El agua subía en la cueva mientras Ken me contaba su vida. Por suerte, no volvió a reírse como un loco, pero ahora transmitía una serenidad fantasmagórica. No parecía darse cuenta de que la situación era cada vez más precaria. La playa de la pequeña cala había desaparecido por completo debajo del agua; desde lo alto del acantilado ya no se divisaba el rincón de arena. La mal llamada cueva estaba inundada hasta el primer estrato de rocas. Estábamos sentados en el siguiente, pero no faltaba mucho para tener que subir más, si no queríamos empaparnos de agua fría. Yo miraba continuamente hacia el exterior, preguntándome si aún podríamos volver a los hipotéticos escalones que conducían a lo alto del acantilado. Habría que vadear la pared de roca con el agua casi hasta la cintura.
Ken no estaba preocupado; al menos, no lo parecía. Jugueteaba con unas conchas. Las había por todas partes.
Había dicho que era un «fracasado».
El hecho de que me lo dijera y de que luego me explicara un sinfín de cosas no me llenaba precisamente de esperanza en cuanto a las probabilidades de sobrevivir. Me abría su corazón, me contaba con todo lujo de detalles secretos que había guardado rigurosamente, que había ocultado con cautela durante décadas, sin hacer ningún esfuerzo por mantener un poco las apariencias. Eso solo podía significar que estaba convencido de que yo no viviría mucho tiempo. No podría contarle a nadie lo que me había contado él. Era como si hablara con las piedras inertes que nos rodeaban. Yo era prácticamente lo mismo. Casi estaba muerta.
—¿Y dices que me admirabais? —preguntó. Debía de hacerle gracia, porque sonrió, aunque casi con tristeza—. ¿Porque apoyaba a Alexia en su carrera? Ken, el padre ideal. Ken, el marido ideal. Ken, que entiende de verdad en qué consiste la emancipación. El hombre que abandonó su astillero y su vida para que su mujer pudiera realizarse hasta extremos disparatados. ¡Qué bonito! Ya me gustaría a mí ser digno de esos elogios, ¡en serio, Jenna!
—¿Pero? —pregunté.
En el fondo, en esos momentos no me importaba nada. Solo pensaba con angustia en cómo salir de allí antes de que la marea me lo impidiera. Sin embargo, el instinto me dijo que me convenía que Ken hablara. Si conversábamos, tal vez surgiría la posibilidad de conectar con él y de convencerlo para irnos de allí.
—El astillero —dijo pronunciando las palabras con lentitud. En sus ojos apareció una chispa inquieta—. Ya lo has visto. Vacío. Muerto.
—Sí, dijiste…
—Olvida lo que he dicho. ¿Quieres saber la verdad? El negocio quebró cuando todavía estaba yo. No entiendo por qué, los barcos que construíamos eran fantásticos. Quizá no trabajábamos suficiente, quizá la competencia era muy grande. Tuve que despedir a los empleados porque no podía pagarles el sueldo, y luego todo ocurrió muy deprisa. Insolvencia, disolución de la sociedad. Fuimos a Swansea porque Alexia «tenía» que trabajar para sacar adelante a la familia. Teníamos dos hijos y había que continuar como fuera…
—Lo… Lo siento mucho —contesté, sin saber muy bien qué decir. La historia era muy distinta a la que yo conocía. Sin embargo, no dudé ni por un instante de que Ken dijera la verdad. Lo denotaba su voz y también la expresión de su cara.
—Sí, así son las cosas. Acordamos no decírselo a nadie. Aunque a mí no me parecía tan importante, lo habría contado sin más: quebrar no es para vanagloriarse, pero tampoco para avergonzarse siempre. Pero Alexia no quería que se enterara nadie. Ella tenía que parecer siempre radiante y sensacional, una triunfadora. No habría soportado que todo el mundo supiera que había cometido un gravísimo error casándose conmigo, por haber pescado un marido que era un fracasado.
Me pregunté sin querer cuántas veces Alexia le habría echado en cara que era un fracasado o un perdedor. Sabía que mi amiga podía ser muy directa y despiadada.
—Bueno, sigamos con las verdades —dijo Ken—. Antes me has preguntado por qué no busqué trabajo en una naviera. Por algo estudié ingeniería naval, ¿no?
—Por los niños —contesté, pero supuse que no sería ese el motivo.
Se echó a reír.
