8

La policía informó a Matthew el sábado por la noche de que se habían hallado los restos mortales de una persona, presuntamente una mujer, en el parque nacional de la costa de Pembrokeshire y todos los indicios señalaban que se trataba de la señora Willard. El domingo, la inspectora Morgan, el sargento Jenkins y un psicólogo se presentaron en mi apartamento, donde Matthew y yo pasábamos el fin de semana. Nos enseñaron un anillo y un reloj de pulsera que habían encontrado en el cadáver, y Matthew los identificó como joyas de Vanessa. Después nos informaron con mucho tacto de los pormenores: a esa persona, que probablemente era la señora Willard, la habían encerrado en una caja y la habían escondido en una cueva provista de una linterna, comida y botellas de agua. Oímos por primera vez el nombre de Ryan Lee, supimos que era un hombre joven que tenía tropiezos continuamente con la ley desde hacía años. Ese tal Lee le confesó a una amiga que el secuestro lo había perpetrado él en el aparcamiento solitario y que después la encerró porque quería pedir a Matthew una elevada suma de dinero por el rescate. Sin embargo, no pudo ponerse en contacto con él porque lo detuvieron por otro delito y pasó dos años y medio en la cárcel. Inmediatamente después de que lo detuvieran, le dictaron prisión preventiva y no pudo liberar a Vanessa. Tampoco se atrevió a contárselo a nadie, ni siquiera a su abogado.

Al llegar a ese punto, Matthew comprendió cómo había muerto Vanessa. Se levantó y salió de la sala, seguido por Max. El psicólogo experto en ofrecer apoyo a las víctimas intentó ir tras él, pero se lo impedí. A esas alturas, ya conocía un poco a Matthew.

—Déjelo. Quiere estar solo.

El lunes por la noche nos informaron de que no cabía ninguna duda de la identidad de la mujer fallecida: era la señora Willard. La habían identificado por la dentadura.

Llegó el jueves, 12 de junio. El día de mi cumpleaños. Pero nadie se acordó, ni siquiera Matthew, aunque alguna vez habíamos hablado de las fechas de nuestros cumpleaños. Pero los hombres no suelen acordarse de esas cosas y, además, estaba en estado de shock. A decir verdad, se me olvidó incluso a mí. No caí en la cuenta hasta que los compañeros de la redacción me felicitaron por la mañana. Afortunadamente, todos estaban al tanto de lo ocurrido por los periódicos. Nadie esperaba que lo celebrara a lo grande ni que llevara al menos champán, una costumbre normalmente obligatoria. Me trataron con mucha delicadeza. Pasé el día como pude, pero a primera hora de la tarde fui a ver a la redactora jefe sustituta y le pedí que me diera el resto de la semana libre.

—No consigo concentrarme. Y tengo la sensación de que tendría que estar en todo momento con mi novio.

Lo entendió perfectamente.

—Por supuesto. Ya nos las arreglaremos.

En realidad, no se aclaraban desde que faltaba Alexia, pero eso no dependía de mí. Ella era la que mantenía en pie todo el tinglado y, sin ella, todo se desmoronaba. Esperaba y deseaba que Ronald Argilan se diera cuenta. Era posible que a Alexia ya no le sirviera de nada, pero al menos él comprendería que la había tratado muy injustamente.

Me fui enseguida a casa porque quería estar con Matthew, que de momento tampoco iba al trabajo. Sin embargo, cuando llegué solo encontré una nota en la barra de la cocina.

«Estoy en casa. Nos llamamos, ¿de acuerdo? Besos, Matthew.»

No quería llamarlo por teléfono. Quería ir a verlo.

Me di una ducha rápida y me cambié de ropa. Cuando ya estaba a punto, sonó el timbre. Era la inspectora Morgan, que quería hablar con Matthew. Le dije que estaba en su casa, en Mumbles.

—Ahora iba a verlo —añadí—. Creo que es mejor que no esté solo.

—Venga conmigo —dijo la inspectora—. La llevo.

En el coche le pregunté si había novedades, sobre todo en lo referente a Alexia.

