1. HOMERO Y LOS HISTORIADORES

Capítulo I

HOMERO Y LOS HISTORIADORES

Probablemente no todos los lectores de este libro conocerán a fondo la poesía épica griega y las civilizaciones prehistóricas del Mar Egeo y muchos se encontrarán en ese nebuloso, pero grato estado del conocimiento imperfecto que yo mismo disfrutaba antes de dejarme arrastrar por el torbellino de la investigación homérica. Me refiero a esas personas que conocen las obras de Homero, bien en el original o en una de esas excelentes traducciones modernas (como las del señor E.V. Rieu, publicadas en la colección «Penguin»), que tienen alguna idea de la historia clásica griega, y que recuerdan que en cierta fecha del siglo pasado alguien desenterró la «Troya de Homero» y la «Micenas de Homero», demostrando así, para deleite de todos, que la Ilíada y la Odisea fueron «verdad». ¡Si los hechos fueran tan sencillos! Desgraciadamente no lo son.

Por otra parte, incluso los lectores que todavía no han leído al gran poeta épico de Grecia estarán familiarizados con las narraciones históricas o legendarias, incluidas por Homero en sus poemas. Sabrán cómo Paris, el príncipe troyano, robó a Menelao, rey de Esparta, su bellísima esposa Helena y cómo Menelao y su hermano Agamenón, «Rey de Hombres», condujeron las huestes aqueas contra Troya, a la que sitiaron durante diez años. Conocerán también la cólera de Aquiles, la muerte del héroe troyano, Héctor, la estratagema del Caballo de Madera, ideada por el astuto Ulises, que hizo posible el saqueo de la ciudad de Príamo. Estarán familiarizados con la historia del largo retorno a la patria del sufrido Ulises el Vagabundo. Todas estas leyendas forman parte de la rica herencia de leyendas europeas. En Inglaterra, como en otros países, los poetas, desde Chaucer hasta Louis MacNeice, se han inspirado en personajes y temas homéricos, como sin duda lo seguirán haciendo los poetas de la posteridad. Porque Homero, padre de la literatura europea, ha influido de algún modo en la manera de pensar y de hablar de todos nosotros, e incluso de aquellos que nunca han leído a conciencia ni una línea suya.

Hace menos de cien años el único conocimiento, si es que así puede llamarse, que se tenía de la historia antigua de Grecia era el que se podía obtener de la mitología griega, y en especial de los famosos poemas épicos de Homero: la Ilíada y la Odisea. Casi todo lo ocurrido antes del año 800 a. C. aproximadamente, era considerado como leyenda. El historiador George Grote por ejemplo, cuya monumental History of Greece se publicó en 1846, escribió en su prefacio:

…Inicio la verdadera historia de Grecia con la primera Olimpíada de que se tiene conocimiento, o sea, en el año 776 a. C. Pues la verdad es que los anales históricos propiamente dichos no empiezan hasta después de esta fecha. Al comprobar la extrema escasez de datos fidedignos correspondientes a los dos siglos que comienzan en el año 776 a. C., a nadie le sorprenderá que carezca de información válida con que reconstruir el medio griego en 900, 1000, 1200, 1300, 1400 a. C., o en cualquier otro siglo anterior que los cronistas hayan querido incluir en sus genealogías…

Las épocas que considero fuera de la órbita de la historia sólo pueden adivinarse a través de un ambiente diferente: el de la poesía épica y la leyenda. El confundir estos campos dispares es, a mi juicio, esencialmente antifilosófico.

Con tal severidad escribía el Sr. Grote, y no le faltaba razón, a la luz de lo que se sabía en aquel tiempo. Pues, aunque los griegos clásicos (600-300 a. C.) consideraban muchos de los poemas épicos como historia auténtica, no había nada en ellos que un historiador moderno pudiera considerar como prueba válida. Es cierto que en los poemas épicos a veces se describen personajes que parecen figuras históricas convincentes, cuyas acciones a menudo tienen lugar en un marco geográfico especifico, pero sin embargo están tan entremezclados con mitos y sucesos sobrenaturales que resulta casi imposible reconocer dónde terminaba la leyenda y donde empezaba la realidad. Por ejemplo, Ulises el Vagabundo, durante la primera parte de su viaje de regreso de Troya a la patria, sigue una ruta que puede trazarse, isla por isla, en un mapa moderno y que demuestra el conocimiento que tenía Homero de la topografía del Egeo. Pero luego, el Vagabundo abandona el mapa real y penetra en el ámbito de la fantasía, donde sólo puede seguirlo nuestra imaginación, y visita la isla de Circe, la patria de los horribles lestrigones y el país de los cíclopes, llegando hasta el mismo Hades.

