6

Debbie y Nora llegaron a Camrose el sábado por la tarde, hacia las tres. El día había comenzado lluvioso y, a esas horas, llovía a mares. Teniendo en cuenta lo que se proponían, su estado de ánimo habría sido sombrío de todos modos, pero Nora pensó que el sol y un cielo azul probablemente las habría animado un poco. No obstante, el mal tiempo tenía una ventaja considerable. Un sábado soleado del mes de junio, la zona habría estado llena de senderistas, excursionistas, ciclistas y gente acampando, y ellas habrían tenido miedo de que alguien las sorprendiera mientras destapaban la entrada de la cueva. Según le había dicho Ryan, la cueva estaba muy lejos de los senderos y las carreteras que frecuentaba la gente, pero siempre podía haber alguien que recorriera el lugar campo a través. Sin embargo, poca gente habría ido de excursión con esa lluvia, y menos aún para andar por la maleza intransitable.

«Ojalá no la encontremos», pensó Nora, angustiada. Se acordó del relato que Ryan había balbuceado entre lágrimas.

—¿Recuerdas dónde está la cueva? —le preguntó aquella mañana, y Ryan contestó que lo recordaba perfectamente y se lo describió como si quisiera asegurarse de que no lo había olvidado.

Conducía Debbie y Nora llevaba un mapa desplegado en el regazo, además de una hoja de papel en la que la noche anterior había apuntado de memoria los datos que Ryan le había dado. Se había bebido una jarra entera del té milagroso de Debbie y ahora estaba más tranquila. Tenía la seguridad de que recordaba casi todos los datos. Aunque, ahora que se encontraban de camino al lugar del horror, pensaba si no sería preferible no encontrar la cueva. Tenía miedo. Un miedo aterrador y profundo que le encogía el estómago y le secaba la garganta.

Al ir a casa de Nora, el policía que la vigilaba la siguió, lo vio por el retrovisor. El hombre aparcó a cierta distancia de donde vivía Debbie y ella entró en el edificio armada únicamente con el bolso. Debbie le había dicho que se ocuparía ella de las herramientas y linternas, para que Nora no despertara sospechas llevando una bolsa abultada.

No perdieron el tiempo. Salieron por la ventana del comedor a un pequeño patio y luego saltaron unas cuantas vallas. Finalmente pasaron por un callejón que había entre dos edificios y llegaron al otro lado de la calle en la que estaba el bloque de Debbie, que había aparcado allí el coche con todas las cosas que pensaban que iban a necesitar. Por prudencia, dieron un rodeo por las calles de los alrededores antes de salir de Swansea en dirección a la costa oeste. Nora miraba atrás constantemente, pero estaba claro que nadie las seguía. El policía seguía vigilando el edificio de Debbie, esperando a ver qué ocurría.

«El primer paso ha salido bien», se dijo Nora para tranquilizarse. El éxito la animó, pero no consiguió silenciar el miedo. Con cada kilómetro que recorrían se acercaban más y más a una pesadilla. Fuera lo que fuese lo que encontraran en la cueva, o lo que no encontraran, tendrían que vérselas con una faceta de Ryan Lee que ninguna de las dos habría querido conocer en la vida.

Así pues, llegaron a Camrose, el pueblo en el que Ryan vivía de niño. Con la lluvia y un cielo oscuro plagado de nubes de color antracita, tenía un aspecto bastante desolador. Una colección de casas y jardines chorreando agua, y árboles de fronda tupida que ese día hacían que todo pareciera más sombrío.

—¿Sabe en qué casa vivía su familia? —preguntó Debbie.

Nora negó con un gesto de la cabeza.

—No, pero ahora intentaba imaginármelo aquí de niño. Jugando a fútbol, yendo en bicicleta, con las rodillas peladas…

—Difícil de imaginar —replicó Debbie.

Sí, era prácticamente inimaginable. Ryan Lee había recorrido un largo camino desde entonces. Un camino muy complejo. Muy difícil de entender.

