9

Me dormí de madrugada, cuando el aire que entraba en mi apartamento por la ventana del techo ya refrescaba. Me desperté a las ocho tocadas. Lo primero que hice fue mirar el móvil, pero nadie me había enviado un SMS ni me había llamado. Tampoco encontré ningún mensaje en el contestador. Telefoneé a Ken y me contestó al primer tono. Seguramente estaba pegado al teléfono, y eso no era una buena señal.

—¿No has tenido noticias de Alexia? —pregunté de inmediato, aunque más bien lo afirmé.

Ken parecía terriblemente cansado.

—No. Me he pasado toda la noche llamándola al móvil. Pensé que así se pondría nerviosa y… Pero nada.

—A lo mejor lo apagó. Dios mío, Ken, no has dormido nada, ¿verdad?

—Lo he intentado, pero no estaba tranquilo en la cama. Así que he vuelto a levantarme, me he preparado un café tras otro y he intentado localizar a mi mujer. Jenna, esto es… ¡Aquí pasa algo raro!

—Oye, mira, ahora mismo me acerco a tu casa —propuse.

—No puedo ir a buscarte —dijo Ken—. El coche lo tiene Alexia.

—No te preocupes, cogeré el autobús. ¡Hasta ahora!

Colgué, fui al cuarto de baño, me duché, me vestí, me preparé un café y me arreglé para irme. Todavía tenía el pelo mojado cuando salí de casa.

Mientras me dirigía a la parada del autobús, sonó el móvil. Era Matthew, que quería desearme buenos días. Creía que me encontraría a medio camino del parque nacional de Pembrokeshire y se asustó cuando le conté lo que había pasado.

—¿Dónde estás? —preguntó.

—En la parada del autobús —le expliqué—. Voy a ver a Ken. Está destrozado.

—Yo también voy —dijo Matthew—. ¡Nos vemos allí!

Era domingo y había menos autobuses, así que tuve que esperar una eternidad hasta que por fin pasó uno de la línea que me interesaba. Cuando llegué a casa de Ken, Matthew ya estaba allí. Los encontré tomando café a la mesa de la cocina, comentando la situación con cara seria. Max estaba en el comedor con Evan, que le acariciaba la barriga.

Me dio la impresión de que Matthew tenía remordimientos. La idea de ir a la bahía de Cardigan y pasar la noche en Newport había sido suya, y consideraba que había desencadenado la desgracia. Repliqué de inmediato a lo que él insinuaba.

—No, tú no podías preverlo. No has visto a Alexia desde hace semanas y no sabías que estaba tan mal. Yo sí que tenía que haber comprendido que era un error aplazar lo que habíamos convenido. Alexia está de los nervios, lo sé desde hace tiempo. Aun así, no lo valoré como debía. Lo siento mucho.

Ken no levantaba la vista de su taza de café. Se notaba que no había dormido en toda la noche.

—Por favor, Jenna, no te hagas reproches. Y tú tampoco, Matthew. Vosotros os habéis comportado con normalidad. Alexia ha tenido una reacción exagerada, pero no es culpa vuestra. Nadie podía sospechar que perdería los estribos hasta este punto. Si alguien tiene que asumir responsabilidades, soy yo. Yo estaba con ella el viernes por la noche. No tenía que haberla dejado marchar a la mañana siguiente.

Matthew negó con la cabeza.

—¿Cómo se lo habrías impedido, Ken? Ella quería ir y tú no tenías ningún derecho a prohibírselo. Y tampoco ninguna posibilidad.

Ken suspiró. Daba la impresión de que la cabeza se le caería en cualquier momento encima de la mesa y, a pesar de la preocupación y la pena, se dormiría. Casi no podía mantener los ojos abiertos.

—Ken, vete un rato a la cama —resolví—, Matthew y yo nos ocupamos de todo. No ganaremos nada si te derrumbas.

Ken estaba tan al límite de sus fuerzas que se sometió a mis deseos sin rechistar. Cuando ya había subido a su dormitorio, Matthew y yo nos miramos.

—Puede que no sea nada —dije—. Conozco a Alexia. Es posible que lo haya montado todo porque estaba enfadada y alterada. Ken le dio a entender que, en su opinión, había perdido el norte. Y Alexia no permite que le digan algo así sin reaccionar de alguna manera.

—Eso espero —murmuró Matthew.

Después de lo que había vivido, no era muy optimista en lo concerniente a un feliz desenlace de la funesta historia. Estaba muy preocupado y se le notaba.

Mientras Ken dormía, Matthew fue a dar un paseo con Max y se llevó a Kayla y a Meg, las dos hijas mayores. Entretanto, yo cuidé de los pequeños y recogí la cocina y puse la lavadora, ante la cual se amontonaban verdaderas pilas de ropa sucia. Cuando Ken reapareció al cabo de tres horas, la cocina estaba limpia y ordenada y olía a café recién hecho; el tendedero plegable estaba al sol en la terraza, con ropa acabada de lavar, los niños habían tomado leche con cacao y panqueques, y yo incluso había encontrado fuerzas para pasar la aspiradora por el comedor. No obstante, estaba hecha polvo. Nunca había pensado que llevar una casa con cuatro niños pudiera ser tan arduo. Un día en la redacción no era nada comparado con el jaleo y el estrés que se soportaba en casa de los Reece en tan solo unas horas.

—¿Dónde está Matthew? —preguntó Ken. Parecía algo recuperado, pero el miedo y la preocupación se reflejaban en sus ojos.

Señalé hacia el exterior, donde Matthew se ocupaba de reparar un coche de juguete de Evan.

—Lo tenemos todo controlado —dije—. Puedes dormir un poco más.