—Por desgracia, seguimos sin ninguna pista sobre el paradero de Ryan Lee. Lo estamos buscando por todo el país y al final caerá en nuestras redes, pero…

—… no se sabe si será tarde para Alexia… —dije completando la frase.

—Dos policías interrogan constantemente a la joven con la que vivía al salir de la cárcel —explicó Morgan—. La mujer a la que se lo confesó todo y que luego buscó la cueva y encontró a la señora Willard. Cualquier detalle que pueda recordar será importante. Quiere a Ryan Lee, pero está tan horrorizada que coopera con nosotros en todo. Lee le aseguró varias veces que no tenía nada que ver con el caso de Alexia. No comprendía por qué las circunstancias de su desaparición imitaban claramente el crimen que había cometido él. Pensaba que se trataba de una conspiración.

—¿Una conspiración? —repetí, confusa.

Morgan me miró un momento.

—Lee estaba sometido a mucha presión. El usurero que quería que le devolviera el dinero se puso en contacto con él poco después de que saliera de la cárcel.

Nos lo había contado. Cuando nos preparaba para darnos la noticia de que era muy probable que hubieran encontrado a Vanessa y que había sido víctima de un secuestro.

—¿Por qué? —preguntó Matthew aquel día—. ¿Quién la secuestró? ¿Y por qué?

Fue un golpe muy duro para él enterarse de que había sido una víctima accidental. Un delincuente común, al que un usurero apretaba las tuercas, tenía que conseguir como fuera unos cuantos miles de libras. Deambulaba por la zona y secuestró a Vanessa porque estaba sola en el aparcamiento, porque el coche que vio a su lado le pareció lujoso y la ropa que llevaba, cara. Así de banal. Los dos nos quedamos perplejos. La banalidad detrás de la tragedia.

—Últimamente, en el entorno de Lee han pasado cosas extrañas —prosiguió Morgan—, y por eso ya estaba en el radar de la policía, aunque no lo relacionábamos con el caso Willard, claro. A su ex novia, una de las dos mujeres que encontraron a Vanessa, la agredieron en el puerto una noche en marzo. Y a la madre, que vive en Yorkshire, la secuestraron y la dejaron tirada en la soledad de la región de los páramos. Lee creía que eran avisos para él. Del mafioso al que le debía dinero. Por lo visto, ese es el lenguaje habitual que utiliza para amedrentar a la gente.

Tenía la cabeza hecha un lío.

—Entonces es posible que ese mafioso también tenga algo que ver con lo de Alexia, ¿no?

Morgan suspiró.

—Alexia no pertenece al entorno de Lee. No es una persona cercana como la ex novia o la madre. Únicamente las circunstancias de su desaparición tienen alguna relación con él. Además, eso significaría que el verdugo de Lee sabía que estaba implicado en la desaparición de Vanessa Willard. Y, según las declaraciones de quienes lo conocen, Lee descartaba esa posibilidad. Por eso últimamente empezaba a pensar que quizá la señora Willard se había liberado del encierro y ahora se estaba vengando de él. Cosa que, por desgracia, no era el caso.

—Pero, aun así, tienen que detener a ese hombre —insistí—. A ese prestamista o lo que sea. ¿No lo conocen?

Morgan puso cara de rabia.

—Oh, sí. Es un viejo conocido de la policía. Pero es muy listo y no se puede demostrar nada.

—Pero…

Me puso la mano en el brazo para tranquilizarme.

—Lo hemos detenido. Contamos con el testimonio de que amenazó con contundencia a Ryan Lee y de momento podemos usarlo como argumento. Por descontado, él no ha dicho nada. Y su abogado ha puesto el grito en el cielo. Trabajamos a toda máquina para demostrar su implicación en las agresiones a la ex novia y a la madre de Lee o, al menos, para relacionarlo con ellas, porque solo así podremos retenerlo. De lo contrario, habrá que soltarlo esta noche como muy tarde. Pero no se preocupe, lo mantendremos vigilado.