—No. ¿Sabes cuál es la siguiente verdad amarga? No soy ingeniero naval.
—¿No?
El agua había alcanzado la roca en la que estábamos sentados. Bañaba la piedra, pero todavía no llegaba a la pared en la que me apoyaba.
—No. Dejé la carrera a medias. Me cansé de estudiar y las notas fueron de mal en peor. Por eso era difícil conseguir un empleo. No tenía el título y había llevado a la quiebra mi pequeña empresa. No es un buen currículum.
—Y supongo que Alexia tampoco quería que se supiera que no habías acabado la carrera.
¿Qué le pasaba a un hombre al que su mujer condenaba a urdir mentiras una tras otra porque la verdad le parecía vergonzosa, una deshonra?
—No, a ningún precio —confirmó Ken. El agua le mojaba los pantalones, pero no parecía darse cuenta—. Estaba muy orgullosa de mi supuesto título de ingeniero. Por eso construimos otra historia: tuvimos más hijos, yo me convertí en un superhombre que vivía para la familia y Alexia inició la carrera perfecta. —Al pronunciar las últimas palabras, hizo una mueca de desprecio.
Me levanté y trepé un poco. Pronto sería extremadamente difícil llegar a los escalones que conducían a lo alto del acantilado.
—Ken, tenemos que… —dije, pero me interrumpió.
—En el fondo, éramos dos fracasados. Compramos esa casita vulgar y diminuta y casi no podíamos pagar la hipoteca. La gran carrera de Alexia era un chiste malo y empezamos a discutir cada vez más a menudo. El matrimonio feliz era pura fachada, igual que todo lo demás: una mentira de principio a fin. Y estábamos atrapados irremediablemente en ella: cuatro hijos, yo sin trabajo y Alexia en condiciones de trabajar en un puesto mal remunerado solo porque yo hacía de niñera gratis… No podíamos separarnos. ¿Cómo nos las habríamos arreglado?
No contesté. Ante mí se desplegaba la imagen de un desastre enorme, un drama cada vez más explosivo y peligroso, porque los afectados tenían que consumir una cantidad enorme de energía en fingir ante los demás que su pequeño mundo era perfecto, cuando eso no era en absoluto verdad. Y lo hacían muy bien: yo no me había dado cuenta de nada. Nadie se había dado cuenta de nada.
—Y las cosas empeoraron —dijo Ken. Estaba sentado en medio de un gran charco, pero no parecía importarle—. El viernes, cuando le enviaste el SMS por la noche…
Tragué saliva. Confié en que no me diría que yo había sido el desencadenante de la tragedia final.
Se debió de imaginar lo que estaba pensando, porque dijo:
—No, no, tú no tuviste la culpa. Estábamos en plena bronca, como casi todas las noches. Alexia llegaba de la redacción y se ponía a beber porque no podía con la presión, y yo bebía porque la situación me ponía enfermo, y entonces empezábamos a insultarnos porque nos echábamos la culpa de todos los problemas el uno al otro y porque los dos estábamos convencidos de que la causa de todas las complicaciones era haber cometido la tontería de casarnos con quien no debíamos. Nos odiábamos… Cuando recibió tu SMS, lo leyó en voz alta y soltó un comentario odioso. Algo así como: «Sería un milagro que viniera el domingo. Cuando empieza a follar, no hay quien la pare. Lo sé por experiencia». Y yo le dije: «¡No seas envidiosa!». Porque Alexia te tenía muchísima envidia, y era insoportable.
—¿A mí?
Me quedé perpleja. Yo siempre había admirado a Alexia, ¡incluso la envidiaba! ¿Y ahora resultaba que era al revés?
—Por supuesto —contestó Ken—. Desde su punto de vista, tú disfrutabas de lo que ella no tenía: libertad, despreocupación, juventud y belleza. ¡Y para rematarlo, ahora también tenías un hombre fantástico!
—¡Me lo presentó ella!
—Sí, pero eso no significa que la explosión de felicidad ajena sea soportable. Alexia te odiaba, Jenna. Al final, odiaba a todo el mundo al que las cosas le fueran mejor que a ella.
No podría averiguar nunca si lo que decía era cierto. La idea de que pudiera serlo me llenó de tristeza.