Desde luego la Odisea, la «primera novela de Europa», puesto que se trata indudablemente de una obra narrativa más o menos imaginaria, no es extraño que contenga muchos elementos propios de un cuento de hadas. Pero incluso la austera Ilíada, que relata el sitio de Troya, y que los griegos de los tiempos clásicos consideraban como historia auténtica, tiene sus ingredientes míticos. Los dioses intervienen en la guerra, se aparecen a los héroes y luchan en ambos ejércitos, aunque por lo general disfrazados de guerreros humanos. Algunos de los héroes son de ascendencia divina: Aquiles es hijo de Tetis, la ninfa marina, Helena es hija del mismo Zeus, Xanto, uno de los caballos de Aquiles, tiene el don de la palabra y anuncia a su dueño su muerte próxima. Pero hay que reconocer que estos son elementos secundarios en la narración que, en general, es austera y genialmente realista, y que sólo pudo haber sido escrita por alguien familiarizado con la llanura de Troya.

¿Quién fue este gran poeta en cuyas obras, para los griegos de la época clásica, estaba contenida la historia de sus antepasados? El historiador Herodoto, que vivió aproximadamente entre los años 484 y 425 a. C., creía que Homero había vivido unos cuatrocientos años antes de su época, o sea, alrededor del siglo IX a. C., aunque fuentes posteriores fijan la fecha aún más atrás, hacia el siglo XIII. En la actualidad se cree que la fecha de Herodoto es la más acertada. No existen biografías auténticas suyas, aunque se han urdido muchas leyendas en torno a su nombre. Varios lugares se disputan el honor de haber sido su patria: Esmirna, Argos, Atenas, Salamina y Quío. Este último es el lugar más probable. La tradición insiste en que era un griego «jónico», o sea, uno de aquellos griegos que los invasores dorios expulsaron del continente (alrededor de 1000 a. C.) y que fundaron las colonias jónicas en la costa occidental de Asia Menor.

Un hecho es cierto: Homero, independientemente de que creara sus poemas épicos en los siglos VIII, IX o X a. C., recurrió a materiales mucho más antiguos procedentes del acervo de mitos, leyendas y cuentos populares que había llegado hasta él desde un remoto pasado. Sabemos también que gran parte de este material épico utilizado por Homero sobrevivió junto con los poemas homéricos hasta los tiempos clásicos. Esto puede ser demostrado por el hecho de que varias leyendas y cuentos a los que Homero alude solamente de paso fueron desarrollados posteriormente por poetas y dramaturgos en poemas épicos o dramas. Los historiadores llaman a este material que utilizaron Homero y otros poetas posteriores, el Ciclo Épico.

Aunque no es mi propósito hacer un resumen de toda la Ilíada y la Odisea, creo que puede ser una ayuda para los que no han leído estos poemas épicos, describir brevemente los episodios que tienen alguna relación con los descubrimientos de Schliemann.

La Ilíada, que es considerada generalmente como el poema más antiguo, trata de un episodio de la guerra troyana, la cólera de Aquiles y sus trágicas consecuencias. El comienzo es impresionante.

La cólera de Aquiles es mi tema, la cólera funesta que cumpliendo la voluntad de Zeus, ocasionó tanto sufrimiento a los aqueos y precipitó al Orco tantas almas valerosas de nobles guerreros cuyos cuerpos quedaron como carroña para ser devorados por perros y aves de rapiña. Empecemos, diosa de la canción, con la airada despedida que tuvo lugar entre Agamenón, Rey de Hombres, y el gran Aquiles, hijo de Peleo…

Nótese que Homero llama «aqueos» a sus griegos. Este es el nombre que usa con más frecuencia al referirse a ellos, aunque de vez en cuando los llama dánaos. También suele aplicarles el nombre de la región o de la isla de que proceden, por ejemplo, los locrenses, de Lócride, los arcadios, de «las tierras donde se alza la cima del monte Cyllene», etcétera.

