Martes, 29 de mayo. Ryan tenía la sensación de oír el tictac de un reloj. O de una bomba de relojería. Minutos, horas, días. Pocas veces había tenido la impresión de que el tiempo pasaba volando. En la cárcel avanzaba con lentitud y, además, no lo percibía conscientemente. Pero el tiempo corría y, como es bien sabido, siempre a la misma velocidad.
Sin embargo, ahora iba a galope tendido. Mayo estaba a punto de acabar. Pronto quedaría solo junio. Nora insistía en ir a Yorkshire el fin de semana a hablar con Bradley y Corinne. Ryan se ponía enfermo cada vez que se lo proponía. No sabía con exactitud si era porque temía perder la debida compostura cuando le pidiera el dinero al odioso de Bradley o si la cosa era un poco más complicada: quizá tenía un miedo profundo y terrible al instante en que su padrastro se negara directa y rotundamente a prestarle ayuda. De momento aún existía un pequeño rayo de esperanza, después no le quedaría nada. Era absurdo no intentarlo siquiera por ese motivo. Pero lo que determinaba en gran medida la vida de Ryan en esos momentos no era la lógica, sino el pánico.
Estaba desayunando, tomando café, pero el pan seguía en la tostadora, ni siquiera lo había tocado. Lo primero que hacía al despertar por la mañana era pensar en Damon, y se le esfumaba el apetito. Unos minutos más tarde, Nora se sentaría delante de él y le preguntaría si ya había tomado una decisión sobre el viaje a Yorkshire. Le diría que no y ella intentaría convencerlo.
Igual que los últimos días.
Hojeó el periódico. No le interesaba nada de lo que pudiera haber en la prensa, tenía problemas muy graves para que le importara lo que pasaba en el país y en el mundo, pero quizá las fotos y toda la mierda que habían escrito lo distraerían un poco. En Londres se había celebrado una gran fiesta a la que habían acudido muchos miembros de la alta sociedad, había unas cuantas imágenes de mujeres con elegantes vestidos de noche y hombres con trajes oscuros. Observó las joyas que las mujeres llevaban en el cuello, las orejas y los brazos. Una de esas pulseras, un anillo, una cadena, seguramente lo habrían ayudado a salir de apuros. Las mujeres exhibían sus joyas con mucha tranquilidad, como si no se les hubiera ocurrido pensar ni por un instante que la visión de esas imágenes podía suscitar odio puro en otras personas. ¿Cómo iban a imaginar que la vida de un hombre podía depender de cincuenta mil libras?
«Otro mundo —pensó—, en realidad no vivimos en el mismo planeta.»
Echó una ojeada a la última página.
Y se quedó petrificado.
Vanessa Willard lo miraba.
Vertió un poco de café al dejar la taza con mano temblorosa. Tenía que ser un error. Aquella no era Vanessa, ¡imposible! Sería una mujer que se le parecía horrores.
Casi no se atrevió a leer el pie de foto: «Desaparecida sin dejar rastro desde agosto de 2009: Vanessa Willard, profesora en la Universidad de Swansea».
Era ella. No se había equivocado. Y en el fondo lo sabía. Porque si algo se había grabado a fuego en su memoria era el rostro de la mujer que…
Se llevó las manos a los ojos. «¡No lo pienses!»
Tardó unos instantes en retirar las manos. Era inútil, tenía que saber de qué trataba el artículo. ¿Por qué diantre volvían a sacar a Vanessa en el periódico ahora, casi tres años después de su desaparición?
Leyó el titular: «¿Un crimen? Un caso misterioso parece repetirse».
Entonces vio la segunda fotografía de la página. También era de una mujer, también rubia, más o menos de la edad de Vanessa. Debajo ponía: «Desaparecida desde el sábado: Alexia Reece, 35 años, periodista de Swansea».
Con una desesperación creciente, leyó por encima el texto que narraba la enigmática desaparición de Alexia Reece. Luego volvían a presentar el caso de Vanessa Willard, la misteriosa desaparición de una mujer de la que, hasta ahora, no se había encontrado ni rastro. Y para que el caso resultara todavía más impenetrable, se había comprobado que Vanessa Willard y Alexia Reece se conocían y eran amigas. Por lo visto a las dos mujeres las había alcanzado el mismo destino, pero no existía el menor indicio de cuál podía ser ese destino. La policía no tenía ninguna pista y solicitaba la ayuda urgente de la población. ¿Alguien había visto a Alexia Reece el sábado 26 de mayo, por la zona de Fishguard? ¿Alguien se había fijado en el vehículo aparcado en el parque nacional de la costa de Pembrokeshire? ¿Alguien había observado algo sospechoso en las cercanías del aparcamiento? Se indicaba un número de teléfono al que se podía llamar en caso de tener alguna información.
«Cuatro niños esperan ansiosos a su mamá.» El artículo acababa con esa frase llena de patetismo.
Ryan se quedó mirando la página. Tenía ganas de vomitar.
No podía ser casualidad. Y estaba claro que la policía pensaba lo mismo. Alguien había reproducido la escenografía de manera muy calculada. La policía sospechaba que el culpable de la desaparición de Vanessa Willard estaba relacionado con Alexia Reece, pero no se podía excluir la participación de un imitador. Los pormenores del caso antiguo se habían publicado durante semanas en distintos periódicos y todavía podían consultarse en internet. Por lo tanto, cualquiera habría podido reproducir el caso Willard.
Ryan estaba seguro de una cosa: el autor del primer caso no era el mismo que el del segundo. Pero estaba convencido de que el asunto tenía que ver con el del primer caso, es decir, con él. Después de todo lo que había sucedido en su entorno, de lo que les había ocurrido a Debbie y a su madre, no podía pensar que no tuviera nada que ver con él. Y eso significaba que alguien sabía que él había secuestrado a Vanessa Willard.
