Garrett, que había pasado la noche sin apenas pegar ojo en el sofá de Jenna, que era incómodo y muy corto, se durmió. Al despertar no sabía dónde estaba y le dolían todos los huesos. Se desperezó y contuvo un quejido de dolor. Estaba sentado en una silla de jardín metálica y coja, y no entendía cómo había podido dormirse en un asiento tan incómodo. Se levantó y le propinó una patada a la silla.
Entonces recordó dónde estaba: en el jardín de los Reece o, mejor dicho, en la terraza. En Swansea. Había ido a parar allí porque quería reavivar la relación con Jenna.
¡Qué disparate!
La silla recibió otra patada y resbaló sobre las piedras.
Garrett miró la hora. Eran casi las doce. Había llegado hacia las nueve y se había sentado en esa terraza horrorosa; habían pasado más de tres horas, pero aún no había aparecido nadie. Eso no era normal, al menos para Jenna.
Salió del jardín por la galería y miró a ambos lados de la calle, pero no vio ni rastro de su coche. No era propio de Jenna estar tanto tiempo fuera con un coche prestado, sin importarle un comino que el propietario estuviera literalmente tirado en la calle, esperando. Siempre podían surgir imprevistos, pero para eso estaban los teléfonos. Garrett sacó el iPhone del bolsillo y miró la pantalla, pero no había recibido ninguna llamada. Jenna no había intentado hablar con él. Marcó su número, pero le saltó el contestador. Ajá, la señora no se ponía al teléfono.
—Jenna, soy Garrett. Necesito el coche. ¡Llámame!
Se dio cuenta de que había hablado muy secamente, pero no le importó. Así sabría que estaba cabreado.
Pensó en qué le convenía hacer. ¿Llamar a un taxi, volver al apartamento de Jenna y esperarla allí? Pero ¿quién sabía a qué hora llegaría? Además, aún aparecería por allí el tal Matthew Willard, su nuevo novio, y no tenía ganas de conocer a ese hombre perfecto. Tenía bastante con haber perdido a Jenna, no necesitaba hurgar en la herida.
¡Si al menos pudiera entrar en la casa! Dentro había libros, un televisor y seguramente algo de comer y beber en el frigorífico. Empujó la puerta del garaje, por probar, y se sorprendió al ver que se abría. Todavía lo sorprendió más ver el pequeño Peugeot blanco que estaba aparcado dentro. ¿El segundo coche de la familia? Maldita sea, entonces ¿por qué Ken y Jenna se habían llevado su coche?
Todo era muy extraño.
En el garaje había una puerta que daba a la casa, pero estaba cerrada. Garrett se rindió y volvió al jardín trasero por la galería. Faltó poco para que estallara de ira. Tuvo tentaciones de pedir un taxi para que lo llevara a Brighton, y después le mandaría la factura a Jenna, además de reclamarle que le devolviera el coche como fuera.
Le dio otra patada a la silla de jardín. Y entonces oyó un ruido extraño.
Venía de la casa. ¿Un llanto? No, era más bien un gemido, un lamento largo y quedo. Como el maullido de un gatito. Al cabo de un instante cesó y Garrett casi se convenció de que se había confundido.
Entonces volvió a oírlo. Era como si alguien estuviera herido, desesperado o se encontrara mal.
Se dijo que era imposible porque no había nadie en la casa. A veces el viento hace ruidos extraños, en las chimeneas, por ejemplo, y ahora hacía viento. El llanto volvió a resonar en sus oídos. Y creyó que podía ser de un niño. Pero no era un lloriqueo de rabieta ni de tristeza. Era un llanto… de sufrimiento. Cargado de dolor.
Sin embargo, eso era imposible, ¿no? Ken, el superpapá, no dejaba a sus hijos solos y encerrados en casa muchas horas. Garrett intentó recordar: el mayor tendría siete u ocho años y el pequeño no tendría más de dos. Jenna tampoco se lo permitiría nunca. Allí pasaba algo.
Lo embargó una sensación extraña. Estaba furioso, indignado y molesto. Pero ahora empezaba a preocuparse. Y comprendió que la preocupación lo acechaba desde hacía horas porque nada de lo que ocurría era propio de Jenna.
Los gemidos cesaron, pero volvieron a reanudarse enseguida. No cabía duda, era el llanto de un ser humano.
