7

El martes, Ryan vio por primera vez en televisión que habían emitido una orden de busca y captura contra él.

Hacía cuatro días que estaba en casa de Harry y sabía que se acercaba el momento inevitable de dar el siguiente paso. Estaba convencido de que, en el hospital, entre los compañeros de trabajo de Nora, había corrido el rumor de su huida y del crimen que había cometido, y por muy aislado que estuviera Harry, alguien podía llamarlo en cualquier momento para contarle las noticias frescas. Y si él no se enteraba enseguida y ponía tierra de por medio, Harry avisaría a la policía y lo detendrían tranquilamente allí mismo.

Lo peor era que no tenía la más remota idea de adónde ir, pero tampoco se le ocurriría nada si se quedaba más tiempo. Convivir con Harry era horroroso, pero al menos estaba bajo techo, podía dormir en un sofá y ducharse con agua caliente por la mañana. Podía afeitarse y se había lavado la ropa. Incluso le había pedido dinero prestado a Harry sin saber cómo se lo devolvería y se había comprado calzoncillos, una caja de diez unidades, y unos cuantos pares de calcetines para cambiarse. Tenía comida y bebida a su alcance. Casi le daba la impresión de que había vuelto a una vida de clase media, aunque con cimientos de barro que podían venirse abajo en cualquier momento. Además, Harry no podría permitírselo mucho tiempo. Era evidente que esperaba pacientes en vano y, al menos el lunes, no se había presentado ninguno. Vivía de los pequeños ahorros que le había dejado su abuela en herencia. También le había legado la casa pareada de Morriston que le había dado la idea de establecerse por su cuenta. En su opinión, un auténtico disparate. Por allí nunca pasaba nadie, y aunque alguien oyera hablar de Harry en el centro de Swansea, lo pensaría tres veces antes de recorrer el complicado trayecto hasta las afueras de la ciudad. Y la calle estaba en un barrio de aspecto pobre y sucio. Nadie confiaría en encontrar allí a un gran fisioterapeuta de renombre. Tendría que cerrar el negocio. Pero se guardó mucho de decírselo.

Evidentemente, Harry ya le había insinuado que no estaría mal que colaborara en la compra de víveres, pero se la jugó contestando que ya iba siendo hora de volver con Nora y, como Harry no soportaba la soledad, enseguida cedió.

—¡No, todavía es muy pronto! Piensa en cómo te trataba, Ryan. ¡Merece un castigo! Puedes quedarte el tiempo que quieras.

Esa mañana se tomó el café en la cocina, contemplando a través de los visillos amarillentos el día nublado y la casa de enfrente, que parecía igual de pequeña, deteriorada y cochambrosa. En el pequeño televisor portátil que Harry había puesto en el aparador, emitían la programación matinal. No le prestaba atención, pero se estremeció al oír su nombre de repente.

«Ryan Lee es sospechoso del secuestro y posterior asesinato de la profesora universitaria Vanessa Willard, de Mumbles, en agosto de 2009, cuando la víctima tenía treinta y siete años. El cadáver ha sido hallado en el parque nacional de la costa de Pembrokeshire.»

Volvió la cabeza y miró. Su cara ocupaba toda la pantalla. Una foto de cuando lo encerraron en la cárcel, con una expresión desgraciada y miserable.

«También existen indicios de que está relacionado con la desaparición de Alexia Reece, la mujer de treinta y cinco años que vivía en Swansea y fue vista por última vez…»

Se levantó de un brinco, apagó la televisión a toda prisa y corrió hacia la puerta de la cocina para ver qué hacía Harry. ¿Se habría enterado de algo? Oyó el zumbido del secador arriba y respiró hondo. Gracias a Dios, seguía en el cuarto de baño.

Vio el cesto de alambre plateado que habían instalado en la parte interior de la puerta de la entrada, debajo de la rendija del buzón. El periódico de la mañana estaba dentro, enrollado. Lo cogió, lo metió en el fondo del cubo de la basura y lo tapó con mondas de patata, envases de yogur y una caja de cereales vacía. Después lo tiraría en otro sitio para mayor seguridad, pero de momento bastaría con eso.

Le temblaban las piernas. Las cosas estaban que ardían. No podía interceptar el periódico todas las mañanas ni apartar permanentemente a Harry del televisor. En cualquier momento lo descubriría. Cada hora que pasara allí supondría un peligro.

