Tenía un plan para esa noche. Era arriesgado, pero en su situación no había ninguna salida que no fuera arriesgada. En las horas interminables que pasó en la cocina de Harry, barajó todas las posibilidades y comprendió que solo tenía una, salir de Inglaterra. La policía había puesto en marcha todos los dispositivos de búsqueda para dar con él por el caso de Vanessa Willard, evidentemente, y también por el de Alexia Reece. Sospechaban que estaba implicado en su desaparición y, ahora que sabían lo que le había hecho a Vanessa, se lanzarían a una carrera contrarreloj para solucionar el caso. Estaba convencido de que su fotografía había salido en todos los periódicos y que la orden de busca y captura seguramente se había transmitido por televisión en todo el país. A mediodía sacó el periódico del cubo de la basura y lo hojeó; vio su fotografía en la segunda página. En el pie de foto lo describían como «muy peligroso» y «sin escrúpulos».
Leyó el artículo y no entendió nada de lo que había pasado. Decían que dos mujeres habían encontrado el cadáver de Vanessa Willard en una caja cerrada con tornillos, escondida en una cueva en el parque nacional de Pembrokeshire. Qué raro. Hacía casi una semana que Nora había informado a la policía, ¿no? Estaba convencido de que la policía había iniciado enseguida la búsqueda de Vanessa y la había encontrado. ¿Por qué ahora decían que habían entrado dos mujeres en la cueva ese fin de semana? Perdió casi una hora entera pensando en esa incongruencia, hasta que lo dejó por imposible. Además, era irrelevante. En esos momentos tenía otros problemas.
En el fondo le habría gustado quedarse en esa casa porque se sentía bastante seguro. Nadie sospechaba que pudiera estar allí. En una situación peligrosa, a veces lo más inteligente era no moverse y esperar a que las circunstancias cambiaran o, por lo menos, fueran más favorables. Podía resistir ahí bastante tiempo, siempre y cuando mantuviera a los dos rehenes bajo control. El congelador del frigorífico estaba lleno y había un montón de latas de comida precocinada en un estante. No era de esperar que se presentaran visitas. Subió al cuarto de Harry, en el que tenía la mesa de despacho, y echó un vistazo a la agenda. Nada, nadie en toda la semana, y ninguna anotación para la siguiente. Para ese martes había anotado una «V.» seguida de «10 h». Por lo demás, el vacío más absoluto.
Esa «V.», de Vivian, era un peligro. Alguien la echaría de menos. Por suerte, no le había dicho a nadie del trabajo que iba a ir a ver a Harry. Al menos, eso había explicado. Pero también tenía una vida privada. Sabía por Nora que Vivian no era muy constante en las relaciones con los hombres, pero que desde hacía unas semanas vivía con su novio. Seguro que pronto le extrañaría no verla.
En el escritorio encontró también el pasaporte de Harry, y de ahí surgió la idea que se transformaría lentamente en un plan. Si quería salir del país, necesitaba papeles y una nueva identidad. No podía dejarse ver en la frontera como Ryan Lee, pero todo sería distinto si era Harry Vince.
Bajó con el pasaporte a la cocina y examinó la fotografía. Harry llevaba barba y el pelo muy corto. Era un año más joven y, por lo tanto, casi de la misma edad. Eso no presentaba dificultades. No se parecían en nada, un hecho que Ryan habría celebrado en otras circunstancias. Pero, por otro lado, la fotografía era bastante antigua; el pasaporte caducaba a finales de año. El verdadero Harry había cambiado bastante en ese tiempo. Pero ¿se tragarían que él, Ryan, era el hombre de la foto? De todos modos, tenía que hacer algo con su aspecto puesto que lo buscaban por todas partes. ¿Y si se cortaba el pelo y se dejaba crecer la barba? Eso implicaría que no tendría que huir precipitadamente. Podía dejar pasar un par de días y ocuparse de cambiar su aspecto con calma. Saldría de Inglaterra por el Eurotúnel, esa le parecía la opción más segura. Los controles en el aeropuerto eran más arriesgados y, si se iba en barco, tendría que mezclarse con los demás pasajeros, y no era muy aconsejable. En el tren que circulaba por debajo del mar podía quedarse en su coche, el de Harry, claro, muy apropiado para ese objetivo. A mediados de los noventa había hecho ese trayecto a Francia con su madre, para pasar las vacaciones en la costa atlántica, por eso lo sabía. Recordaba la gran afluencia de viajeros para subir a los trenes; el control de pasaportes no era muy estricto.