—Una cosa llevó a otra —dijo Ken—. Te contestó y empezó a decirme que Matthew era un buen hombre, al contrario que yo, claro, y que no entendía qué me había visto para casarse conmigo. En realidad, siempre pasaba lo mismo. Los mismos insultos, los mismos reproches, las mismas ofensas. Les hice la cena a los niños y los acosté. Alexia aprovechó el tiempo para seguir bebiendo. Estaba cada vez más agresiva. Cuando bajé, siguió con lo mismo, y cada vez peor. Se abalanzó sobre mí, me abofeteó, me pegó con los puños cerrados… Al principio solo intenté defenderme, esquivar sus puñetazos… Pero después… Todo se me vino encima de repente, mi declive imparable, mi vida desesperante, mi autoestima perdida hasta desaparecer; todo. Estaba en el comedor de una casa sin pagar, abarrotado de trastos y desordenado, y mi mujer me pegaba y decía que era el mayor perdedor del mundo, y de repente… se me cruzaron los cables… —Hablaba en voz baja. Su mirada reflejaba desesperación. Revivía el momento—. Le devolví los golpes. Con todas mis fuerzas. Le di en la sien con el puño. Se desplomó y se quedó callada. Por fin callada.
Aunque las hubiera pronunciado en voz baja, las palabras resonaron por encima del rumor de la marea.
«Se desplomó y se quedó callada. Por fin callada.»
Mi Alexia. Daba igual si al final realmente me odiaba, seguía siendo mi Alexia. La que tanto sabía de mí. Con la que había compartido muchos ratos alegres, conversaciones interminables, risas incontenibles, penas de amor, conquistas fantásticas, todo. Hablábamos de cómo mantener la línea y de moda, de hombres y sexo, de éxitos y fracasos, de sueños secretos y de miedos profundamente arraigados.
Alexia estaba muerta.
Y yo estaba con el hombre que la había matado.
No era momento de llorar, de darle vueltas.
—Ken —dije—, tenemos que salir de aquí.
—Me quedé conmocionado al verla en el suelo, sin pulso, con el corazón parado, y me di cuenta de lo que había hecho. No era mi intención, pero la había matado de un solo puñetazo. Comprendí que tenía que resolver la situación antes de que se hiciera de día y bajaran los niños. Debían de ser las nueve y por suerte ya estaban dormidos. Me acordé de la piscina hinchable que Evan había roto y que iba a tirar de todos modos. La envolví con ella y la arrastré hasta el coche que, gracias a Dios, estaba en el garaje. Me costó horrores meterla dentro. Al acabar, estaba empapado de sudor. Después cargué la moto. Se me había ocurrido la idea de copiar las circunstancias de la desaparición de Vanessa, con la esperanza de dejar una excelente pista falsa. Y eso significaba que no podía volver en coche. Por eso me llevé la Honda.
Parecía haberlo planeado con bastante sangre fría. Pero lo más probable era que estuviera en estado de shock y su mente continuara funcionado. La gente suele desmoronarse cuando la conmoción ha pasado.
—Entiendo —dije. Un comentario tonto, pero no se me ocurrió otro. Era imposible asimilar todas las cosas de las que me había enterado en las últimas horas.
—Esperé hasta las once, hasta que se hizo completamente de noche, y me fui. Ahora sería incapaz de encontrar el sitio donde la tiré, envuelta en la piscina hinchable. En el campo, al borde de una cantera. Cayó rodando y, por lo que pude ver, se hundió entre la hierba y las ortigas del fondo. Luego busqué la famosa área de descanso. Hace dos años, Alexia y yo fuimos con Matthew, por eso sabía más o menos dónde estaba, pero me perdí. Pasaban las horas… Y yo tenía que volver a tiempo a casa, antes de que se hiciera de día. En esta época del año, las noches son muy cortas.
—Pero lo conseguiste —afirmé. Porque estaba claro que lo había logrado. Alexia había desaparecido sin dejar rastro, el coche estaba aparcado en el área de descanso y Ken volvió a tiempo a casa. Me lo imaginé cruzando la noche con la pequeña Honda Dax. Debió de llegar extenuado a casa. Después despertó a los niños, les preparó el desayuno y empezó a divulgar la historia de que Alexia había ido a buscar temas para el reportaje. A mí me llamó por la noche y fingió estar muy preocupado porque aún no había vuelto a casa y no contestaba al teléfono.
De repente me acordé de un detalle.
