Bran Davies les tenía mucha manía a los forasteros que iban a la bahía de Cardigan, lo pisoteaban todo, hacían ruido y, peor aún, tiraban latas de refresco y colillas por todas partes. Su mujer solía decirle que no se quejara ni renegara tanto, porque muchos de sus vecinos vivían del turismo, trabajaban en hoteles o alquilaban habitaciones a los turistas. Sin embargo, Bran seguía mirándolos con desconfianza. Creía que la gente había perdido los modales, la educación y el sentido de la decencia, y no dejaría de desconfiar de ellos, por mucho que dijera su mujer.
Vio al hombre de lejos y no le gustó. No era de extrañar, puesto que la mayoría de la gente no le gustaba, pero ese individuo le causó una sensación que superaba la tirria que le inspiraban los forasteros. Había algo en él… Si no le hubiera parecido ridículo, habría dicho que era un tipo peligroso. Al menos inquietante.
Hacía rato que estaba al borde del acantilado, a pesar del viento fuerte, fumando con ansia. Por lo que Bran pudo ver, estaba demacrado, casi hecho trizas, mal vestido y, en cierto modo, desaliñado. Miraba fijamente hacia abajo. Había algo extraño en su postura y en su conducta, pero Bran no habría sabido decir a qué se debía. En los acantilados solía haber gente siempre, excursionistas que miraban el mar, a menudo con la esperanza de avistar ballenas, que a veces pasaban cerca de la costa. También los había que se sentaban a descansar mientras esperaban que bajara la marea para ir a nadar. A veces también veía grupos merendando y, evidentemente, cuando se iban, se acercaba a ver si habían dejado sobras de comida, bolsas de plástico, latas de cerveza o platos de cartón tirados en la hierba. Así había sido más de una vez. Se preguntaba si esa gente había aprendido algo en su infancia.
Pero ese hombre… No era un excursionista. Tampoco esperaba ver ballenas. No disfrutaba del espectáculo de las olas encrespadas, ni de los colores cambiantes del agua ni la vastedad y magnificencia de la naturaleza. Incluso desde lejos, le pareció notar que estaba muy tenso y nervioso. Parecía desequilibrado. ¿Y por qué miraba fijamente abajo?
Tiró la colilla por el borde del acantilado y encendió otro cigarro, cosa que le costó varios intentos. Por el viento, pero también porque le temblaban las manos. Al menos, eso le pareció.
—Aquí pasa algo raro —le dijo a Robby, su perro de caza de pelo moteado marrón y blanco, que estaba sentado a su lado, mirándolo atentamente—. ¡Ojalá no esté pensando en tirarse!
Robby meneó el rabo.
Bran no había visto nunca a un suicida en los acantilados, por eso no sabía cómo se comportaban. Seguramente, de un modo extraño. Como ese hombre.
Decidió aproximarse.
Vio un coche a cierta distancia, aparcado en medio de un sendero que cruzaba los prados. Podía ser del tipo raro.
Robby levantó la cabeza y ladró. El hombre se sobresaltó y se volvió. Por lo visto, hasta ese momento no se había dado cuenta de que no estaba solo. Miró a Bran, tiró por el acantilado el cigarro que acababa de encender y dio media vuelta. Eso le confirmó a Bran que el hombre no era trigo limpio. De lo contrario, ¿por qué se alejaba casi huyendo del acantilado al ver a cierta distancia a un viejo con su perro?
Lo vio dirigirse al coche. Ajá, no se había equivocado. El tipo no había ido allí a pasar media hora en los acantilados, a fumar y a mirar abajo como si estuviera hechizado. Allí había algo que lo preocupaba… Bran esperó hasta ver que el coche daba media vuelta y se marchaba. A una velocidad excesiva. De repente, el desconocido tenía mucha prisa por largarse.