El viaje costaba un dineral, pero lo sacaría de la herencia de Harry. Dudaba mucho de que no le diera el número secreto para acceder a su cuenta si lo presionaba un poco. Puesto que no quería que sus dos rehenes murieran —por el amor de Dios, ¡el drama no podía repetirse!—, tan pronto como llegara al otro lado del túnel, a Calais, informaría a la policía mediante una llamada anónima, les daría la dirección de Harry y les diría que había dos personas esperando que las liberaran. A partir de entonces el pasaporte de Harry no le serviría de nada, claro. Y también tendría que deshacerse del coche. No sabía lo que haría después, pero confiaba en que algo se le ocurriría. Sería un fugitivo por partida doble: la policía lo perseguiría, puesto que avisarían a la Interpol, y también los hombres de Damon. Si se paraba a pensarlo, notaba un hormigueo en el estómago, así que apartó la idea de su mente. Tenía que mantener la calma.
El móvil de Vivian, que seguía en su bolso, en la escalera, sonó varias veces por la tarde. Ryan se guardó mucho de contestar, pero después oyó los mensajes para cerciorarse de si alguien sabía dónde estaba la mujer. Por lo visto, en eso tuvo suerte. La primera llamada era de una peluquería de Pembroke, en la que se extrañaban de que no hubiera ido, porque tenía hora. Luego, dos mensajes de un tal Adrian. Supuso que era su novio. Adrian no entendía que no lo hubiera llamado todavía, como tenía por costumbre, y preguntaba, bromeando, si estaba tan extasiada haciendo compras que se había olvidado del resto del mundo. En el segundo mensaje se le notaba bastante impaciente y también nervioso: «Maldita sea, Vivian, ¿dónde te has metido? No has ido a la peluquería, acabo de llamar y me lo han dicho. Y en el trabajo tampoco saben qué planes tenías. Haz el favor de llamarme, ¿vale?».
De acuerdo, Adrian no sabía nada, y eso estaba bien, pero parecía muy inquieto y esa misma noche o a la mañana siguiente como muy tarde removería cielo y tierra buscándola y quizá encontrara a alguien que supiera que había ido a ver a Harry. Al final, incluso acudiría a la policía. Espió la calle por la ventana de la cocina. El coche de Vivian estaba aparcado justo delante de la casa. Lo mejor sería cambiarlo de sitio, aparcarlo lejos de allí, pero luego tendría que volver a pie por la urbanización, y no quería. Seguro que todos habían visto su foto en el periódico de la mañana. Se dio cuenta de que la casa de Harry no era el castillo seguro que creía. No podía precipitarse, pero tampoco podía perder el tiempo. Y tenía que pensar en todo: por ejemplo, los mensajes en el móvil de Vivian le daban una valiosa información sobre cómo estaban las cosas, pero tenía que apagarlo antes de irse a dormir para que no localizaran su paradero. Como no le revelaría la contraseña, no podría volver a activarlo, y por eso tenía que retrasar al máximo el momento de desprenderse de esa fuente de información. No obstante, no podía alargarlo mucho.
A última hora de la tarde fue a ver a sus rehenes. El cuarto estaba a oscuras. Encendió la luz y los dos parpadearon. Harry había recobrado el conocimiento y emitía sonidos ahogados a causa de la mordaza. Tenía los pantalones mojados. A Ryan no se le había ocurrido pensar que ellos también tenían que ir al lavabo. Dudó un momento, pero al final decidió que, desgraciadamente, en el caso de Harry no había más remedio. Sentarlo en un cubo y después tener que vaciarlo le daba muchísimo asco, y desatarlo para poder llevarlo al cuarto de baño, que estaba en el piso de arriba, le parecía arriesgado. Era muy delgado, pero tenía unos brazos fuertes, brazos de fisioterapeuta que se pasa el día masajeando cuerpos y amasando musculaturas. Aunque no estuviera muy en forma por falta de pacientes, seguro que no había perdido tanta fuerza como para no ser un peligro.
Vivian no le preocupaba mucho. Ejercía la misma profesión que Harry, pero era una mujer. Suponía que, llegado el caso, podría con ella.