Poco después de salir del pueblo, se desviaron por una carretera que conducía a la costa. Era tan estrecha que Nora contuvo el aliento al pensar que otro vehículo pudiera venir de frente. Había muros a izquierda y derecha que no permitirían evitarlo. Las copas de los árboles que flanqueaban los márgenes se cruzaban por encima de la carretera. Al otro lado de los muros que la bordeaban se extendían campos y prados.

Pasaron por un pequeño camping en el que había tres caravanas con el toldo puesto. No vieron a nadie. Los campistas estarían dentro, esperando que el tiempo mejorara.

—Este es el último tramo de carretera asfaltada —dijo Nora—. Después empieza el camino rural y al final tendremos que andar por la maleza. Sin camino marcado.

—Espero que el coche aguante —replicó Debbie, preocupada—. No me sobra el dinero. Si el coche se estropea, será un descalabro.

—Aguantará —aseguró Nora—. Ryan también llegó en coche hasta cerca de la cueva. Llevaba a una mujer inconsciente. No podía cargar con ella kilómetros y kilómetros al aire libre.

—Pero seguro que aquella noche no llovía. Si todo está lleno de barro, será complicado.

—Ya no llueve. Tenemos tiempo antes de que la tierra se reblandezca —la tranquilizó Nora, y examinó sus notas—. ¡Más despacio! El camino rural por el que hay que desviarse tiene que estar cerca.

El camino estaba cubierto de hierbas tan altas que estuvieron a punto de no verlo. Los tréboles, las acederas y los dientes de león crecían en medio de un caos terrible; la típica vegetación exuberante del mes de junio. Costaba distinguir entre la maleza las roderas de coches que indicaban que se trataba de un camino por el que pasaban vehículos de vez en cuando; en realidad, poquísimas veces, y a saber de quién eran.

—¡Es aquí! —gritó Nora.

Debbie frenó, dio marcha atrás y entró en el camino.

—La hierba está muy alta, pero Ryan probablemente también corrió el riesgo.

—Él pasó por aquí una noche calurosa y seca del mes de agosto —dijo Debbie—. Seguro que el camino no estaba así.

El trayecto por carretera había durado bastante y todavía tenían que recorrer un trecho sorprendentemente largo por el camino rural. Ryan le había contado que, de niño, iba a la cueva casi a diario en bicicleta, pero tenía un buen rato de camino. La cueva, situada en una zona muy apartada, impracticable y solitaria, le daba seguridad: sería difícil que alguien descubriera su escondite.

El camino se hacía cada vez más estrecho, más accidentado y más intransitable, y al final terminaba en un prado con hierba de un metro de altura. Debbie frenó y paró el motor.

—Lo siento, Nora, pero no me atrevo a seguir. Después habrá que salir de este páramo. Ryan tenía una furgoneta bastante más alta que mi coche y, a finales de agosto, puede que hubieran segado el prado. Hay que seguir a pie, me temo.

Se bajaron del coche. La lluvia había remitido, pero una llovizna persistente flotaba en el aire. De vez en cuando se oía el chillido de un pájaro. Nada más. No parecía que hubiera nadie cerca.

Debbie cogió la caja de herramientas y Nora las linternas y el mapa que había dibujado. Al final del prado había un pequeño bosque.

—Tenemos que cruzarlo —dijo Nora—. Y si Ryan lo hizo en coche, seguro que hay un camino.

Las perneras de los pantalones se les empaparon hasta los muslos atravesando el prado. Al acercarse, vieron que el bosque era más extenso y menos denso de lo que parecía a simple vista. No había ningún camino marcado, pero encontraron un paso por el que podía circular un coche si el conductor estaba dispuesto a tratarlo sin miramientos. Una cosa estaba clara: por allí no pasaban nunca vehículos; a lo sumo, un tractor para segar la hierba en otoño. Tampoco había rutas de senderismo marcadas. Ryan había descubierto una especie de tierra de nadie.

«¿Y alguien pasó por aquí y liberó a Vanessa Willard? Imposible», pensó Nora, angustiada.