Empieza la Ilíada estando los aqueos acampados junto a sus barcos al borde de la llanura troyana. Ante ellos se extiende Troya o Ilión, la ciudad del rey Príamo, que tienen sitiada desde hace nueve años. (Troya puede encontrarse fácilmente en un mapa moderno de Turquía. Está situada en la costa de Asia Menor, cerca de la entrada de los Dardanelos).

Agamenón, «Rey de Hombres», es el jefe de las huestes aqueas. Su posición podría compararse a la de un señor feudal de la Edad Media. Ejercía una soberanía relativa sobre sus jefes subordinados (a los que también se llamaba reyes), sin disfrutar de una autoridad absoluta. En el primer libro de la Ilíada, Aquiles, rey de los mirmidones, y el más famoso guerrero en el ejército aqueo, desafía la autoridad de Agamenón colmándolo de injurias porque lo ha amenazado con arrebatarle su joven esclava, Briseida, parte de su legítimo botín de guerra.

¡Ah, intrigante desvergonzado! —gritó—. ¡Siempre procurando un reparto provechoso! ¿Cómo quieres que los hombres te obedezcan con lealtad cuando los envías al combate o les ordenas hacer una incursión? No he venido a pelear aquí con los troyanos, que ningún agravio me han inferido. Nunca me robaron vaca o caballo, ni destruyeron jamás la cosecha que el fértil suelo de Ptía produce para alimentar a sus hombres, porque entre ellos y nosotros se alzan muchas hileras de sombrías montañas y se extiende el rugiente mar. La verdad es que nos unimos a la expedición por complacerte, sí, a ti, perro de mala ralea, y obtener satisfacción de los troyanos para Menelao y para ti, un hecho que no quieres reconocer.

Menelao, rey de Esparta, era hermano de Agamenón, y la causa aparente de la guerra fue el ultraje que Paris (llamado a veces Alejandro), hijo del rey Príamo de Troya, hizo a Menelao. Acogido en la casa de Menelao, en Esparta, Paris había aprovechado la oportunidad de la ausencia temporal de su anfitrión para robarle el amor de su mujer, la bellísima Helena, hija de Zeus, y llevársela a Troya. La causa legendaria de este suceso, aunque Homero apenas lo indica, fue Afrodita, que habiendo sido elegida por Paris como la diosa más bella, le prometió como recompensa la mujer más seductora del mundo: Helena de Esparta. Agamenón, decidido a vengar el insulto hecho a su hermano y a su familia, pidió a los aqueos de diversas regiones de Grecia y de las islas, que se hicieran a la vela bajo su mando hacia Troya para rescatar a Helena.

El segundo libro de la Ilíada contiene el famoso Catálogo de Naves describiendo detalladamente de dónde procedían los contingentes aqueos. La lista es larga y más bien tediosa para nosotros, aunque para los oyentes de Homero debió de ser de gran interés. Pero hay un punto interesante con relación a este catálogo, algo que intrigó a toda una generación de eruditos. La mayoría de las ciudades y ciudadelas que Homero describe como de gran riqueza y poder en los tiempos clásicos, ya en sus días eran meras ruinas, si es que existían. Por ejemplo:

Los ciudadanos de Argos y Tirinto, la de las grandes murallas; los hombres de Hermíona y Asina, ciudades que abarcan un profundo golfo del mar; y los de Trecena, de Eyonas, y de Epidauro, rodeada de vides, con los jóvenes aqueos de Egina y Masete, estaban encabezados por Diomedes, el del potente grito de guerra…

Y lo que es más importante todavía:

Las tropas que vinieron de la gran fortaleza de Micenas, de la rica Corinto y de la excelente ciudad de Cleonas.

Éstas y otras, según nos cuenta el poeta:

…eran mandadas, en su centenar de embarcaciones, por el rey Agamenón, hijo de Atreo. Su contingente era con mucho el más escogido y numeroso. Lleno de orgullo se puso al frente de su pueblo, armado con resplandeciente bronce, el más excelente y famoso capitán, en virtud de su rango y como comandante de la fuerza más grande.