Vivian también intentaba hacerse entender desesperadamente con la mordaza puesta, por eso movía los ojos de un lado a otro. Ryan se le acercó, le arrancó el esparadrapo y le quitó el calcetín de la boca.
—Agua —musitó—. Por Dios, ¡agua!
Ryan fue a la cocina, volvió con una botella de agua mineral y se la puso en la boca. Bebió como si le fuera la vida en ello. Al acabar, dijo:
—Tengo que ir al lavabo. Es muy urgente, ¡por favor!
—Si me creas problemas, será la última vez —la advirtió—. Dejaré que te lo hagas encima como Harry. ¿Entendido?
Por la cara que puso, parecía totalmente intimidada.
—Sí, entendido.
La desató de la estantería, le desanudó las ataduras de los tobillos y la ayudó a levantarse. Apenas pudo sostenerse en pie hasta al cabo de dos minutos. La articulación lesionada se le había hinchado aún más, la tenía mucho peor que por la mañana. Cuando por fin se vio en condiciones de salir cojeando del cuarto a cámara lenta, Ryan supo que no lo pondría en peligro. Le dolía el pie y le costaba moverse.
Una vez arriba, comprendió que Ryan no pensaba dejarla sola en el cuarto de baño y perdió los nervios.
—No puedo ir al lavabo si hay alguien —dijo con espanto.
Ryan se mostró inflexible. La puerta del cuarto de baño tenía cerrojo por dentro y una ventana que daba a la calle. No podía descartar la posibilidad de que Vivian aprovechara la ocasión para saltar al tejadillo que había encima de la puerta de la entrada o de que se asomara y se pusiera a gritar en todas direcciones.
Se echó a llorar y suplicó, pero al final entendió que no había nada que hacer. Se sentó sollozando en la taza mientras Ryan la esperaba a unos pasos de distancia, aunque medio de espaldas para que no creyera que la miraba. Vivian actuó como si a él le deparara un placer perverso observar a una mujer medio desnuda mientras orinaba, cuando en realidad Ryan podía imaginarse cosas mucho mejores y ella lo dejaba más que frío. Lo único que le inspiraba esa mujer era rechazo, y las cosas no cambiarían.
Vivian acabó por fin y volvió a bajar despacio. No dejaba de llorar.
—¿Por qué? —preguntó en las escaleras—. ¿Por qué me haces esto?
—No te estoy haciendo nada —dijo Ryan— y no te va a pasar nada. Me largaré y, cuando esté a salvo, llamaré a la policía. Vendrán a buscaros enseguida.
No podía dejar de llorar.
—Me duele mucho el pie.
—No tiene buen aspecto —reconoció Ryan—, pero de momento no puedo hacer nada para remediarlo.
—¡Ojalá no hubiera venido a ver a Harry! No se puede ser buena. Solo porque sé que no viene nadie… Quería hacerle un favor…
—Todo acabará bien para ti.
Lo miró mientras notaba los ojos húmedos por las lágrimas.
—Mataste a esa mujer. Willard o como se llamara.
—No quería hacerlo. Las cosas… se me fueron de las manos.
—¿Y la otra? ¿Esa a la que buscan como locos? La periodista.
Ryan negó con la cabeza con contundencia.
—No. No la conozco y no tengo ni idea de qué ha podido pasarle. Alguien ha copiado la situación.
Vio la duda en sus ojos. La misma duda que había visto en los de Nora.
—Te lo juro —dijo con vehemencia, y al mismo tiempo se enfadó. ¿Qué falta le hacía justificarse ante aquella mujer? ¿Proclamar su inocencia, jurarla? No lo creería de todos modos.
Llegaron a la consulta. Harry levantó la cabeza y empezó a emitir unos terribles sonidos guturales.
—Necesita beber algo —dijo Vivian, y se miró el pie—. ¿Tienes que atarme? ¡Va muy mal para la articulación!
—Lo siento, pero tengo que asegurarme.
Vivian asintió con la cabeza. Echó un vistazo a la habitación.
—¿Y no podría tumbarme al menos en la camilla? Así podría estirar la pierna y tendría el pie en alto.
Ryan examinó la camilla. En un extremo había una especie de añadido para apoyar el pie lesionado. Pensó si la petición de Vivian no sería un truco, pero consideró que era imposible que le tendiera una trampa.
—De acuerdo —accedió.
Volvió a darle de beber un poco y luego Vivian se subió por propia voluntad a la camilla. Le ató bien los brazos y las piernas. No podría moverse sin ayuda. Vivian se echó a llorar de nuevo al verlo con la mordaza.