El bosque se abría de repente a una pequeña elevación. El paisaje descendía hacia un valle, apenas una depresión alargada del terreno con unos pocos árboles en el otro extremo. Allí crecían helechos y brezos de poca altura, y había rocas en el suelo. Un rincón que, con buen tiempo, podría calificarse como mucho de idílico, pero en absoluto espectacular. No era un destino ideal para una excursión. No tenía nada especial.

Se detuvieron a contemplar el valle silencioso y poco profundo.

Nora fue la primera en hablar.

—El valle del Zorro. Así lo llamaba.

Debbie estaba tan ensimismada en sus pensamientos que se sobresaltó.

—¿El valle del Zorro? ¿Y por qué?

—Por la cueva que encontró de niño —contestó Nora—. Al principio pensó que era la madriguera de un zorro. Pero podía ser cualquier otra cosa, claro.

Debbie carraspeó. Daba la impresión de que quisiera emprender la huida de inmediato. Nora tenía la misma sensación. La soledad opresiva y la desolación que reinaban en ese lugar, el día sombrío, la lluvia y saber que allí había ocurrido algo cayeron a plomo sobre su ánimo.

—¿Dónde está… la cueva? —preguntó Debbie mientras recorría el paraje con la mirada. Luego, casi sin aliento, añadió—: Oh, podría ser eso de ahí abajo, ¿no?

Nora le siguió la mirada. A mano derecha, en el punto en que el valle comenzaba a ascender de nuevo suavemente, se alzaba una pared de roca. Si hubieran estado en la costa, podría haber sido perfectamente un acantilado. A los pies de la roca crecían unos helechos grandes, unas campanillas lilas caían desde arriba formando largas cascadas. Sin embargo, lo realmente interesante era la acumulación de rocalla que podía verse debajo de la exuberante vegetación, aunque solo si se aguzaba la vista y se buscaba deliberadamente.

—¿No le dijo que había bloqueado la entrada con piedras? —preguntó Debbie.

Nora asintió.

—Sí. Coincide bastante con la descripción.

Iniciaron el descenso por la pendiente. Era más empinada de lo que parecía desde arriba y el suelo estaba mojado y resbaladizo. Más de una vez tuvieron que agitar los brazos para mantener el equilibrio. Al llegar abajo, se dirigieron inmediatamente a la pared de roca. Mientras se acercaban, se dieron cuenta de que el escondite era realmente genial: las piedras se fundían visualmente casi por completo con la pared de roca de detrás, y la vegetación exuberante ocultaba las irregularidades y los posibles vacíos. Si un excursionista se perdía por allí, jamás se le ocurriría pensar que había una madriguera ni nada que fuera lo bastante grande para que pudiera entrar una persona.

Debbie se detuvo. Apartó los helechos e intentó retirar una de las piedras. Al principio no se movió, pero cedió ligeramente cuando la cogió con más fuerza.

—Creo que la hemos encontrado —dijo, pero no se atrevió a continuar. Lo que las esperaba detrás de esa entrada perfectamente disimulada podía ser horrible.

Nora también se quedó inmóvil, mirando las piedras. Aunque hacía frío y tenía la ropa empapada por la lluvia, no estaba helada. Algo en su interior la quemaba y le daba calor, un calor insano. Le pareció que la sangre no le circulaba bien, y seguro que se le notaba, porque Debbie la miró fijamente y dijo:

—Nora, no tenemos por qué hacerlo. Podemos dar media vuelta y volver a casa, llamamos a la policía y que manden a alguien. Ellos están preparados para estas cosas. ¡Nosotras nos desmayaremos!

—¿Y qué pasará con Ryan? —replicó Nora. Dejó una linterna en el suelo, se agachó y empezó a retirar piedras.

Debbie suspiró, pero la ayudó. Tuvieron que apartar algunas rocas bastante grandes y, al cabo de poco, las dos sudaban a mares. Debbie fue la que dijo en voz alta lo que pensaban las dos:

—Si realmente liberaron a Vanessa o ella consiguió liberarse, se tomó muchas molestias después. No es fácil apilar toda esta rocalla. ¿Haría eso una mujer que acaba de escapar de una muerte atroz?

Nora se interrumpió y se apartó el pelo mojado que se le pegaba a la cara.

