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La noche del viernes siguiente me fijé por casualidad en el Toyota azul. Matthew estaba en mi casa, como todas las noches. En un pacto silencioso, habíamos escogido mi apartamento como punto de encuentro y lugar de convivencia y habíamos eliminado su casa y, por tanto, la de Vanessa. No sé si habría ocurrido lo mismo si Alexia no hubiera desaparecido y lo sucedido en torno a Vanessa no se hubiera removido otra vez. En cualquier caso, habíamos dado un paso de gigante, quizá incluso cien pasos de gigante: el Matthew de antes del pasado viernes se habría apartado al instante de mí en vista de los acontecimientos y se habría esfumado.

El Matthew actual se aferraba al hecho de que habíamos iniciado una relación y éramos pareja. Sin embargo, parecía más encerrado en sí mismo y más hermético. En su interior pasaba mucho más de lo que aparentaba.

La noche del 1 de junio se anunciaba lluviosa, las temperaturas descendieron notablemente y una brisa fría procedente del mar soplaba en tierra firme. Abrimos todas las ventanas del techo para que entrara el aire fresco. Matthew estaba en el sofá, trabajando todavía con el portátil, y yo ojeaba folletos y planes de estudio que había ido a buscar a la secretaría de la universidad. Max dormía en su manta, roncando ligeramente. Por la tarde había salido de la redacción hacia las cuatro y había pasado un momento por casa de Ken. No había novedades, pero tampoco lo esperaba, solo quería verlo y hacerle saber que no estaba solo. Lo bueno, si es que podía hablarse de algo bueno en semejante situación, era que la obligación de cuidar a los niños y la casa no le permitía estar sin hacer nada, deprimido y dándole vueltas. Me dijo que no podía dormir por las noches, y se le notaba: estaba al borde de la extenuación. Tenía que aguantar por los niños y confié en que no gastara en ellos todas las energías, sino que también se las dieran de alguna manera. Igual que había hecho Matthew durante tres años, Ken no paraba de pensar en lo que podía haber sucedido.

—¿Y si quería irse? —preguntó mientras, sentados en la cocina, nos tomábamos el café que había preparado—. ¿Y si no soportó más la presión? Estaba al borde de un ataque de nervios, Jenna, y quizá solo quería marcharse. Desaparecer, no oír nada más, no ver nada más.

—Pero entonces ¿por qué toda esa puesta en escena? —repliqué—. ¿Para qué imitar la desaparición de Vanessa?

—Para despistarnos —señaló Ken—. Nadie sabe lo que le ocurrió a Vanessa, pero la policía dio a entender claramente que se decantaba por la hipótesis del crimen. Ahora esa teoría cobra aún más sentido, tanto en lo que respecta a Vanessa como a Alexia. Y si la policía emprende la búsqueda de la víctima de un crimen, no se concentra en buscar a una mujer viva. ¿Comprendes lo que quiero decir?

—Sí, pero me parece un plan demasiado sofisticado para una mujer que actuó porque había perdido los nervios. Además, Alexia no supo hasta poco antes que se encargaría de buscar los temas para el reportaje. Se pone en camino sin pensárselo mucho, pierde los estribos, decide desaparecer y huir de todos sus problemas y, ¿entonces va y reconstruye con la cabeza fría la imagen que unos años antes publicó la prensa al informar sobre la desaparición de su amiga? Además, ¿cómo iba a salir luego de ese lugar solitario? ¿Haciendo autoestop? Eso no habría sido muy discreto, sabiendo que la buscarían, ¿no? Yo más bien creo que, si no hubiera querido que la localizaran bajo ningún concepto, se habría ido a la otra punta de Inglaterra, conduciendo su coche a toda velocidad, y allí se habría escondido en algún sitio.

—Es probable —admitió Ken.

Apoyó la cabeza entre las manos y se quedó mirando la mesa. Era la misma pesadilla que había vivido Matthew: cavilar, conjeturar, darle vueltas y más vueltas, saltar de una teoría a otra, y acabar siempre con la certeza de que no se sabía nada.

Me contó que la inspectora Morgan iba a verlo cada día, pero que le daba la sensación de que ella y sus colegas no avanzaban.

—El llamamiento que hicieron el martes a través de la prensa ha tenido respuesta, pero ninguna de las informaciones que han recibido les ha «entusiasmado», como dice la inspectora. Evidentemente van a investigar todos los indicios, pero me da la impresión que no confían en que sirva de mucho.

Al final, Ken tuvo que ponerse a preparar la cena y yo me fui a casa con el corazón encogido y con la sensación de que no hacía lo suficiente por el marido desesperado de mi mejor amiga. Pero no sabía qué podía hacer. ¡Era todo tan embrollado y confuso!

Matthew seguía concentrado en el ordenador, pero Max alzó la cabeza, bostezó, se levantó, se desperezó y se dirigió a la puerta de la entrada, donde se quedó moviendo la cola.

—Creo que Max quiere salir —dije—. Voy a dar una vuelta con él por el parque, ¿de acuerdo?

Matthew murmuró algo. Cogí la correa y salí del apartamento.

Caminamos un buen rato. Cuando volvimos a casa eran ya las diez, pero justo empezaba a oscurecer.

La magia de las noches de junio.

Vi el coche azul aparcado frente a la puerta de mi casa y lo supe. Era el mismo coche que me había llamado la atención unas cuantas veces. Con un hombre dentro, que pasaba horas allí sentado, sin moverse, y parecía esperar a alguien. O tal vez observaba algo. O a alguien. Me extrañaba mucho, pero dejé de darle vueltas. Sin embargo esa noche, teniendo en cuenta lo ocurrido, todo adoptó otro cariz.