—¡No, por favor! ¡Por favor! ¡No, por favor!
Le dio lástima, pero ¿qué podía hacer? Estaban en una casa adosada. Si se ponía a gritar, los vecinos la oirían y él tendría un problema. Le metió el calcetín en la boca y pegó encima un trozo de esparadrapo. Luego se dirigió a Harry. Le quitó la mordaza y le dio de beber. El pobre estaba acabado. Temblaba de miedo, sudaba y respiraba entrecortadamente.
—Ryan, ¡yo no te he hecho nada! Al contrario, soy tu amigo, quería ayudarte. Suéltame, por favor. Te prometo que…
Ryan volvió a embutirle el calcetín en la boca. Aborrecía las lamentaciones. Harry era un quejica. No llegaría a nada en la vida, y en cierto modo le estaba bien empleado.
«¡Como si tú hubieras llegado a algo!», pensó Ryan, cansado.
Dejó solos a los rehenes. En la cocina abrió una lata de albóndigas con salsa picante y las puso a calentar. Se las comió sentado a la pequeña mesa y se bebió una cerveza. Tenía mala conciencia, pero no se vio capaz de volver a la consulta para llevar comida a Vivian y a Harry y aguantar sus lágrimas, sus lamentos y sus falsas promesas. Un día sin comer no los mataría. Les daría algo para desayunar a la mañana siguiente. Eso estaba claro. No era un sádico. Pero la situación le parecía amenazadora y terrible.
Pasó las últimas horas de la tarde en el cuarto de baño. Tenía el pelo ondulado y descuidado; se lo cortó al uno con la maquinilla de afeitar de Harry. Asombrado, comprobó que su aspecto cambiaba mucho más de lo que esperaba. Si además se imaginaba con barba de tres días… Se probó unas cuantas prendas de ropa de Harry, unos pantalones de pinzas a cuadros y un polo de color azul cobalto. Le venían bastante estrechos porque el propietario era muy delgado; sobre todo la camiseta, que le quedaba muy tirante en los hombros, aunque podría pasar por un rato. Pensó que parecía otra persona y que no podrían identificarlo fácilmente a partir de las fotografías de busca y captura que se habían publicado. No obstante, le aterraba el momento de salir a la calle. No se hacía ilusiones: se trataba de una empresa peligrosísima y la probabilidad de que lo atraparan era mucho mayor que la de librarse.
Sin embargo, no tenía elección.
Antes de irse a la cama, fue a ver cómo estaban los rehenes. Había mucha tranquilidad en el cuarto de la consulta y parecían dormidos. Lo mejor que podían hacer. Oyó por última vez los mensajes del móvil de Vivian para averiguar si Adrian o quien fuera ya apuntaba hacia Morriston. Adrian había dejado cinco mensajes, cada vez hablando con más inquietud, miedo y preocupación. Pero era evidente que seguía sin tener ni idea de que había ido a ver a Harry, y eso que seguramente había llamado a los amigos que tenían en común. Así pues, era verdad que se lo había guardado rigurosamente para ella sola. Probablemente le daba vergüenza ir a visitar a alguien con tan poca gracia, y ahora eso redundaba en su favor. Bueno, por fin algo de suerte.
Apagó el móvil y extrajo con cuidado la tarjeta SIM y la batería. Un peligro menos.
Poco antes de las once se retiró a la supuesta sala de estar y se tumbó en el sofá cama. Estaba agotado, casi destrozado, pero la adrenalina le hervía por todo el cuerpo. No paraba de incorporarse, aguzaba el oído para comprobar si los rehenes se movían, aguzaba el oído para comprobar si en la calle pasaba algo inquietante. ¿Había una unidad armada avanzando cuerpo a tierra hacia la casa? ¿Hombres vestidos de negro con armas automáticas en posición de tiro?
Tonterías. Nadie sabía que estaba allí. Nadie sabía que Vivian estaba allí. Nadie sospechaba que Harry estaba en apuros. Tenía que dormir. Tenía que procurar mantener los nervios templados. Tenía mucho que hacer los próximos dos o tres días, y necesitaba toda la energía. Ya eran casi las doce y media cuando consiguió calmarse hasta el punto de que sus sentidos abandonaron en gran parte el estado de alarma. Se sumió en un sueño ligero.