Sin embargo, en el siglo noveno, cuando Homero escribía, Micenas tenía poca importancia y, más tarde, en la época clásica, cuando todos los muchachos griegos conocían y recitaban a Homero, Micenas era una ruina, igual que la «Orcómeno mínica» y «Tirinto, la de las grandes murallas», y otras muchas ciudades que, según la leyenda, fueron en otros tiempos ricas y famosas.

Este hecho intrigó a algunos eruditos porque, en confirmación de la leyenda de que Agamenón había vivido en Micenas, efectivamente había grandes murallas que, según generaciones posteriores, habían sido construidas por unos gigantes, los cíclopes, en Tirinto había murallas ciclópeas parecidas. Sin embargo, la mayor parte de los eruditos se inclinaban a creer que las narraciones homéricas no eran sino leyendas populares.

Pero volvamos a la Ilíada. La disputa entre Agamenón y Aquiles terminó en un amargo rencor. Agamenón, decidido a afirmar su autoridad, se apodera de la joven esclava de Aquiles para reemplazar a Criseida, que había tenido que devolver a Crises, su padre. Este anciano era un sacerdote de Apolo, y el dios había desatado una plaga entre los griegos porque Agamenón había raptado a la hija de Crises. Aquiles, aunque no se decide a lanzar un ataque directo contra Agamenón, se retira con sus mirmidones a sus tiendas y se niega a tomar parte en la batalla.

Día vendrá —dice a Agamenón— en que los aqueos todos se lamenten de mi ausencia, y tú, por más que te aflijas, no podrás socorrerlos cuando perezcan por centenares a manos de Héctor, exterminador de hombres.

En el libro tercero, los ejércitos avanzan uno contra otro, pero Héctor, el más famoso guerrero entre los troyanos, se adelanta y propone que su hermano Paris desafíe a Menelao en un combate cuerpo a cuerpo, quedando Helena para el triunfador. Se concierta una tregua y los dos ejércitos se colocan frente a frente para presenciar el duelo. Paris es derrotado, pero la diosa Afrodita que lo protege, lo salva en el momento crítico y lo lleva por arte sobrenatural a la ciudad, con gran descontento por ambas partes, ya que Paris era tan poco popular entre sus compatriotas como entre los griegos.

Pero los dioses son inexorables y, tentado por la diosa Atenea, Pándaro, uno de los aliados troyanos, dispara una flecha contra Menelao, hiriéndole, y se rompe por esta causa la tregua. La lucha se entabla enconadamente, y el valiente Diomedes, un héroe aqueo, logra incluso derribar al dios de la guerra Ares, además de herir a Afrodita cuando la diosa intenta rescatar a su hijo Eneas. Héctor y Paris regresan al campo de batalla y de nuevo Héctor lanza un desafío a cualquier griego que desee enfrentarse con él en combate. El gran Ayax, hijo de Telamón, acepta el desafío, pero la lucha tenaz queda indecisa y termina con un caballeroso intercambio de presentes entre los combatientes. Mientras tanto Aquiles permanece despechado en su tienda.

Conviene tener presentes los métodos de lucha que se describen en la Ilíada porque tiene importante relación con los descubrimientos arqueológicos que se describirán más adelante. Durante la época clásica de Grecia, en batallas tales como la de Maratón (490 a. C.) y la de las Termópilas (480 a. C.), el soldado típico griego era el hoplita, que, como dice el profesor Gilbert Murray, iba revestido

…de sólido metal de la cabeza a los pies; casco, peto y espaldar, un escudo pequeño y redondo, y espinilleras, todo de metal.

(Rise of the Greek Epic)

Ahora bien, es cierto que la Ilíada está llena de alusiones al escudo redondo «chapeado de bronce», al «choque de hombres con petos de bronce» y «al relampaguear del bronce, de hombres muertos y de hombres matando». Los griegos de la época clásica, al oír estas descripciones se imaginarían las pesadas armaduras propias de los hoplitas, como las que se ven representadas en las pinturas de vasos griegos o en grupos estatuarios clásicos. No sólo eso, sino que, como indica Murray, algunas, aunque no todas las tácticas descritas, sugieren las disciplinadas maniobras a base de formaciones cerradas típicas de los guerreros del siglo V.

