Una voz interior me susurraba todo el rato que había sido un error subir de nuevo con Ken al coche y dejar que condujera él. La voz me aconsejaba que huyera, que pusiera tierra de por medio. Pero me negué: quería saber qué le había ocurrido a Alexia.
Ken no respondió a mi pregunta, solo dijo:
—Ven conmigo.
Y en el tono de su voz, en la cara que puso, noté que no se trataba de una invitación que podía aceptar o rechazar. Era una orden. No sabía lo que pasaría si me negaba, pero estaba segura de que no tenía opción.
Nos adentramos en un paraje solitario. Sabía que el peligro aumentaba a cada minuto en esas circunstancias, pero ¿qué podía hacer? ¿Saltar del coche en marcha y echar a correr? Me lesionaría y Ken me atraparía enseguida. Tampoco pude hacer nada en el astillero. Estábamos solos junto al almacén abandonado, a orillas de un brazo de mar. Si me hubiera negado a subir al coche, si me hubiera puesto a gritar, ¿quién me habría oído?
Ken frenó cuando el camino de tierra por el que avanzábamos se volvió aún más escabroso y menos visible. Eché una ojeada alrededor. Prados, cercados de piedra y vallas de madera. Y alguna que otra oveja paciendo. Un poco más adelante, los prados parecían transformarse en rocas planas. Supuse que eran los acantilados. Estábamos muy por encima del mar. Ni rastro de que por allí viviera alguien.
Ken me miró.
—No tenías que haber venido a casa —dijo—. Lo has estropeado todo. ¡Mierda!
Tenía miedo, pero me esforcé por disimularlo.
—Quería ayudarte. Quería hacerte compañía. Quería…
—¿Por qué no podías dejarme en paz?
—Porque… —Aunque en esas circunstancias sonara extraño, incluso fuera de lugar, lo dije—: Porque eres un buen amigo. Y creía que lo estabas pasando mal.
—Es que lo estoy pasando mal. Para ser exactos, estoy muy jodido. —Repiqueteó con los dedos en el volante, nervioso y enfadado—. Pero desde hace años, no de ahora. ¡Y nadie se daba cuenta!
Supe a qué se refería. Alexia y sus proyectos profesionales. Su deseo de hacer carrera. Ken había tenido que dejar el astillero. Se había instalado en Swansea y, a partir de entonces, había tenido que ocuparse de la prole, que además aumentó.
Yo creía que eso era fantástico. A todo el mundo con quien lo había hablado le parecía fantástico. Muy moderno. Por fin un hombre que practicaba la igualdad de derechos, en vez de limitarse a llenarse la boca con el tema. Un hombre al que no le importaba cambiar pañales, preparar papillas, calentar biberones, recoger juguetes, hacer bocadillos para comer en el colegio y mediar en las peleas infantiles, mientras su mujer ascendía a jefa de redacción y llevaba el dinero a casa.
Además, parecía una gran historia de amor: lo hacía todo por ella, por Alexia, el amor de su vida.
—Es verdad, no nos dimos cuenta de que lo estabas pasando mal —dije—, pero te admirábamos. Nadie que os conozca dirá que es fácil lo que hacías. Eras el hombre con el que sueñan todas las mujeres.
En su cara se dibujó por un momento una sonrisa cínica.
—¿En serio? ¡Pues sigue soñando, Jenna! Yo soy el hombre con el que todas las mujeres «afirman» que sueñan. Pero la verdad es que los hombres como yo no os parecen nada eróticos. Incluso creéis que no son hombres. Necesitáis a alguien que os cubra las espaldas para sentiros realizadas, pero en la cama preferís a un machista que os enseñe quién manda. ¡Así son las cosas en la realidad!
¡Con cuánta amargura lo dijo! Nunca lo había oído hablar así. Siempre era cordial, comprensivo, amable y sencillo. Nunca creí que pudiera tener ideas tan amargas y envenenadas.
