Fuimos a mi apartamento porque Matthew quería evitar a toda costa el pésame de sus vecinos. Formábamos un curioso trío: Matthew, Garrett y yo. Ellos con traje negro y yo con el vestido negro inapropiado que en poco tiempo había llevado en dos ceremonias tristes, pero esta vez lo había adaptado a la ocasión poniéndome un blazer encima. Veníamos del acto que la universidad había organizado en honor a Vanessa, pero nos marchamos antes de que terminara oficialmente. Matthew aguantó la misa y los discursos que se pronunciaron a continuación, pero no quería hablar con nadie. En la conducta de muchas personas que se le acercaron en los últimos días notó una buena dosis de voyeurismo, y eso lo enfurecía. Tenía razón en parte. Realmente había gente morbosa que disfrutaba hablando con el marido de una mujer que habría sufrido una muerte tan atroz; algunos incluso intentaron que les contara detalles escabrosos. Pero, en mi opinión, muchos estaban realmente conmocionados y solo querían darle su más sincero pésame, y me daba pena que los despachara con aspereza. Seguramente lo mejor era que de momento se apartara de todo y de todos. Teníamos planeado marcharnos al día siguiente sin rumbo fijo, a pasar diez días en el lugar más solitario que encontráramos. Solo Matthew, Max y yo. Matthew cogió unos días de vacaciones y yo aún estaba de baja, aunque pensaba despedirme de la revista de todos modos. ¿Qué hacía yo en Healthcare sin Alexia? Además, mi plan seguía en pie: en otoño empezaría a estudiar una carrera.
Garrett volvería por fin a Brighton. Se había quedado en Swansea, alegando como único motivo que quería participar en el acto en honor de Vanessa Willard, a la que no conocía de nada. Supuse que lo que en realidad pretendía era recrearse un poco más en su fama. Era el héroe de la temporada, porque había entrado audazmente en una casa ajena y había salvado a cuatro niños de una muerte segura. Al menos eso era lo que él decía y lo que todos acabaron creyendo, aunque, según declararon los médicos, los tres mayores habrían sobrevivido de todos modos. Ken les había puesto una dosis elevada de somnífero en el desayuno para poder huir con cierta ventaja, y la pequeña Siana habría muerto realmente si no hubiera recibido ayuda enseguida. Garrett concedió entrevistas a la prensa y se dejó fotografiar. Mientras los demás, conmocionados y bastante desorientados, intentábamos asimilar los sucesos de las últimas semanas, él estaba en su salsa, por mucho que se esforzara en ocultarlo. De todos modos, no me enfadé con él. Garrett era Garrett: siempre fiel a sí mismo, en cualquier circunstancia.
—No sé vosotros —dijo cuando entramos en casa y Max, al que habíamos dejado allí por la mañana, nos saludó como si hubiéramos estado meses fuera—, pero yo necesito un whisky doble.
Era de día, pero ni Matthew ni yo objetamos nada. La ceremonia nos había dejado para el arrastre. Matthew estaba muy pálido. Confié en que el whisky le devolviera un poco de color a las mejillas.
Me quité las enormes gafas de sol tras las que ocultaba la cara, todavía hinchada, y el ojo a la funerala. Había pasado casi una semana y aún tenía mal aspecto, pero el ojo izquierdo, que al principio no podía abrir, por suerte no tenía lesiones internas. Las heridas se curarían, estaba viva, sana y salva. Como Bran Davies, mi salvador, me aseguró repetidas veces aquel funesto día, era un milagro, un verdadero milagro.
Pasé al otro lado de la barra de la cocina, cogí tres vasos del armario, puse cubitos y los llené generosamente de whisky. Sonó el móvil de Matthew, contestó y se fue al dormitorio. Sabía que no le gustaba hablar por teléfono delante de nadie.
Garrett se acercó a la barra, cogió un vaso y removió los cubitos.
—¿Y bien? —preguntó.
—¿A qué te refieres? —pregunté yo a mi vez.
