Todo cambió. Nada era igual. Y mintió cuando le dijo que no cambiaría de opinión sobre él. Lo dijo por instinto, para consolarlo, para quitarle hierro a su desesperación y a su miedo. Él lo aceptó un momento, pero ella notó que lo sabía. Ryan sabía que el mundo se había derrumbado y que ella vagaba entre las ruinas y que, aunque algún día pudiera reconstruirlo, el resultado sería una imagen completamente distinta.
Se lo contó todo, sin reservas, sin levantar la cabeza del charco de café… y lloró. Ella comprendió horrorizada que no mentía. Desde que descubrió que la había engañado en todo lo relativo a su infancia, supuestamente terrible, más de una vez había pensado si lo que le contaba era cierto o no. Había comprendido que era de esa clase de personas que echan mano rápidamente de la mentira si así pueden eludir las situaciones delicadas, y él probablemente lo hacía más a menudo y más irreflexivamente que los demás. Le había contado una parte importante de su vida sin pestañear, con tanto convencimiento que no la había hecho dudar ni un instante. Tenía mucha práctica en contar mentiras. Por desgracia, no podía perder de vista esa realidad.
Sin embargo, ahora no mentía. No se inventó una historia rocambolesca para justificar su proceder. Todo lo que le contó de Vanessa Willard y de lo que sucedió aquel día de agosto de hacía tres años y en las semanas posteriores era cierto. Solo hacía falta ver cómo se derrumbaba anímicamente mientras hablaba: decía la verdad. Una verdad terrible, más espantosa de lo que cualquiera podría soportar.
—Soy un monstruo —dijo sollozando—, tú también lo ves, ¿verdad? ¡Ahora ya sabes que soy un monstruo!
—Eres Ryan —replicó ella—. Con todo lo que sé ahora, sigo pensando lo mismo de ti.
Se trocaron los papeles. Ahora él decía la verdad y ella mentía. También porque no habría podido expresar con palabras lo que en realidad sentía.
Finalmente comprendió qué era lo que lo había llevado a ese estado. Había hablado también de una historia confusa de otra mujer que había desaparecido y le había enseñado el periódico. Nora también lo leyó: hablaban de Vanessa Willard, que había sido secuestrada hacía tres años y cuyo marido todavía intentaba averiguar desesperadamente qué le había ocurrido. Y de Alexia Reece, que había desaparecido el fin de semana y su coche había sido hallado en el mismo lugar y en las mismas circunstancias.
—¡Qué extraño! —dijo.
Antes de contestar, Ryan la miró unos instantes con ojos de desesperación, desquiciado:
—Alguien quiere acabar conmigo. ¡Alguien que lo sabe todo!
Nora no entendió a qué se refería.
—¿Por qué? La prensa habló del caso Willard durante semanas. Hasta yo me acuerdo ahora. Es posible que, por algún motivo, alguien pretenda imitarlo. Esas cosas pasan. No tienen por qué saber nada de ti.
—Pero sumado a todo lo ocurrido… Debbie. Mi madre. ¡Y ahora esto!
—Se suponía que los hombres de Damon estaban detrás de las agresiones a Debbie y a tu madre.
—¿Y si no es así? Si todo está relacionado, no podemos cargárselo a Damon. Él no puede relacionar a Vanessa Willard conmigo. Está descartado. Imposible.
Nora comprendió al final la argumentación. Debbie. Corinne. Alexia Reece remedando a Vanessa Willard. En lo tocante a Debbie y a Corinne, Damon era uno de los primeros sospechosos. Pero si se añadía esta otra historia —fuera acertado o no—, el círculo de posibles culpables se reducía mucho. Bien mirado…
—Pero, Ryan, ¿quién podría relacionarte con Vanessa Willard? Solo me lo has contado a mí, ¿no?
Ryan se incorporó. Tenía el pelo pringado de café. Un reguero marrón se deslizaba por su cuello y goteaba en la camiseta blanca.
