente. Si Homero lo dijo, así debió ser. Pero pasaron muchos años antes de que pudiera poner sus creencias a prueba.
Mientras tanto, en 1851, fue por primera vez a América, donde se hizo ciudadano de los Estados Unidos, abrió un banco en California, durante la fiebre del oro, compró grandes cantidades de oro en polvo y sin haberlo buscado, casi sin darse cuenta, se encontró con otra gran fortuna. Su principal motivo al ir a Estados Unidos había sido poner en orden los asuntos financieros de su hermano Luis que había muerto de tifo en Sacramento; la fortuna que hizo con el oro en polvo fue cosa incidental. Schliemann también fue victima del tifo y dirigió los asuntos del banco desde la cama, en una habitación al fondo del edificio, mientras los buscadores de oro hacían cola con sus sacos de polvo en la parte delantera. Aunque su vida estuvo en gran peligro, se repuso y regresó a Europa.
Siete años después hizo un largo viaje por el Medio Oriente, en el curso del cual cruzó el desierto desde El Cairo a Jerusalén, visitó Petra en Transjordania y aprendió un idioma más: el árabe. Durante este viaje se cree que visitó la Meca disfrazado de árabe y que incluso se hizo hacer la circuncisión para no ser descubierto.
En 1868, cuando ya tenía cuarenta y seis años y pensaba retirarse de los negocios, fue a Norteamérica por segunda vez. A su regreso, después de una de sus separaciones periódicas, intentó una vez más reconciliarse con su esposa, llegando a amueblar para ella una magnífica casa en París. Pero todo fue en vano. La familia de su mujer no lo quería, y la apoyaron en su propósito de oponerse a dar a sus hijos una educación alemana, como hubiera deseado Schliemann. Katherina se quedó en Rusia contestando a sus cartas suplicantes con amargas quejas. Desesperado, el desdichado millonario sin hogar emprendió otro de sus agitados viajes a través de Europa, viajes que le proporcionaban cada vez menos placer. Pero esta vez se dirigió a Grecia y, por vez primera, pisó suelo homérico en la rocosa isla de Ítaca, cuna de Ulises el Vagabundo.
Allí encontró paz y deleite. Aunque llegó a Ítaca en pleno verano, tan grande era su entusiasmo que, según sus propias palabras:
olvidé el calor y la sed… Me dedicaba a estudiar los alrededores, leyendo a ratos en la Odisea las emocionantes escenas allí relatadas, y otros, admirando el espléndido paisaje.
Y, desde luego, tratándose de Schliemann, no pudo menos de hacer alguna excavación. Al visitar el llamado «Castillo de Ulises», contrató a unos hombres con cuya ayuda desenterró unas urnas que contenían cenizas humanas, junto con un cuchillo de sacrificio y unos cuantos ídolos de arcilla. Partió muy feliz creyendo que había encontrado las cenizas de Ulises y Penélope y de sus descendientes. Desde Ítaca siguió hasta el Peloponeso, hizo una breve visita a Micenas, cruzó después los Dardanelos y recorrió a caballo la llanura de Troya. Estas visitas, aunque breves, bastaron para despertar su apetito. A partir de ese momento empezó a hacer planes para retirarse del comercio. Tenía dinero, tiempo y facilidades. Pero echaba de menos algo muy esencial: la compañía de la mujer con la cual «no podía imaginar nada más grato que pasar juntos toda la vida en busca de reliquias del pasado».
Cuando regresó a París a fines del año, había por fin tomado la decisión de divorciarse. Para hacerlo pensó que lo mejor sería ir a los Estados Unidos, donde los trámites para el divorcio eran más sencillos que en Europa. Aquel invierno de 1878, rodeado de compañeros alegres y sintiéndose en el fondo muy solo, se acordó de un antiguo amigo, un sacerdote llamado Vimpos, que le había enseñado griego en San Petersburgo, y que ahora era arzobispo de Atenas. Schliemann le escribió, mostrándole su corazón, seguramente la carta más extraña que el religioso recibiera en su vida, pues en ella el millonario de cuarenta y seis años le pedía al Arzobispo que le buscara una esposa griega.
Le juro por mi madre que pondré todo mi afán y que dedicaré todas mis energías y toda mi voluntad a hacer feliz a mi futura esposa. Aquí estoy constantemente en compañía de mujeres hermosas e ingeniosas que con gusto harían lo posible por complacerme y aliviar mis sufrimientos si supieran que estoy pensando en divorciarme. Pero, amigo mío, la carne es débil y temo enamorarme de una francesa y tener mala suerte otra vez.
Por lo tanto, le ruego que me envíe con su contestación el retrato de alguna bella mujer griega. Le suplico que escoja para mí una esposa de un carácter tan angelical como el de su hermana casada. No me importa que sea pobre, pero sí deseo que esté bien educada; tiene que ser entusiasta de Homero y tener fe en el resurgimiento de mi amada Grecia. No me importa que sepa o no otros idiomas, pero quiero que sea de tipo griego, con el cabello negro y, de ser posible, hermosa. Pero lo que más deseo es que sea buena y cariñosa.
En la primavera del año siguiente, mientras Schliemann se encontraba en Indianápolis tramitando su divorcio, llegó la contestación de Vimpos, junto con una fotografía de una joven de dieciséis años llamada Sofía Engastromenos, de belleza clásica. El alemán quedó embelesado, pero no quiso hacerse ilusiones. La carta que escribió a su hermana hablándole de sus planes, revela una conmovedora humildad:
Si todo va bien pienso ir a Atenas en julio. Sin embargo, sólo me casaré con ella si tiene afición al estudio, pues pienso que una mujer joven y hermosa sólo podrá amar y respetar a un hombre de edad si tiene afición a la investigación, actividad en la que él está más versado que ella.
En agosto, cuando llegó a Atenas, todas sus dudas se disiparon. Sofía no sólo era más bella de lo que parecía en su fotografía, sino que también era sencilla y dulce de carácter, y podía responder satisfactoriamente al catecismo de Schliemann, en el que se incluían preguntas tales como:
«¿En qué año llegó a Atenas el emperador Adriano?»
«¿Qué pasajes de Homero se sabe de memoria?»
Se casaron y durante su luna de miel, el esposo escribió:
Sofía es una mujer espléndida, capaz de hacer feliz a cualquier hombre, pues como todas las mujeres griegas tiene una especie de reverencia divina hacia su marido…
Me ama como una verdadera griega: con pasión. Y yo no la amo menos. Hablo siempre con ella en griego, que es el idioma más bello del mundo.
Después de cuarenta años el sueño que había obsesionado a Schliemann en Ankershagen y que había anhelado compartir con la novia de su infancia, Minna Meincke, se había realizado. En la primavera siguiente ya estaba haciendo excavaciones preliminares en Troya, y un año después su joven esposa de dieciocho años se reunió con él en su campamento cerca de la colina de Hissarlik. Habían comenzado juntos la gran aventura.