Tenía muchísima hambre. La sed no lo atormentaba porque de vez en cuando entraba en los servicios públicos a beber agua del lavabo. Había encontrado un poco de dinero en los bolsillos de los tejanos y, en un supermercado de marca blanca, se había comprado una bolsa de pan cortado en rebanadas, un paquete de queso en lonchas y dos chocolatinas. Con eso había pasado desde el miércoles. Y era sábado. No había comido nada desde el viernes por la mañana, por eso tenía un hambre atroz. Además, le dolían los huesos de pasar la noche en los bancos del parque. Las noches eran veraniegas, pero había refrescado y la humedad subía del suelo y dejaba la ropa húmeda y fría. Aparte de todo eso, apenas conseguía dormir, y no por culpa de la incomodidad de los lugares donde se acostaba. También era por el miedo. La policía lo perseguía y tenía que estar alerta todo el tiempo. Cuando se dormía, se despertaba enseguida, asustado, y se preguntaba si había oído un ruido, si alguien se acercaba a hurtadillas. Continuamente esperaba oír una voz que le dijera: «Ryan Lee, ¡está detenido!».
Y sabía que solo era cuestión de tiempo que lo atraparan.
Hacía apenas unos días que había huido y ya estaba al límite de sus fuerzas. Lo peor era no tener dinero para pasar una noche en una pensión, comprarse algo de comer o poder cambiarse de ropa para no parecerse cada vez más a un vagabundo y llamar la atención. Por otro lado, olvidarse el dinero fue precisamente lo que lo había salvado. El miércoles salió de la copistería para ir a comprar un refresco de cola y, poco antes de llegar a la tienda, se dio cuenta de que se había dejado la chaqueta con la cartera en el bolsillo interior. Así pues, volvió sobre sus pasos y vio que un hombre y una mujer entraban en el establecimiento. Conocía a la mujer. Había hablado con ella en el piso de Nora la mañana que volvió después de pasar la noche con Debbie en Swansea: la inspectora Morgan.
Los policías estaban con Dan. Y no dudó ni por un instante de que habían ido por él.
Evidentemente, dio media vuelta y se largó en el acto. Hizo todo lo posible por alejarse discretamente, por no echarse a correr, por no dar la impresión de que estaba huyendo. Pero el corazón le latía con mucha fuerza. Había hablado, Nora se había chivado, no encontraba otra explicación. La mañana en que, sentados a la mesa del desayuno, le contó la historia de Vanessa Willard, al principio sintió un alivio enorme. Por fin dejaba de arrastrar el peso solo, por fin se abría a alguien. El crimen no perdió gravedad por eso, pero al menos tuvo la sensación de que la carga pétrea de culpa y desesperación que acarreaba en su interior no dolía tanto. Fue como si algo se pusiera en movimiento por haberlo compartido. Ya no estaba solo con su crimen.
Sin embargo, de ahí surgió el problema que se presentó en los días siguientes. La observó atentamente y supo que la había conmocionado. Nora intentaba fingir que no la afectaba, pero en realidad estaba destrozada. En vez de pegársele como una lapa en cuanto llegaba a casa, lo rehuía, no sacaba temas de conversación y ni siquiera insistió en ir a Yorkshire a pedir el dinero a Bradley. Se encerró en sí misma, aturdida y consternada. Nunca la había visto así. Y comprendió que estaba en peligro. Si no lo superaba, y todo parecía indicar que no lo conseguiría, se lo contaría a alguien. Seguramente a la policía no, pero sí a otra persona, que acudiría a las autoridades.
Y así fue; se salvó por casualidad de que lo detuvieran. Huyó y después se dio cuenta de que llevaba dinero suelto en el bolsillo de los pantalones, y pensó en la suerte que había tenido por no comprobarlo antes. De haberlo hecho, se habría entretenido comprando el refresco de cola y habría tardado más en volver a la copistería, con lo que se habría encontrado a los policías esperándolo dentro. Se había salvado por los pelos.
Sin embargo, ahora estaba en apuros. Sabía que no aguantaría mucho en esas condiciones, sin dinero, sin nadie que lo ayudase, solo en la calle y con la policía buscándolo. Si no quería morir de hambre, tendría que robar en un supermercado o pegarle un tirón a una vieja. Algo por el estilo. Lo había hecho muchas veces, pero ahora le parecía la peor alternativa. Se había prometido no delinquir nunca más. Por otro lado, seguramente le caería la perpetua por lo de Vanessa Willard. En comparación, robar unos comestibles no era nada.