Seguramente puse cara de desánimo y desesperanza porque, para consolarme, dijo:

—Hacemos todo lo que está en nuestras manos. La policía está peinando el parque nacional de Pembrokeshire con perros de rastreo en busca de un escondite en el que pudiera estar retenida Alexia Reece. También buscamos a Garrett Wilder porque, a pesar de lo que ahora sabemos, no podemos excluir la posibilidad de que se trate de dos casos totalmente diferentes. No obstante, nuestra prioridad es encontrar a Ryan Lee. La policía de Yorkshire vigila la casa de su madre veinticuatro horas al día, por si se le ocurre presentarse. No tiene dinero, no se llevó la documentación ni tiene coche. No resistirá mucho tiempo.

—Es un criminal peligroso —dije—. Puede conseguirlo en cualquier sitio. Dinero. Un coche. Solo tiene que matar a alguien.

—Entonces circulará con un coche robado. Y no podrá ir muy lejos.

Llegamos a Mumbles y la inspectora Morgan frenó delante de la casa de Matthew.

—Ya hemos llegado. No hace falta que entre yo, ya está usted para hacerle compañía. Llámeme si cree que necesita a un experto en apoyo psicológico, ¿de acuerdo?

Bajé del coche.

—De acuerdo. Gracias por traerme, inspectora. ¿Me mantendrá al corriente?

—Por supuesto. ¡Ah, por cierto! —dijo, y se inclinó hacia el asiento del acompañante—. Feliz cumpleaños. A pesar de todo.

Sonreí. Evidentemente, conocía mis datos personales. Y las mujeres suelen acordarse de esas cosas.

Matthew se encontraba en la sala de estar, mirando el jardín. La hierba estaba alta. Había pasado la mayor parte de las últimas semanas en mi casa y no se había ocupado de cortarla. Encima de la mesa había cartas apiladas, que la asistenta había recogido en su ausencia. La casa tenía un aspecto frío y parecía deshabitada. Oscura y, en cierto modo, muerta.

Max, que estaba tumbado al lado de su amo, se levantó de un brinco y me saludó con alegría. Hundí la cara en su pelo largo. Era una suerte tenerlo allí. Se notaba lo importante que era para Matthew.

Matthew también se levantó, se acercó y me dio un abrazo. Nos quedamos quietos un buen rato, en silencio, estrechamente abrazados. Notaba los latidos de su corazón y sabía que él también notaba los míos y sacaría fuerzas de ellos. Y consuelo. Finalmente me soltó y dio un paso atrás. Le escruté la cara en busca de rastros del horror que estaba viviendo, pero me pareció el mismo de siempre. Muy cansado. Pero eso no era nuevo.

—Me han llamado de la universidad —explicó—. Quieren organizarle un homenaje la próxima semana. Me han pedido que les mande algunas cosas, sobre todo fotos de Vanessa. De cuando era niña, de cuando estudiaba la carrera. Y si podía ser, una de nuestra boda. He venido a buscarlas, pero luego… No he tenido fuerzas. Me he quedado aquí sentado y creo que no me he movido en horas. Hasta que has llegado tú.

—No creo que ahora te convenga mucho remover fotos antiguas —dije, enfadada con lo que pretendían que hiciera. ¿Cómo podían pedirle algo así a un hombre en su situación?—. Ya lo harás más adelante. Además, también pueden celebrar el acto sin fotos.

—Eso es verdad —coincidió Matthew—. La señora que me ha llamado me ha dicho que seguramente asistirá media ciudad. La gente está horrorizada.

Yo también se lo había oído decir a unos cuantos compañeros del trabajo. La brutalidad del crimen conmocionaba a todo el mundo, aunque el caso no les afectara directamente. Además, la historia de Vanessa contaba con un elemento aterrador: podía haber sido cualquiera. No habían secuestrado a una millonaria que viviera a lo grande y con la que nadie se identificaría. Habían secuestrado a una profesora universitaria con un sueldo normal, a la esposa de un experto en informática que cobraba por encima de la media, pero no era en absoluto un ricachón. Clase media alta con una bonita casa en Mumbles, pero ni de lejos la flor y nata de la sociedad.

