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Garrett bajó del taxi, cerró la puerta dando un portazo y le entró tanta mala uva que se quedó parado un momento en la acera, intentando tranquilizarse. ¡Y pensar que podría estar en la soleada Provenza, desayunando en una pequeña cafetería, saboreando un cruasán y contemplando la vida y el ajetreo…! En cambio estaba en una calle de Swansea, en un día típico inglés, frío, gris y con viento, y acababa de aguantar más de una hora de interrogatorio. Solo por ser un sentimental y haber ido a ver a Jenna por su cumpleaños. ¡Y encima a ella no le había hecho ninguna ilusión! No fueron a cenar a un buen restaurante ni salieron a bailar. Y ni hablar de acostarse con ella como había pensado. La noche anterior, Jenna se tomó varias tazas de café cargado y unas cuantas aspirinas para recuperarse, y al final pudo contarle lo que le había pasado. Y por qué era posible que él estuviera involucrado en el suceso y que la policía lo buscara. Absurdo. Menuda idiotez. Y todo porque Jenna se había liado con el tal Matthew Willard, un hombre casado con una mujer a la que habían secuestrado hacía unos tres años. Por lo visto, eso no traía más que problemas.

Se acostó en el sofá, pero no pegó ojo, y por la mañana decidió ir a la policía a aclarar las cosas nada más levantarse. Hacía unas tres semanas, le apeteció ir a la Provenza y, como tenía por costumbre, siguió sus deseos sin decírselo a nadie. Pasaba de avisar tanto si iba como si se marchaba. Además, ya tenía intención de dejar la agencia en la que trabajaba.

Habló con la policía que dirigía la investigación, una tal inspectora Morgan. Se sorprendió mucho al verlo aparecer sin más, y a primera hora de la mañana. Tenía ojeras y parecía angustiada, y no paró de hablar por teléfono mientras duró el interrogatorio. Se notaba que el caso le crispaba los nervios. Bueno, Garrett se los relajaría un poco.

Por suerte, todavía tenía los billetes. Había viajado al continente en transbordador y había vuelto del mismo modo, y tenía los recibos en la cartera. También llevaba unos cuantos euros que aún no había podido cambiar por libras. Además, encontró varios recibos de peajes de autopistas francesas que demostraban que había estado en Francia. Por si a esa policía pálida no la convencía el bronceado perfecto que lucía. Uno no se ponía así en Inglaterra, al menos en un verano normal y corriente como el que estaba haciendo. El suyo era un bronceado del Mediterráneo y, además, señalaba una larga estancia en sus costas.

Le daba la impresión de que ya casi no sospechaba de él. Lo había acribillado a preguntas, seguramente para formarse una imagen de su carácter. ¿Era de esa clase de hombres que se ponían furiosos porque su ex pareja salía con otro? Garrett se dio cuenta de que no lo tenía claro. El asunto entre Jenna y el tal Willard no le olía muy bien, pero no por eso se le cruzaban los cables. ¿Insinuaba que había querido atacar a Jenna y había asaltado a Alexia por error? ¡Esa versión casi ofendía a su inteligencia!

Le preguntó si conocía a Alexia.

Mientras miraba cómo se iba el taxi que lo había devuelto a casa de Jenna, pensó en ella. En Alexia Reece. La conocía muy poco, solo por lo que le había contado Jenna y porque, hacía unos años, cenaron una vez juntos: Alexia y Ken fueron a Brighton a hacerles una visita. Alexia estaba embarazada de su tercer hijo y faltaba tan poco para el parto que él pensó que no había derecho a que se presentara en casa de otros en ese estado. Toda la noche temió que tuviera contracciones y pariera en la alfombra de la sala de estar. Ken se ocupaba de los dos hijos que tenían y parecía radiante de felicidad. Era uno de esos padres modernos que a él siempre le daban la sensación de que, después de nacer sus hijos, se mutaban en supermadres. Observando cómo se les humedecían los ojos al mirar a sus retoños, casi se podía pensar que les gustaría darles de mamar. Ken era un ejemplar magnífico de esa especie. Y Alexia…

La noche antes se lo había dicho a Jenna y esa mañana se lo repitió a la inspectora Morgan. Estaba convencido de que Alexia no había sido víctima de un crimen. Se le habían fundido los plomos y se había bajado del carro. Había montado un escenario que llevaría a todo el mundo hacia una pista falsa y se había largado.

