En estas latitudes y en esta época del año, no amanece hasta las 10:30 de la mañana. A esa hora tuvo lugar el funeral de los tres hombres: Antonio, Moxen y Scott. Espero que sus almas nos hayan perdonado la prisa casi indecente con que los sepultamos. La ventisca estaba en su apogeo, el viento parecía compuesto de afilados cuchillos que traspasaban nuestra ropa y nuestra carne y hundían sus gélidos dedos hasta nuestra médula. El capitán Imrie, sosteniendo con sus manos enguantadas una pesada Biblia con cierres de bronce, leyó velozmente el servicio para funerales. Podría haber leído el Sermón de la Montaña, no se oía nada. El viento se llevaba las palabras inaudibles y las arrastraba por sobre la desolación blanco grisácea de las olas. Por tres veces, un bulto envuelto en lona se deslizó de debajo de la única bandera inglesa del barco, por tres veces un bulto desapareció silenciosamente bajo la superficie del mar. Podíamos ver levantarse el agua, pero no oíamos su ruido porque nuestros oídos estaban llenos del lamento agudo y solitario del viento que cantaba su réquiem en el aparejo congelado.
En tierra, los dolientes, generalmente tienen dificultades para separarse de una tumba recién abierta; aquí no había tumbas, nada que mirar, y el frío era tan horrible que apartaba de las mentes todo otro pensamiento que no fuera buscar pronto refugio y calor. Además, el capitán Imrie había dicho que era una vieja costumbre de pescadores hacer un brindis en honor de los muertos. No tengo idea si dicha costumbre era efectiva; bien podía haberla inventado Imrie. Ciertamente, ninguno de los difuntos había sido pescador. Cualquiera que haya sido el origen de esta supuesta tradición, sin duda contribuyó a que la cubierta quedara rápidamente vacía.
Yo me quedé. Mi falta de entusiasmo por reunirme con los otros no se debía a que encontrara de mal gusto o poco ética la proposición del capitán Imrie; sólo los más hipócritas podrían encontrar objeciones a que dentro de la ética cristiana se les deseara bon voyage a los que habían partido, sino a que podría ser muy difícil, en un lugar concurrido, ver quién estaba llenando mi vaso y con qué. Además, sólo había dormido tres horas. Mi mente estaba cansada y bastante confusa; esperaba que una heroica permanencia en la ventisca ártica podría ayudarme a sacudir algunas de mis telarañas cerebrales. Me así con fuerza de una de las numerosas cuerdas salvavidas que había sobre la cubierta, lentamente me dirigí a uno de los bultos más grandes que cargábamos, me protegí detrás de su ilusorio refugio y esperé que desaparecieran las telarañas.
Halliday estaba muerto. No había podido encontrar su cuerpo. Había buscado disimuladamente en todos los lugares probables e improbables en los que se podía ocultar un cadáver a bordo del Morning Rose: nada, desapareció sin dejar huellas. Sabía que Halliday yacía en las oscuras profundidades del Mar de Barents. Ignoraba cómo fue a dar allí, parecía no tener importancia. Pudiera ser que alguien le hubiera ayudado a saltar por la borda, aunque era más probable que no necesitara ayuda. Se había ido del salón con tanta prisa porque el veneno en su whisky, mi whisky, había producido un efecto tan rápido como mortal. Debió haber sentido ganas de vomitar, el lugar más apropiado es la borda, y un resbalón en la nieve o el hielo, en uno de los cientos de embates del pesquero contra el seno de las olas durante la noche, y en su estado, debilitado y mareado, era fácil que no pudiera impedir caerse por las bajas barandillas. Mi único consuelo, si es que era posible consolarse, consistía en pensar que probablemente ya había muerto antes de que sus pulmones se llenaran de agua. No estaba de acuerdo con la creencia popular de que ahogarse era una manera relativamente fácil e indolora de morirse. Se trataba de una afirmación que, dada la naturaleza de la situación, era imposible comprobar.
Estaba cierto de que hasta el momento, la ausencia de Halliday había pasado inadvertida para todos, excepto para mí, y para el responsable de su muerte. Incluso era probable que este último no supiera nada de la corta visita de Halliday al salón. Era verdad que no se le había visto a la hora del desayuno, pero como muchos no aparecieron, y los que desayunaron lo habían hecho por tumos en un lapso de un par de horas, su ausencia no había llamado la atención. Sandy, su compañero de camarote, todavía estaba tan mareado que la presencia o ausencia de Halliday no podía importarle mucho. Como Halliday siempre había sido un solitario, no había nadie que se inquietara lo suficiente como para averiguar ansiosamente su paradero. Tenía la esperanza de que su desaparición pasara inadvertida el mayor tiempo posible. Aunque la garantía firmada que le entregamos al capitán Imrie en la mañana, no contenía referencias específicas respecto de la actitud que se debía adoptar en el caso de que alguien desapareciera, era muy probable que aprovechara el pretexto para desistir del viaje y dirigirse a Hammerfest a toda velocidad.
La cerilla entre el marco y la puerta del camarote no estaba en su sitio cuando entré temprano por la mañana. Las monedas que dejé en los forros de mis maletas habían caído del borde, al fondo: evidencia segura de que las abrieron durante mi ausencia. Cómo sería mi estado mental que el descubrimiento no me provocó una gran sorpresa, lo que en sí era sorprendente. A pesar de que alguien a bordo sabía que el buen doctor poseía información sobre el acónito, y tenía algo más de una simple sospecha de que los envenenamientos no era accidentales, eso no era motivo para que examinaran su equipaje. Ahora más que nunca era preciso que cuidara mis espaldas.
Escuché un ruido detrás mío. Mi reacción instintiva fue dar un par de rápidos pasos hacia adelante, quién sabe qué instrumento duro o cortante podría estar dirigiéndose hacia mi occipucio o mis omoplatos, y darme vuelta. Un razonamiento simultáneo me indicó que era improbable que alguien quisiera liquidarme en la cubierta superior, a plena luz y bajo la mirada interesada de los espectadores del puente, y giré lentamente. Vi a Charles Conrad moviéndose hacia el escaso refugio que ofrecía la carga de la cubierta.