Bran se acercó con curiosidad al lugar donde antes estaba el hombre. Conocía la zona como la palma de la mano porque había vivido siempre en Cardigan y, aunque hiciera viento o mal tiempo, todos los días paseaba por los páramos con los distintos perros que había tenido. Sabía que por allí se podía bajar a una pequeña cala en la que se podía nadar. Lo había hecho él mismo de niño y de joven. Ahora los huesos anquilosados seguramente no le permitirían bajar ni subir por un lugar tan escarpado.
Se acercó al borde del acantilado. Robby se pegó a él. Se le erizó el pelo y gruñó.
—Calma, ¡tranquilo! ¿Qué te pasa?
Quizá no le gustaba el olor que había dejado el desconocido, un tipo realmente inquietante.
Bran observó las escaleras de piedra que conducían abajo. No vio nada que pudiera haberle llamado tanto la atención al tipo raro. Rocas. Unas cuantas florecillas que crecían entre las piedras. Musgo en las grietas. Abajo, el mar. La marea había alcanzado la pleamar. La espuma de las olas salpicaba en forma de surtidores ambarinos. El agua tenía el mismo gris que el cielo nublado.
Se asomó un poco por el borde. Como era de esperar, la playa no se veía.
Robby siguió gruñendo y después se puso a ladrar. Bran lo conocía de sobra para saber que siempre ladraba por algún motivo.
—Está bien, Robby. Hay algo que te molesta, ¿verdad?
El perro ladró más fuerte. Parecía muy nervioso. Movía la cola sin parar.
Bran se asomó un poco más al borde del acantilado, tanto como podía sin correr el riesgo de despeñarse. En ese punto, las rocas sobresalían hacia delante antes de retroceder y descender en picado hacia la pequeña cala en forma de pared. Era imposible subir por allí. Intentarlo equivaldría a jugarse la vida.
De pronto le pareció ver algo. Una cosa roja que no supo identificar. Había algo en la pared. Se estiró boca abajo en el suelo y se asomó de nuevo por el borde del acantilado. Esa postura le permitía inclinarse hacia delante más de lo que se habría atrevido estando de pie. Robby no paraba de ladrar.
—¡No puede ser!
Bran no daba crédito a lo que veían sus ojos. Una mujer con tejanos y una camiseta roja. Estaba de cuclillas en un saliente diminuto, en el que probablemente podía sostenerse solo porque en el medio había un hueco en el que le cabían los pies. Se arrimaba a la pared y lo miraba fijamente.
¿Cómo diantre había llegado allí?
—¡Señora! —la llamó y, como no se le ocurrió otra cosa, dijo—: ¿Se encuentra bien?
No le contestó, pero le pareció ver que asentía con la cabeza. ¿La había arrojado por el precipicio el tipo raro? En cualquier caso, Bran no entendía cómo había conseguido llegar al pequeño saliente.
Volvió la cabeza con cautela. Aquel hombre seguramente era muy peligroso y no quería que lo sorprendiera por la espalda.
No vio a nadie por ningún sitio.
Bran se volvió de nuevo hacia la mujer.
—¡Voy a ayudarla a subir! —gritó.
Sin embargo, aún no sabía cómo. No tenía móvil porque rechazaba esas «porquerías modernas». Por lo tanto, no podía llamar para pedir un equipo de rescate.
—¡Voy a buscar ayuda! —gritó—. Tardaré una media hora en llegar a Cardigan. ¿Aguantará?
—No —contestó, y Bran oyó por primera vez su voz, muy débil—. No. Por favor, ayúdeme. No me quedan fuerzas.
—De acuerdo, ¡de acuerdo!
Se apartó del borde y se secó el sudor de la frente. Robby había parado de ladrar. Estaba sentado en la hierba y lo miraba, esperanzado.
Bran se levantó y fue al otro lado, hacia las escaleras de piedra. Le pareció que la única posibilidad de salvar a la mujer era bajar un tramo hasta llegar a su misma altura. Después ella tendría que colgarse de las manos y balancearse hacia él. Si todo iba bien, podría agarrarse a la mano que él le tendería. Sería peligroso, pero le parecía menos arriesgado que animarla a seguir subiendo por la pared para auparla por encima del borde, que sobresalía mucho hacia delante. Probablemente se despeñarían los dos.