—Puede ser, si tenía un plan concreto y no quería que nadie descubriera que había huido ni el lugar en el que la habían encerrado. Además, al principio no sabía que el secuestrador estaba en la cárcel y que, por tanto, no lo encontraría hasta que pasara un tiempo indeterminado.

Debbie se preguntó si Nora realmente se lo creía. Maldijo a Ryan. Se maldijo a sí misma por la bondad que la había llevado a implicarse en aquella empresa. Y cuando se le agotaron las fuerzas, también maldijo la lluvia que se le metía por el cuello de la chaqueta y le bajaba por la espalda, que hacía que las piedras estuvieran resbaladizas y se le escurrieran de los dedos. ¿Acaso no había sufrido ya bastante? ¿Se pasaría el resto de la vida intentando superar el trauma de la violación? ¿De verdad tenía que seguir adelante y cargar con otro horror que le depararía noches en vela, ansiedad y ataques de pánico? ¿Solo porque a Nora Franklin, a la que no conocía personalmente hasta la víspera, se le había metido en la cabeza que Ryan Lee saliera bien librado de esa locura? Sí, había sido su pareja unos años, lo había querido y ahora eran buenos amigos, pero eso no justificaba que…

—Mierda —dijo en voz alta—. ¡Esto es una puta mierda!

En ese preciso instante, acababan de despejar todas las piedras. Delante tenían una abertura del tamaño de un niño de diez años. Una especie de grieta abierta en la roca que a un adulto le costaría atravesar, aunque no cabía duda de que se podía franquear. Nora se imaginó a Ryan, con su metro ochenta y cinco, arrastrando por allí a una mujer inconsciente que, por lo que le contó, tampoco era pequeña. Se dio cuenta de que aún tenía la esperanza de que todo hubiera sido un farol, una fanfarronada enorme, y que fuera imposible confirmarlo. Sin embargo, en el fondo sabía que era una esperanza vana: cuando Ryan, llorando con la cabeza encima de la mesa del desayuno, confesó lo inconfesable, lo hizo empujado por la desesperación, no por el deseo de contarle una historia de terror. Y no era imposible. Ryan podía entrar sin problemas de niño y, de adulto, tuvo que costarle mucho más, pero no era del todo imposible.

Estaban las dos delante de la abertura, jadeando y totalmente exhaustas.

—Bueno, pues ya está —dijo Debbie empleando el tono desenvuelto con que había aprendido a ocultar su propia vulnerabilidad—. ¿Quién de las dos tendrá el gusto de entrar primero?

Nora levantó la nariz.

—Huele a… tierra —comentó, en vez de contestar—. A humedad. Un poco a moho. Pero no huele a…

—¿Putrefacción? —preguntó Debbie—. No, después de tres años, seguro que no. Si Vanessa Willard está ahí dentro, seguro que no queda nada de ella que todavía pueda oler.

—Sí, claro —dijo Nora, y los labios le temblaron.

Debbie se lo notó.

—Iré delante —declaró.

Se volvió, cogió una linterna y sacó un destornillador de la caja de herramientas.

«Para desenroscar los tornillos», pensó Nora, y también cogió una linterna, esforzándose desesperadamente por vencer el mareo que la asaltaba a oleadas. De nuevo comprendió que había tomado una buena decisión al dirigirse a Debbie en busca de ayuda. No podría haberlo hecho ella sola.

