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La inspectora Morgan llegó a casa a las siete, mucho más pronto que de costumbre. La frustración la había echado de la oficina. El caso Reece se complicaba cada vez más: no solo tenían a una mujer desaparecida, también habían desaparecido dos sospechosos. A Garrett Wilder, el turbio ex novio de Jenna Robinson, nadie le veía el pelo desde hacía casi dos semanas. Y a Ryan Lee, un delincuente habitual que se comportaba de un modo más que sospechoso, también se lo había tragado la tierra. No se presentó en la copistería en toda la tarde, a pesar de que el jefe les dijo de mala gana que, hasta entonces, siempre había sido muy cumplidor. Solo faltó una vez sin avisar y un día llegó tarde. En el caso de un hombre como Lee, eso demostraba mucha voluntad de reinsertarse en la sociedad, y también significaba que tenía un buen motivo para no haber vuelto después de la hora de comer. Seguro que vio a la policía. Morgan se maldijo al comprenderlo.

Después fue con Jenkins a casa de Nora y Ryan, pero tampoco estaba. En cambio, les sorprendió que les abriera la puerta Nora, llorosa, en batín y descalza. Murmuró que había tenido un ataque de migraña y se había tomado el resto del día libre. Morgan volvió a preguntarle por Ryan y aprovechó para espiar dentro del piso. No llevaban una orden judicial para efectuar un registro, pero Nora los dejó entrar, incluso les abrió la puerta del cuarto de Ryan.

—No está. Tampoco sé si ha vuelto al trabajo. No tengo ni idea.

Morgan se preguntó si podía creerle. Incluso ahora, mientras se quitaba los zapatos en casa y regaba una planta bastante seca, seguía pensando en Nora Franklin. Las mujeres que iniciaban una relación con un preso eran todo un misterio para ella. Sabía que la imagen romántica y totalmente irreal que se creaban de los hombres con un historial delictivo desempeñaba un papel importante en ello, y, lógicamente, una mujer como ella, policía de profesión, desaprobaba semejante imagen. Las Noras Franklin del mundo solían ser ciudadanas intachables y honradas, que luego mentían como un bellaco por un criminal porque querían ayudarlo, protegerlo. Chicas que nunca habían cometido una falta, excepto alguna que otra multa de aparcamiento, de la noche a la mañana estaban dispuestas a cometer perjurio y se arriesgaban a ir a la cárcel y a jugarse el futuro. A Morgan le parecía espantoso y trágico. Al fin y al cabo, esas mujeres no recibían una compensación en forma de amor, gratitud y fidelidad eterna a cambio de su apoyo incondicional, sino que los hombres las utilizaban y, cuando ya no las necesitaban, las abandonaban. El proceso era más que previsible y, aun así, se repetía una y otra vez.

No obstante, en la última entrevista Morgan tuvo la sensación de que Nora decía la verdad: no sabía dónde estaba Ryan. La había visto muy preocupada y confusa, y no parecía fingir. Ryan Lee no volvió a la copistería y seguramente no había podido ponerse en contacto con ella, por eso la mujer desconocía su paradero.

Olivia Morgan estaba en la cocina, pensando si se tomaba la molestia de prepararse una buena cena como Dios manda o se servía una copa de vino y la acompañaba con un pedazo de queso cheddar sin poner la mesa siquiera. También podía telefonear a su novio y quedar en un pub. Cuando alargaba la mano hacia el teléfono, el aparato sonó. Lo cogió al primer tono.

—¿Sí?

—¡Dios mío, inspectora! ¿Estaba pegada al teléfono? —Era el sargento Jenkins—. ¡Me ha asustado cogiéndolo tan pronto!

—Lo siento. ¿Hay alguna novedad?

—He estado indagando para recabar información sobre Ryan Lee y he descubierto que su madre y su padrastro viven en Yorkshire. El padre biológico murió.

—¿Intentará esconderse allí? ¿En casa de su madre?

—Es posible, pero bastante improbable. La relación con el padrastro es pésima. Lo considera un inútil y no quiere tener nada que ver con él.