No sabía qué lo había despertado. Se levantó y miró en la oscuridad. El cuarto daba al jardín y allí no había farolas, era noche cerrada. Encendió la lámpara de pie pasada de moda que tenía al lado y miró la hora: las tres y cuarto.
Estaba despejado. No recordaba haber tenido una pesadilla, ni siquiera recordaba haber soñado. ¿Qué lo había sobresaltado?
Conteniendo el aliento, escuchó atentamente en el silencio de la casa. No oyó nada. Pero ¿había oído algo?
De repente le vino a la memoria un recuerdo. Un ruido sordo, sí, muy breve. Como si se hubiera caído algo en alguna parte de la casa. Quizá un libro o una foto enmarcada.
¿Cómo se puede caer algo en plena noche?
¿O tal vez solo eran imaginaciones suyas? Fuera como fuese, tenía que llegar al fondo del asunto. No estaba solo, había dos personas más en la casa que quizá se habían hecho las dormidas y en realidad no paraban de pensar en cómo liberarse. No tenía ni idea de cómo podrían conseguirlo, pero la idea de que Vivian y Harry hubieran conseguido desatarse y estuvieran subiendo a buscarlo a hurtadillas por las escaleras lo llenó súbitamente de pánico.
Se levantó del sofá sin hacer ruido y se puso los tejanos, la camiseta y las zapatillas de deporte. Como de costumbre, se pasó la mano por el pelo para alisárselo un poco y se quedó petrificado al notarse el pelo rapado en vez de los rizos revueltos. Enseguida lo recordó. El cambio de aspecto.
No encendió la luz, se acercó a la puerta de la habitación, que estaba abierta, y se puso a escuchar. No oyó nada. Ni que alguien anduviera a tientas ni que alguien respirara ahogadamente. Aunque eso no significaba que no hubiera alguien rondando por la casa. Intentó recordar si en el último control había cerrado con llave la puerta de la consulta o solo la había entornado. No lo sabía. Seguramente la había cerrado con llave, ¿no? Y en ese caso, no podrían entrar en la casa. Solo les quedaría la posibilidad de salir al jardín. Pero era imposible que hubieran abierto los viejos postigos sin que lo oyera, puesto que chirriaban.
Sus ojos se acostumbraron paulatinamente a la oscuridad. La puerta del dormitorio de Harry estaba abierta. Justo delante de la ventana había una farola y la luz se filtraba un poco hasta el hueco de la escalera. Ryan miró abajo. Por lo que pudo ver, no había nadie. De la cocina, que estaba enfrente de la escalera, le llegó el zumbido regular y bastante alto del viejo frigorífico.
Al final resultaría que eran imaginaciones suyas.
No obstante, tenía que ir a controlar a los rehenes o no descansaría.
Bajó las escaleras sin hacer ruido, evitando las tablas sueltas, y se detuvo al llegar al pasillo. Ojalá el frigorífico hiciera menos ruido, costaba distinguir otros sonidos más apagados. Avanzó lentamente hacia la puerta de la consulta.
Y entonces lo oyó.
Un ligero susurro.
—Sí, Ryan Lee. Segurísimo. Pleasant Street, en Morriston. Sí, está durmiendo. ¡Dense prisa, por favor! —No cabía duda, era Vivian la que susurraba esas palabras—. Sí. ¡Deprisa, por favor!
¿Cómo se había desatado esa furcia? ¿Y con quién hablaba? Con Harry seguro que no. No le habría dado su propia dirección ni le habría pedido que se diera prisa. En realidad, solo había una explicación posible: Vivian acababa de informar a la policía de la situación, y eso no solo significaba que se había liberado, sino también que había conseguido hacerse con un teléfono. Él se había llevado el inalámbrico y también su móvil. ¿De dónde…?
No era el momento de intentar aclarar la cuestión. La policía llegaría en menos de diez minutos. Abrió la puerta —realmente la había cerrado con llave—, encendió la luz y miró en el interior del cuarto. Harry seguía atado en el rincón. Pero Vivian estaba en medio de la sala y no se había quitado únicamente la mordaza, sino también las ataduras de las manos y los pies. Tenía un móvil en la mano. Los rizos negros, revueltos y desgreñados, le caían sobre los hombros, y lo miraba con ojos encendidos. Quizá incluso con un asomo de triunfo en la mirada.
