18

El subconsciente no me dejaba en paz. Insistía en obligarme a abrir los ojos, a despertarme, a pensar con claridad. Yo me oponía tercamente. Me dolía todo, me costaba respirar, me retumbaba la cabeza y me escocía la cara. Quería dormir. Dormir y olvidar. A pesar del aturdimiento, sabía que despertar significaba retornar a una situación peligrosa y amenazadora… y sin salida. No quería enfrentarme a ella. Quería aferrarme al estado de semiinconsciencia que alejaba de mí todo lo desagradable.

Tenía frío y todo estaba mojado. El agua me alcanzó la barbilla, la boca. Recosté la cabeza encima del brazo para mantenerla en alto y no tragar agua. Estaba en una gran bañera llena hasta el borde de agua fría, pero no podía salir de ella. Era muy alta. Además, se estaba bien durmiendo dentro.

Al cabo de poco, el agua me alcanzó de nuevo la cara y llegó el momento en que ya no podía seguir entregándome al sueño de la bañera. Me entró agua en la nariz y en la boca, agua salada y helada. Tosí, escupí y me incorporé.

«¡Sal de aquí!», masculló mi subconsciente.

Esta vez no le ordené que me dejara en paz. Comprendí que seguramente tenía razón.

El dolor me martilleaba la cabeza y no podía abrir el ojo izquierdo, que parecía hinchado y pegado. Tenía entumecida la parte izquierda de la cara, pero solo superficialmente. Debajo de la piel, parecía que no me quedara un hueso en su sitio. Me acordé del puñetazo de Ken. Recuperé las imágenes poco a poco y recordé que me había agachado rápidamente; tal vez eso me había salvado la vida. Pero, a pesar de todo, dio en el blanco, y con tanta fuerza que perdí el conocimiento. Por lo visto, Ken se estaba acostumbrando a golpear a las mujeres que no le convenían, a dejarlas muertas o inconscientes.

Levanté la mano y me toqué la mejilla con cuidado. Me pareció que no tenía nada roto, pero la cara estaba hinchada, magullada y con una costra de sangre. Si a eso le sumábamos el ojo a la funerala, seguro que daba pena.

Aunque, obviamente, esa no era mi principal preocupación.

Eché un vistazo alrededor. La cueva ya estaba prácticamente inundada y quedaba muy poco espacio arriba. Las olas, azotadas por el viento, rompían contra las rocas con tanto ímpetu que comprendí que era inútil intentar salvarme a nado. No me alejaría de la costa. Las olas me atraparían y me arrojarían contra los acantilados. La marea tenía una fuerza descomunal y yo, ni la menor posibilidad.

Me senté, encogida, en la roca más alta de la cueva, pero el agua también subía y enseguida me llegó a la cintura. No podía ponerme de pie, no había suficiente espacio hasta al techo escabroso. No sabía cuánto tardaría el agua en inundar la cueva por completo, pero era evidente que no me quedaba mucho tiempo.

Me volví con cuidado, muy despacio, porque me dolía mucho la cabeza y no podía hacer movimientos rápidos. Me estremecí al ver la luz del día que saturaba la entrada de la cueva, por encima del agua oscura, que borboteaba peligrosamente. La claridad me hizo tanto daño que tuve que cerrar un momento el ojo sano. Me quedé acurrucada en la roca como un pequeño topo ciego, sabiendo que el agua subía. La desesperación estaba a punto de apoderarse de mí. No lo conseguiría. El camino de vuelta estaba bloqueado, la marea era muy fuerte. Me quedaría sentada allí arriba mientras pudiera. Después me ahogaría. Angustiada y con la conciencia despierta.

Habría sido mejor que Ken me hubiera matado. Habría sido más rápido. Ojalá no lo hubiera evitado.

«Ken ha salido de aquí, y no hace mucho. Busca si hay alguna posibilidad —me dijo la voz de mi subconsciente—, si él lo ha conseguido, ¡tú también lo conseguirás!»

Yo no era tan optimista. Ken conocía el lugar y yo no. Además, el agua había subido considerablemente. Quizá ni siquiera Ken podría escapar ahora de esa trampa mortal.