—Sí, tú eres la única que lo sabe. Por eso mismo solo existe una posibilidad.
—¿Cuál?
—Vanessa —dijo Ryan—. Vanessa lo sabe.
Nora se quedó helada.
—Pero ¿cómo iba ella…? Quiero decir que… una caja cerrada con tornillos… —Le costaba pronunciar los detalles. Eran demasiado terribles—. Las piedras delante de la cueva… ¡Es imposible!
—A lo mejor pasó alguien por delante y la oyó gritar. Y la liberó.
—Pero entonces habría vuelto a casa. La policía lo sabría. La persona que la hubiera liberado habría dado la voz de alarma. ¿Por qué iba a esconderse durante tres años?
—Para vengarse de mí.
—¿Dejando a su marido en la incertidumbre para hacértelo pagar sin que nadie la molestara? No tiene sentido —dijo Nora.
Ryan hizo un gesto negativo con la cabeza.
—¿Qué sabemos de ese matrimonio? A lo mejor también quería hacerle pagar algo a él.
—¿Y la persona que la liberó?
—Lo más seguro es que se liberara ella sola. No lo sé. ¿Cómo voy a saberlo?
—No has vuelto nunca, ¿verdad?
Ryan la miró asustado.
—¡No! Por el amor de Dios, ¡claro que no!
—¿Y cómo podía saber que fuiste tú? —preguntó Nora—. Ibas enmascarado.
Al llegar a ese punto lo pensó por primera vez: «¡Qué conversación más absurda! Que Dios me ayude. Tengo delante a un criminal y hablamos con objetividad sobre las distintas posibilidades que podrían darse a partir de un crimen atroz».
—Quizá se fijó en mi coche antes de que… la atacara —conjeturó Ryan—. O reconoció mi voz o qué sé yo. No lo sé, Nora. Pero aquí hay gato encerrado. Lo que les hicieron a Debbie y a mi madre no fue por casualidad. Y esto otro, lo de Alexia Reece, quizá tampoco.
—Pero tú no conoces a esa mujer.
—No.
—Eso la diferencia de Debbie y de tu madre.
—Sí, pero las circunstancias de su desaparición tienen mucho que ver conmigo.
—Tienen que ver con un caso del que se habló mucho en la prensa —puntualizó Nora—. No tiene por qué estar relacionado contigo.
Sin embargo, comprendía lo que le pasaba por la cabeza. Y la teoría que él defendía no era en absoluto descabellada. Era plausible, y a Nora no le parecía extremadamente rebuscada. Al contrario.
La semana pasó arrastrándose con una lentitud espantosa. A Nora le costaba concentrarse en el trabajo, pero aún le costaba más volver a casa y ver a Ryan a la mesa, callado y taciturno, y observar que no probaba bocado y no paraba de dar vueltas y más vueltas a pensamientos sombríos. Sin embargo, lo peor de todo eran las noches. Nora pasaba las horas en vela, preguntándose qué debía hacer. Ahora era cómplice. Conocía la existencia de un crimen. Sabía que existía un hombre que no encontraba un minuto de reposo porque no tenía la menor idea de lo que le había ocurrido a su mujer. Había desaparecido otra mujer y la policía daba palos de ciego, al menos eso era lo que se deducía del artículo del periódico. Existían pistas que solo Ryan y ella conocían. No podía hacerse ilusiones: tenía la obligación de ir a la policía y contar todo lo que sabía.
Pero después oía una voz que no paraba de susurrarle al oído: «¡Te has equivocado, Nora! ¡Te engañaste con Ryan! ¿No te lo habían advertido? Sobre todo tu amiga Vivian, y la odiabas por ello. Siempre te decía que sabías muy poco de él y que seguramente había muchas cosas que se guardaba. Tú querías verlo como a un hombre amable y frágil que había tenido muchos conflictos con la ley, pero que en el fondo era un buen chico. Solo necesitaba a una mujer fuerte a su lado, a una protectora, para que las cosas le fueran bien. ¿Cómo pudiste pensar que todo eso eran pequeñeces sin importancia? ¿Su historial delictivo? ¿La pelea en el bar en la que un muchacho resultó tan malherido que podría haber muerto? No es tan grave, él no tiene la culpa. ¡Qué ingenua eras!