—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿El paseo matinal a cualquier precio? ¿O es que no le gusta el whisky del capitán Imrie?
—Ni una cosa ni la otra, simple curiosidad —replicó sonriendo.
Golpeó el bulto alquitranado a nuestras espaldas. Tenía cerca de tres metros de alto, era semicilíndrico, con la base plana. Por lo menos una docena de cables de acero lo mantenían en su sitio. Añadió:
—¿Sabe qué es esto?
—¿Pregunta para tontos?
—Sí.
—Cabañas prefabricadas para uso ártico. Es lo que decían en Wick. Hay seis. Están diseñadas de modo que cada una queda dentro de la otra para facilitar el transporte.
—Perfecto. Hechas de madera prensada, aislamiento de kapoc, asbesto y aluminio.
Señaló otro bulto en la cubierta de carga, que estaba hacia adelante del que usábamos para protegernos. Este objeto de forma peculiar parecía ser totalmente ovalado, de 1,80 de altura.
—¿Y esto?
—¿Otra pregunta para tontos?
—Por supuesto.
—¿Y mi respuesta será incorrecta otra vez?
—Si todavía cree lo que le dijeron en Wick, sí. Esas no son cabañas porque no las necesitamos. Nos dirigimos a una zona llamada Sor-hamna —el puerto del Sur— donde ya hay cabañas en perfectas condiciones. Un sujeto llamado Lerner estuvo allí buscando carbón, hace 70 años. Lo encontró. Un excéntrico que pintó las rocas de la playa con los colores de Alemania para indicar que era propiedad privada. Construyó cabañas, incluso hizo un camino a través del promontorio hacia la bahía más próxima, la Kvalross Butka o bahía de la morsa. Después, una compañía pesquera alemana estableció una base allí y ellos también construyeron cabañas. Y, lo que es más importante, una expedición científica noruega pasó allí nueve meses durante el reciente Año Geofísico Internacional y también construyeron cabañas. Puede que falte de todo en Sor-hamna menos donde acomodarse.
—Está bien informado.
—Nada más que recuerdo algo que terminé de leer hace media hora. Goin repartió esta mañana los prospectos de lo que va a ser la mejor película que se haya filmado nunca. ¿No le dio uno?
—Sí, pero olvidó entregarme un diccionario.
—Habría sido muy útil —comentó, golpeando el alquitrán—. Este es un modelo a escala de un submarino, sólo el casco, no hay nada dentro. Cuando digo un modelo, no me refiero a una maqueta de cartón, éste está hecho de acero y pesa diez toneladas, incluyendo cuatro de lastre de hierro. La otra pieza es una torrecilla que se armará sobre ésta, una vez que esté en el agua.
—Vaya —dije, porque no se me ocurrió ningún otro comentario—. Y ésos que dicen que son tractores y tambores de combustible, que están en la primera cubierta, ¿son tanques y cañones antiaéreos?
—Esos son tractores y combustibles —dijo e hizo una pausa—. ¿Sabía que hay una sola copia del guión y que está depositada en el Banco de Inglaterra, o en algún sitio parecido?
—Me quedé dormido en esa parte.
—Ni siquiera tienen un guión para las escenas que van a filmar en la isla. Sólo hay una serie de incidentes aislados que, reunidos, no dicen nada. Seguramente debe haber algo que los una para hacerlos coherentes, pero ese algo está en las arcas de Threadneedle Street, o dondequiera que esté ese maldito banco.
—Tal vez se trata de que no tenga sentido —comenté, sintiendo con toda claridad que mis pies se estaban convirtiendo en dos bloques de hielo—, por lo menos en esta etapa. Además ¿no hay algunos productores que animan a los directores para que se salgan del guión e improvisen, según su estado de ánimo?
—No con Neal Divine. Nunca ha filmado una escena improvisada en su vida.
No podía ver mucho de la frente de Conrad debajo del abundante cabello castaño, que la nieve y el viento habían desordenado hasta taparle casi las cejas, pero lo poco que era visible tenía una serie de arrugas de preocupación. Continuó:
—Si el guión de Divine dice que en la escena 289 hay que usar sombrero de copa y bailar can-can, eso quiere decir que en la 289 hay que llevar sombrero de copa y bailar un can-can. En cuanto a Otto, nunca emprende nada sin haber calculado hasta la última cerilla y el último centavo. Especialmente, el último centavo.
—Tiene reputación de ser prudente.
—¿Prudente? —Conrad se estremeció—. ¿No le parece que todo esto es una pura locura?
—Todo el mundo del cine me parece una pura locura —dije honestamente—, pero como sólo soy un ser humano común y corriente, no podría distinguir esta forma de locura de la locura general. ¿Qué piensan los otros actores?
—¿Qué otros actores? —dijo Conrad, taciturno—. Judith Haynes todavía está encerrada con sus dos perros, Mary Stuart escribe cartas en su camarote, probablemente su última voluntad y su testamento, y si Gunther Jungbeck y Jon Heyter tienen alguna opinión, se la reservan cuidadosamente. Fuera de que ambos son un par de excéntricos.
—¿Incluso para actores?
—Alusión captada —dijo, sonriendo sin mucho entusiasmo—. Los funerales marinos me hacen aflorar la misantropía. La verdad es que saben tan poco del mundo del cine, del inglés por lo menos. Bueno supongo que es comprensible; Heyter siempre ha actuado en California y Jungbeck en Alemania. No es que sean excéntricos sino que no tenemos nada en común de qué hablar, ningún punto de referencia.
—¿Pero usted los conoce?
—Ni siquiera eso. No es para sorprenderse. Me gusta actuar, pero el mundo del cine me aburre a morir y no hago vida social. Eso me convierte en un excéntrico a mí también. Otto los respalda, habla muy bien de ellos, eso me basta. Seguramente, me van a robar todas las escenas, si vamos a eso —se estremeció nuevamente—. La curiosidad de Conrad no está satisfecha, pero Conrad ya ha tenido bastante por hoy. Como médico ¿no prescribiría un poco de ese whisky que el viejo Imrie está repartiendo con tanta generosidad?