Se acercaban los troyanos, como hileras de olas en el mar, hilera tras hilera, en relampagueante bronce, junto con sus comandantes.

Pero hay otras descripciones de los métodos de guerra que no se asemejan en nada a los de los tiempos clásicos, ni siquiera a los del período del mismo Homero, al menos a lo que de éstos se ha podido averiguar. Por ejemplo, cuando el héroe griego Ayax, hijo de Telamón, sale al encuentro de Héctor, en el duelo mencionado anteriormente, lleva un escudo

…como una torre, hecho de bronce y de siete capas de cuero. Había fabricado este escudo Tiquio, el maestro curtidor que vivía en Hila, con siete pieles de corpulentos bueyes, que recubrió con una octava capa de bronce. Sosteniendo ante el pecho este escudo, Ayax, hijo de Telamón, sin detenerse, se fue derecho a Héctor para desafiarlo.

Indudablemente este escudo «como una torre» cubría todo el cuerpo y era completamente diferente de cualquier tipo de escudo descrito en los tiempos clásicos, o incluso en el siglo IX, cuando vivió Homero. ¿De dónde sacaría el poeta esta descripción? Los eruditos estaban intrigados. No era ésta la única referencia a los escudos de cuero que cubrían todo el cuerpo. En el Libro IV hay un pasaje que describe a Héctor volviendo del campo de batalla a la ciudad.

Conforme andaba el borde del negro cuero de su abombado escudo, lo golpeaba arriba y abajo, en la nuca y en los talones.

Evidentemente esto habría sido imposible de haber llevado el héroe un escudo redondo ordinario con una banda para el brazo. No cabe duda de que llevaba un gran escudo, que le cubría todo el cuerpo, colgado de los hombros por medio de una tira de cuero.

Y para citar un último ejemplo mencionaré una escena en el Libro XV cuando Héctor y sus compañeros han obligado a los aqueos a retroceder hasta sus barcos y amenazan con tomar por asalto la muralla que los sitiadores han construido para protegerse. Aquí Héctor mata a multitud de griegos, entre ellos un tal Perifetes de Micenas.

Al volverse para huir, tropezó con el borde del escudo que lo protegía contra los dardos y que le llegaba hasta los pies. Perdiendo el equilibrio, se desplomó de espaldas y, al dar contra el suelo, el casco que le ceñía las sienes resonó con tal estrépito que atrajo la atención de Héctor…

Lo cual fue una gran desgracia para Perifetes, pues si hubiera llevado un escudo redondo pequeño del tipo clásico o como los del siglo IX no habría podido ocurrirle un accidente semejante. ¿De dónde, se preguntaban los eruditos, obtuvo Homero la idea de estos enormes y pesados escudos? ¿Y por qué se aludía también con más frecuencia aún a escudos del tipo corriente?

Hay también otros anacronismos. Por ejemplo, en los tiempos de Homero y posteriormente, las armas, las espadas como las lanzas, eran casi siempre de hierro. En la Ilíada y la Odisea, salvo una o dos excepciones insignificantes, las armas son de bronce. Se conoce el hierro, pero se usa casi exclusivamente para herramientas. Por otra parte, los héroes homéricos utilizan carros de guerra, que al parecer no eran muy corrientes en los días de Homero y que en los tiempos clásicos ya no se usaban.

Para completar nuestro breve resumen de la historia: Agamenón, preocupado por las victorias obtenidas por los troyanos, envía una embajada a Aquiles formada por el astuto Ulises, rey de Ítaca y héroe de la Odisea, Néstor, rey de Pilos, el más anciano y respetado de los jefes aqueos, y el formidable Ayax, hijo de Telamón, el del enorme escudo. Trasmiten a Aquiles la promesa de Agamenón de devolver a Briseida junto con un espléndido regalo como compensación por el insulto recibido, pero el héroe contesta despectivamente. Sólo cuando los troyanos amenazan los barcos se ablanda Aquiles, y aun entonces se limita a permitir que su amado amigo y escudero Patroclo tome prestada su armadura y parta a ayudar a los apurados griegos. Pero Héctor mata a Patroclo y lo despoja de su armadura.