Se hundió de nuevo en la silla y se aferró a la taza de café. Un calor reconfortante le recorrió los dedos helados. Entonces se dio cuenta de que ya no cabían dudas: Vanessa estaba muerta. No había conseguido liberarse ni nadie que pasara por allí la había sacado de un encierro que más parecía una tumba.

Habían encontrado el cadáver.

«Soy un asesino», pensó.

Notó que se le bloqueaba la mente. No le convenía pensar en esas cosas. En que Vanessa había muerto. En su culpa. En todo lo que se le venía encima. A veces, lo más indicado es simplemente preocuparse de no volverse loco. Solo se permitió pensar en una cosa, en algo que lo asombraba: ¿por qué ahora? Era evidente que Nora había avisado a la policía el miércoles de la semana anterior. Y hasta casi una semana después no habían emitido públicamente la orden de busca y captura. Por lo que habían dicho, acababan de hallar los restos de Vanessa. ¿Por qué habían tardado tanto? No obstante, pensó que seguramente les había costado encontrar el valle del Zorro. Le había descrito el camino a Nora, pero probablemente no pudo reproducirlo con exactitud. Esa circunstancia les había costado tiempo y había dificultado las cosas.

Seguro que fue eso.

Harry entró entonces en la cocina, demacrado y poco atractivo, como siempre, oliendo intensamente a su gel de ducha y de buen humor.

—Buenos días, Ryan. ¿Tienes el periódico?

—No lo han traído —contestó.

—Hum. Bueno, ¿qué se le va a hacer?

Se sentó y se sirvió un café, se untó una tostada de mantequilla y puso una buena capa de mermelada encima. Miró a Ryan, que tomaba el café a sorbos.

—¿No tienes hambre?

—No mucha. Puede que más tarde.

—Acabo de mirar la agenda —dijo Harry—. Tengo una paciente a las diez.

«Mirar la agenda —pensó Ryan con desprecio—. Seguro que hace días que no piensas más que en la paciente de esta semana, y ahora finges que acabas de constatarlo. ¿Me tomas por tonto?»

Sin embargo, en voz alta dijo otra cosa:

—¡Qué bien! Ojalá vuelva a menudo.

—Sí, no estaría mal. Oye, Ryan, espero que no te lo tomes a mal, pero… —Dudó antes de proseguir.

«¿Quiere echarme? —se preguntó Ryan—. ¿Porque hoy tiene otra distracción?»

—Es solo que… ¿podrías quedarte arriba? —preguntó Harry—. Me refiero a cuando está aquí la paciente. Porque… Bueno…, la gente ata cabos enseguida… y dos hombres en la misma casa… Tú ya me entiendes. —Lo miró suplicante—. A algunas personas les molesta.

—¿Quieres decir que podrían tomarnos por homosexuales? De acuerdo. No te preocupes, me quedaré arriba.

Le iba de perlas. La paciente podía haber visto las noticias en televisión. Sería mejor que no lo viera.

Harry había montado la consulta en el pequeño comedor que daba al jardín de la casita heredada y la había amueblado con una camilla plegable muy complicada y toda una serie de aparatos que tuvo que comprar a crédito. El comedor, aún más pequeño, hacía las veces de sala de espera en la que nunca esperaba nadie. No obstante, había puesto seis sillas muy apretadas y un montón de revistas. El cuarto de baño estaba en el piso de arriba, donde también había dos habitaciones. Harry dormía en la que daba a la calle y la otra le servía de sala de estar. Había un sofá cama, una mesa y dos sillones amplios, y no cabía nada más. Ryan dormía en el sofá.

—Genial, eres muy amable. Gracias por comprenderlo —dijo Harry, aliviado.

—No hay de qué —contestó Ryan.

Pensó si no debería aprovechar la hora en que Harry estaría ocupado para largarse.

Pero ¿adónde? Maldita sea, ¿adónde?

Al cabo de dos horas seguía en la sala del primer piso, dándole vueltas todavía a la pregunta. Sonó el timbre. Oyó que Harry salía de la consulta y, antes de abrir la puerta, se paraba un momento en el pasillo para no dar la impresión de que tenía prisa por abrir.

—¡Hola! —dijo Harry, exageradamente contento—. Pasa, pasa.

—Madre mía, se me ha estropeado el GPS y las indicaciones que me diste para llegar hasta aquí no me han servido de nada —contestó una voz femenina—. ¡He dado más vueltas que una peonza!

