Llegué a casa de Ken muy temprano, al rayar el alba, por así decir, entre otras cosas porque quería evitar la situación de estar con Garrett en mi apartamento. No me apetecía debatir sobre relaciones amorosas ni tenerlo cerca. Su repentina aparición y tantas flores me desbordaron por completo. Casi me alegré de tener a Ken como excusa y también de poder enviar a Garrett a la policía. Así estaría un rato ocupado. Me ofreció su coche o, mejor dicho, insistió en que lo cogiera. Al final acepté porque vencieron las ansias de comodidad, pero me enfadé conmigo en cuanto emprendí el camino a casa de Ken. Si la noche anterior no hubiera bebido tanto, la cabeza me funcionaría mejor y habría comprendido enseguida que Garrett me prestaba el coche con una intención clara: así no podía irse. La esperanza de volver a mi apartamento y encontrar solo rosas se desvanecía. Seguro que se presentaba a alguna hora en casa de Ken y volvía a pegárseme como una lapa. A no ser que la policía lo retuviera, aunque me parecía bastante improbable.
Intenté hablar con Matthew dos veces, pero me saltó el contestador. Probablemente tenía el móvil pagado, porque era imposible que aún estuviera durmiendo. Quería estar solo.
Hacía unos días que no veía a Ken y me asusté cuando me abrió la puerta. Obviamente, se había enterado de lo que le había ocurrido a Vanessa y, como nos pasaba a todos, se angustiaba y se desesperaba al pensar en Alexia. Parecía terriblemente cansado, desolado, atormentado. Iba despeinado y sin afeitar, y daba la impresión de que no se había cambiado de ropa desde hacía al menos tres días. Y eso significaba que probablemente no había pasado una sola noche en la cama.
Me remordía mucho la conciencia. Desde el descubrimiento del cadáver de Vanessa, me había concentrado totalmente en Matthew, había hecho todo lo posible por darle apoyo y animarlo. Matthew no tenía fuerzas para ir a ver a Ken, pero yo tenía que haberlo hecho. No importa cuándo ni cómo, pero tenía que haberlo ayudado.
—Ah, Jenna —dijo—, eres tú. ¿Quieres pasar?
Entré y le di un abrazo. Él me abrazó tímidamente.
—Ken —le saludé, y eso fue todo.
Nos quedamos un rato en la entrada, abrazados. Luego él se soltó y dio un paso atrás.
—¿Cómo está Matthew? —preguntó.
—Ha ido a despedirse. Al sitio en el que… encontraron a Vanessa.
Ken asintió.
—Es muy valiente.
Había mucho silencio en la casa. Las dos mayores estarían en la escuela, pero ¿dónde estaban los pequeños? Siana ni siquiera iba a la guardería, eso seguro.
—¿Dónde están los niños? —pregunté.
Por la cara que puso, parecía avergonzarse de haber hecho algo reprobable.
—Se los he llevado a mi madre. No quería derrumbarme delante de ellos —dijo, con los hombros caídos. Su lenguaje corporal revelaba el terrible peso con el que cargaba—. He pedido que a los mayores les excusaran de ir a la escuela. A la maestra le pareció bien. Es una situación muy… especial.
—Sí, has hecho muy bien —afirmé, aunque no estaba segura de que fuera cierto. Por eso se lo veía tan descuidado, tan desaseado. Los niños lo fatigaban, pero no tenía que haberlos mandado con su madre. Antes se ocupaba de hacerles la comida y lavarles la ropa, controlar que hicieran los deberes y recoger la cocina. Ahora ya no, ahora carecía de motivos para mantener la apariencia de normalidad, una estructura que funcionara medio bien. No comía, no se duchaba, no dormía.
—¿Sabes una cosa? —dije espontáneamente—. ¿Por qué no sales un poco? No te conviene quedarte encerrado en casa. Anda, vamos a algún sitio, a pasear por la playa. Tengo el día libre.
Me miró con escepticismo.
—¿Y si llama la policía? ¿Y si hay novedades?
—Tienen tu número de móvil. Y también el mío. Pueden localizarte. Pero ¡te volverás loco si te pasas todo el día en casa, pegado al teléfono!
—No tenemos coche —me recordó.
Le enseñé las llaves.
—Sí, tenemos el de Garrett. Ha venido a verme.
—¿Garrett? —Ken se despejó y se animó de repente—. Pero ¿la policía no pensaba que…?
—Está en comisaría. Ha ido voluntariamente a aclarar las cosas. Acaba de llegar de Francia y puede demostrarlo. Ken, te aseguro que no tiene nada que ver con la desaparición de Alexia.
Ken volvió a desinflarse.
—De acuerdo.
—¿Qué, vienes?
—Sí.
Abrió la puerta de la entrada. Estuve tentada de decirle que no estaría mal que antes se duchara y se pusiera ropa limpia, pero pensé que en realidad daba igual. Si lo mandaba arriba a arreglarse, a lo mejor cambiaba de opinión.
—Bien —dije—, vamos.