Se abalanzó hacia ella y le arrebató el teléfono de las manos. El aparato salió volando por la habitación y fue a parar debajo de una silla que estaba en un rincón.
Vivian gritó:
—¡Demasiado tarde, Ryan! No podrás cambiar nada.
En el último momento, Ryan se contuvo de darle un puñetazo en la cara que la dejara un buen rato sin habla. Entonces entendió: el móvil de Harry. Dios, ¡qué tonto había sido! Se le había olvidado el móvil de Harry, no se le había ocurrido registrarlo. Entonces comprendió la situación: debajo de la cabecera de la camilla había una palanca metálica dentada que servía para ajustarla a diferentes alturas. Las cintas con las que había maniatado a Vivian colgaban de esa palanca. No le habría resultado fácil adoptar la posición necesaria para rascar con paciencia las ataduras contra los bordes y cortarlas, pero lo había conseguido y se había soltado las manos. El resto había sido un juego de niños: se quitó la mordaza de la boca, se desató los pies y le revolvió los bolsillos de los pantalones a Harry porque era más lista que Ryan y había contado con la posibilidad de encontrar un móvil. ¡Y bingo! Pero, por lo visto, al moverse a toda prisa por la habitación a oscuras chocó contra un aparador y la fotografía enmarcada de la abuela de Harry, que estaba encima, se cayó al suelo. Ese ruido había sido probablemente lo que lo había despertado. Pero Vivian tuvo tiempo de avisar a la policía con toda tranquilidad. Cosa que nunca habría conseguido si la hubiese dejado donde estaba, atada a la estantería y totalmente inmovilizada.
Era un idiota. Se había dejado ablandar por sus ruegos y lamentos y, sobre todo, la había subestimado. Pensó que Harry era el peligro y creyó que podía ser generoso con Vivian. Solo porque era una mujer. ¿En qué siglo vivía? Harry era un blandengue, probablemente no se atrevería a pedir ayuda ni aunque lo dejaran delante de una comisaría. En cambio, Vivian era lista, astuta y atrevida. Y él tenía que haberlo sabido.
Todos esos pensamientos cruzaron por su cabeza en fracciones de segundo, puesto que no quedaba tiempo para analizar a fondo la situación. Cogió a Vivian del brazo con tanta brusquedad que esta profirió un grito.
—¡Ahora vendrás conmigo!
Se defendió con todas sus fuerzas, pero no tenía ninguna posibilidad contra la furia de Ryan. La arrastró consigo por el pasillo y le alcanzó el bolso, que seguía en la escalera.
—¡Las llaves del coche! ¡Sácalas!
—¡No te servirá de nada, Ryan! ¡No llegaremos muy lejos!
Le arrancó el bolso de las manos, revolvió dentro y enseguida las encontró. Fue a la cocina tirando de ella todavía y cogió un cuchillo de sierra de un taco para cuchillos que había delante de la ventana.
—¡Para que no se te ocurra hacer tonterías!
Ryan estaba bastante convencido de que no sería capaz de clavar un cuchillo en carne humana viva. Por mucho que antes fuera conocido por su agresividad, siempre le había parecido que había una gran diferencia entre «golpear» y «acuchillar»… Daba igual, Vivian lo consideraba capaz y eso bastaba para su propósito. Se volvió más dócil y dejó de defenderse. Tenía miedo de verdad. Perfecto.
Salieron a la calle en plena noche. Ryan echó un vistazo. No vio a ningún policía. Habían pasado cuatro o cinco minutos como mucho desde que Vivian había dado el aviso. Tenían que largarse lo antes posible.
Abrió el coche, obligó a Vivian a entrar por el asiento del copiloto y a ponerse luego al volante, y se sentó a su lado. Le puso el cuchillo en las costillas. Notó cuánto temblaba.
—Vamos, ¡arranca! —le ordenó.
Vivian intentó varias veces girar la llave de contacto en vano. Ryan pensó que era una táctica dilatoria y le apretó más el cuchillo. El coche arrancó al instante.
—¿Hacia dónde? —preguntó Vivian, que lloraba de nuevo, pero esta vez no fingía calculadoramente. Estaba realmente desesperada.
—Primero saldremos de Morriston. Pero no por la M4.
La policía creería que intentaría llegar a la autopista y probablemente montarían controles en las entradas.
—¿Y después?
—¡Cierra el pico! ¡Ya te lo he dicho!
No tenía la menor idea.