Curiosamente, la noche que cenaron juntos en Brighton pensó que a esa mujer algún día se le cruzarían los cables. Fue la impresión que le causó. Alexia vivía al límite, como una vela encendida por los dos extremos. En esa época aún no trabajaba en Healthcare, sino en una revista del corazón, pero ya se había propuesto llegar a ser jefa de redacción algún día. Le vio enseguida el fanatismo, la dependencia absoluta del éxito, la carrera, el ascenso. Era una mujer fuerte y resuelta, pero le faltaba una cualidad decisiva: no sabía encajar los fracasos. Mientras pudiera ascender, todo iría bien. Pero si tenía que bajar en el escalafón, algo inevitable en cualquier trayectoria profesional, correría el riesgo de colapsarse. Cuando se enteró de que prácticamente tenía un pie fuera de Healthcare, de que hacía meses que la machacaban y que el despido solo era cuestión de tiempo, se reafirmó en su teoría.

—¡No habría dejado a sus cuatro hijos en la estacada! —le dijo Jenna cuando se lo comentó, y él se limitó a esbozar una sonrisa cansada.

En cuestiones de psicología, él estaba más versado. No negaba que Alexia quisiera a sus hijos, pero consideraba que también tenían algo que ver con su ambición: mujer de carrera y una madre diez. Y para eso no bastaba con uno o dos hijos, no, tenía que traer cuatro al mundo. No solo progresaba profesionalmente, sino que además aportaba su granito de arena para contrarrestar el preocupante descenso de la natalidad en la sociedad. Y con eso se engañaba un poco a sí misma. También se lo había comentado a Jenna, que había reaccionado bastante enfadada.

—¿Por qué se engañaba?

—Por Dios, Jenna, ¿no lo ves? Ha llegado a jefa de redacción, ¿y qué? En una revista prescindible que pierde ventas constantemente. Un trabajo mal pagado, pero ella se deja la piel y, desde hace un tiempo, se lo recompensan con la amenaza de echarla. ¿A eso lo llamas tú hacer carrera? Y los cuatro niños salen adelante porque su marido se encarga de esa tarea. Ella no tiene ni tiempo ni fuerzas para ocuparse de su prole. Me apuesto lo que sea a que hace mucho que no tienen una vida familiar normal. Los niños ni se darán cuenta de que su madre ha desaparecido, ¡porque antes casi nunca la veían!

Jenna abrió la boca, pero volvió a cerrarla enseguida. No se le ocurrió ningún argumento para contradecirlo.

—Quizá se le encendió de repente la bombilla —añadió— y por eso perdió los nervios. Reconoció que su vida era una farsa. Y estalló.

A la inspectora Morgan le parecieron unas declaraciones interesantes, se lo notó. Por lo visto, era el primero que hablaba claro. Hasta entonces, nadie había querido expresar que algo fallaba en Alexia. Preferían aferrarse a la versión de que la habían asaltado y secuestrado.

¿Y qué hacía él ahora? Jenna había ido a ver a Ken también a primera hora de la mañana para ayudarlo, y él le había prestado el coche. Por eso ahora estaba allí colgado, cuando lo que realmente quería era irse. El viaje a Swansea había sido un fiasco. Jenna no lo había recibido con los brazos abiertos y, encima, había tenido que presentarse en comisaría. Se había gastado un dineral en rosas y, total, para nada. Se vio como a un idiota allí plantado, y ese papel lo disgustaba mucho.