No obstante, abrí el ojo y me arrastré hacia la entrada. La espuma de las olas me salpicaba. Estaba calada hasta los huesos, por eso tenía tanto frío. Cuando las olas se retiraban y se preparaban para un nuevo embate, aprovechaba para avanzar deprisa a gatas. Cuando llegaba una nueva ola, me agachaba, pegaba el cuerpo a la pared, me sujetaba la cabeza con las manos y no intentaba abrirme paso a través del agua, que subía rápidamente, porque mi situación era muy arriesgada: aturdida y medio ciega como estaba, podía perder la orientación y caerme de la roca, o la fuerza del agua podía arrastrarme. Muy despacio, con una lentitud exasperante, llegué a la salida de la cueva. Delante de mí, el mar. Ni rastro de la pequeña playa de arena que habíamos cruzado a pie. Como si nunca hubiera existido. Se la había tragado la marea. Igual que ahora se tragaba la cueva.

No quería que me engullera a mí también.

Miré fuera con cautela. Ni rastro de Ken por ningún lado, lo cual no era de extrañar, porque hacía rato que se había puesto a salvo. Probablemente se habría ido en el coche de Garrett… ¿Adónde? Intentaría salir de Inglaterra. ¿Qué les había pasado a sus hijos? La huida estaba planeada para ese día y necesitaba sacar suficiente ventaja antes de que descubrieran que había puesto pies en polvorosa. Eso significaba que había que inmovilizar a los niños de alguna manera para poder estar lejos antes de que fueran llorando a casa de un vecino porque tenían hambre o miedo o ambas cosas. «Duermen», me había dicho. Esperaba con toda mi alma que fuera cierto. «Dormir» podía ser sinónimo de algo mucho peor. A esas alturas, lo creía capaz de cualquier cosa.

«Ya pensarás después en los niños, Jenna. No podrás ayudarlos si te ahogas. ¡Tienes que escalar la maldita pared!»

Tenía la esperanza de poder llegar hasta la «escalera» por la que habíamos bajado antes. Era empinada y terrible, pero representaba una verdadera posibilidad de tener tierra firme y segura bajo los pies. Sin embargo, vi que era imposible. La escalera estaba justo enfrente de la cueva y la pared de roca que conducía a ella era lisa, no tenía saledizos ni fisuras ni nada donde apoyar los pies, nada donde sujetarse. Mucho más abajo, donde el agua bramaba desde hacía un buen rato, quizá hubiera habido alguna posibilidad de cruzar por la playa la cala inundada. Pero, a esas alturas, todas las posibilidades habían desaparecido entre las olas.

Me levanté con las piernas temblorosas. La roca en la que estaba se alzaba al aire libre, de manera que ya no tenía el techo de la cueva encima. Me agarré compulsivamente a las irregularidades de la pared y evité con todas mis fuerzas mirar abajo, al mar. Para alguien que, como yo, toda la vida había tenido que afrontar el problema del vértigo, esa situación suponía un horror casi grotesco. Si me hubieran pedido que me imaginara la peor situación posible, habría descrito esa escena: estar en la cresta angosta de una roca, con el agua hasta las pantorrillas, debajo de un cielo de tormenta y con una pared de roca escarpada delante. Ni siquiera estando en buena forma habría tenido la certeza de que podría salir de allí con vida. Pero no lo estaba y, además, me habían golpeado: solo veía con el ojo derecho, y la cabeza y la cara me dolían tanto que pensaba que me volvería loca. Nunca me había encontrado tan mal. ¿Y en ese estado tenía que intentar escalar esa pared escarpada? ¿Sin cuerda, sin nada para asegurarme?

Me dejé caer de rodillas, no me importó que la espuma de la siguiente ola me salpicara. Moriría allí. Un día después de cumplir treinta y tres años.

Me eché a llorar. Mejor dicho, mi ojo derecho lloró. El izquierdo no podía. Empezó a escocerme terriblemente. Llorar dolía demasiado para entregarme al llanto.

Me tragué las lágrimas. Levanté la cabeza y miré hacia arriba. La pared que tenía encima era bastante escarpada, pero no completamente lisa. Las arremetidas del mar embravecido habían dejado la roca áspera y abrupta, le habían abierto grietas y fisuras. Sin embargo, no vi ningún sitio que me pareciera seguro para hacer pie. Solo veía puntos en los que quizá podría apoyarme de puntillas, mientras metía los dedos de las manos en una ranura minúscula.

La siguiente ola me embistió con tanto ímpetu que estuvo a punto de derribarme. Era peligroso seguir allí más tiempo. Si me caía al agua, acabaría despedazada. Tenía que empezar a escalar sin haber preparado la ruta. Aunque, de todos modos, no había ninguna ruta. Tendría que decidir a cada momento cuál sería el siguiente paso.

Inicié la ascensión.