—Es comprensible, pero…

—Un momento, inspectora, ahora viene lo bueno: he hablado con el sargento Fuller, de la policía de Yorkshire. Me ha dado información de la familia. A finales de abril tuvo que ir a casa de los Beecroft, que es el apellido de la madre ahora. A Corinne Beecroft la secuestraron a plena luz del día, se la llevaron en un coche y la abandonaron en medio de los páramos. Pero consiguió llegar a una granja apartada y la ayudaron.

Morgan contuvo el aliento.

—Eso es…

—El caso salió en las noticias —dijo Jenkins—, pero no duró mucho porque se resolvió enseguida. Nos pidieron información sobre Ryan Lee, pero la solicitud no nos llegó ni a usted ni a mí. Pronto se aclaró que él no había tenido nada que ver y la madre volvió sana y salva a casa.

—¿Se sabe…?

—No se sabe nada. Las circunstancias del secuestro son muy misteriosas. No pidieron rescate, aunque hubiera sido absurdo porque los Beecroft no son ricos precisamente. Podría parecer una gamberrada si los autores, dos hombres enmascarados, no hubieran actuado como profesionales. Al menos eso afirmó la víctima.

Morgan intentaba procesar la información.

—¿Seguro que Ryan Lee no tuvo nada que ver?

—Cuando su madre desapareció, el padrastro le avisó y Ryan se presentó en Yorkshire con la señorita Franklin. No, es imposible que estuviera directamente implicado. A la hora del crimen estaba trabajando en Pembroke Dock y luego fue a una fiesta donde lo vieron muchos invitados.

—Un extraño cúmulo de sucesos —dijo Morgan—. Primero, dos hombres enmascarados agreden a Deborah Dobson en Swansea. Esa mujer estuvo liada unos años con Lee y siguen siendo buenos amigos. Luego, la madre. Dos mujeres de su entorno más cercano. Y ahora vuelve a ponerse en nuestro punto de mira porque se ha demostrado que se interesaba por una mujer que podría haber sido víctima de un secuestro. ¿Qué hacía delante de la casa de Jenna Robinson, vigilándola horas y horas? ¿Por qué ha huido al ver que lo esperábamos en la copistería? Maldita sea, Jenkins, ¿usted entiende algo?

—No —admitió el sargento—, ni por asomo. Pero una cosa está clara: tenemos que encontrar a Ryan Lee cueste lo que cueste. Aquí pasa algo y está relacionado con él. Me refiero a la desaparición de Alexia Reece.

—Sí, y eso significa que tenemos que encontrarlo pronto. Alexia Reece desapareció hace una semana. No hace falta que le diga lo que significa eso.

—No —replicó Jenkins. Hacía tiempo que era policía y sabía que las probabilidades de encontrar a Alexia con vida disminuían con cada día que pasaba.

—Mañana le haré otra visita a Nora Franklin —dijo Morgan—. Hablaré enérgicamente con ella. Es imposible que no sepa de qué va todo esto ni lo que hay en juego. Esa mujer no es una criminal. Apelaré a su sentido de la decencia y la moral.

Se despidieron. A Morgan se le pasaron las ganas de llamar a su novio. Se sirvió una copa de vino y se sentó en el sofá de la sala. No veía la relación, pero tenía que haberla. Puesto que Lee se había esfumado, solo quedaba Nora Franklin, el único punto de partida que tenía, de momento. Se dio cuenta de que no se había equivocado: Nora mentía por Ryan. No le preguntaron por lo que le había sucedido a Corinne Beecroft, pero hablaron del caso de Deborah Dobson. Si hubiera querido colaborar con la policía, en ese momento les habría dicho algo de Corinne espontáneamente.

También se podía mentir callando.

Cogió el teléfono. Daría la orden de que un policía hiciera guardia delante de la casa de Nora en Pembroke Dock. Quizá Ryan aparecería. O Nora saldría para reunirse con él.

Pensó en Alexia. En Ken. En sus cuatro hijos.

Si era necesario, le pondría al menor en las narices para que entendiera de una vez la gravedad de la situación. Había que obligarla a hablar.

Solo hacía falta encontrar el punto flaco en el que había que incidir.