Encontramos al capitán Imrie repartiendo el whisky con tanta mesura que era obvio que provenía de su propia reserva y no de la de Otto, quien aparecía envuelto en una manta de colores con su rostro castaño rojizo todavía convertido en una pálida sombra de su antiguo esplendor, sentado en su silla de costumbre y sin protestar por el dispendio. Debe haber habido, por lo menos, una veintena de personas presentes, entre tripulación y pasajeros, que no demostraban en absoluto ser una muchedumbre alegre.
Me sorprendió ver a Judith Haynes, con su esposo Michael rondando a su alrededor. Me sorprendió también ver a May Darling; su sentido del deber, a lo que haya sido, tiene que haber pesado más que su aversión por el alcohol. Todavía más me asombró notar que había perdido todo sentido de la decencia y que se colgaba del brazo del joven Allen con un manifiesto aire de propietaria. No me extrañó comprobar que Mary Stuart estaba ausente, igual que Heissman y Sandy. Jungbeck y Heyter, los dos actores con quien Conrad decía tener tan poco en común, estaban juntos en un rincón. Por primera vez los miré con verdadero interés. Parecían actores, para ser más exacto, tenían el aspecto que yo pensaba que los actores debían tener. Heyter era alto, rubio, guapo, joven: veinte años atrás habríamos dicho que tenía un tipo elegante. Poseía un rostro móvil, expresivo, animado. Jungbeck era por lo menos quince años mayor; macizo, de hombros grandes, con el mentón oscurecido por una barba que parecía que hacía horas que no la afeitaba, cabello oscuro y ondulado que comenzaba a encanecer. Tenía una sonrisa rápida y simpática. Sabía que era el villano de la película por filmarse, pero, a pesar del físico apropiado y de las mandíbulas azuladas, estaba muy lejos de parecerlo.
El silencio completo, pronto me di cuenta, no era producido por lo solemne de la ocasión, aunque en algo contribuía, sin duda. El capitán Imrie estaba haciendo uso de la palabra y se había callado cuando entramos, oportunidad que aprovechó para servir más licor. Lo rehusé. El capitán, después de ese breve intervalo, prosiguió donde le interrumpimos:
—… es conveniente y adecuado. Se han ido hoy, han partido triste y trágicamente tres hijos de la Gran Bretaña —me alegré de que Antonio no pudiera oírlo—, pero tarde o temprano, a todos nos llega la hora, y puesto que han de descansar, ¿qué mejor lugar que estas honorables aguas de la Isla del Oso donde diez mil de sus compatriotas duermen?
Muy poco caritativamente, me pregunté qué hora sería cuando el capitán Imrie se sirvió su primer reconstituyente matutino. Luego recordé que cómo se había levantado a las 4 a.m. sin duda consideraba el día como muy avanzado. Suposición que resultó ser muy acertada cuando volvió a llenar su vaso sin interrumpir el suave fluir de su monólogo. Me di cuenta con pena que su público tenía ese aire particular de gente que desea encontrarse en otro lugar.
—Quisiera saber qué significa para ustedes la Isla del Oso. Supongo que nada. ¿Por qué debería tener algún significado? Es solo un nombre, Isla del Oso, sólo un nombre. Como la Isla de Wight o Coney Island en Estados Unidos, sólo un nombre. Pero para personas como el señor Stokes y cientos de otros, significa algo más. Fue una coyuntura crítica, un punto que dividió nuestras vidas, lo que un geógrafo o un geólogo llamaría línea divisoria de las aguas. Cuando llegamos a conocer el nombre, supimos que ninguno antes había significado tanto para nosotros, y que ninguno después tendría el mismo significado. Tomamos conciencia de que nada jamás volvería a ser lo mismo. Para todos, y ya en el recuerdo, la Isla del Oso fue el lugar donde, de un día para otro, los niños crecieron; la Isla del Oso fue el sitio donde unos hombres maduros como yo envejecieron.
Un capitán Imrie diferente hablaba ahora: evocativo, triste, sin amargura. El público estaba interesado y ya no daba miradas nostálgicas a las puertas de salida. Prosiguió:
—La llamamos «La Puerta». La puerta hacia el mar de Barents y el mar Blanco, hacia los lugares de Rusia donde llevamos esos convoyes durante todos esos largos años de guerra, hace ya tanto tiempo. Pasar la puerta y volver era ser afortunado; si esto ocurría una media docena de veces, uno había agotado su suerte para toda la vida. ¿Cuántas veces cree que cruzamos la Puerta, señor Stokes?
—Veintidós veces —respondió, y por esta vez, no necesitó deliberar.
—Veintidós veces. Y no lo digo porque me tocara vivirlo, pero la gente en esos convoyes a Murmansk sufrió más de lo que nunca nadie padeció en ninguna guerra, más de lo que nunca nadie sufrirá en otra guerra. En estas aguas, aquí en la Puerta, fue donde más se sufrió. Aquí nos esperaba el enemigo día y noche; aquí nos golpeaba. Hay más barcos y muchachos, hermosos barcos, excelentes muchachos nuestros y alemanes, en estas aguas que en cualquier otra parte del mundo. Las aguas están limpias ahora, la sangre ha desaparecido. Pero no de nuestras mentes; han pasado treinta años y no puedo oír mencionar la Isla del Oso, ni siquiera cuando hablo conmigo mismo, sin que se me hiele la sangre. Este era el cementerio del Ártico, ahora descansan en paz, pero a mí se me hiela la sangre —se estremeció como si tuviera un escalofrío, luego sonrió ligeramente y prosiguió—: Un viejo habla demasiado, un charlatán habla demasiado. Ahora ya saben lo terrible que es tener a un viejo charlatán parado ante ustedes. Todo lo que quería decirles era que nuestros compañeros están en buena compañía —levantó su vaso—. Bon voyage.