A Ryan le sonaba la voz. Se levantó de la butaca, se acercó a la puerta y aguzó el oído.

—Ven, empezaremos ahora mismo —dijo Harry.

La mujer no parecía tener prisa.

—Deja que eche un vistazo antes. Ah, ¿esta es la cocina? Acogedora.

Le dio la sensación de que eran viejos amigos. Ryan torció el gesto. Por eso Harry le había pedido que se quedara arriba. No quería que se enterara de que la primera y probablemente la única paciente de la semana era una amiga, y seguro que había venido por pura compasión.

¡Si supiera dónde había oído esa voz antes! El corazón empezó a latirle con fuerza. Si la mujer lo conocía, se exponía a un grave peligro.

—¿Empezamos? —preguntó Harry—. No podemos perder tiempo. Seguro que después tienes que volver al trabajo.

—Me he tomado el día libre. Quería aprovechar y hacer algunas cosas que nunca puedo hacer por falta de tiempo. Peluquería, esteticista, compras…

—Y una visita al fisioterapeuta —concluyó Harry con una risita tonta.

—No se lo he dicho a nadie, claro. Los compañeros se… Bueno, igual se ofenderían si se enterasen de que recurro a ti por lo del pie y no a uno de ellos.

«Compañeros…» Ryan frunció el ceño.

—¿Sigues con el tobillo hinchado? —preguntó Harry.

—No, por eso el médico opina que tendría que probar el drenaje linfático.

En ese momento se le encendió la bombilla. Mierda, la que estaba abajo era Vivian. La antigua compañera de trabajo de Harry. La antigua mejor amiga de Nora. Recordó que Nora le había dicho hacía un par de semanas que Vivian se había torcido el pie en la cinta de correr. No le prestó atención porque esa mujer no le importaba nada. Pero ahora sí. Ahora suponía una amenaza. Se apostaba lo que fuera a que lo sabía todo.

—Y esta es la consulta —oyó decir a Harry.

Había conseguido llevar a Vivian a la sala de tratamientos.

—Dime, ¿te has enterado de esa historia increíble? —preguntó Vivian.

—¿Qué historia?

—Bueno, la de Ryan. Ryan Lee, el novio de Nora. ¿No sabes nada? ¿No sabes que la policía lo busca? Por asesinato.

A Ryan casi se le paró el corazón. De abajo le llegaron unos segundos de silencio.

—¿Qué? —preguntó Harry, y acto seguido cuchicheó—: ¡Entra de una vez en la consulta! ¡Y cierra la puerta!

Ryan miró a todos lados como un animal acorralado. Tenía que marcharse enseguida, tenía que salir pitando de allí. Vivian le contaría lo que había pasado sin perder un segundo y a continuación llamarían a la policía, eso estaba claro. Lo primero que se le ocurrió fue subirse a la ventana y bajar deslizándose por el canalón, pero entonces lo verían desde la consulta. Además, iría a parar al jardín, que daba a los jardines de la otra hilera de casas adosadas. No le serviría de mucho perderse por los jardines y las calles casi interminables de la urbanización.

Había esperado demasiado. Tendría que haberse esfumado por la mañana, después de ver su foto en televisión.

¡Un coche! Necesitaba un coche.

El de Harry estaba aparcado delante de la casa. Solía dejar las llaves en la cocina, aunque no en un sitio determinado. Siempre las tiraba en cualquier lado. Lo había visto varias veces buscándolas desesperado.

No importaba, tenía que arriesgarse. Si huía a pie, las posibilidades serían prácticamente nulas, pero con el coche podría ganar distancia. Luego ya pensaría en cómo deshacerse del vehículo y conseguir otro, porque la policía informaría inmediatamente por radio a todas las patrullas para darles el número de la matrícula.

Abrió la puerta sin hacer ruido y bajó las escaleras a hurtadillas. Le habría gustado moverse más deprisa, pero tenía que ir con cuidado para evitar los crujidos de las tablas del suelo. Llegó a la cocina. Oyó la voz excitada de Vivian en la consulta:

—¿Aquí contigo? ¡Dios mío! Harry, ¡es peligroso! Mató a una mujer. Mira que avisé a Nora, pero no me hizo caso. ¿Por qué…? Harry, ¡tenemos que irnos!

Ryan echó un vistazo en la cocina. No veía las malditas llaves por ningún lado. Ni en el aparador ni al lado del fregadero ni en la mesita donde habían desayunado hacía dos horas.