Estaba exhausto y desesperado. Hacía mucho que había salido de Pembroke Dock. La ciudad era muy pequeña, lo habrían encontrado enseguida. Hizo autoestop y llegó a las afueras de Swansea, pero no sabía cómo continuar a partir de allí. No se atrevió a ponerse en el arcén a parar a un coche porque temía que lo reconocieran por las fotos de busca y captura que tal vez habría publicado la policía. ¿Adónde podía huir? ¿En qué parte de Inglaterra estaría a salvo?
Pasó la mañana del sábado vagando por el parque comercial de Swansea, una extensa zona de grandes superficies situada en la parte norte de la ciudad. Originalmente se llamaba «zona industrial de Swansea» y era una de las primeras y mayores de Gran Bretaña. La creación de ese tipo de zonas se basaba en la idea de reactivar la economía y el mercado laboral en las regiones menos desarrolladas, liberándolas de la influencia y de los mecanismos de control estatales con la finalidad de hacerlas atractivas para todo tipo de inversores: no se aplicaban algunas normas urbanísticas, no era obligatorio respetar las leyes medioambientales en determinadas circunstancias y se disfrutaba de privilegios fiscales. Sin embargo, también se podían eludir ciertas disposiciones en materia laboral, casi siempre en perjuicio de los trabajadores, y esos eran los principales argumentos de las críticas contrarias al proyecto. En el parque empresarial de Swansea había talleres mecánicos, empresas de venta y alquiler de vehículos, tiendas de bicicletas, almacenes dedicados al montaje de cocinas, tiendas de muebles; había establecimientos en los que se podían comprar televisores, ordenadores y aparatos electrónicos de todo tipo, y un sinfín de bares y restaurantes. En el centro había un lago, el Fendrod, en el que se podía ir en barca. Lo rodeaba un sendero que también era un circuito para practicar deporte. No había un solo aparcamiento libre, como todos los sábados, y las calles y plazas estaban abarrotadas de familias con niños. Hacía un día gris, nublado, y amenazaba lluvia, por eso mucha gente no había ido a la playa ni al campo, sino de compras. Allí podían cargar el coche hasta los topes y comer a buen precio, y los niños podían jugar en el lago.
Ryan fue a parar delante del gran centro de jardinería y deambuló entre los coches aparcados, mirando dentro discretamente y probando las manijas de las puertas. Tenía la esperanza de que alguien se hubiese olvidado de cerrar con llave. Si tenía suerte, encontraría algo de dinero en la guantera. En esos momentos, una libra para comprar una hamburguesa con queso sería el colmo de la felicidad. Y si solo encontraba un paquete de galletas empezado o una bolsa de caramelos, también daría gracias a Dios de rodillas. Estaba mareado de hambre y se le había metido en la cabeza que si no comía algo no se le ocurriría cómo salir adelante. Evidentemente, Nora no era la solución, puesto que había tirado de la manta. ¿Debbie? Seguro que vigilaban su casa. Además, Debbie no sería nada comprensiva en el caso de Vanessa Willard. ¿Corinne, su madre? Yorkshire estaba muy lejos, y también había que tener en cuenta a Bradley. Probablemente ya lo sabían todo. Corinne lloraría noche y día y Bradley lo apuntaría con la escopeta de caza en cuanto lo viera.
Tanto daba. Ya lo pensaría después. Paso a paso. ¡Ahora tenía que comer algo!
Se asustó tanto al oír una voz tras de sí que lo llamaba por su nombre que, instintivamente, estuvo a punto de salir corriendo, de abrirse paso entre los coches a puñetazos, de huir, de marcharse, pero entonces comprendió que la voz no había sonado áspera ni abrupta, sino amistosa y, por lo tanto, no podía ser un policía.
—¿Ryan? ¿No eres Ryan Lee?
Se volvió lentamente. El hombre joven que estaba detrás de él con un carrito de la compra lleno a rebosar de tablas de madera le resultaba familiar, pero no sabía de qué lo conocía. Luego se acordó.
—¿Harry?
El hombre asintió sonriendo. La fiesta con los amigos de Nora, el tío que le había hecho publicidad de la consulta de fisioterapeuta que acababa de abrir. Fue en abril, pero a Ryan le parecía a años luz.
—Hombre, Ryan, ¿qué haces tú por aquí? —preguntó.
Daba la impresión de que se hubiera reencontrado por sorpresa con un viejo amigo y de que se alegrara muchísimo de verlo. Se dio cuenta automáticamente de hasta qué punto era desgraciado y estaba solo. Seguro que la consulta aún no le funcionaba y se pasaba la semana entera solo, esperando a unos pacientes que no llegaban. Los amigos se habían apartado de él y de su infortunio. Harry llevaba el olor fétido del fracaso impregnado en la piel. Ansiaba compañía, aunque fuera un ex presidiario al que apenas conocía, y tal vez Ryan podría aprovechar esa circunstancia. Sobre todo porque no parecía saber que la policía lo buscaba. Sonrió despreocupadamente.