—Estás más que decidida a pasar el resto de tu vida con él, ¿no? —Movió la cabeza en dirección al dormitorio—. Sin peros que valgan.
Garrett no desistía. Sonreí.
—No sé qué será de nosotros —dije—, pero de momento nos vamos unos días juntos. En otoño empiezo en la universidad. Me mudaré a un sitio más barato. Matthew venderá la casa y ya veremos cómo nos las arreglamos entre nosotros y con las nuevas circunstancias.
No era tan sensata ni tan fría como fingía, pero Garrett era el último al que le confesaría mis verdaderos sentimientos. Se había aclarado la suerte que había corrido Vanessa, pero las respuestas a las preguntas que Matthew se había planteado durante años eran difíciles de encajar y le costaría mucho asimilarlas. Se notaba que estaba muy mal psicológicamente. No me contó nada de su estancia en el lugar de la muerte de Vanessa, solo dijo que había estado allí. Enseguida supe que no podía preguntarle nada ni insistir. Pero eso era precisamente lo que me preocupaba: se encerraba en sí mismo. Intentaba superarlo solo. Tal vez funcionaría y eso le permitiría encontrar la paz algún día. Pero tal vez lo distanciaría de los demás y, sobre todo, de mí.
—Está muy traumatizado —dijo Garrett— y probablemente será incapaz de tener una relación hasta dentro de un tiempo.
—Garrett —le interrumpí con énfasis—, ese es mi problema. No el tuyo.
Levantó las manos en un gesto conciliador.
—¡Está bien!
Nos bebimos el whisky. Disfruté de la sensación que se fue propagando en mi interior: todo se desdibujó un poco, los pensamientos se volvieron imprecisos y los problemas se retiraron al fondo. Por suerte, porque me atosigaban muchas cosas, sobre todo el destino de los hijos de Alexia. Cuatro niños con la madre muerta y un padre que pasaría muchos años en la cárcel. Por lo que sabía, no tenían más familia, de modo que quedarían bajo la tutela del Estado. Eso significaba vivir en una institución y, si tenían suerte, que los adoptara una familia de acogida, que ojalá fuera cariñosa.
A Ken lo detuvieron dos días después de darse a la fuga. En Weymouth, donde intentaba embarcar en el ferry a Guernsey para pasar desde allí a Francia. No opuso resistencia y ahora estaba en prisión preventiva. Le caerían al menos quince años; quizá lo soltaran un poco antes por buena conducta. La idea de que el asesino de Alexia y mi verdugo recibiera un castigo severo no me daba ninguna satisfacción. Lo que le había pasado a esa familia, feliz en apariencia hasta entonces, era demasiado horrible y angustioso.
—Bueno —dijo Garrett—, tengo que volver a Brighton. Pero seguiremos en contacto, ¿verdad?
—Pues claro —aseguré.
Matthew volvió del dormitorio.
—Era la inspectora Morgan. Han encontrado a Alexia.
Tragué saliva.
—¿En la cantera? —pregunté.
Asintió.
—Ken solo pudo darles algunos datos imprecisos del lugar, pero ayer por la tarde la encontraron finalmente. Todo como Ken se lo había descrito.
—Por Alexia —dijo Garrett levantando la copa.
Alexia. Mi mejor amiga. Siempre la recordaría así, como mi mejor amiga. Aunque lo que Ken afirmaba probablemente era cierto y al final me odiara. La vida la destruyó. Pero sobre todo las exigencias que se impuso.
—¿Se sabe algo más de Ryan Lee? —pregunté.
Matthew negó con un movimiento de la cabeza.
—Sigue ingresado en el hospital, pero ya puede levantarse. La inspectora Morgan me avisará con tiempo cuando vaya a empezar el juicio.
Matthew quería asistir sin falta al juicio. Quería ver a Lee. Quería oír lo que decía. Yo lo comprendía, pero volvería a ser una época difícil.
Garrett se sirvió otra copa y la vació de un trago.
—Bueno, ¡me voy! —anunció.
Había bebido demasiado para conducir, pero lo conocía: a pesar de todo, cogería el coche.