—¡No hables tan alto! —la increpó Harry—. ¿Quieres que nos oiga?

—Yo me largo. No pienso quedarme ni un solo segundo más. ¡Ese tío es peligroso!

—Espera un momento. No se ha enterado de nada. Está arriba y cree que yo estoy tratando a una paciente. Llamaré a la policía.

Ryan seguía sin encontrar las llaves del coche. Era para volverse loco. Quizá Harry no las había dejado en la cocina, como siempre. Quizá se las había guardado en el bolsillo de los pantalones.

La puerta de la sala se abrió de golpe y Vivian, con un mini vestido de flores, salió cojeando. Llevaba el bolso en una mano y la chaqueta tejana en la otra, y parecía claramente decidida a poner tierra de por medio aunque tuviera el tobillo derecho muy hinchado y le molestara al andar. Cuando vio a Ryan en la puerta de la cocina, se detuvo en seco. Se quedó mirándolo con los ojos muy abiertos, daba la impresión de que se echaría a gritar, pero no emitió ningún sonido. Estaba atrapada en la típica parálisis de un conejo que se enfrenta a una serpiente.

Harry la seguía muy de cerca, como si hubiera querido retenerla, y tenía el teléfono en la mano.

—Voy a llamar a la policía —repitió.

No parecía comprender que Ryan no iba a permitírselo.

Antes de que pudiera marcar el número, Ryan pasó por delante de Vivian, que seguía petrificada, y le arrancó el aparato de las manos. Luego dobló el brazo y le dio un puñetazo en la cara con todas sus fuerzas. Harry se desplomó sin decir nada y se quedó inmóvil en el suelo.

Vivian gritó. Se había recuperado por fin. Sin embargo, antes de que pudiera llegar a la puerta de la entrada, Ryan la agarró y la arrastró de vuelta a la consulta. El bolso se le cayó al suelo y se quedó en el pasillo.

—¡Cierra la boca! —Acercó la cara a la suya para intimidarla aún más y para dar énfasis a sus palabras—. ¡Estate calladita! Si gritas, ¡acabarás como él! —dijo señalando a Harry, que estaba inconsciente—. ¿Entendido?

Vivian asintió. Se encontraba en estado de shock. Ryan estaba seguro de que tardaría un rato en hablar y no intentaría huir de nuevo. Aun así, tenía que hacer algo para que fuera totalmente inofensiva. Echó un vistazo rápido a la sala. Vio las llaves del coche en el alféizar de la ventana (¡y él buscando en la cocina!) y unas cintas largas que seguramente se utilizaban para algún ejercicio terapéutico. Las cogió y le ató las manos a la espalda. Luego la obligó a sentarse en el suelo, con la espalda apoyada en la estantería recién montada. La amarró a la estantería y le ató los tobillos. Vivian gimió ligeramente cuando le tocó el pie lesionado. Por último, se quitó un zapato y el calcetín y lo enrolló.

—Lo siento, ¡tengo que hacerlo!

Se lo metió en la boca a la aterrorizada Vivian. Arrancó un trozo de esparadrapo de un rollo grueso y se lo pegó encima para más seguridad.

A continuación, se ocupó de Harry. También lo ató y lo amordazó. Los postigos de la ventana y de la puerta del jardín chirriaron cuando los cerró para que nadie viera a los dos rehenes. Podía haber niños jugando que se colaran en los jardines de otros. Se hizo con las llaves del coche y con el teléfono, salió del cuarto y cerró la puerta con llave. Cogió el bolso de Vivian y lo dejó en el último escalón. Luego fue a la cocina, se desplomó en una silla y se abandonó unos minutos sin oponer resistencia al temblor que le afectaba todo el cuerpo.

¿Había actuado correctamente? De todos modos, no había tenido elección. Con las prisas, no habría podido conseguir otro coche y Harry estaba a punto de avisar a la policía. Sí, había hecho lo que tenía que hacer.

¿Y ahora qué?

«Piensa, Ryan. Piénsalo con tranquilidad. ¡No cometas ninguna imprudencia! ¡Los pasos que des ahora tendrán mucha importancia!»

Cogió un vaso del escurridor de platos, lo llenó de agua y se la bebió de un trago. Miró por la ventana. La mujer de enfrente salía a comprar, como siempre a esa hora.

«¡Piensa!»