»¡O sí que estabas necesitada!
»¿Y ahora qué, Nora? ¿Vas a continuar igual? ¿Seguirás considerando que no es responsable de sus actos y cerrarás los ojos? Las dimensiones del asunto de Vanessa Willard son muy distintas a todo lo anterior, y lo sabes. Secuestro, privación de libertad, intento de extorsión y, al final, asesinato. Aunque hubiera conseguido liberarse, cosa bastante improbable, estaba clarísimo que él había consentido que muriera. Una muerte atroz. Pasaría mucho tiempo en la cárcel. Y con razón.
»¿Seguirás viviendo con él como si no pasara nada? Ah, y Nora, no te olvides de Damon. Ni de las cincuenta mil libras. Damon no se retirará discretamente a un segundo plano porque Ryan tenga que solucionar un problema más grave. Se presentará el 30 de junio y no está muy claro que sus cobradores se den por satisfechos aplicándole un castigo ejemplar solo a él. Quizá tú también recibas tu parte. Te has mezclado con un criminal. Y si no le das un vuelco a la situación, entrarás en el mundo de la delincuencia. Es muy bonito eso de la mujer fuerte que arrastra a la luz al hombre fracasado, pero ahora da la impresión de que es el hombre fracasado el que arrastra a la mujer fuerte al infierno.
»¿Por qué nunca habías pensado que también podía darse esa versión?».
Debido a la celebración del sexagésimo aniversario de la ascensión de la reina al trono, la semana laboral comenzó el miércoles. Aunque el fin de semana largo era muy indicado para ir a Yorkshire, Nora no insistió más. Tanto Ryan como ella se encontraban en un estado de conmoción que los paralizaba, circunstancia poco propicia para solucionar los incontables problemas que tenían, pero no lograban reunir fuerzas para acometer nada, ni siquiera Nora, una mujer práctica y con los pies en el suelo. Había pasado varias noches sin dormir apenas y, cuando llegó al hospital, Vivian la miró con cara de verdadero estupor.
—¿Estás enferma? Tienes muy mal aspecto. ¿Te pasa algo?
—No —contestó Nora, y se dio la vuelta.
«Salvo que mi vida se ha ido al garete, y lo peor es que no se lo puedo contar a nadie. No puedo pedir consejo ni ayuda. Si alguien se enterara de la historia de Vanessa Willard, se desmayaría y, al despertar, iría corriendo a la policía.»
Esa mañana tenía muchos pacientes seguidos y solo pudo beber un poco de té, pero no se tomó ni un respiro, aunque tal vez fuera mejor así. Afortunadamente era una profesional con suficiente experiencia para ejecutar los programas de ejercicios rutinariamente mientras tenía la cabeza en otro sitio. Dos pacientes también le comentaron que parecía enferma, pero ella le quitó importancia al asunto.
—Últimamente no duermo bien. A veces me ocurre. Se me pasará enseguida.
A mediodía se quedó en el vestuario mientras sus compañeras salían al jardín con sus bocadillos y el café. Hacía buen día, seco y con un poco de viento. Confió en que nadie se daría cuenta de que se quedaba. No quería oír más preguntas cargadas de preocupación. No podía contestarlas.
Acababa de ponerse cómoda y de desenroscar la tapa del termo con el té, contenta por la tranquilidad y la penumbra que había en la sala, cuando llamaron a la puerta. Una mujer asomó la cabeza.
—¿La señorita Nora Franklin? —preguntó, y le enseñó una acreditación—. Soy la inspectora Olivia Morgan. Ya nos conocemos. Estuve en su casa hace unas semanas.