Salimos de Swansea en dirección oeste. Pensaba en una playa bonita, Langland o la bahía de Caswell. No habría mucho jaleo un miércoles por la mañana. Tendríamos las olas, las gaviotas y el olor a mar para nosotros solos. Pero la idea no debía de ser tan buena como esperaba. Ken estaba sentado a mi lado, apático y absorto en sus pensamientos. Puede que hubiera sido mejor meterlo en la cama, en vez de convencerlo para ir a dar una vuelta.
Cuando ya pensaba que seguiría inmóvil todo el viaje, de repente se incorporó y miró por la ventana.
—¿Te importaría coger la M4? Me gustaría enseñarte una cosa.
—Claro. ¿Adónde quieres ir?
—A Cardigan.
Cardigan. El recuerdo de mi viaje con Matthew me asaltó súbitamente, casi con dolor. ¡Fue tan bonito! Y parecía muy lejano, aunque no habían pasado ni siquiera tres semanas.
—¿A Cardigan? ¡No es que esté aquí mismo!
—Bueno, si tienes tiempo…
—¡Pues claro que sí!
Sin embargo, no era tan sencillo. El coche no era mío y Garrett no me lo había dejado para hacer una excursión tan larga. Si había acabado con la policía, seguramente se pasaría por casa de Ken. Y se encontraría con la puerta cerrada.
Aparté los escrúpulos. Garrett no tenía que haber venido: que se fastidiase ahora. A lo mejor así no volvía a hacerlo.
Llegamos a Cardigan en dos horas. La pequeña ciudad tenía un aspecto muy distinto al del día soleado en que Matthew y yo paseamos por allí y nos tomamos un té helado en una cafetería. Hoy todo era gris. El día parecía otoñal, el viento arreciaba y unas nubes grises y bajas cruzaban el cielo. Pensé en Matthew, que en esos momentos estaría en el sitio en el que su mujer había sufrido una muerte atroz. Me pregunté si no tendría que haber insistido en acompañarlo. Allí, en Cardigan, al lado de Ken, me encontré de repente fuera de lugar. Pero me controlé. Ken no estaba nada bien y él también me importaba. Era el marido de mi mejor amiga. Tenía la obligación de preocuparme por él.
Cruzamos la ciudad y bajamos a un valle por una carretera estrecha y llena de curvas. El río que pasaba por Cardigan se unía allí con un extenso brazo de mar que entraba en tierra. Ken estaba muy emocionado. Nada en él recordaba al hombre sumido en la desolación que había ido a mi lado todo el camino.
—Ve más despacio —me pidió, y luego dijo—: Ahí. Ahí tienes que girar a la izquierda.
Doblé por un camino rural sin asfaltar. Desembocaba en el mar. Al final del camino divisé un cobertizo muy largo, más bien una especie de almacén de madera maciza. Al lado había una casita.
—¿Un astillero? —pregunté.
—Para —dijo Ken. Bajó del coche tan pronto como frené y respiró hondo, como si quisiera impregnarse de todo lo que veía.
—Un astillero —confirmó—. Mi astillero.
Yo también bajé del coche.
—Ah, vale. —Había comprendido—. ¡Estaba aquí!
—Sí. Yo vivía aquí. Trabajaba aquí.
Conocía el lugar por las cartas que me mandaba Alexia. El gran cobertizo en el que construían veleros. La casita al lado, con habitaciones de techo bajo, una cocina vieja y un cuarto de baño tan pequeño que uno salía de allí cubierto de moratones porque chocaba con todo. Las vistas al mar, donde los hombres probaban los veleros. El sendero que subía a Cardigan, hacia el colmado en el que Alexia solía comprar. Fueron cuatro años. Al principio de esos cuatro años, las cartas rebosaban entusiasmo. Luego poco a poco se volvieron cada vez más melancólicas. Me acordé de las maravillas que contaba del paisaje, de que salía a correr por la bahía todas las mañanas nada más levantarse de la cama y de los brazos de su atractivo, fuerte y fascinante armador. Pero la soledad empezó a oprimirla en algún momento. Ya no salía a correr por la mañana, sino que se quedaba en la cama, tapada hasta la cabeza. No soportaba tener que llevarles café a los hombres. Aborrecía la vista del mar y esperar a que Ken volviera a casa. No podía con el olor a madera y a cola ni con las salpicaduras de pintura en las camisas de su marido. Se subía por las paredes, desesperada, cuando él iniciaba un nuevo proyecto de construcción. Se tapaba los oídos cuando las gaviotas chillaban.
Conocía la historia que había llevado a los Reece a Swansea y a Alexia al puesto de redactora jefe de la revista Healthcare. Pero fue en ese momento cuando comprendí la tragedia: allí, un día gris en un astillero sin vida y con un mar agitado, viendo una pena inmensa en los ojos de Ken. Comprendí que Alexia no hubiera aguantado un quinto año bajo ninguna circunstancia, pero también comprendí que a Ken se le había roto el corazón al hacer caso de sus ruegos y abandonar el único lugar del mundo en el que quería vivir. Al abandonar la profesión para la que había nacido.
Nos acercamos al cobertizo. Ken sacudió la puerta, pero estaba cerrada con llave. Intentó mirar dentro por una ventana, pero no vio nada a través de los cristales empañados.