Bon voyage, pero no sería la última despedida, no sería la última vez que despidiéramos a alguien. Lo sentí en mis huesos y sabía que el capitán Imrie también lo sentía. Me daba cuenta de que una especie de premonición, de intuición, lo había hecho hablar de esa manera y era la responsable de esa divagación evocativa, tan innecesaria como inoportuna, por lo menos en apariencia. Me habría gustado saber si el capitán Imrie sospechaba siquiera ese proceso de transferencia, de sustitución de cosas temidas, horribles hechos del pasado, por la certeza inconsciente de que dichos sucesos no estaban confinados dentro de los límites de las guerras declaradas, que la muerte violenta no conocía restricciones de tiempo ni espacio, que las inhospitalarias y estériles aguas del mar de Barents eran su morada.
No sabía cuántos de los presentes sintieron ese miedo atávico; ese terror sin nombre que hace su aparición en los lugares más solitarios y desolados de la tierra; ese pánico que retrocede hasta el hombre primitivo que aún no conocía el fuego, hasta esos inconcebibles antecesores remotos que se agazapan aterrados en sus cavernas oscuras, mientras las fuerzas del mal y de la oscuridad circulan en la noche; ese miedo que aquí y ahora está reforzado y complicado por las muertes repentinas, violentas e inexplicables de tres de sus compañeros, la noche anterior.
Era difícil decir, pensé, quiénes se sentían afectados por estos turbulentos presagios primitivos. El género humano no reconoce, ni siquiera ante sí mismo, y mucho menos muestra o discute, la existencia de estas irracionales supersticiones infantiles.
El capitán Imrie y el señor Stokes se habían instalado en un rincón y estaban mirando, sin ver, los vasos que sostenían en sus manos; ambos permanecían en silencio. Como ninguno de los dos se sentaba junto al otro sin discutir extensamente sobre asuntos de la máxima importancia, esto me pareció significativo. Neal Divine, con las mejillas más sumidas que nunca, pero aparentemente recuperado de su depresión de la noche anterior, estaba sentado solo, haciendo girar sin interrupción su vaso vacío. Su actitud estaba de acuerdo con su personalidad. Era imposible saber si estaba preocupado por el mal de mer, por la idea de que pronto comenzaría su trabajo como director y estaría expuesto al látigo de la lengua de Otto, o si sentía los dedos remotos del pasado.
Goin estaba sentado junto a Otto a la cabecera de la mesa; también permanecía en silencio. Sentía curiosidad por conocer el tipo de relación de esos dos hombres. Parecían estar en buenos términos, aunque había observado que sólo se reunían para discutir asuntos de negocios. Pudiera ser que no tuvieran mucho en común, pero el hecho de que Comin Goin hubiera sido nombrado recientemente vicepresidente y heredero de la Olympus Productions indicaba el aprecio que por él tenía Otto. Como estaban juntos y no hablaban, supuse que meditaban sobre asuntos similares a los que ocupaban mi atención y la de Imrie.
Los Tres Apóstoles tampoco conversaban, pero eso no quería decir nada. Cuando se encontraban privados de sus instrumentos, sus revistas musicales y sus cómics ilustrados con chillones colores primarios, parecían privados del uso de la palabra; como debían haber considerado su arsenal inapropiado para las circunstancias, no les quedaba más que el silencio. Stryker, aún dedicado a atender de cerca y con solicitud a su esposa, hablaba tranquilamente con el Conde. El Duque ignoraba ostensiblemente a su compañero de camarote, pero como él y Eddie rara vez se dirigían la palabra, el hecho no era muy significativo. Me di cuenta de que tenía a Lonnie Gilbert cerca. Me pregunté hasta qué punto había penetrado en su mente borracha el sentido oculto de las palabras del capitán Imrie. Lonnie sostenía un vaso con whisky; tanto el recipiente como el contenido eran de tamaño familiar; como representaba un contraste con las dosis relativamente pequeñas que se había servido en el salón de abajo, alrededor de la medianoche, no me quedaba más que suponer que en alguna parte de su mente estaba escondido todavía algún vestigio de conciencia, que sólo le permitía pequeñas cantidades de un licor adquirido en forma deshonesta.
—«La envidia, la calumnia, el odio y el dolor y esa desazón que los hombres llaman por error placer ya no los rozarán ni los torturarán de nuevo» —citó Lonnie. Empinó su vaso y vació un par de dedos de su contenido, pasó la lengua por sus labios y continuó—: «Del contagio…»
—Lonnie —dije señalando el vaso— ¿a qué hora comenzó esta mañana?
—¿Comenzar? Mi querido muchacho, no me detengo nunca. Pasé la noche sin dormir. «Del contagio lento de la mancha del mundo están protegidos; ahora, ya no pueden llevar luto por el corazón entumecido, la cabeza con cabello encanecido…»
Consciente de que nadie lo escuchaba, Lonnie se calló repentinamente y siguió con sus ojos la dirección de mi mirada. Con todas las formalidades requeridas, Mary Darling y Allen se estaban marchando. Mary, por un momento titubeó, se detuvo frente a la silla de Judith Haynes, sonrió y dijo:
—Buenos días, señorita Haynes. Espero que hoy se sienta mejor…
Judith Haynes sonrió, un relampagueo de dientes perfectos, y miró para otro lado. Una sonrisa falsa, destinada a ser vista y entendida como falsa, seguida de una despectiva y terminante orden de retirarse. Las mejillas de Mary Darling se colorearon e hizo un gesto para hablar, pero Allen, con los labios apretados, la tomó del brazo y la empujó gentilmente hacia la puerta de sotavento. Comenté:
—Vaya, vaya, ¿qué habrá pasado que la señorita Haynes se siente ofendida? No puedo imaginar que nuestra pequeña Mary pueda herir a nadie.
—Por supuesto que la ha ofendido, muchacho, por supuesto. Nuestra Judith es una de esas desventuradas y tristes mujeres que no pueden soportar a ninguna otra más joven, más atractiva o más inteligente que ellas. Nuestra pequeña Mary la ha ofendido por lo menos en dos aspectos.