—Aún no sé si seré capaz de participar en el homenaje —comentó Matthew—. De momento, no puedo ni imaginármelo.

—No tienes por qué. Entenderán que sea demasiado para ti —dije—. Ya lo decidirás cuando llegue el momento.

Como estaba convencida de que no había comido nada desde el desayuno y seguramente tampoco había bebido nada, fui a la cocina y puse agua a calentar para hacer té. Encontré unas cuantas bolsitas en un armario y también un par de paquetes de galletas. No sería una comida decente, pero sí mejor que nada. Puse las galletas en un plato y las llevé a la sala de estar con la tetera y unos vasos. Bebió como si estuviera muerto de sed, pero apenas comió. Luego me miró y en esa mirada reconocí que lo que iba a decirme era indiscutible. Tenía un plan y nadie lo disuadiría de llevarlo a cabo.

—Voy a ir allí con Max —dijo.

—¿Adónde?

—A Pembrokeshire. Al sitio… en el que pasó.

—No me parece buena idea —declaré.

Se encogió de hombros.

—Tengo que hacerlo. Quiero ir al lugar en el que murió. Quiero despedirme allí de ella.

En cierto modo lo comprendía, pero tenía miedo de que se derrumbara. Nos habían hablado del pequeño valle solitario. De la cueva. De la caja de madera. Yo no habría querido verla a ningún precio, y eso que no conocía a Vanessa. ¿Cómo iba a soportarlo él?

—Seguramente habrán acordonado la zona —dije— y no dejarán pasar a nadie.

—Me da igual. Yo pasaré.

—Pues te acompaño. —Era una gran concesión por mi parte, puesto que me horrorizaba la situación—. Es mejor que no vayas solo.

—Max viene conmigo.

—Pero a lo mejor necesitas a alguien con quien hablar.

Matthew hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Jenna, espero que no te ofendas, pero despedirme de Vanessa, de lo que viví con ella… es algo que tengo que hacer yo solo. Voy a pasar página de mi pasado. Mi pasado. Y tú eres el futuro.

No podría haberlo dicho de una forma más hermosa. Dejé de insistir.

—De acuerdo —acepté.

No había más que hablar. Llevé los platos sucios a la cocina y los fregué en un momento, mientras Matthew subía al piso de arriba a buscar un par de cosas para pasar la noche, como había planeado, en un Bed & Breakfast. Se ofreció a llevarme a casa, pero habría tenido que dar un rodeo y le dije que no hacía falta.

—Cogeré el autobús. No te preocupes. Concéntrate en lo que vas a hacer.

Nos despedimos en la entrada de su casa. Antes, en la sala, no se lo había notado, pero ahora, a la luz del día, me di cuenta de lo pálido que estaba. Parecía enfermo, agotado y desesperado. Recé por que soportara lo que se proponía hacer.

No fui directamente a casa. Me bajé del autobús antes de mi parada para hacer el resto del trayecto paseando por la orilla del mar. El día nublado no invitaba a salir y por eso en algunos momentos estuve casi sola en la playa. Me quité los zapatos y los calcetines y anduve un rato por el agua. Las olas, mansas y espumosas, me cubrían los pies. Cogí conchas y piedras y después las tiré al mar. Finalmente miré la hora: casi las siete. Me tumbé en la arena y esperé a que se me secaran los pies para volver a calzarme. Había un pequeño bar justo al otro lado del paseo marítimo. Fui y me senté a la barra. Allí tampoco había mucho movimiento. Pedí un jerez, y luego otro y otro.

—Espero que no tenga que conducir, señora —dijo, preocupado, el camarero, un muchacho con un poco de vello rubio por bigote.

—No, pero hoy es mi cumpleaños, ¿sabe? Y quiero celebrarlo.

—Oh, ¡felicidades!

El muchacho me sirvió otra copa y también se tomó una para poder brindar conmigo. Probablemente le di pena. Una mujer joven que cumple años y está tan sola que tiene que emborracharse sin compañía en un chiringuito de la playa.