Al fin Aquiles se da cuenta del trágico resultado de su intransigencia. Con amarga furia y equipado de nuevo con una deslumbrante armadura, hecha por el propio Efesto, vuelve a la lucha con sus mirmidones. Los troyanos son obligados a retroceder, Aquiles sale al encuentro de Héctor y, en un combate cuerpo a cuerpo, lo mata al pie de la muralla de Troya y arrastra el cadáver por el polvo atado a su carro de guerra. Todas las mañanas conduce el carro, con su carga alrededor de la pira en que yace Patroclo. Honra a su amigo muerto con un gran funeral, después del cual se celebran juegos. Los héroes compiten en carreras, boxeo, combates con lanzas, carreras de carros, tiro de flechas, lucha y lanzamiento de jabalina.

El momento más grandioso de la Ilíada es sin duda el final, cuando el anciano rey Príamo se acerca por la noche al campamento de los aqueos a rescatar el cuerpo de su hijo muerto. Es uno de los pasajes más conmovedores en la literatura del mundo, y no me disculpo por citarlo, según la admirable traducción del Sr. Rieu. Arrodillándose ante Aquiles, el matador de su hijo, Príamo dice:

¡Teme a los dioses, Aquiles, y acordándote de tu padre, ten piedad de mí, aunque sea yo más desdichado, puesto que he llegado a hacer algo que ningún mortal ha hecho jamás; llevar a mis labios la mano del hombre que mató a mi hijo!

Así habló Príamo y Aquiles sintió deseos de llorar al recuerdo de su padre y tomando la mano del anciano lo apartó de sí suavemente. Afligidos por los recuerdos lloraban ambos. Príamo postrado a los pies de Aquiles, sollozaba amargamente por Héctor, el matador de hombres; y Aquiles gemía por su padre y por Patroclo; y la tienda resonaba con los lamentos de ambos…

El otro gran poema épico, la Odisea, describe el largo y accidentado retorno del «muy sufrido» Ulises a su patria, después del saqueo de Troya. En la Odisea nos enteramos también de lo que les sucede a algunos de los otros héroes aqueos que aparecen en la Ilíada. Allí nos encontramos con Menelao, de nuevo en su palacio de Esparta, con la arrepentida Helena a su lado, que ya no es la femme fatale, sino la perfecta ama de casa.

…Helena, acompañada de sus damas, bajó de su elevada estancia perfumada, semejante a Artemis con su rueca de oro. Adrasta le acercó una cómoda silla, Alcipe le trajo una alfombra de mullida lana, y Filo le dio el cesto de plata para la labor, obsequio de Alcandra, esposa de Pólibo que vivía en la Tebas egipcia, donde se encuentran las casas más suntuosamente amuebladas. Pólibo le había dado a Menelao dos bañeras de plata, dos calderones con trípode, y diez talentos de oro, mientras que su mujer, por su parte, le había dado a Helena otros hermosos regalos, entre los que se incluía una rueca de oro y un canastillo de plata con los bordes de oro y que estaba montado sobre unas ruedecillas.[1]

Es también en la Odisea donde nos enteramos de lo sucedido a Agamenón, Rey de Hombres, a su regreso a Micenas. El anciano Néstor, hablando a Telémaco, hijo de Ulises, describe la traición de Egisto, primo de Agamenón, que sedujo a Clitemnestra, la esposa del rey, mientras él se encontraba en Troya.

Mientras que nosotros sitiábamos a Troya, llevando a cabo heroicas empresas, él pasaba los días, ocioso, en el mismo corazón de Argos, donde pacen los caballos, asediando a la esposa de Agamenón con sus seductoras palabras. Al principio, la reina Clitemnestra no prestó oídos a sus deshonestos avances. Era mujer sensata, y, además, tenía a su lado un hombre, aedo de profesión, a quien, al partir para Troya, Agamenón había dado severas órdenes de vigilarla. Pero cuando llegó el día fatal señalado para su caída, Egisto llevó al aedo a una isla desierta, lo dejó allí como carroña para las aves de rapiña, y se llevó a Clitemnestra a su propia casa, convertida ya en amante cariñosa, en mujer deseosa de agradar.