—Qué desilusión. Estaba virilmente tratando de desechar, o por lo menos ignorar, la opinión universal que sustenta que Judith Haynes es irremediablemente una mala mujer y usted…
—Tiene razón —replicó Lonnie mirando su vaso ligeramente, sorprendido de que estuviera vacío—, no es una mala mujer, por lo menos no se propone serlo intencionalmente. Es capaz de impulsos generosos, incluso de afecto con aquellos que no representan una amenaza o una competencia: niños y perros. Fuera de eso, es una pobre, pobre criatura, incapaz de amar o de inspirar amor. Esto quiere decir, en pocas palabras, que se trata de un alma sin amor, perversa, pero digna de compasión; una persona que se miró a sí misma una vez, no le gustó lo que vio y huyó de la realidad para refugiarse en fantasías misantrópicas.
Lonnie se precipitó, en silencio y a toda prisa, en dirección a una inesperada botella de whisky, volvió a llenar su vaso con la pericia nacida de una vida de práctica, y volvió dichoso y entusiasmado sobre el tema:
—Enferma, enferma, enferma. Y son los enfermos y no los sanos los que necesitan nuestra ayuda y comprensión —en algunas ocasiones podía sonar como si estuviera pontificando—. Judith es un miembro de esa desventurada banda mundial de heridos voluntarios circulantes —muy bien, pensé, tres erres sin un tartamudeo—, a quienes les place que los hieran y los afronten. Si no les duele, tanto mejor, pueden inventarse una herida que colme más aún los deseos de su corazón. Para esos desgraciados que sólo se aman a sí mismos, un abrazo compasivo y apretado, como el de un viejo y querido amigo, es el mayor y supremo lujo de la vida. Puedo asegurarle, mi estimado muchacho, que ningún hipopótamo jamás se revolcó en su baño de lodo con tanta satisfacción…
—Estoy seguro de que tiene razón; su analogía es sumamente apropiada.
No lo escuchaba. Mi atención estaba concentrada en la fugitiva visión de una figura que pasó precipitadamente por la cubierta exterior: Heissman. Estaba casi seguro de que era Heissman. Y si no me equivocaba, tenía tres preguntas inmediatas que exigían respuestas inmediatas. Nunca se veía moverse a Heissman sino con una velocidad lenta y deliberada. ¿A qué se debía esa desacostumbrada prisa? ¿Por qué, si se dirigía a la popa, escogió barlovento en vez de sotavento? Pudiera ser que esperara no ser visto a través de las ventanas de barlovento oscurecidas por la nieve. Y, por último, dada su bien conocida y casi patológica aversión por el frío, supongo que un legado inevitable de sus largos años en Siberia, ¿qué estaba haciendo en la cubierta superior? Golpeé a Lonnie en el hombro y le dije:
—Vuelvo, como dice la expresión, en un santiamén. Tengo que visitar a los enfermos.
Salí sin prisa por la puerta de sotavento, me detuve para ver si alguien tenía el suficiente interés en mi partida como para seguirme. Y alguien me siguió de inmediato. Pero si tenía algún interés en mis movimientos, no estaba dispuesto a demostrármelo porque Gunther Jungbeck me sonrió brevemente, con indiferencia, y se precipitó hacia la entrada a los camarotes. Esperé unos segundos, luego trepé la escalera vertical de acero hasta la cubierta de los botes, situada inmediatamente detrás del puente y de la sala del radio. Rodeé la chimenea y los ventiladores de la sala de máquinas; no encontré a nadie. No lo esperaba tampoco. Ni siquiera un oso polar circularía por la cubierta de los botes, expuesta por completo al frío, sin una razón muy poderosa. Miré detrás de uno o dos de los botes a motor, me protegí detrás del escaso refugio que podía ofrecer un ventilador y miré sobre la cubierta de popa.
Durante los primeros momentos, no pude ver nada. Nada que pudiera interesarme ya que todos los objetos que se encontraban sobre la cubierta de popa —había una buena variedad que iba desde tambores para el combustible hasta un bote de 5 metros en un colgante especial— estaban tan disimulados bajo una capa de nieve que en la mayoría de los casos era virtualmente imposible descubrir no sólo su identidad sino también si se trataba de objetos inanimados. Era imposible deducir nada hasta que se movían.
Una de las formas se agitó y una figura fantasmagórica se separó de la protección de un bulto cuadrado que era la cabina del trineo. La figura giró un poco en mi dirección y aunque el rostro estaba casi totalmente cubierto por una mano que cerraba el capuchón de la parca para defenderse de la nieve, pude ver el cabello pajizo que me sirvió para identificar a la única persona a bordo con ese color de pelo. Casi inmediatamente se le reunió alguien que apareció en mi radio de visión al salir de detrás de una abertura de la cubierta de los botes. Ni siquiera tuve que estudiar el rostro delgado y ascético para saber que se trataba de Heissman.
Fue directamente al encuentro de la muchacha, la tomó de un brazo sin que yo pudiera ver que ella opusiera ninguna resistencia, y le dijo algo. Me arrodillé, en parte para evitar el riesgo de que cualquiera de los dos pudiera verme si miraba hacia arriba y en parte para intentar escuchar lo que hablaban. Logré disimular mi presencia, pero no pude oír nada; el viento soplaba en otra dirección y, además, tenían sus cabezas muy juntas. Tal vez consideraran apropiado conversar muy despacio como si conspiraran, tal vez usaban sus rostros como pantalla protectora contra la nieve. Me incliné hasta el mismo borde de la cubierta de los botes y me senté en cuclillas, incliné la cabeza hacia adelante y comprobé que seguía sin poder oír nada.
Heissman había puesto un brazo alrededor de Mary Stuart. El gesto de intimidad produjo una reacción, aunque de ninguna manera la que yo esperaba: la muchacha rodeó con el brazo el cuello de Heissman y apoyó la cabeza sobre su hombro. Pasaron un par de minutos en conversación confidencial, después se dirigieron lentamente hacia los camarotes. Heissman todavía la llevaba abrazada por los hombros. No hice ningún intento por seguirlos, cualquier movimiento me habría delatado. Además, habría sido inútil: ya se habían dicho todo lo que tenían que decirse.
—Practicando yoga en el Mar de Barents —dijo una voz a mis espaldas—, eso sí que es dedicación.