Era un extraño. No lo conocía.
—¿Alexia estaba liada con…? —pregunté con cautela.
No me cabía en la cabeza, pero ¿al final resultaría que Alexia dejaba a sus hijos con Ken y al salir del trabajo se enrollaba con otros hombres? ¿Y por qué no me lo había contado nunca?
—No que yo sepa —dijo Ken negando también con un gesto de la cabeza—. No, Alexia tuvo cuatro hijos porque así lo había planeado, luego me cargó el mochuelo y quiso emprender una carrera impresionante. Una carrera que acabó en la dirección de esa revista de salud que no conoce nadie, en la que tenía muchísimo trabajo, un sueldo de pena y la amenaza constante de que la despidieran. ¡Magnífico! Y encima tengo que decir que todos los sacrificios valieron la pena.
—Entiendo que… —respondí, pero Ken me interrumpió bruscamente.
—Tú no entiendes nada. ¡Te has dejado engañar durante años por el maldito espectáculo, como todo el mundo!
Eso no era cierto. Cuando entré a trabajar en Healthcare, me hice una idea de las dificultades. Su carrera profesional no la había llevado hasta donde ella aspiraba. También era obvio que tanto esfuerzo no les compensaba económicamente.
—Sabía muy bien cuánto se esforzaba Alexia —dije—, y lo insatisfecha que estaba y el miedo que tenía.
—Sí, ya —contestó vagamente.
Nunca le había visto una cara tan sombría. Al mismo tiempo, en ella se reflejaba una determinación insospechada. Me vino una idea a la cabeza que, en esa situación, me dio miedo: era un hombre que no tenía nada que perder.
Siempre había creído que Alexia, con todo el estrés y la presión a la que estaba sometida, podía confiar en Ken. El amor y la cohesión de su familia, las atenciones de su marido la compensaban, de eso estaba convencida. Pasara lo que pasase, Ken la apoyaba en todo.
Ken, dispuesto a cualquier sacrificio por ellos.
Intuí y esperé lo que vendría ahora. Ken expondría la rabia y la frustración que lo dominaban. Había abandonado su sueño solo para ver cómo su mujer se dejaba la piel y no conseguía sacar adelante a la familia. Alexia casi nunca estaba en casa, sin que eso repercutiera en el bienestar de su marido y sus hijos, al menos en cuestiones materiales. Además de las cargas del hogar, Ken también se habría desesperado pensando en cómo cubrir las necesidades de los niños y pagar la hipoteca. ¡Y pensar que en Cardigan podía haber vivido sin tantos inconvenientes y manteniendo a la familia!
Se me cayó la venda de los ojos y me pregunté cómo había podido estar tan ciega. ¿Cómo pudimos estar tan ciegos todos los que conocíamos a los Reece? Matthew era amigo de Ken y tampoco se había dado cuenta de nada. Y teníamos que haberlo visto. Ken sería un superhombre si realmente hubiera encajado la situación con naturalidad y buen humor. Se había camuflado adoptando una pose imperturbable, una cordialidad relajada, había interpretado el papel de padre cariñoso y marido fiel. Detrás de la máscara se ocultaba una profunda depresión, que pasaba desapercibida porque su interpretación era realmente convincente.
—Ken —dije alargando la mano y tocándole un momento el brazo—. Ken, lo entiendo, pero…
Me miró. La frialdad de su mirada me asustó.
—Tú no entiendes nada —objetó.
—Pues explícamelo —repliqué.
En vez de contestar, me agarró del brazo con fuerza, abrió la puerta del coche, se bajó y me arrastró con él, sin importarle en absoluto que me diera un golpe con el freno de mano y me hiciera un rasguño en el tobillo, que incluso sangró, con uno de los pedales.
—¡Ken! —gemí.