Pensó que, para la edad que tenía, aún descendía muy bien. Naturalmente, contaba con la ventaja de haber subido y bajado muchas veces por allí en el pasado. Se detuvo al llegar a una roca ancha y firme. Estaba a la altura de la mujer.
Ella comprendió lo que se proponía y se levantó. Entonces pudo verla mejor: temblaba de los pies a la cabeza, tenía la ropa empapada y le había pasado algo en la cara. Tenía un ojo hinchado y la mejilla inflamada. Y sangre seca en la nariz.
—¿Ha escalado desde abajo? —preguntó.
La mujer asintió.
Bran observó con un escalofrío el trecho que había superado. Aquella mujer sin duda tenía más de un ángel de la guarda.
—Tranquila —dijo—. Intente acercarse a mí muy despacio. Unos cuantos pasos y podré cogerla.
La mujer miró hacia arriba.
—¿Se ha ido?
Se refería al tipo raro.
—Se ha ido con el coche. Y si vuelve lo sabremos, no se preocupe. Mi perro está arriba. La ha descubierto él y, si su marido vuelve a aparecer, nos avisará.
—No es mi marido —dijo.
La mujer se puso de cara a la pared y empezó a moverse con sumo cuidado. Se notaba que le costaba mucho abandonar el saliente, que le ofrecía un mínimo de seguridad, pero hizo un esfuerzo. Palpando con los pies en busca del siguiente punto de apoyo, se acercó a Bran milímetro a milímetro.
Bran estiró el brazo.
—Cuando pueda alcanzar mi mano, siga sujetándose a la pared —le advirtió—, o nos despeñaremos los dos, ¿de acuerdo?
La mujer asintió. Se le había acercado lo suficiente para ver que estaba hecha una calamidad. ¡Cielo santo! O se había partido la cara al chocar contra las rocas o el hombre que había atentado contra su vida se la había destrozado a golpes.
—Ahora deme la mano.
Tardó un momento en atreverse a soltar la mano izquierda de la roca. Siguió aferrándose a ella con la derecha. Bran notó unos dedos gélidos. Tenía que estar helada.
—Lo hace muy bien —la elogió—. Solo un poquito más. Ya no está sola. Ya la tengo.
La mujer llegó al escalón de piedra donde él estaba y se derrumbó, temblando. Por suerte, Bran contaba con que se le agotarían las fuerzas en el momento en que tuviera suelo firme bajo los pies y estaba preparado para sujetarla. La sostuvo férreamente y la ayudó a sentarse en el escalón, a su lado. Nunca había visto temblar tanto a alguien.
Le acarició torpemente el pelo.
—Lo ha hecho muy bien. Muy bien. Está a salvo. Ahora solo nos falta subir un poco más, pero eso será un juego de niños.
La mujer quiso decir algo, pero fue incapaz de pronunciar una sola palabra. Se tapó la cara con las dos manos, la tenía destrozada, y no había manera de que dejase de temblar.
—No hay prisa —dijo Bran.
Se quitó la chaqueta y se la echó por encima de los hombros. La mujer necesitaba ropa de abrigo, un té caliente y un médico. Pero antes tenía que conseguir ponerse en pie.
Se agachó a su lado.
—¿Cómo se llama?
—Jenna.
—Jenna, ha hecho algo increíble. Ahora tiene que tranquilizarse. Cuando no tiemble tanto, subiremos el trecho que falta, ¿de acuerdo?
Intentó transmitirle toda la serenidad que pudo. Lo que más necesitaba ahora era serenidad.
Robby los miraba desde arriba, meneando el rabo.
Un perro brillante. Sin sus ladridos insistentes no habría visto a la mujer. Y también estaba orgulloso de sí mismo: su instinto para conocer a la gente no lo había engañado.
El hombre no era trigo limpio.