Probablemente lo más sensato era avisar a la policía, pero titubeó. Corría el riesgo de hacer el ridículo si resultaba que el ruido solo existía en su imaginación. Además, no le apetecía nada volver a tratar con la policía. Por la mañana habló con la inspectora Morgan porque lo relacionaban absurdamente con la desaparición de Alexia Reece, ¿y ahora deambulaba por su casa y llamaba a la policía porque creía oír ruidos extraños? El instinto le dijo que no le convenía. Se pondría de nuevo bajo los focos, y no quería.
Sin embargo, tampoco quería marcharse sin más. No le gustaban los niños, pero nunca les haría daño, y se lo haría si les negaba la ayuda. Tenía que entrar como fuera en esa casa. Tenía que descubrir lo que pasaba. Después ya pensaría en los pasos que había que dar.
Evidentemente no podía forzar la puerta de la entrada ni la de la terraza, porque en ambos casos corría el riesgo de que lo vieran. Peor que llamar a la policía él mismo sería que la avisaran otros porque intentaba entrar en la casa de una mujer a la que buscaban desesperadamente y bajo presión desde hacía semanas. Por un momento tuvo la tentación de abandonar. De irse a cualquier parte y evitar el riesgo de implicarse de nuevo en esa historia funesta.
Pero si realmente había un niño en peligro…
Entró en la galería que conducía al jardín posterior y miró por los cristales de la puerta que daba a la cocina. ¡Dios, cómo se podía vivir en medio de semejante desorden! Montones de platos sucios en el fregadero, libros, revistas, catálogos y DVD tirados encima de las sillas, juguetes en todos los rincones y ropa en un cesto que, por razones incomprensibles, estaba encima de los fogones. Garrett hizo una mueca de asco. Tal vez Ken era realmente un ejemplo brillante en cuestiones prácticas de pareja, pero no lo tenía todo bajo control.
Se quitó el jersey, se envolvió con él el puño derecho y golpeó el cristal. Los añicos cayeron en el suelo de la cocina con mucho estrépito. Contuvo el aliento. Esperaba que, si un vecino había oído el ruido, no supiera a qué atribuirlo.
Metió la mano por el agujero, giró la llave desde dentro y entró. No le gustó el olor de la casa. No le gustaba nada de esa casa, igual que nunca le habían gustado ni Alexia ni Ken. En algunos momentos de autocrítica, se había dicho que no era objetivo. Jenna solía contar maravillas de la felicidad perfecta de sus amigos, le hacía saber con mayor o menor sutileza que ella también quería esa vida, casada, con muchos hijos y una casita en las afueras de la ciudad, cosas que a él le daban escalofríos solo de pensarlas. En el fondo, la causa del comienzo del final de su relación con Jenna fue la familia Reece o, mejor dicho, la admiración de Jenna por su modelo de vida. Pero ahora, en medio de esa cocina, en el caos mugriento de una casa en la que vivía demasiada gente y que pocas veces ventilaban, comprendió que no sentía rechazo por los Reece solo por haber desestabilizado definitivamente la estructura, ya de por sí complicada, que lo unía a Jenna. En su opinión, tenían algo enfermizo y lo notó la primera y única vez que se vieron. No eran las típicas personas caóticas y simpáticas, inmersas en un barullo alegre. Eran personas que no conseguían encarrilar su vida pero procuraban transmitir una imagen totalmente distinta. Garrett lo tenía muy claro. Y no entendía que Jenna hubiera estado siempre tan ciega en ese aspecto.
Cruzó la cocina y salió al pasillo. En el perchero había tantos abrigos, impermeables y chaquetas colgados, unos encima de otros, que le costó pasar. Además, tropezó con un sinfín de zapatos tirados en el suelo. Garrett se detuvo al pie de la escalera y aguzó el oído. No oyó nada.
Para asegurarse, echó un vistazo en la sala de estar y también en el comedor, pero no vio a nadie.
—¿Jenna? —llamó en voz baja, aunque realmente no esperaba respuesta.
No le quedaba más remedio que subir a comprobar si todo estaba bien en el piso de arriba. No le apetecía nada, pero había llegado muy lejos y no podía dar marcha atrás.
Subió despacio las escaleras. Arriba también había un pasillo estrecho, con cuatro puertas. Dos estaban abiertas. Miró dentro. Eran el cuarto de baño (parecía de los años cincuenta y muy poco higiénico) y, al lado, la habitación de matrimonio. Las cortinas estaban corridas, pero entraba un poco de luz. Moqueta roja gruesa que jamás se habría atrevido a pisar descalzo, una cama doble sin hacer, en la que había unos cuantos peluches (desde la desaparición de la madre, los niños habían empezado a ocupar claramente la cama del padre), un pequeño televisor en el alféizar de la ventana y, al pie, tres cestos de ropa llenos hasta el borde. Por lo visto, los Reece tenían la costumbre de meter la ropa limpia en cestos en vez de guardarla en el armario. Por falta de tiempo, por falta de ganas o porque se habían rendido ante la gran cantidad de ropa que requiere un hogar de seis personas. Quizá era esa la palabra que a Garrett le daba la impresión que gritaba la casa: ¡rendición! Seguida muy de cerca por otra: ¡desesperación!