Debbie desapareció por la hendidura abierta en la roca. Era mucho más menuda que ella y le era más fácil moverse en un lugar tan reducido. Nora tenía los hombros anchos y los brazos fuertes, y le costaba más, pero se dijo que Ryan lo había conseguido y era bastante más alto y musculoso. Sin embargo, al seguir a Debbie a través de la rendija, sintió claustrofobia. La luz del día que se veía en la entrada apenas llegaba dentro, pero llevaban linternas. Gracias al haz de luz veía delante la espalda de Debbie, y eso la reconfortaba. También distinguía la roca, la tierra y algunas raíces, y oía que en algún sitio goteaba agua. Pensó en la hierba y las flores que crecían arriba, pensó en el cielo nublado, en la lluvia, incluso en el camping por el que habían pasado, en los que se habían encerrado en las caravanas y probablemente observaban el mal tiempo con melancolía; pensó en el pueblo en el que había vivido Ryan y en el verde intenso de las hojas mojadas de los árboles. Eso era el mundo, la normalidad que de repente añoraba con toda su alma. En cambio, la oscuridad húmeda y con olor a moho por la que avanzaba a tientas era como una pesadilla en la que se adentra uno de noche y de la que se despierta dando las gracias y con alivio. Sin embargo, era consciente de que esta vez no despertaría. Seguiría el camino hasta el final, hasta el final, el final, final, final, final… No podía pensar más que en esa palabra, al ritmo de las gotas que caían con regularidad sobre la roca en algún lugar de la cueva.

Final, final, final…

En ese preciso instante, Debbie se detuvo súbitamente y Nora chocó con ella.

—El pasadizo acaba aquí —dijo.

Nora enfocaba al suelo con la linterna, pero miró por encima del hombro de Debbie y, a la luz de la suya, vio que el paso desembocaba en una especie de cueva. Creía que allí aún habría menos aire, pero en realidad se respiraba mejor. Seguramente había grietas en la roca por las que entraba el oxígeno. También se notaba en el agua que corría formando surcos por las paredes. Agua de lluvia que se abría camino hacia el interior.

La cueva era más baja que el pasadizo. Nora calculó a partir de su estatura que el techo del pasadizo mediría más o menos un metro setenta y cinco. A ella le quedaba espacio por encima de la cabeza, Ryan seguramente había tenido que agacharse. El techo de la cueva apenas llegaría al metro sesenta y cinco.

«Un verdadero sueño para un niño», pensó, pero sabía que solo intentaba imaginar a Ryan como un niño muy mono y aventurero porque no quería pensar en el Ryan adulto ni en la utilidad que le había dado a la cueva. Todavía estaba mareada. ¿O volvía a estarlo? ¿O realmente hacía días que se encontraba mal todo el rato? Quizá nunca volvería a encontrarse bien.

«Quizá nada vuelva a ser normal nunca», pensó.

Debbie pasó el haz de luz de la linterna por las paredes de roca húmedas. Las dos se sobresaltaron cuando enfocó una cosa indefinida, retorcida, pero enseguida se dieron cuenta de que era una raíz y respiraron hondo.

Debbie dirigió la luz hacia abajo. Hasta entonces había evitado iluminar el suelo de la cueva porque necesitaba reunir fuerzas para lo que seguramente vería. Era inútil. Ya habían llegado muy lejos y ella no era de las que abandonan poco antes de alcanzar el objetivo.

A la luz de la linterna distinguieron en el suelo una caja de madera larga y estrecha.

Nora gritó. Por mucho que se hubiera preparado para lo que iba a ver, realmente no había logrado armarse de valor.

Dio media vuelta y volvió tropezando al pasadizo tan deprisa como pudo, sin prestar atención al roce de los brazos y los hombros contra las paredes, a los rasguños y arañazos. Se torció el pie y, al sentir un dolor agudo, levantó la pierna; no se habría parado por nada del mundo. Salió cojeando por la hendidura a la luz del sol, al frescor de la lluvia. Cayó de rodillas y vomitó en los helechos. Una y otra vez. Como si no quisiera devolver únicamente la comida y todo el té que había bebido, sino también el horror en el que se había metido, el espanto que desde hacía un tiempo atenazaba su vida sin piedad. Escupió saliva y bilis, y cuando ya no salió nada más, se acurrucó sobre la hierba mojada, se limpió la boca con la manga de la chaqueta y constató que la mano le temblaba sin parar.

Encogió las piernas contra el cuerpo y se las rodeó con los brazos. Tiritaba de frío y a la vez sudaba. La lluvia arreció de nuevo, pero le dio igual. De vez en cuando levantaba la vista hacia las nubes y después la dejaba vagar por el pequeño valle apacible, con sus flores silvestres, el bosque en lo alto de la elevación, las rocas mojadas en el suelo, el tapiz de musgo que las cubría en parte.