Me levanté torpemente, pero sin demasiada prisa en darme vuelta; sabía que no tenía nada que temer de Smithy. Aparecía vestido con una chaqueta tres cuartos y capuchón. Tenía mucho mejor aspecto del que presentaba antes de la medianoche. Me miraba con lo que se habría podido interpretar como una expresión de curiosidad divertida si no hubiera sido porque sus ojos demostraban que no encontraba nada cómico en lo que veía.
—Los fanáticos siempre llevan las cosas a los extremos —repliqué—. Además, hay que hacer los ejercicios con regularidad.
—Comprendo —dijo y se puso a mi lado. Miró hacia abajo por sobre la barandilla y observó las profundas huellas dejadas por Mary y Heissman sobre la nieve—. ¿Practicando la ornitología también?
—Contemplaba una golondrina y un zorzal.
—Ya vi. Una extraña pareja de pájaros, ¿no le parece?
—Así es el mundo, del cine, Smithy. Parece estar lleno de pájaros extrañamente diversos.
—Pájaros extraños, punto —precisó, y me indicó con la cabeza la sala de mapas—. Ese es un lugar abrigado y alegre, doctor, ideal para proseguir sus investigaciones ornitológicas.
No estaba muy abrigado porque Smithy había dejado la puerta abierta cuando, al observar por la ventana que me movía con cautela por la cubierta de los botes, salió del cuarto. La alegría la produjo la forma de una botella que sacó de un armario. Preguntó:
—¿Mandamos a llamar al catador del rey antes de beber?
—No, a menos que crea que alguien trajo su propia embotelladora a bordo —dije, mirando el sello intacto.
—He comprobado que no —replicó rompiendo el sello—. Anoche hablamos, yo hablé por lo menos. Puede que usted no haya estado escuchando. Estaba preocupado, creía que no era honesto conmigo. Sigo estándolo, sé que no es honesto conmigo.
—¿Debido a mi interés por la ornitología? —pregunté suavemente.
—Entre otras cosas. Volvamos a los envenenamientos ahora que he tenido tiempo para pensar. Por supuesto que usted no podía saber quién era el envenenador. Me resulta inconcebible que pudiera saber el nombre de la persona que liquidó al italiano y que la dejara hacer lo mismo a otras seis, dos de las cuales murieron. De hecho, usted no podía estar seguro que todo no fuera un accidente. Los envenenamientos tenían una base aparentemente muy fortuita.
—Gracias por su confianza —dije. Mi opinión sobre Smithy descendió verticalmente—, pero no se trata de una base aparentemente fortuita. Era fortuita.
—Eso era anoche —prosiguió como si no me hubiera oído—, entonces usted no podía saberlo. Ahora puede porque han pasado cosas, ¿verdad?
—¿Qué cosas? Mi opinión sobre Smithy ascendió verticalmente. Él estaba seguro de que se trataba de asesinatos, pero ¿por qué? ¿Había hecho una lista tratando de adivinar quién era la persona que tenía el acónito —era imposible que supiera que ése era el veneno usado— y se estaba preguntando de dónde lo había sacado, dónde lo escondía, dónde había aprendido a usarlo con tanta habilidad que podía ponérselo a los alimentos sin que se notara? ¿Trataba de averiguar no sólo quién era el asesino sino por qué actuaba de esa manera? ¿Quería saber por qué los envenenamientos tenían un carácter fortuito? ¿Basaba sus dudas en mi actitud sigilosa?
—Muchas cosas. No sólo las que han ocurrido últimamente sino también algunas que se han aclarado o que parecen extrañas en vista de lo que podríamos llamar sucesos recientes. Por ejemplo: ¿por qué escogieron al capitán Imrie y al señor Stokes para este trabajo en vez de contratar a dos ingenieros navales jóvenes y eficientes de los que suelen estar desocupados en esta época del año? Porque son tan viejos y están tan llenos de whisky y de ron que no saben ni siquiera la hora que es durante las veinticuatro que tiene el día. No se dan cuenta de lo que pasa y si se dieran, seguramente no le atribuirían mayor importancia.
Ni bajé el vaso ni lo miré ni le demostré de ninguna otra manera que lo estaba escuchando con la atención que lo hacía. Esa idea no se me había pasado por la mente antes. Continuó:
—Le dije anoche que me parecía que la presencia del señor Gerran y su equipo, aquí y en esta época del año, era curiosa. Ya no me lo parece. Ahora pienso que es sumamente extraña y que exige una explicación racional de parte de su amigo Otto. Pero no creo que la dé.
—No es mi amigo.
—Y esto —dijo, mostrándome una copia del manifiesto—, no es sino una serie de estupideces sin sentido con las que el viejo hipócrita de Goin ha apestado a todo el mundo. ¿Lo ha…
—¿Dice que Goin es hipócrita?
—Un hipócrita en el que no se puede confiar, un contemporizador, un avaro que usa la mano derecha para una cosa y la izquierda para otra con tal de enriquecerse, y esto lo diría aunque no fuera un contable profesional.
—Me alegro de que no sea amigo mío.
—Todo este ridículo secreto del que hablan constantemente en este mamotreto indescifrable, ¡para proteger el guión! Apostaría que es una pantalla para ocultar algo mucho más importante. Apostaría que no hay ninguno en las bóvedas del banco como dicen, por la sencilla razón de que el guión no existe. ¿Leyó el plan de filmación para la Isla del Oso? No es ni siquiera cómico. Una serie de incidentes inconexos sobre cavernas, misteriosos barcos a motor, submarinos falsos que hay que hundir, acantilados que trepar, caídas al mar y muertes en las nieves árticas, que un niño de cinco años podría haber imaginado.
—Sospecha de todo, Smithy.
—Tengo razones. La actriz polaca, la rubia…
—Es letona, se llama Mary Stuart. ¿Qué pasa con ella?
—Es extraña. Lejana y solitaria, nunca se junta con nadie, pero si hay un enfermo en el puente o en el camarote de Otto o en el del que llaman Duque, ¿a quién encontramos siempre cerca, sino a nuestra amiga Mary Stuart?