Vio la tabla de planchar desplegada junto a la cama y se imaginó a Alexia planchando por la mañana a toda prisa las prendas que sacaba del cesto, para presentarse en la oficina como una jefa de redacción bien vestida y respetable. Salía de ese caos que la desbordaba y lograba transmitir a diario la imagen de una mujer triunfadora y bien organizada. Tenía que costarle mucha energía.
Volvió a oír un gemido leve y se estremeció. No cabía ninguna duda, era el lamento de un niño. Y venía de muy cerca.
La puerta de la habitación contigua a la de matrimonio estaba cerrada, pero tenía la llave en la cerradura. Garrett se armó de valor para lo que lo esperaba y la abrió.
Todo estaba a oscuras. Un toldo opaco tapaba por completo la ventana cerrada. En el cuarto no entraba luz ni aire. Olía fatal, sobre todo a orina y vómitos. Aunque ese día no hacía calor, el aire allí dentro era sofocante y desagradable. Oyó una respiración apagada… Venció los temores y encendió la luz.
Una habitación infantil. Montañas de juguetes tirados por todas partes, en un desorden que ya le resultaba familiar. Cestos llenos de ropa de niño. Dos camitas con barandas y un móvil encima, que empezó a girar con la suave corriente de aire que entraba por la puerta. En una de las camas se incorporó una silueta. Garrett vio una cara asustada y pálida. Unos ojos enormes. Pelo rubio desgreñado.
—Hola —le susurró.
La silueta se puso en pie encima de la cama. Una niña de unos siete años. Debía de ser la mayor. ¿Cómo se llamaba? Garrett escarbó en la memoria. Un nombre celta. Kayla, si no recordaba mal.
—¿Kayla?
La niña asintió.
—Me encuentro mal —se lamentó con voz queda—. He vomitado.
Garrett se acercó a la camita. Vio que la niña tenía el pijama manchado de vómito. Y también descubrió a otro niño en la cama. La pequeña de la familia, casi un bebé aún. No se movía.
—Papá —gimió Kayla.
—¿Dónde está tu papá? —preguntó Garrett esforzándose por no respirar muy a fondo. El hedor era asfixiante.
—No lo sé. Se ha ido.
Garrett venció el asco y se inclinó sobre la cama, vomitada de arriba abajo. Tocó a la pequeña. No se movió. No estaba seguro de si aún respiraba.
Se volvió rápidamente hacia la otra camita. Tal como temía, allí estaban los otros dos hijos, en un colchón empapado de orina. Al menos respiraban con regularidad. No reaccionaron cuando los movió ligeramente con mucho cuidado.
—Tengo que ir al lavabo —dijo Kayla.
La niña intentó franquear la barandilla, cosa que seguramente solía hacer sin problema, pero en esos momentos estaba tan aturdida y temblaba tanto que no consiguió pasar la pierna por encima de la barrera.
Garrett reprimió el impulso frenético de salir huyendo de esa habitación maloliente y llena de niños medio muertos. Cogió a Kayla en brazos y la sacó de la cama. Asustada y confusa, la niña se le colgó como un mono y le extendió el contenido de su estómago por la camisa y una parte de los tejanos. Garrett se esforzó cuanto pudo por pasarlo por alto y, sobre todo, por no quitarse de encima a la niña como si fuera un insecto molesto. Kayla no parecía dispuesta a soltarse, de modo que tuvo que llevarla al aseo sucio, apartarle las manos de su cuello y sentarla en la taza. Empezaba a cuestionarse si la pesadilla de la puñetera aventura en Swansea podía ser todavía peor.
—¿Sabes dónde está Jenna? —inquirió.
Kayla negó con la cabeza.
—¿Dónde está papá? —preguntó a su vez.
—Vendrá pronto —le aseguró Garrett, en contra de lo que pensaba.
Sacó el móvil del bolsillo de los pantalones y marcó un número. No podía hacer otra cosa. Tenía que avisar a la policía. Y a una ambulancia.
Había ocurrido algo terrible y estaba relacionado con Ken. Y Jenna se había ido con él hacía horas y no podía localizarla.
Nunca había temido tanto por ella.