Desde que me fui de casa a los dieciocho años y desaparecí para siempre, todos los años le enviaba dos postales a mi madre, aunque sin revelarle donde estaba ni cómo podía localizarme. Se trataba de dar señales de vida para que no creyera que me había pasado algo malo o que me había muerto. Siempre le decía que las cosas me iban bien y que no se preocupara. Una de las postales se la enviaba por su cumpleaños, en diciembre (y de ese modo cubría, de paso, las Navidades), y la otra por mi cumpleaños, en junio. Este año se me había olvidado, debido a los acontecimientos de los últimos días. Mientras trepaba milímetro a milímetro, comprobando con cautela todas las piedras, me pregunté si ya echaría de menos la postal de mi cumpleaños y estaría preocupada. Si tuviera que describir a mi madre con pocas palabras, serían estas: amargada, poco sensible, fría, severa. No me la imaginaba desesperándose por no recibir noticias mías, aunque yo solo había visto siempre su fachada. Quizá detrás se ocultaba otra persona, la mujer que probablemente era antes de enviudar prematuramente y quedarse con una hija que no cumplía ni con sus ideales ni con sus deseos. Mi madre hablaba tan poco de sí misma que apenas la conocía. Tampoco sabía cómo estaba. Tal vez había muerto o quizá vegetaba en algún sitio, gravemente enferma. Quizá mis postales eran su único apoyo en la vida. Quizá le eran indiferentes.

Me prometí escribirle inmediatamente si salía de allí con vida. Le diría dónde estaba y le preguntaría si podíamos vernos. Era extraño, pero mientras trepaba poco a poco, evitando obstinadamente mirar abajo, apretando los dientes en un intento de no hacer caso del dolor ni de la creciente debilidad, me aferré a mi madre. Me había pasado quince años esforzándome por no pensar en ella, porque solo me venían a la cabeza malos recuerdos y pensamientos inevitablemente rabiosos. Recordaba demasiados agravios y demasiados momentos de rechazo, porque nunca comprendió mis necesidades. Le escribía las postales para tranquilizar mi conciencia y ahuyentar de inmediato cualquier pensamiento relacionado con ella.

Sin embargo, ahora, pegada a la maldita pared escarpada, herida, sin fuerzas y con pocas esperanzas de llegar arriba, supe instintivamente que tenía que pensar en algo porque, si me centraba en la realidad, me despeñaría. La realidad era que no había escalado nunca, que esa era mi primera ascensión por un acantilado, que el mar arremetía con furia contra la costa y que las ráfagas de viento tiraban violentamente de mí. Si permitía que esas circunstancias ocuparan mis pensamientos, perdería el equilibrio. No podía ser casual que, por buscar un tema de distracción, hubiera ido a parar a mi madre: se podía decir cualquier cosa contra ella, pero era mi madre. A su manera, me cuidó, me crió, trabajó duramente para mantenernos y para poder concederme un deseo al menos de vez en cuando: lápices de colores nuevos o un libro y, más adelante, unos tejanos de moda o unos zapatos que me entusiasmaban. Pero siempre estropeaba el efecto de esos regalos porque me daba el dinero para comprarlos a la vez que criticaba con palabras duras mi codicia y mis ansias consumistas. No obstante, siempre procuró que no me quedara atrás respecto a los demás niños o adolescentes. Tal vez para disimular la pobreza. Pero tal vez también porque en un rinconcito de su corazón le gustaba verme con los ojos radiantes.

Tal vez.

En cualquier caso, en la situación extrema en que me encontraba en esos momentos, busqué apoyo en ella, aunque solo fuera analizando nuestra relación y urdiendo planes para un reencuentro. Por lo visto, a pesar de todo confiaba en ella. Tenía la esperanza de que pensar en ella me llevaría arriba.

De vez en cuando pisaba una piedra que rodaba hacia el fondo. Cada vez que ocurría me sudaba todo el cuerpo, me detenía y me arrimaba cuanto podía a la roca. También se me humedecían las palmas de las manos y tenía que esperar hasta que estuvieran medio secas antes de palpar para encontrar el siguiente punto de apoyo al que agarrarme con los dedos. Siempre había algo, un saliente, una prominencia, una pequeña hendidura en la que me cabían los pies.

Finalmente llegué a un hueco bastante ancho y hondo que se había formado en la pared y en el que incluso crecía musgo, y me sentí lo bastante segura para mirar abajo con la intención de saber cuánto había ascendido. Me entró tanto vértigo al instante que cerré el ojo con el que aún podía ver y aguanté un violento ataque de palpitaciones. Pero comprobé que había superado un buen trecho. La marea no me alcanzaría, pero no podía quedarme allí. El problema principal era que mis fuerzas disminuían rápidamente. Estaba deshidratada y muy debilitada por la herida que me había hecho Ken. Por un momento pensé en no moverme del hueco hasta que bajara la marea. Entonces descendería y después subiría por las «escaleras». Pero pasarían horas hasta que la playa fuera accesible y tenía miedo de no sobrevivir tanto tiempo.