No me hizo caso. Empezó a subir el último trecho del camino empinado, tirando de mí con una fuerza y una determinación de las que nunca lo creí capaz. Yo no paraba de rogar al cielo. ¿No podía pasar por allí un excursionista? O mejor aún, un grupo entero. Gente que se alarmara al ver a un hombre arrastrando a una mujer contra su voluntad al borde de los acantilados. Maldita sea, ¿no podía venir alguien en mi ayuda? No se veía a nadie por ningún sitio. Unas ovejas nos miraron con cierto interés. Allí no había más que una llanura, rocas, el cielo y el mar.
Y el viento, que casi nos tira.
Había otra cosa que me atormentaba: pensar en Alexia. ¿Qué le había ocurrido? ¿Estaba viva? ¿Y dónde estaban sus hijos?
Ken se detuvo jadeando al borde del acantilado. A sus pies se abría el precipicio. Vi una diminuta playa de arena en forma de media luna a los pies del acantilado. En algunos puntos de la costa había calitas como esa, que desaparecían cuando subía la marea, pero que parecían idílicas y muy acogedoras cuando la marea estaba baja. Había oído decir que eran peligrosas porque el agua las cubría rápidamente y salir de allí ascendiendo por la pared de roca era muy difícil. No podías olvidarte del tiempo ni dormirte en la playa de arena dorada. No sería la primera vez que alguien se ahogaba por subestimar las trampas que tendían el mar y la costa.
—Ahora vamos a bajar —dijo Ken.
Se me cortó la respiración.
—Imposible. No se puede bajar por aquí.
Me miró despectivamente.
—Conozco la zona. ¿Ves eso? Son peldaños. Una escalera. Vamos, por ahí.
Miré hacia donde señalaba con el dedo. Decir que aquello eran «peldaños» o una «escalera» me pareció una temeridad. Pero era verdad que allí la roca no era tan abrupta; descendía con cierta inclinación, y había hendiduras y saledizos naturales que servían de escalones. A Ken, que había vivido allí de niño y seguramente se pasaba el día trepando por las rocas, debía de parecerle una nadería, pero a mí me daba un miedo cerval pensar que tendría que pegarme a la roca como una mosca y bajar con una precisión milimétrica colgada de las manos. Si me despeñaba, caería en la playa y me rompería todos los huesos o me precipitaría en el mar y me estrellaría contra uno de los abundantes peñascos de la costa, en parte sumergidos en el agua y en parte sobresaliendo por encima de las olas. Mientras miraba aterrada la escena, me di cuenta de otra cosa: la marea estaba subiendo. Se veía claramente. La playa era cada vez más pequeña. Las olas que rompían suavemente inundaban ya toda la cala; el agua no tardaría mucho en tragársela entera.
—Ken, ¡la marea! ¡No podemos bajar!
—Ven conmigo —me ordenó.
Me quedé donde estaba.
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Por qué, Ken?
—¡No deberías haber venido hoy a casa! ¿Por qué tienes que meter las narices en los asuntos de los demás, Jenna?
—No pienso bajar —aseguré.
Se me acercó. Nunca, jamás en mi vida habría creído que Ken pudiera ser una amenaza.
—O bajas ahora mismo conmigo —dijo— o te tiro por el borde del acantilado. Elige.
—¿Por qué?
—Baja.
No dudé ni un momento de que cumpliría la amenaza. Apreté los dientes. Inicié el descenso.
Por suerte, llevaba unas zapatillas de deporte con rebajes gruesos en las suelas que no resbalaban. Procuré apretar el cuerpo tanto como pude contra la roca y no mirar abajo, pero tampoco al cielo. Tengo un poco de vértigo, soy incapaz de salir al balcón del ático de un bloque de pisos alto. No apartaba la mirada del trozo de pared de roca que tenía delante de los ojos. Ken me seguía, a veces tan de cerca que le veía los zapatos. Zapatillas de deporte blancas con un ribete azul y cordones azules. Se impacientaba porque iba muy lenta. Se notaba que conocía muy bien el descenso, porque se movía sin problemas, sin titubear, sin palpar antes y sin comprobar cautelosamente la resistencia de las piedras. Pero no podía adelantarme y yo no tenía la menor intención de facilitarle las cosas. Por desgracia, yo tampoco podía subir pasando por su lado. No me quedaba más remedio que descender. Y aunque sabía que la marea estaba subiendo y que la seguridad que parecía ofrecer la cala era engañosa y duraría muy poco, deseé que acabaran de una vez los minutos eternos del descenso. Cualquier cosa sería mejor que la pared de roca.