—Tiene vocación de samaritana. Si usted quisiera pasar desapercibido, ¿estaría donde pudiera llamar la atención?
—Puede ser el mejor sistema para no hacerlo. Pero si ése no es el caso, ¿por qué trató con tanto empeño de no llamar la atención cuando se juntó con Heissman en la popa, a plena ventisca?
Me dije que prefería tener a Smithy como amigo que como enemigo. Respondí:
—Tal vez se trataba de una romántica cita de amor.
—¿Con Heissman?
—Usted no puede verlo con los ojos de una muchacha, Smithy.
—No —replicó sonriendo burlón—. Pero los conozco bien. ¿Por qué todos los personajes directivos son tan amigos de Otto en público y tan poco amigos en privado? ¿Por qué un cameraman figura entre los directores? ¿Por qué…?
—¿Cómo lo supo?
—Así que usted también lo sabía. Porque el capitán Imrie me mostró la declaración que usted y los directores de la Olympus firmaron y el Conde firmó como uno de ellos. ¿Por qué Divine, el director artístico, del que se dice que es tan bueno en su profesión, le tiene miedo a Otto mientras que Lonnie, que no es más que un vago y un alcohólico perdido que le roba impunemente su provisión privada de bebidas, no le teme en absoluto?
—Dígame, Smithy, ¿cuánto tiempo ha dedicado a gobernar este barco ahora último?
—No lo sé con exactitud. Diría que el mismo tiempo que ha dedicado usted a la práctica de la medicina.
No le dije que había comprendido. Lo dejé que me sirviera otro poco de bebida libre de acónito y miré por la ventana el mundo helado y gris que se arremolinaba en el exterior. Tantas preguntas, Smithy, tantas preguntas.
¿Por qué Mary se había reunido clandestinamente con Heissman, cuando el Heissman que yo había visto la noche anterior parecía demasiado mareado como para dedicarse a hacer trampas? No quedaba excluida la aterradora posibilidad de que fuera uno de esos que estiman tan poco la vida que pueden servir de intermediarios a la muerte. ¿Por qué Otto, víctima también del veneno, había reaccionado con tanta violencia que tuvo que vomitar cuando se enteró de que Antonio había sido envenenado? La visita de Cecil a la cocina, ¿era tan inocente como pretendía? ¿Y Sandy? ¿Quién había comprobado que yo tenía un artículo sobre el acónito, quién se había deshecho de las sobras, quién había estado en mi camarote durante la noche hurgando en mi equipaje? ¿Por qué habían registrado mis maletas? ¿Era el activo envenenador la misma persona que había envenenado la botella de whisky, me había golpeado y tenía la culpa de la muerte de Halliday? ¿Se trataba de una persona o de varias? Si Halliday había muerto por accidente, como estaba seguro ¿por qué había ido a la sala de entretenciones a hacerme una visita que, estaba seguro también, no era casual?
Todo estaba tan lleno de «si» y de «pero» que comenzaba a tratar de dilucidar algo siguiendo pistas ridículas en vez de luchar por abrirme camino entre la niebla impenetrable. Analicemos la diatriba de Lonnie, no había sido más que eso, contra Judith Haynes. ¿Qué había querido decir cuando me contó que detestaba a todo el género humano, especialmente a las mujeres? No había duda de que la señorita Haynes era capaz de ser vengativa y celosa como muchas otras mujeres agradables lo son, pero uno habría pensado que tenía demasiadas ventajas en su favor: dinero, éxito, fama, rango y belleza como para preocuparse hasta el punto de despreciar a todas las mujeres que encontraba. Si esto era efectivo, ¿por qué había tratado con frialdad a Mary Darling?
No sabía qué tenía que ver todo eso con los asesinatos; sin embargo, ni la más mínima situación extraña, me dije apesadumbrado, podía descartarse afirmando que no estaba relacionada con los curiosos sucesos que tenían lugar a bordo del Morning Rose. Por ejemplo ¿había que considerar a Jungbeck y a Hayter como sospechosos, nada más que porque uno de ellos me siguió cuando salí de la sala de entretenimientos? Había una leve sospecha provocada por Conrad cuando afirmó no conocerlos como actores. El hecho de hacer sospechosos a otros ¿no hacía al mismo Conrad ligeramente sospechoso?
Al diablo, pensé agotado, si sigo así voy a concluir que el responsable es Allen sólo porque me había dicho que estudió Farmacia en la universidad.
—Le pago por saber lo que piensa, doctor Marlowe —dijo Smithy, un hombre incapaz de disimular en el rostro lo que tenía en la mente.
—No malgaste su dinero. ¿A qué pensamientos se refiere?
—Me interesan dos tipos: todos los que tiene respecto a las cosas que no me ha contado y los de culpabilidad por no contármelos.
—Es una regla de la naturaleza. Algunas personas tienen mayores posibilidades de que sean injustos con ellas que otras.
—¿Me ha dicho todo lo que piensa?
—No. Pero lo que no le he contado no vale la pena que se mencione. Si tuviera algunos datos concretos…
—¿Admite que hay algo que marcha mal?
—Por supuesto.
—¿Y que me ha dicho todo lo que sabe y se ha callado sólo lo que piensa?
—Así es.
—Tengo que lamentar haber perdido la confianza en los médicos —dijo. Apartó la bufanda que rodeaba mi cuello bajo el capuchón de la parca y observó el verdugón multicolor y la costra. Comentó—: ¡Dios! Un golpe. ¿Qué le pasó?
—Me caí.
—Los Marlowe de este mundo no se caen sin que los empujen. ¿Dónde cayó?
No me importó demasiado el imperceptible matiz con que acentuó la palabra «cayó».
—En la cubierta superior, a babor. Me golpeé la cabeza contra el marco de la puerta de la sala de entretenimientos.