Al acercarme, comprobé que no era el coche que otras veces me había parecido curioso, sino otro distinto. Era del mismo color, pero de otra marca. Y no había nadie dentro. Un coche intrascendente. Pero tuvo su importancia: me refrescó la memoria.

Llamé por teléfono a la inspectora Morgan y me extrañó encontrarla todavía en la oficina a esas horas, un viernes por la noche.

—Se nos ha acumulado mucho trabajo en las últimas semanas —contestó cuando se lo comenté—, y la semana que viene empieza con dos días de fiesta seguidos. Así que tengo que darme prisa. ¿Qué ocurre?

Le conté lo del coche y el hombre que se quedaba sentado dentro, observando los edificios sin moverse. Morgan reaccionó con mucho interés.

—¿Qué edificios observaba? ¿La casa en la que vive usted?

—No sabría decirle —admití—. No le presté mucha atención. Pero sí, es posible que fuese mi casa. Algunas veces aparcaba justo enfrente y otras, un poco más abajo o más arriba.

—¿Y seguro que el coche que se lo ha recordado no es el mismo?

—Segurísimo. Es un Renault, y el otro era un Toyota —respondí.

—¿Entiende de coches?

—No mucho, pero hasta ahí llego. Era un Toyota Corolla, eso podría jurarlo —aseguré.

—¿Y la matrícula…?

—No lo sé. No me fijé. No sospechaba que…

—No tenía por qué —dijo la inspectora Morgan cuando me interrumpí, pero se la oía desilusionada—. Un Toyota Corolla azul. Hum.

Comprendí en qué pensaba: «Los habrá a miles».

—¿Podría describir al hombre que había dentro? —preguntó, esperanzada.

Me esforcé cuanto pude por recuperar la imagen que había tenido ante mis ojos.

—Creo que era joven —dije, algo dubitativa—, no llegaba a los cuarenta. Rubio, con el pelo un poco largo y revuelto. Diría que tenía la cara bastante chupada. Sí, casi demacrada. —Por mucho que quisiera, no se me ocurrió nada más—. Eso no la ayudará mucho, ¿verdad?

—Por supuesto que sí. Sus observaciones son sumamente importantes y ha hecho lo correcto llamándome enseguida —replicó Morgan—. ¿No sabrá por casualidad si al señor Willard también le ha llamado la atención un coche así aparcado en su calle, en Mumbles?

Evidentemente, antes de telefonear a la inspectora le había comentado mi descubrimiento a Matthew.

—Matthew Willard está aquí conmigo, inspectora —dije—, y no recuerda haber visto el coche. Lo siento. Quizá no tiene nada que ver con el caso.

—Pero quizá sí. Interrogaremos a los vecinos del señor Willard. A veces es sorprendente lo que recuerda la gente cuando se le plantean preguntas concretas. Si no llegamos a ninguna parte con el coche, seguramente le pediré que venga a comisaría a elaborar un retrato robot del conductor. Es posible que recuerde algunos detalles si nos ocupamos exhaustivamente de su cara.

Yo creía que no. Solo me había fijado en él un momento. No tenía ni idea de cómo tenía los ojos, la nariz y la boca, la frente o las orejas. Ni siquiera habría sabido decir si iba bien o mal afeitado ni qué llevaba puesto. Aun así acepté, por supuesto.

—Claro. Llámeme si me necesita, inspectora. Por lo demás…, no hay novedades, ¿verdad?

—Por desgracia, no. Trabajamos incansablemente en una serie de pistas, pero de momento no se perfilan resultados. No obstante, no cejaremos, y en este caso me siento optimista.

No di el menor crédito a la última frase. La inspectora Morgan no se sentía optimista. Pero, naturalmente, yo no era la persona con la que hablaría de sus dudas y preocupaciones.

Nos despedimos y terminamos la conversación. Me quedé de pie en medio de la sala, eché la cabeza atrás y por la ventana abierta del techo contemplé el cielo, que finalmente oscurecía. Estaba plagado de nubes y el aire ya olía a la lluvia que comenzaría a caer en cualquier momento.

«¿Por qué nos haces esto, Alexia? ¿A tus hijos y a Ken? ¿A mí? Desde lo de Vanessa, sabes cuánto sufre la gente cuando alguien cercano desaparece sin más. Lo has visto en Matthew durante años. Si has huido, tenías que saber lo que significaría para tu familia. ¿Por qué?»

En el mismo momento en que pensé la pregunta, supe la respuesta: Alexia no había huido. La Alexia que yo conocía desde la niñez no huía. Podía ser impulsiva y actuar precipitadamente, podía tomar decisiones en caliente, aceleradas y, por último, equivocadas, era una persona muy sensible y a veces parecía impredecible. Pero no huía. No se escondía. No se escaqueaba.

Conocía bien a Alexia y estaba completamente segura.

Le había ocurrido algo terrible. Algo en lo que ella no había influido y que no había querido. Algo que no había podido evitar.

Quizá estaba muerta. Quizá la habían secuestrado y la retenían en algún sitio. Sufría un infierno terrible y pedía ayuda.

Rompí a llorar y, en ese mismo instante, me cayeron las primeras gotas de lluvia en la cara. Me quedé allí quieta, con los brazos colgando, paralizada por las preocupaciones y el miedo, y fue una suerte que Matthew estuviera allí, cerrara de inmediato todas las ventanas y me abrazara para consolarme. Lloré sobre su hombro mientras Max se me acercaba y me lamía la mano. La lluvia golpeaba contra el tejado.

Aunque en cierto modo fuera absurdo, lloré aún más al pensar que Alexia se mojaría y tiritaría de frío.

Quería estar con ella, quería salvarla, protegerla.

Presentí que no estaba en mi mano.