—Pero, el coche… —reflexioné—. ¡Una vecina vio salir a Alexia el sábado por la mañana!
—La casualidad vino en mi ayuda —dijo Ken—, y de un modo increíble. Para que creyeran que Alexia se había ido de casa a las siete de la mañana, tenía una coartada segura. Los niños confirmarían mi presencia, y también el verdulero. De ese modo, yo quedaría libre de toda sospecha.
—Pero…
—Al final de la calle —prosiguió Ken— vive una familia que tiene un Vauxhall Movano. No entiendo cómo alguien lo puede confundir con nuestro Bedford, pero los dos son tipo furgoneta y blancos. La vecina, una mujer mayor, creía que había visto la nuestra, pero seguro que fue la otra. Nadie dudó de lo que dijo porque coincidía con lo que yo había declarado.
De repente me vino a la memoria un recuerdo: una tarde de abril. Había estado en casa de Matthew y después tuve la necesidad imperiosa de ir a ver a Alexia. Estaba delante de su puerta, pero nadie me abría y, mientras esperaba, vi que una furgoneta doblaba por la esquina. A primera vista me pareció la de los Reece. Enseguida me di cuenta del error y el vehículo desapareció en la entrada de otra casa. Una mujer mayor, que probablemente no tenía buena vista y entendía de coches aún menos que yo, podía confundir los dos modelos fácilmente.
—Y precisamente por eso ahora… —empezó a decir Ken, pero se interrumpió.
—¿Sí? —pregunté.
Su voz se había vuelto fría y distante.
—Precisamente por eso decidí huir —concluyó—. Hoy. Sí, hoy mismo. Lo tenía todo preparado. Todo era perfecto. En el garaje hay un coche de alquiler con el que pensaba marcharme. Pero tenías que presentarte tú en casa. Maldita sea, Jenna, ¿no podías haberte ido a freír espárragos?
Lo miré fijamente.
—¿Ibas a desaparecer?
—Piénsalo bien —dijo—. ¿Cuánto tardará la policía en averiguar que en mi calle hay un vehículo parecido al mío y que la testigo no es muy fiable en lo tocante a modelos de coche? ¿Cuánto tardarán en dar con el cadáver de Alexia? Es un milagro que hayan pasado tres semanas y aún no lo haya encontrado nadie. Seguramente porque fue a parar a un lugar plagado de ortigas, pero la vegetación cambiará cuando llegue el otoño. Alexia quedará entonces a la vista, y también la piscina hinchable. Con mis huellas dactilares. Si me quedo en casa esperando tranquilamente hasta que tengan suficientes pruebas contra mí, me pillarán. Ahora van detrás del responsable de la muerte de Vanessa, y eso los aparta totalmente de mí, pero ¿y si ese hombre tiene una coartada impecable para el día en que ocurrió lo de Alexia? Buscarán otros sospechosos. Y si registran nuestra casa o el coche con perros de rastreo… No. Me iré antes de que pase eso.
El miedo y la desesperación me abocaron al pánico. Contra toda lógica, había mantenido la esperanza de salvar el pellejo, pero entonces comprendí que estaba en una situación sin salida. Ken no me dejaría con vida, porque yo era la única persona que podía estropearle la huida. Estaba decidido a ponerse a salvo, a impedir que la policía lo detuviera.
—¿Y los niños? —pregunté.
—Duermen —contestó, imperturbable.
Me quedé sin respiración.
—¿Están muertos?
—¡Te he dicho que están durmiendo! —me gritó.
Se levantó. Tenía los pantalones empapados de agua.
—Ha llegado la hora de irse —indicó.
Se movió con una agilidad asombrosa por la roca estrecha y saltó con desenvoltura hasta el saliente en el que yo me encontraba. Conocía la costa, los acantilados y las cuevas como la palma de la mano. Por eso había esperado tanto, por eso había observado tranquilamente cómo subía la marea. Sabía cuánto tiempo podía demorarse.
—Por desgracia —dijo—, tú tienes que quedarte.
Acto seguido, de improviso y súbitamente, lanzó el puño hacia mí. Pensé en Alexia. Ese hombre había construido barcos con sus propias manos. Y podía matar con los puños.
Me agaché rápidamente, pero noté un golpe en el pómulo izquierdo.
Después me hundí en la oscuridad más profunda, quizá incluso en las olas del mar. El frío y la negrura me engulleron y supe que iba a morir.