Nora se incorporó. Recordaba a la policía. Había hablado con Ryan del ataque a Debbie. ¿A qué venía ahora? El corazón se le aceleró. Confió en que no le notara el miedo.
—¿Sí? —dijo en tono interrogativo.
Un hombre apareció detrás de Morgan.
—El sargento Jenkins —los presentó la inspectora, y se apartó un mechón de pelo de la frente—. Sus compañeras nos han dicho dónde podíamos encontrarla.
Probablemente se habían perdido dentro el hospital.
—Tengo un paciente ahora mismo —afirmó Nora.
Morgan hizo un gesto negativo con la cabeza y, sin que nadie se lo pidiera, se sentó en una silla plegable. El sargento Jenkins se quedó en la puerta, apoyado en el quicio. Parecía que le diera vergüenza entrar en un vestuario de mujeres.
—Hemos visto el horario que le toca hoy —dijo Morgan—. No tiene ningún paciente hasta las dos. O sea que nos queda media hora larga para charlar.
—Usted dirá —replicó Nora, alerta.
Teniendo en cuenta lo ocurrido, la aparición de la policía en la clínica no podía significar nada bueno.
Resultó que se trataba del caso de Alexia Reece, la desaparecida de Swansea. Nora contestó afirmativamente a la pregunta de la inspectora: sí, había leído algo de ese suceso.
—Sería muy largo explicarle todos los detalles —comentó Morgan, una forma educada de decirle que no pensaba ponerla al corriente de los pormenores de la investigación—, pero seguro que también ha leído que el caso Reece presenta un paralelismo notable con otro que sucedió hará unos tres años en Pembrokeshire: el de la señora Vanessa Willard.
—Sí —dijo Nora.
Empezó a sudar. Se echó el flequillo hacia delante. Seguro que se le veían gotas de sudor en la frente.
—Hemos recibido la información de que alguien con un Corolla azul bastante viejo ha estado vigilando la casa de Matthew Willard, el marido de Vanessa Willard.
—Un Corolla azul —repitió Nora con voz apagada.
Morgan la miró inquisitiva.
—Le seré sincera, señorita Franklin. No tenemos la matrícula completa, pero sí una parte, y con eso podemos reducir considerablemente el número de vehículos en cuestión. Y usted entra en ese grupo.
—Yo… no creo que pueda ayudarles —dijo Nora.
Carraspeó. La voz le sonó extraña. Vigilar a Matthew Willard. ¿Para qué?
—¿Conoce a Jenna Robinson, que vive en Swansea? —preguntó Morgan.
—No. ¿Quién es?
—La nueva pareja de Matthew Willard. Vio el vehículo aparcado delante de su portal y le llamó la atención. El sábado estuvimos preguntando en la calle de Mumbles en la que vive Matthew Willard y ayer por la noche nos llamó una vecina que pasó fuera el fin de semana y se enteró tarde de nuestras pesquisas. Ella también se había fijado en ese vehículo y le había chocado. Por suerte, incluso recordaba parte de la matrícula.
—Yo no he estado vigilando a nadie —dijo Nora—. ¿Por qué iba a hacerlo?
—Usted no, señorita Franklin. En el interior del coche había un hombre joven. La descripción coincide bastante con su… ¿Cómo debo llamarlo? ¿Inquilino? ¿Compañero de piso? ¿Pareja?
—¿Se refiere a Ryan Lee?
No ganaba para sustos. Mierda, mierda, mierda. No se lo había contado todo. Pensó en las horas que Ryan pasaba fuera con su coche, en teoría para ir a ver a Debbie o, simplemente, «para dar una vuelta». No dudó ni por un instante de que era él quien rondaba la casa de los Willard y de la tal… ¿Cómo se llamaba? Jenna Robinson. ¿Qué pretendía? ¿Ver si Vanessa andaba por allí? Ojalá, lo deseaba con toda su alma. ¿Y si también estaba implicado en la desaparición de Alexia Reece?