No podía ser Damon. Imposible. Ni idea de cómo podría haberlo descubierto. Y sobre todo, si lo supiera, haría tiempo que se lo habría demostrado de forma mucho más directa. Con semejante bomba en las manos, no le habría hecho falta dar un rodeo a través de Debbie y Corinne.
Además, en todo el mundo solo había una persona que pudiera relacionarlo con la desaparición de Vanessa, y era la propia Vanessa. Lógicamente lo hizo todo camuflado, de incógnito, pero ¿acaso las cosas no se desarrollan a veces de un modo absurdo? Al cabo de casi tres años, Vanessa descubría quién la había secuestrado. Sin darse a conocer, ponía en marcha una pérfida campaña de venganza. Contrataba a unos hombres para que se encargaran de Debbie. Contrataba a unos hombres para que se encargaran de Corinne. Y empezaba a tensar la soga. Alexia Reece, una amiga suya. Ryan no sabía qué le habría hecho, pero era la señal más ruin.
Quería acabar con él. ¿Qué sería lo siguiente?
Intentó coger la taza de café, pero no lo hizo porque le temblaban mucho las manos. Se sobresaltó al ver aparecer a Nora de pronto junto a la mesa.
—Buenos días, Ryan. Yo… —Se interrumpió—. ¡Dios mío! ¿Qué te pasa? ¡Tienes muy mal aspecto!
Ryan se frotó la cara. Por lo visto, se le reflejaba el estado de ánimo en el rostro.
—No… me encuentro bien —murmuró.
—Pareces enfermo —constató Nora, y le puso la mano en la frente—. No parece que tengas fiebre. Pero estás más blanco que la pared. ¡Y te tiemblan las manos!
Ryan le dio la vuelta a la página que acababa de leer. No quería que Nora sacara conclusiones que la acercaran peligrosamente a la verdad.
—Vamos a llamar a Dan —dijo Nora— y le decimos que hoy no vas a trabajar.
—No…, no hace falta —susurró él. Quedarse en casa aún sería peor.
Nora se sentó enfrente y se sirvió café, pero no apartó en ningún momento la mirada de él.
—¿Has vuelto a… tener noticias de Damon? —preguntó bajando la voz sin querer.
—No. No me ha dicho nada.
Nora bebió un sorbo de café y dejó la taza con un gesto enérgico.
—Pero se trata de Damon, ¿no? ¿O de Bradley? No soportas la idea de tener que pedirle el dinero. Ryan, piensa que…
Intentó convencerlo, pero Ryan no la escuchaba. Solo oía su voz como un rumor lejano. Una oleada de náuseas volvió a embestirlo al pensar en lo que tenía que hacer para aclarar las cosas: volver al valle del Zorro, retirar las piedras de la entrada, si aún seguían allí apiladas, cosa que suponía, registrar la cueva. Si Vanessa había escapado y maquinaba la venganza, se habría ocupado de que nadie pudiera descubrir su lugar de encierro. Con las piedras en la entrada era prácticamente imposible encontrar la cueva.
Se imaginó avanzando a tientas y agachado por el estrecho paso a través del que se había deslizado ágilmente de niño y que hacía muy difícil que un hombre adulto entrara en la cueva. Más aún si… arrastraba a una mujer que empezaba a despertarse… de la anestesia…
Tragó saliva. Dios, ¡qué mal se encontraba! Pronto vomitaría encima de la mesa.
¿Estaría abierta la tapa de la caja? Aunque la encontrara todavía atornillada, tendría que mirar dentro. De lo contrario, seguiría en la incertidumbre.
Se le nubló la vista. Al final, Nora tendría razón. No podría ir a trabajar. Nunca se había encontrado tan mal. Enfermo, destrozado y desesperado. ¿Cómo lo conseguiría? Durante años, ni siquiera había sido capaz de pensar en aquel atardecer del año 2009. Volver allí significaría revivirlo todo. Revivir la pesadilla, toda aquella locura.
Entonces oyó las palabras de Nora:
—Y por eso tenemos que ir a Yorkshire este fin de semana.
—Tenemos que ir al valle del Zorro —dijo Ryan, con una voz que no parecía la suya.
Nora lo miró desconcertada.
—¿El valle del Zorro? ¿Qué es? ¿Dónde está?
Ryan no podía más. No podía hablar, no podía pensar. Ni siquiera podía mantenerse erguido. Estaba acabado.
Se desplomó hacia delante y se dio de cabeza contra la mesa. El café caliente le salpicó la piel. Oyó que una taza se rompía al chocar contra el suelo. Deseó perder el conocimiento, huir de todo al menos unos momentos. El pánico, un pánico cerval, lo atenazaba.
Una mano se deslizó por debajo de su frente.
—Ryan, ¿qué te pasa? Por favor, dime qué te pasa.
Ryan volvió la cabeza. La miró a los ojos. Nora se había arrodillado junto a él y estaban cara a cara. Parecía muy preocupada, pero a la vez irradiaba dulzura y serenidad. Trataba con pacientes a diario, a menudo con personas desesperadas que sufrían dolores o no podían mover el cuerpo con normalidad. No perdía la calma cuando alguien se derrumbaba anímicamente en su presencia.
—Cuéntamelo —dijo Nora—. Cuéntame qué te pasa.
Ryan seguía con la cabeza encima de la mesa, en medio de un charco de café. Las lágrimas le rodaban por las mejillas, pero no se daba cuenta porque tenía la piel mojada de café.
Comenzó a hablar.