Lo cierto es que me pesaba la soledad. No me había dado cuenta en todo el día, pero en ese momento me embargó la tristeza. Pensé en mi madre, en que me fui de su casa saliendo de estampida y en que nunca le di mi dirección ni mi número de teléfono. ¿Me habría llamado para felicitarme? Tuve la esperanza de que sí, pero no estaba segura y, al pensarlo, casi me echo a llorar.

—Si le apetece compañía, trabajo hasta las diez y luego me sustituyen.

El camarero me miró esperanzado, dispuesto a consolarme esa tarde y seguramente también toda la noche. El chico no estaba mal. Antes habría aceptado el ofrecimiento y al día siguiente me habría despertado en un piso extraño, en una cama extraña y al lado de un hombre extraño cuyo nombre no recordaría. Pero esa época había acabado. Tenía a Matthew. Y a Max. Y pensaba estudiar una carrera. Pero antes tenía que encontrar a mi amiga Alexia. Estuve otra vez a punto de deshacerme en lágrimas, pero conseguí evitarlo. Si el muchacho hubiera notado lo mal que me encontraba, no me lo habría quitado de encima.

Me fui del bar a las nueve, bastante borracha después de unas cuantas copas más de jerez. Estaba mareada. Salvo unas galletas en casa de Matthew, no había comido nada desde por la mañana. Y luego, jerez y más jerez… Tuve que pararme dos veces y sentarme a descansar en un banco, y casi me quedo dormida las dos veces. Maldita sea, me había pasado.

Cuando llegué a casa, ya casi eran las nueve y media. Abrí la puerta de la calle e inicié la ascensión, que me pareció mucho más empinada que de costumbre. Al llegar arriba, me quedé de piedra y me pregunté si realmente había bebido tanto como para tener alucinaciones: rosas, rosas por todas partes. Un mar de rosas. Rosas silvestres de todos los colores. Como a mí me gustaban. Habría unas cien. Estaban puestas como un ramo enorme dentro de una tina antigua gris de zinc, probablemente llena de agua.

—¿Matthew? —pregunté, desconcertada.

Pero no podía ser. Matthew había salido de viaje para cumplir su misión.

Un hombre que estaba sentado en el suelo, apoyado en la puerta, se levantó. Al principio, solo vi una sombra oscura.

—¡Menos mal, Jenna! ¡Hace horas que te espero! ¿Dónde te habías metido?

—¿Garrett?

Garrett salió de detrás de la ridícula bañera.

—¡Feliz cumpleaños, cariño!

Me abrazó y se apartó enseguida.

—Por Dios, ¿te has bañado en alcohol?

—¿Qué haces aquí? —No fue una pregunta muy ingeniosa porque estaba más que claro.

—¿Que qué hago aquí? ¡He venido a celebrar tu cumpleaños contigo! Por eso he interrumpido mis vacaciones en la Provenza. He llegado a las seis. Por suerte, la mujer que vive abajo me ha dejado entrar en el edificio y también me ha dejado ese elegante jarrón —dijo señalando la tina—. Si no llega a ser por ella, las flores se habrían marchitado hace rato.

—¡Dios mío, Garrett!

Era la última persona a la que quería ver en esos momentos. Añoraba mi cama, dormir profundamente, sin soñar nada. Olvidarlo todo unas horas, al menos.

—Anda, ¡cámbiate de ropa deprisa y nos vamos! —propuso. Estaba de muy buen humor y contento—. Vamos a cenar y después a un bar que esté bien, con pianista, bailamos y… ¡Vamos a celebrar tu cumpleaños como se merece!

No había leído los periódicos. No sabía nada.

—Tengo que acostarme —dije—. Estoy que me caigo. Y tú tampoco puedes salir de copas, Garrett. La policía te busca. Por sospechoso de secuestro, quizá también de asesinato. ¡Mañana a primera hora tienes que presentarte en comisaría!

Puedo atestiguar que Garrett nunca se quedaba sin palabras. Al contrario, en los momentos críticos solía ponerte la cabeza como un bombo. Pero esa noche se quedó mirándome atónito, abrió la boca y volvió a cerrarla.

No dijo ni pío.

Jamás pensé que algún día lo presenciaría.