—Harry, ¡qué alegría verte! —dijo Ryan, y señaló con la mano uno de los coches aparcados a su espalda—. Espero a Nora. Está comprando. ¡Hace horas! —exclamó haciendo una mueca de desagrado.
—¡Mujeres! —replicó Harry en tono comprensivo.
Por suerte, no le extrañó que Nora pasara horas en un centro de jardinería, aunque no tenía balcón ni patio.
—Sí, es complicado… —Ryan puso cara de enfado y tristeza, confiando en que resultara creíble—. Las cosas no nos van muy bien —le confesó en voz baja—. No paramos de discutir y a veces me trata como si fuera la última mierda.
—¿En serio? —Harry parecía perplejo—. Pues antes no daba esa impresión. En la fiesta…
—Sí, bueno… Ha pasado mucho tiempo —replicó Ryan—, y se cree superior. Quiere decidirlo todo y me agobia si no hago lo que ella quiere. Ya sabes cómo pueden ser las mujeres.
—¡Ya lo creo que lo sé! —aseguró Harry, que no tenía la menor experiencia en relaciones amorosas ni la más remota idea de a qué se refería—. ¡Lo siento por vosotros!
—No ha querido que entrara con ella a comprar —dijo Ryan, enfadado—. ¿Y sabes qué me ha dicho antes de dejarme aquí plantado dos horas?
—No, ¿qué?
—Me ha dicho literalmente que le daba igual si no me encontraba aquí cuando volviera. «Vete si quieres, ¡no pienso derramar una sola lágrima por ti!» Eso ha dicho. Claro, piensa que puede proclamarlo a los cuatro vientos porque ahora mismo no sabría adónde ir. No tengo familia, a nadie. Y mi pasado… Bueno, ¡ya lo conoces!
—Me parece muy injusto por su parte —replicó Harry—. ¡No puede tratarte así! ¿Y no tienes modo de defenderte?
—Lo mejor sería darle un buen susto —contestó Ryan—. Imagínate que vuelve a buscar el coche y me he ido de verdad. Que llega y ve que ya tiene lo que quería. Creo que eso la haría entrar en razón. Lo malo es que realmente no sé adónde ir. Un par de días o tres. Después volvería con ella, claro, pero las cosas habrían cambiado.
Tuvo suerte. Harry picó el anzuelo.
—¿Por qué no te vienes a casa? Vivo aquí cerca y no tengo planes para el fin de semana.
«Seguro que casi nunca tiene planes», pensó Ryan.
Titubeó.
—No me gustaría ser una carga…
—Pero no serás una carga —le aseguró Harry, y señaló las tablas que llevaba en el carrito—. Esta tarde iba a montar una estantería en la consulta. Son tablas para jardín, pero ahora no puedo permitirme comprar estantes. Podrías ayudarme si quieres.
—¡Pues claro! ¡Con mucho gusto! —contestó Ryan de inmediato.
—Pero antes pasaremos por casa a comer algo —propuso Harry, sin saber que Ryan se marearía con solo oír esas palabras—. Aún tengo un poco de fricasé de pollo que me sobró ayer de la cena. ¿Te gusta?
Odiaba el fricasé de pollo, pero estaba tan hambriento que sus gustos no tenían la menor importancia en aquel momento.
—Fantástico —dijo—. Confieso que tengo mucha hambre.
—¡Pues vamos!
Harry estaba encantado porque, inesperadamente, se le había ofrecido la posibilidad de escapar de un fin de semana desolado y vacío que de nuevo le recordaría su eterno fracaso.
Ryan sabía que no podía quedarse mucho tiempo en casa de Harry. Parecía vivir muy aislado de todo, pero existía la posibilidad de que siguiera en contacto con sus antiguos compañeros del hospital y tal vez ellos supieran que había huido y la policía lo buscaba. Además, también podía enterarse en cualquier momento por la televisión, la radio o el periódico. Sin embargo, aunque solo se quedara hasta el lunes por la mañana, al menos pasaría dos noches a cubierto y dormiría en una cama o en un sofá, en vez de en un banco del parque. Comería algo y podría ducharse, tal vez incluso lavarse la ropa.
Sonrió.
—¡Gracias, Harry!
—Los hombres tenemos que apoyarnos, ¿no?