Jenna le había dado una copia de las llaves para que pudiera entrar en su apartamento. Subió, metió sus cosas en la bolsa de viaje y se preparó para marcharse. Morgan le había pedido que no saliera de Swansea, pero ya podía meterse la petición donde le cupiera. Tenía su dirección en Brighton, con eso bastaría.

El apartamento estaba inundado de rosas, el aroma era embriagador. No había jarrón, vaso o jarra que no estuvieran llenos de flores. Garrett contempló el mar de flores con una nostalgia desconocida. No estaba seguro de si realmente había amado a Jenna (a decir verdad, no estaba seguro de que fuera capaz de amar), pero le gustaba vivir con ella. La encontraba sumamente atractiva y lo excitaba mucho sexualmente. Cuando se fue, respiró tranquilo porque por fin se acababan las discusiones y las escenas, que antes se repetían constantemente, pero no dudó ni por un momento de que volvería. Le daría un respiro, luego chasquearía los dedos y empezarían de nuevo. Evidentemente, contaba con la posibilidad de que, entretanto, hubiera otros hombres; Jenna era demasiado guapa para ir por el mundo sin que nadie la mirara, pero dio por supuesto que dejaría a quien fuera cuando apareciera él en el horizonte.

Las cosas no habían ido así. La había perdido, independientemente de si su relación con Willard acababa siendo estable o quedaba en nada. La noche anterior había conocido a otra Jenna. Una Jenna que iba hacia delante. Que nunca volvería atrás.

Le había dado la dirección de Ken y Alexia por si quería pasarse. Decidió pedir un taxi para ir a recoger su coche y emprender de inmediato el camino de vuelta a Brighton. Era importante para su autoestima no quedarse más tiempo sin hacer nada en Swansea, solo dando la impresión de que esperaba un gesto caritativo de cariño por parte de su ex pareja. Marcharse como un perdedor era un trago amargo, pero al menos quería ser un perdedor digno. Y eso significaba emprender la retirada con la cabeza bien alta.

Media hora más tarde estaba delante de la casa de Alexia. Observó la zona con la nariz arrugada, le pareció mísera y provinciana. Si una mujer de carrera como Alexia solo podía permitirse esa casita en ese barrio, aún le extrañaba menos que hubiera abandonado. Tenía que creer que había fracasado estrepitosamente: un fracaso como profesional y un fracaso como madre. Quizá los niños llamaban «mamá» a la mujer de la limpieza en vez de a su verdadera madre. De todos modos, dudó que las cosas hubieran llegado tan lejos.

Echó un vistazo y no vio su coche por ningún lado. Supuso que Jenna y Ken se habían marchado a algún sitio. Confió en que solo hubieran ido a hacer un par de recados y que volverían pronto. Así y todo, pegó la oreja a la puerta por si oía algo, pero no percibió el menor movimiento. Como no tenía ganas de quedarse plantado delante de la casa como si fuera una maleta que se han olvidado, buscó la manera de acceder al jardín y descubrió la galería que daba a la cocina y que, como siempre, no estaba cerrada. Fue a parar a una terraza desordenada, llena de trastos: juguetes, herramientas de jardín y macetas de barro con plantas secas que no se sabía qué eran. Por lo menos había una mesa y unas sillas. Miró con asco los cojines estampados con flores, en los que había restos de comida pegados a lo largo de años. Por lo visto, los niños eran incapaces de llevarse la cuchara a la boca sin que se les cayera la mitad. Sabía que Jenna quería tener hijos, ese había sido uno de sus numerosos temas de discusión. Viendo la terraza de la familia Reece, comprendió de nuevo por qué se había opuesto con tanta vehemencia a ese deseo.

Quitó un cojín de una silla, se sentó y se puso cómodo. Hacía fresco, pero la terraza estaba protegida del viento y él llevaba un jersey grueso. Aguantaría allí fuera. No le habría ido mal una taza de café, pero no se podía tener todo en la vida.

Esperó.