—¿Y tu amigo? —pregunté discretamente—. Trabajabas con un amigo y él se hizo cargo de todo cuando te fuiste, ¿verdad? ¿Ya no dirige el astillero?
—Quebraron —contestó Ken—, hará uno o dos años. Ni idea de si vendió el terreno o sigue siendo suyo. Por lo que sé, ahora vive en Londres y trabaja de ingeniero en una naviera.
—¿Por qué no hiciste lo mismo tú? Seguro que habrías encontrado trabajo de esa categoría en Swansea, ¿no?
Ken negó con un gesto de la cabeza.
—No era lo que yo quería. Además, luego tuvimos dos hijos más… Y había que organizarse de alguna manera. Alexia no podía hacerse cargo y tuve que reemplazarla. No era el momento de pensar en mis propios planes ni en mis posibilidades.
Paseamos lentamente hacia el mar. Ken se agachó, cogió un guijarro y lo tiró al agua, agitada por el viento. Las olas rompían más abajo contra una roca cubierta de cieno.
—¿Has tenido algún sueño en la vida? —preguntó Ken—. Me refiero a un sueño que querías que se hiciera realidad a toda costa, que pensaras que sería tu única oportunidad de ser feliz.
Supe que se refería al sueño de construir barcos. Mis sueños eran diferentes, mucho más inestables, menos constantes.
—Soñaba con muchas cosas —dije—. Quería ser una actriz famosa. Una gran cantante. Quería recorrer el mundo haciendo autoestop. Creo que, en el fondo, lo único que quería era alejarme de mi madre, huir de su mal humor constante, de su rigidez, del provincianismo. Tal vez por eso nunca he hecho nada de provecho. —Absorta, miré más allá de la otra orilla, a una estrecha franja de arena, detrás de la que se elevaba un promontorio cubierto de hierba—. Me refiero a que quizá fui incapaz de acariciar un verdadero sueño o de marcarme objetivos porque solo intentaba alejarme de mi madre todo lo posible.
Me miró.
—Tuvo que ser triste.
—Sí, bueno. —Me encogí de hombros. No quería ponerme sentimental a ningún precio—. Cuando mi abuela aún vivía, hablamos varias veces de mis planes. Ella quería que hiciera algo de provecho, que estudiara una carrera, que no dependiera de nadie. Últimamente la recuerdo a menudo. Por eso estoy pensando en matricularme en la universidad. A ella le habría gustado. Y sus opiniones solían ser acertadas.
—Una buena idea —dijo Ken—. Me refiero a lo de ir a la universidad.
Nos quedamos callados. Ken volvió a coger piedras y a tirarlas al agua. Yo pensaba en mi abuela. En lo importante que había sido para mí y en lo mucho que le debía porque, gracias a ella, no todos los recuerdos de mi infancia eran tristes.
Habría sido un momento perfecto para no pensar al menos durante media hora en los terribles sucesos de las últimas semanas, para estar allí, a orillas del mar con Ken, concediéndole un respiro al agotamiento. Pensando en la abuela y en nada más. Pero, por algún motivo, no lo conseguí. Me embargaba una inquietud creciente. Había algo que no encajaba, pero no había manera de saber lo que era. Desde que había mencionado a mi abuela, me bailaba algo por la cabeza, pero era tan vago que no lo captaba. Algo no cuadraba, pero me pregunté qué tendría que ver con mi abuela, que descansaba bajo tierra desde hacía dieciséis años. O con la desaparición de Alexia, puesto que estaba con Ken en el astillero abandonado.
—Es hora de volver —dijo Ken—. Supongo que Garrett necesitará el coche.
Garrett estaría echando espuma por la boca. Pero no me importaba. Seguía pensando y pensando qué…
—¡La abuela! —dije.
Ken me miró sorprendido.
—¿Qué?
No conocía a la familia de Ken, por eso no había caído en la cuenta enseguida. Pero acababa de recordarlo. Un día de abril. En la redacción. A primera hora de la mañana. Alexia, nerviosa y tensa, me dijo que la niñera se había despedido. Parecía muy hundida. «Y no tenemos abuelas a las que pedir ayuda.»
Sabía que la madre de Alexia había muerto hacía años. Pero, de la manera que lo dijo, se sobreentendía que la madre de Ken tampoco estaba viva.
«Y no tenemos abuelas a las que pedir ayuda…»
Tragué saliva.
Ken no había dejado a los niños con su madre.
Enseguida se aclararía todo. Seguro que había sido un malentendido. Pero entonces ¿por qué presentía un peligro con todos mis sentidos? ¿Por qué el nudo que se me había hecho en la garganta aumentaba de tamaño a cada instante que pasaba?
—Ken, ¿dónde están los niños? —pregunté esforzándome por no dar la impresión de que insinuaba algo—. Tu madre está muerta. ¿Dónde están los niños?
Siguió mirándome. Una sombra se deslizó por su cara, se posó en su semblante, se lo ensombreció, se lo volvió hermético. Sin que dijera nada, supe que no iba a contestarme.
Atenazada por un espanto repentino, le hice la otra pregunta inevitable:
—Ken, ¿dónde está Alexia?