Me arriesgué a mirar hacia arriba. Solo me separaban unos metros del borde del acantilado, pero ese último tramo sería el más difícil. La pared de roca se curvaba hacia dentro antes de volver a arquearse con fuerza hacia fuera y formar el borde del acantilado. Era muy escabrosa, más que el trecho que había recorrido, y ofrecía bastantes posibilidades para afianzar los pies y las manos, pero me obligaría a colgarme unos segundos, o incluso minutos, prácticamente de espaldas al abismo, antes de conseguir encaramarme al borde. Y no tendría donde sujetarme arriba. Tal vez un matorral, que seguramente no soportaría mi peso.

Esta vez el sudor también me anegó la cara y me cubrió la piel con una fina capa.

«No lo conseguiré. No puedo conseguirlo.»

Miré al otro lado, hacia la «escalera». Si por allí arriba lograba lo que era imposible por abajo, es decir, llegar a las escaleras, podría recorrer el último tramo más cómodamente. También era arriesgado, pero menos, tal vez, que la otra opción.

«Bueno, Jenna, no pierdas los nervios. Has llegado bien hasta aquí. Muy bien. Conseguirás superar el resto.»

Lo percibí justo en ese momento. En una décima de segundo, tan brevemente que enseguida pensé que me lo había imaginado: el humo de un cigarro. En el olor a agua de mar y algas, a humedad y sal, que lo cubría todo, me pareció oler el humo de un cigarro.

«Bobadas. Olvídalo. Lo has soñado.»

Un instante después, me pasó por delante: un cigarro. O mejor dicho, una colilla todavía encendida. Estuvo a punto de caerme en la cabeza, pero no me tocó y desapareció hacia el mar.

Entonces supe que no me lo había figurado.

Arriba había alguien.

Alguien que había fumado un cigarro.

La primera sensación espontánea que tuve fue de un alivio incontenible. Un excursionista que me ayudaría. Ya no estaba sola en ese lugar inhóspito, en esa terrible situación. Arriba había una persona que podía pedir ayuda: a los bomberos, a la policía, a rescate marítimo, a quien fuera.

Abrí la boca para lanzar un grito y llamar su atención. Pero la cerré en el acto. El instinto, una sensación casi abrumadora de peligro inminente me detuvo.

¿Y si era Ken?

Ken, que quería asegurarse la jugada: no le bastaba con derribarme y dejarme tirada en la cueva. Quería asegurarse de que realmente no sería un peligro para él.

Ken, que esperaba que la cueva se inundara por completo y controlaba que yo no hubiera llegado de algún modo a las «escaleras». Si eso era cierto, podía dar gracias a Dios de que el camino a las escaleras me estuviera vedado, porque me habría visto y habría tomado medidas. Habría ido a buscarme y me habría tirado al fondo de una patada. Yo estaba al límite de mis fuerzas y no me habría defendido.

No podía arriesgarme a decir nada. Me horroricé al pensar que podía haber seguido escalando ingenuamente y haber ido a parar a su campo visual. Ahora no podía verme desde donde estaba, tendría que asomarse mucho por el borde del acantilado. Pero probablemente no sospechaba que yo estuviera ahí. Seguro que no perdía de vista la «escalera».

¿Cuánto tiempo seguiría allí?

No eternamente, eso estaba claro. Tenía que irse. Nadie lo perseguía aún. Garrett era el único que sabía que había ido a verlo y seguro que estaba muy enfadado por verse privado tanto tiempo del coche, pero no pensaría en la posibilidad de un crimen por el que hubiera que avisar a la policía.

Quedaban los niños. ¿Qué les había hecho? ¿Podían suponerle un peligro? Confié en que sí.

Era posible que hubiera tirado la colilla y se hubiera ido.

Era posible que aún siguiera allí.

El oleaje bramaba con tanta fuerza que me impedía oír nada más, ni siquiera si estornudaba o tosía.

Tampoco oiría si arrancaba el coche. Estaba muy lejos.

Paralizada de miedo y terror, me acurruqué en el diminuto hueco cubierto de musgo. ¿Cuánto tiempo tendría que esperar?

¿Cuánto esperaría él?