En otra parte de la Odisea, Menelao acaba de relatar la historia de la suerte de su hermano.

Agamenón pisó el suelo paterno con el corazón rebosante de alegría, besándolo al tocarlo. Lágrimas ardientes corrían por sus mejillas, tanta era su alegría al ver de nuevo su patria. Pero desde una atalaya acechaba su llegada un espía que Egisto había tenido la astucia de apostar allí… Egisto tramó una hábil trampa. Seleccionó veinte de los mejores guerreros de la ciudad, los dejó emboscados, y después de ordenar que se preparara un banquete en otra parte del edificio, con el corazón lleno de perversos pensamientos, partió en un carro tirado por caballos para traer al rey a su palacio. Agamenón, sin imaginar que iba hacia la muerte, vino con él desde la costa, y Egisto lo festejó y lo mató, lo mismo que se derriba a un buey junto a su pesebre. No quedó ni uno solo de los acompañantes del rey, ni tampoco ninguno de los invitados de Egisto. Todos murieron en el palacio.

El poeta clásico Esquilo, cuya soberbia tragedia está basada en el mismo tema, presenta a la reina culpable aún con menos simpatía. Según su versión fue la propia Clitemnestra la que mató al rey siendo Egisto su cómplice. Tal fue la tragedia ocurrida en Micenas.

Antes de terminar este capítulo tengo que disculparme, con todos aquellos que amen a Homero, por tan parco ofrecimiento de la mesa del gran hombre, aunque espero que por lo menos sirva para tentar a otros a disfrutar plenamente del festín homérico. Tampoco voy a intentar a estas alturas discutir el llamado «problema homérico»: si los poemas son la creación consciente y deliberada de un hombre, o representan la obra de generaciones de poetas inspirados por una tradición común. Me limitaré ahora a recalcar el extraordinario realismo de Homero y el problema que esto planteó a los investigadores del siglo pasado. Aunque los poemas épicos, especialmente la Odisea, contienen mucho de fantástico y sobrenatural, sin embargo, las descripciones de la vida diaria, de los edificios (desde los palacios hasta la choza del porquero), de los trabajos del campo y del mar, de la guerra, de las ocupaciones domésticas de las mujeres, de vestuario y joyería y obras de arte, son tan intensamente reales que incluso a los profesores más escépticos del siglo XIX les costaba trabajo comprender cómo podía el poeta habérselos imaginado.

También la geografía de Homero demuestra un conocimiento detallado, no solo del continente griego sino de las islas del Mar Egeo, de los cabos, puertos y rutas marítimas, de Siria y Asia Menor. Al describir la llanura troyana, hace al lector ver realmente sus características físicas, el sinuoso río Escamandro y su compañero el Simois, los dos manantiales cercanos a la ciudad, uno caliente y otro frío, la higuera que había al lado de la puerta Escea y, dominándolo todo, el elevado Monte Ida[2], donde Zeus se sentó a contemplar la batalla.

Sin embargo, persiste el hecho de que cuando George Grote publicó su History of Greece en 1846, aparte de estos detalles topográficos no había la menor prueba material, ni el fragmento de un edificio, ni una muestra de cerámica, joyas o armas, que demostrara que el mundo en que vivió Homero había existido alguna vez fuera de su imaginación. Y el mundo académico aprobó sin vacilar el sobrio resumen de la guerra de Troya, hecho por Grote.

Aunque los griegos nunca dudaron de su autenticidad y la trataron con reverencia, considerándola como uno de los grandes acontecimientos del pasado, a la luz de la investigación moderna no es más que una leyenda. Si se nos preguntara si se trata de una leyenda a la que se incorporaron algunos sucesos históricos, e inspirada en un fondo verídico, si se nos preguntara si realmente no hubo una guerra troyana, tendríamos que contestar que, así como no puede negarse esta posibilidad, tampoco puede afirmarse su realidad. No poseemos más que el propio poema épico sin ninguna evidencia adicional.

Pero en el mismo año en que aparecía el libro de Grote, trabajando en una empresa naviera de Amsterdam, un joven estaba destinado a dejar sin validez las palabras del famoso sabio.