—No tendrías que conducir —dije igualmente, como era mi deber.
Garrett se rió. Desde que era oficialmente un héroe, parecía sentirse todavía un poco más invulnerable que antes.
—Y vosotros os vais a retirar del mundo mañana, ¿no? —preguntó, para cerciorarse. Dicho por él, daba la impresión de que nos proponíamos hacer algo obsceno. Garrett jamás habría buscado la quietud ni el aislamiento.
—Sí —dijimos Matthew y yo a coro.
Entonces Matthew sonrió débilmente por primera vez en muchos días y me señaló con la copa en la mano.
—¡Mírala! Con esa pinta, solo se puede refugiar uno con ella en la soledad más absoluta.
Intenté sonreír también, pero solo me salió una mueca. Todavía me dolía mucho la cara.
Matthew, Max y yo acompañamos a Garrett al coche. Me dio un abrazo de despedida y noté que algo había cambiado realmente: lo apreciaba. Era un buen amigo. Deseé tenerlo toda la vida como amigo. Todas las penalidades que había habido entre los dos se habían esfumado. Ya no había amargura. Por muy teatral que sonara, lo había perdonado. De verdad y de todo corazón. Por eso ahora podíamos ser amigos.
Ellos se despidieron brevemente, con cierta frialdad. Luego Garrett subió al coche. Me quedé despidiéndolo con la mano hasta que desapareció por la esquina. Matthew me esperaba en el portal. Max cavaba un agujero en el parterre que había delante del edificio.
—¿Vienes? —me preguntó.
Asentí. Absorta en mis pensamientos, miré en el buzón, que estaba junto a la puerta. Saqué la carta que había dentro, un sobre delgado de color azul, con las señas escritas con letra bastante insegura y torpe. Lo abrí.
Y me eché a llorar. Estaba en las escaleras del portal, a plena luz, un día soleado, y no podía parar. Me deshice en lágrimas. Lloré y lloré. Lágrimas de años.
—¿Qué te pasa? Por el amor de Dios, ¡dime qué te pasa!
Me pareció oír la voz de Matthew en la lejanía. Noté que me abrazaba.
—Jenna, ¿qué te pasa?
Apenas podía hablar.
—Es de… Es de mi madre —dije finalmente.
Le había escrito el día que me rescataron, tal como me había prometido en la pared de roca.
—¿De tu madre?
—Ha contestado enseguida. Matthew, quiere verme. ¡Quiere que vaya a verla!
Me miró confuso.
Me sequé las lágrimas.
—Matthew, ¿qué te parece si antes de refugiarnos en la soledad…? ¿Qué te parece si pasamos por Coventry? A hacerle una visita a mi madre. ¡Por favor!
—Pues claro —dijo Matthew—. No tenemos un destino fijo. O sea que primero vamos a ver a tu madre.
Seguía un poco perplejo. Entonces caí en la cuenta de que nunca le había contado nada de mi madre, de cómo nos separamos, de los años que hacía que no nos hablábamos. Lo cierto era que sabía muy poco de mí.
—¿Subimos? —dije—. O Max agujereará el parterre entero y el casero me echará antes de que encuentre otra cosa.
Otra cosa. Una habitación en un piso de estudiantes o subarrendada en cualquier sitio. Tenía tanto que contarle a mi madre, pero lo primero que le diría era que me había matriculado en la universidad. En esos momentos me parecía lo más importante.
Evidentemente no creía que todo fuera a ir como una seda entre nosotras. Mi madre era como era, y yo también, y en cuanto nos encontrábamos en un mismo espacio, el ambiente se cargaba de una tensión desagradable y explosiva. Era bastante improbable que las cosas hubieran cambiado solo porque no nos hubiéramos visto en años, aunque seguro que al principio intentaríamos tratarnos con mucha educación y cautela. Aun así, se había abierto una puerta que yo había cerrado, y eso me satisfacía.
Y me emocionaba mucho imaginar la cara que pondría mi madre cuando supiera que por fin iba a poner orden en mi vida.