El valle del Zorro.

Ryan, el zorro.

Y Debbie se había quedado dentro más sola que la una, intentando dar con la pista de un secreto macabro. ¿Cómo se las arreglaba? ¿Cómo podía ser tan fuerte? Por eso Ryan no la olvidaba, por eso aún lo atraía tanto. Era débil y ella seguramente le parecía su único puntal en la vida, su ancla, su esperanza. Necesitaba su apoyo porque, solo, tropezaba a cada paso. Pero hacía tiempo que Debbie no quería respaldarlo, y ahora aún querría menos. Eso también formaba parte de su fortaleza: la capacidad de deshacerse de lo que la estaba hundiendo. Aunque le doliera.

Nora no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado desde que salió tropezando de la oscuridad a la luz. ¿Media hora? ¿Una hora? Tal vez más, tal vez menos. Tal vez mil años. Suficiente para que el mundo no volviera a ser nunca como era.

Oyó un ruido y miró hacia la entrada de la cueva. Debbie salía. Todavía llevaba la linterna en la mano, pero no el destornillador. Tenía en la cara un color que no había visto nunca, estaba pálida como la cera. Era el color que tenía su madre cuando murió en el hospital. Daba la impresión de que la piel de Debbie estuviera recubierta por una capa de humedad que parecía gélida.

Se le acercó con pasos vacilantes y se dejó caer a su lado en la hierba. El pelo rubio se le rizaba con la humedad. Parecía un ángel de oropel. Un ángel con el color de un muerto.

—Está dentro —dijo al cabo de unos instantes en los que el silencio se fue convirtiendo lentamente en un zumbido en los oídos de Nora—. En la caja.

—¿La ha abierto? —preguntó Nora.

«¡Qué pregunta más tonta!», pensó.

Más que verlo, intuyó que Debbie asentía moviendo la cabeza.

—¿Y está segura de que…? Quiero decir que… por la foto del periódico… ¿Seguro que es Vanessa Willard?

Debbie exhaló un sonido despectivo.

—Maldita sea, Nora, es imposible reconocerla. Pero ¿quién quiere que sea?

Nora deseó que el zumbido cesara. Era muy molesto y la mareaba.

—Hay una linterna dentro de la caja —prosiguió Debbie— y botellas de agua vacías. Y algo más… Supongo que también había comida.

—Dios mío —murmuró Nora.

—Hay manchas oscuras por todas partes. Creo que son de sangre. Y la madera está toda arañada. Intentó con todas sus fuerzas…

La voz de Debbie se apagó, se transformó en un suspiro, se fundió con el murmullo de la lluvia. Los pájaros comenzaron a chillar muy fuerte, aunque Nora pensó que tal vez no chillaban más fuerte que antes. Solo lo parecía.

La agonía de Vanessa Willard. Las imágenes superaban cualquier cosa que Nora pudiera imaginar. Que quisiera imaginar.

Debbie se levantó tan bruscamente que la asustó. Sacó el móvil del bolsillo del pantalón y miró la pantalla.

—Ahora volveremos al coche —ordenó— y en cuanto tenga cobertura, porque aquí no hay, llamaremos a la policía. Inmediatamente.

—Debbie… es mejor que no… Quiero decir que Ryan…

Los labios de Debbie se transformaron en una línea delgada. Aún no había recuperado el color en las mejillas.

—Nora, si aún lo duda, entre en la maldita cueva y vea lo que le hizo a esa mujer. Puede que así se le quite de la cabeza la idea de proteger a ese cobarde infame.

Dio media vuelta y se marchó. Se le olvidó la linterna, todavía encendida, tirada en el suelo.

Nora se levantó con esfuerzo. El pie le lanzó dardos de dolor hacia la pierna, seguro que tenía una torcedura grave o una distensión. Las rodillas le temblaban como un flan.

—Espere —dijo con voz ronca—. Voy con usted.

Debbie no esperó. Siguió andando con los hombros tensos y la espalda tiesa como el palo de una escoba.

—Pagará por esto —aseguró.