—¡Qué curioso! Yo diría que el verdugón fue provocado por lo que los criminalistas llaman un objeto sólido. Un objeto muy sólido de alrededor de un centímetro y medio de ancho, con un borde afilado. Las puertas de la sala de entretenimientos miden 9 centímetros de ancho y están forradas con goma aislante. Todas las puertas exteriores del Morning Rose están construidas así para impedir que penetre el viento y el agua. ¿No se había dado cuenta? Así como supongo que tampoco se ha dado cuenta de que John Halliday, el encargado de las fotos fijas, ha desaparecido.
—¿Cómo lo supo? —dije, y esta vez mi sorpresa fue tan grande que no sólo se me notó en la cara sino que se fijó en ella en forma rígida y estática.
—¿No lo niega?
—No sé. ¿Cómo lo supo?
—Bajé para visitar al utilero, ese viejo que llaman Sandy. Había oído que estaba enfermo y…
—¿A qué fue?
—Ya que le interesa saberlo, le diré, aunque no tiene ninguna importancia, que no es una persona a quien mucha gente visite. No parece ser muy querido; me pareció triste estar enfermo y no ser popular —asentí; era una reacción típica de Smithy—. Le pregunté por Halliday su compañero de camarote, porque no lo vi a la hora del desayuno. Me dijo que había subido al comedor. No le dije nada, pero mi curiosidad aumentó y fui a dar un vistazo a la sala de recreo. No estaba ahí tampoco. He revisado el Morning Rose dos veces, de punta a punta. Creo que he buscado en cada escondrijo y en cada grieta, incluso en las que ni una gaviota perdida podría esconderse, y puede creerme: Halliday no está en el Morning Rose.
—¿Informó al capitán?
—Vaya, vaya ¡qué manera de reaccionar! No, no informé al capitán.
—¿Por qué no?
—Por la misma razón por la que no lo hizo usted. Si no conozco mal a mi capitán Imrie, creo que pretextaría que en el acuerdo que firmaron no hay ninguna cláusula que incluyera una situación como ésta, que afirmar que no se trata de asesinatos es una ingenuidad y devolvería el Morning Rose directamente a Hammerfest —me miró sin expresión por sobre el borde del vaso—. Y la verdad es que tengo curiosidad por ver qué pasa cuando lleguemos a la Isla del Oso.
—Puede ser interesante.
—Veo que no quiere comprometerse. También sería interesante tratar de provocarle alguna reacción, doctor Marlowe. Una sola. Para el archivo, mi propio archivo. No sé si voy a lograrlo, pero ¿se acuerda de que cuando conversamos anoche en el puente, le dije que tal vez tuviéramos que pedir ayuda y que si llegaba el caso disponíamos de un transmisor que podía ponerse en contacto con casi cualquier punto del hemisferio norte? Tal vez no hayan sido esas mis palabras exactas, pero en lo esencial se parecen, ¿verdad?
—En lo esencial se parecen —respondí. Incluso para mí mismo la repetición sonó mecánica. Tuve la sensación de que un ciempiés con calzado de hielo empezaba a bailar un fandango entre mis omóplatos e hice un esfuerzo para no tiritar.
—Bueno, podemos pedir ayuda hasta agotar nuestra energía; el transmisor ya no alcanza a llegar ni a la cocina.
Por primera vez, lo que resultaba casi increíble, su cara mostraba una expresión que no indicaba que se estaba divirtiendo. Con el rostro endurecido por la rabia, sacó un destornillador de su bolsillo y se dirigió al enorme transmisor color azul acero, instalado en el interior.
—¿Siempre lleva consigo un destornillador?
Lo absurdo de la pregunta la convirtió exactamente en lo contrario.
—Sólo cuando llamo a la radio estación de Tunheim, al noroeste de la Isla del Oso y no obtengo respuesta. Tome en cuenta que no es una radio común sino que pertenece a una base oficial del Gobierno noruego —se puso a destornillar la cubierta protectora—. La había sacado hace como una hora; en un instante verá por qué volví a ponerla.
Mientras esperaba que pasara el instante, recordé nuestra conversación en el puente la noche anterior, su referencia a la radio y a la relativa cercanía de las fuerzas atlánticas de la OTAN, y por consiguiente a la posibilidad de contar con ellas. Inmediatamente después había visto huellas frescas sobre la nieve. Mi primera reacción fue pensar que nos habían espiado; casi enseguida deseché esta idea porque me pareció absurda cuando comprobé que las huellas tenían una sola dirección, la que yo mismo había tomado. En ese momento, no se me ocurrió que una persona tan inteligente como para haber cometido los crímenes que tuvieron lugar en el Morning Rose, sin ser sorprendida, no iba a despreciar la ventaja de aprovechar las huellas ya existentes. Sin duda eran frescas y nuestro amigo sabía, por lo que yo deducía, más de lo conveniente.
Smithy sacó el último tomillo y removió con esfuerzo la cubierta. Miré al interior durante unos diez segundos, luego comenté:
—Ahora comprendo por qué volvió a poner la cubierta. Lo único que me sorprende es que me parece que no hay suficiente espacio como para que quepa una persona con un martillo de 7 kilos.
—Es la impresión que produce, ¿verdad?
El interior era una confusa masa literalmente indescriptible. El vándalo que lo había destrozado tuvo cuidado de que el transmisor no pudiera operarse de nuevo, aunque lleváramos numerosas piezas de repuesto, no sería posible.
—¿Ya lo miró bastante?
—Creo que sí —respondí. Comenzó a poner la cubierta mientras le preguntaba—: ¿Hay radios en los botes salvavidas?
—Sí, son manuales. Llegan un poco más lejos de la cocina, pero eso también se consigue igualmente con un altavoz.
—Me imagino que tendrá que informarle de la situación al capitán.
—Naturalmente.
—Y entonces, ¿rumbo a Hammerfest?
—Dentro de 24 horas puede tomar rumbo a Tahití, si quiere —apretó el último tomillo—. Pienso decírselo dentro de 24 horas, tal vez 26.
—¿Es ese el tiempo límite para anclar en Sor-hamna?
—Sí.
—Smithy, usted es un hombre muy tramposo.
—Influencia de la gente con la que me junto y de la vida que me tocó vivir.
—No se culpe, Smithy —dije, gentilmente—, vivimos una época muy revuelta.