Finalmente, noté la arena bajo los pies. Arena mojada y cenagosa. No era un suelo muy firme, pero había llegado abajo. No me había despeñado.
Ken bajó de un salto y se puso a mi lado. Apretaba los labios, y alrededor se le había formado una fina línea blanca. Nunca lo había visto tan tenso, tan nervioso y tan fuera de sí y, a pesar de encontrarme en una situación precaria, tuve tiempo de pensar que en todos esos años no solo había estado ciega, sino también sorda y atontada. De lo contrario, habría comprendido que algo tenía que fallar en una persona que siempre parecía equilibrada, tranquila, relajada, prudente y ponderada, siempre cordial y de buen humor. Me habría dado cuenta de que, en realidad, Ken no mostraba ninguna emoción (excepto tal vez en el momento en que nos besamos en su jardín), sino que llevaba una máscara tan aparente que a nadie se le ocurría indagar lo que podía ocultar. Se convivía tan bien con ella que era imposible que le inquietara a alguien.
—Ahora recto —dijo con la nueva voz, que no toleraba réplicas.
Avancé tropezando detrás de él. Las olas nos mojaban los pies y, al retirarse, daba la sensación de que se llevaban consigo la arena, como si quisiera derribarnos. Se oía el bramido de las olas que rompían en los peñascos. A nosotros nos alcanzaban cuando ya estaban calmadas, pero no duraría mucho.
Entonces vi adónde se dirigía. Enfrente había una cueva abierta en la roca, no era muy grande ni muy profunda, más bien una oquedad considerable de las que tanto abundaban en la región. El suelo estaba cubierto de arena, aunque el agua ya lo había alcanzado, y en las paredes se amontonaban unas rocas planas, que sobresalían hacia delante formando una especie de bancos naturales. Ken trepó con la agilidad de un gamo y tiró de mí para que también subiera. La roca estaba seca, solo en las grietas y en los hoyos más profundos había un poco de agua de la marea anterior. No me hice ilusiones: si bien era cierto que se podía trepar hasta el techo, al final la cueva quedaría completamente inundada.
Me acuclillé en la roca, temblando. ¿Qué se proponía Ken? ¿Que nos entregáramos a una muerte atroz por ahogamiento?
Ken tenía una mirada sombría. Cuando le pregunté por Alexia en el valle, cerca del astillero cerrado, no me contestó. Lo intenté de nuevo.
—¿Dónde está Alexia? ¿Qué le has hecho?
Agachó la cabeza.
—Está muerta —dijo.
En cierto modo, me lo imaginaba, pero me conmocionó que lo dijera con tanta indiferencia. Involuntariamente miré por toda la cueva, como si esperara descubrir en algún sitio el cuerpo sin vida de mi amiga, aunque fuera imposible: se lo habría llevado la primera marea y el agua lo habría arrastrado hasta otro punto de la costa.
Aunque daba la impresión de que Ken no apartaba la vista del suelo, se dio cuenta de lo que yo buscaba con la mirada.
—No, no está aquí —dijo, y de repente se echó a reír, una carcajada repulsiva, artificial, enfermiza—. Soy un fracasado, Jenna, un fracasado absoluto. ¡Ni te lo imaginas!
Volvió a reírse y entonces comprendí que estaba en esa maldita cueva con un hombre perturbado.
Y el agua subía.