Se dio cuenta de que la inspectora Morgan la observaba con insistencia. Probablemente no se le escapaba que estaba pensando febrilmente.
—Yo no sé nada —dijo, y le pareció que su voz no sonaba natural—. Ryan coge el coche cuando puede y yo no le pregunto qué hace ni adónde va. No tenemos una relación tan íntima, inspectora. —«¡Por desgracia!»—. No puedo ayudarla —prosiguió—. Lo siento. Tendrá que preguntárselo a él. Trabaja en…
—Ya hemos estado allí —la interrumpió Morgan—, en la copistería de Dimond Street. Había salido a comer y lo hemos esperado un rato, pero no ha vuelto. Encontramos su chaqueta colgada en el perchero, con la cartera y la documentación. Hemos dejado a un policía vigilando. Confiamos en que se deje ver pronto. No podrá ir muy lejos sin dinero.
¿Se lo habría olido? ¿Habría puesto pies en polvorosa?
—No sabemos qué le ha ocurrido a Alexia Reece —dijo la inspectora—, pero ciertos indicios apuntan a que la cosa no iba con ella. La atacaron, pero quien tenía que ir en el coche era Jenna Robinson. Es posible que le tuvieran echado el ojo. Por eso nos interesa saber quién y por qué la estuvo vigilando unos días.
—Sí, claro.
«¡Dios mío! No se le habrá ocurrido planear otra vez lo mismo porque está en una situación desesperada, acorralado y amenazado por Damon y sus hombres, ¿verdad? No habrá vuelto a secuestrar a una mujer para conseguir dinero, ¿no? ¿Y por qué la pareja de Willard? Y la ha confundido. ¿Por eso se derrumbó la semana pasada? ¿Porque se enteró por el periódico de que se había equivocado de víctima?
»Pero entonces ¿por qué me lo ha contado? ¿Por qué me ha hecho cómplice? ¿Por qué no ha seguido con la boca cerrada?»
—¿Sabe dónde está Ryan Lee? —preguntó Morgan con voz tranquila.
Nora respiró hondo.
—No —contestó, y en eso podía ser sincera—. No lo sé, inspectora, de verdad. Y no sabía que había estado observando a esas personas. No puedo hacerme a la idea. ¿No sería otro coche?
—Es posible —dijo Morgan, pero, evidentemente, no lo creía—. Pasan cosas muy raras con Ryan Lee, ¿no cree? Primero, la historia de su ex novia, a la que atacaron en Swansea. Y ahora esto. ¿Qué sabe usted realmente del hombre que ha acogido en su casa, señorita Franklin?
—Lo suficiente para confiar en él, inspectora. Ha hecho muchas tonterías en la vida, pero no es mala persona.
«¿Cómo puedes mentir tanto, Nora?»
Morgan se levantó.
—Tenga cuidado, señorita Franklin. Las personas no van a parar a la cárcel solo porque sean débiles. Frágiles, pero buenas en el fondo, como a muchos les gusta pensar. A veces van a la cárcel porque son malas de verdad. No tienen moral, ni conciencia ni escrúpulos. Y son capaces de engañar a los demás. —Le dio una tarjeta—. Tenga, aquí tiene otra vez mi número. Llámeme si se entera de algo. Tenemos que hablar urgentemente con el señor Lee. Y a usted se le pueden complicar las cosas si sabe dónde está y no nos lo dice. A eso se le llama obstaculizar el trabajo de la policía.
—No sé dónde está, se lo aseguro.
Comprendió que la inspectora Morgan y su compañero no le creían. Pero, por lo menos, se marcharon. No habría aguantado un minuto más, se habría echado a llorar y la situación habría acabado en fiasco. Esperó a que los policías llegaran al ascensor y se levantó. Le temblaban las piernas, apenas la sostenían. Causaría muchos problemas, pero iba a cancelar las visitas de la tarde. Estaba enferma.
No podía más.