Ken hizo un gesto negativo con la cabeza.

—He estado pensando. No espero más. Voy a ir a la policía.

—Sabes que es muy probable que Alexia entre sana y salva por la puerta dentro de unas horas —señalé.

—Aun así. Si pasase eso, luego retiraría la denuncia. Tengo que hacer algo, Jenna, o me volveré loco.

Lo comprendí. Matthew se ofreció a acompañarlo y Ken aceptó, agradecido. Se fueron en el coche de Matthew en busca de la comisaría más cercana a sacar al policía de turno de la calma dominical. Hacía un día soleado y muy apacible. Parecía imposible que en algún otro sitio pudiera haber más ajetreo que en aquella urbanización adormecida. Salvo por el barullo que armaban los hijos de Alexia, pero eso parecía formar parte del día, igual que el gorjeo de los pájaros y el zumbido de las abejas.

Como era de esperar, Matthew y Ken volvieron más decepcionados que fortalecidos. En comisaría había más jaleo del que cabía imaginar. Por lo visto, los domingos y los días muy calurosos eran propicios para las peleas graves en muchas familias y se recibían muchos avisos pidiendo auxilio. Pasó mucho rato hasta que un policía redactó la denuncia de la desaparición y, según dijo Ken, deprimido, seguro que no se volcarían enseguida en iniciar la búsqueda de Alexia. El agente tomó nota de todo, pero les advirtió que era muy pronto para dar por sentado que había sufrido un accidente, puesto que Ken ya había llamado a todos los hospitales y había comprobado que no habían ingresado a nadie que respondiera a la descripción de Alexia.

—Este fin de semana no ha habido ningún accidente grave en la zona —les había explicado el policía—. Por consiguiente, podemos descartar con bastante seguridad que haya ocurrido algo por el estilo.

—Y naturalmente luego me preguntó si habíamos discutido —añadió Ken.

—También fue una de las primeras preguntas que me hicieron a mí —dijo Matthew—. Y lo malo es que desde el momento en que dices que sí, todos se relajan, porque suponen que la persona desaparecida ha puesto tierra de por medio a propósito y que volverá por su propio pie cuando se apacigüen los ánimos. Si pasa mucho tiempo y la persona desaparecida no aparece, ya tienen a un sospechoso claro: la pareja, que perdió el control durante la discusión. Supongo que el proceso es siempre igual.

A Ken se le puso peor cara todavía.

—No tenía que habérselo dicho.

—Por supuesto que sí —replicó Matthew—. Es mejor decir la verdad. Has hecho lo correcto, Ken.

—Bueno, ¿y ahora qué? —pregunté.

Matthew se encogió de hombros.

—Hay que esperar. El policía nos ha dejado muy claro que no pensaba movilizar a los perros de rastreo para buscar a Alexia. No lleva suficiente tiempo desaparecida, y considera muy probable que la búsqueda de temas para el reportaje se haya alargado más de lo planeado y que no telefonee a su marido porque sigue enfadada con él. No se ha tomado el asunto muy en serio, y eso al menos es una buena señal para nosotros. Seguro que tiene experiencia en estos casos.

Quería animar a Ken, pero yo sabía que no era totalmente sincero. Matthew no confiaba mucho en la pericia de la policía. Cuando él denunció la desaparición de Vanessa, también le dieron largas. Al principio le quitaron importancia al asunto, después sospecharon de él como autor de un crimen y por último archivaron el caso sin haber avanzado un solo paso. Matthew era un gato escaldado, pero se esforzaba cuanto podía para disimular delante de su amigo.

—Por lo menos —dijo Ken—, al policía le ha parecido bien que presentáramos la denuncia. Si ahora ocurre algo que pueda estar relacionado con nosotros, enseguida sabrán a quién avisar. Pero eso significa que tenemos que esperar.

El día transcurrió con una lentitud espantosa. Hacía un calor insoportable. Los niños reñían y lloriqueaban. Querían que les montaran la piscina hinchable, pero Ken la había tirado a la basura después de que Evan la atacara con dardos, y les dijo en tono severo que tardarían en tener una nueva. Meg y Evan contestaron berreando. Al final se me ocurrió la idea de conectar la manguera del jardín para que los niños pudieran brincar debajo del chorro de agua, cosa que levantó provisionalmente los ánimos. Ken y Matthew hablaron sobre la posibilidad de ir a buscar a Alexia en el coche, pero desecharon el plan porque la zona en cuestión era muy extensa y las perspectivas de éxito, mínimas. Yo puse más ropa a lavar y entretanto intenté localizar una y otra vez a Alexia en el móvil. Pero siempre saltaba el contestador.

Al anochecer el cielo se tapó, a lo lejos tronaba una tormenta. Metimos en casa los juguetes, zapatos, bañadores, vasos de zumo y otros objetos desperdigados por el jardín. Cuando acabamos, unos nubarrones negros se cernían amenazadores sobre nosotros. Se avecinaba un fuerte temporal. Y Alexia seguía sin volver.

Había pizza congelada para cenar, pero, salvo los niños, nadie tenía hambre. Ken tenía a Siana sentada en el regazo y le iba metiendo en la boca trocitos de tostada con mantequilla. Matthew acariciaba a Max, que temblaba de cuerpo entero porque le daban miedo las tormentas. Yo corté la pizza para los niños. La lluvia bramaba fuera. Caían relámpagos seguidos de truenos que retumbaban. Podría haber sido realmente acogedor, todos sentados en la cocina, bien guarecidos y secos. Pero ninguno de nosotros tenía esa sensación. Al contrario, el infierno del exterior reforzaba nuestro miedo.

A las ocho en punto llamaron a la puerta. Nos sobresaltamos y nos miramos.

—¡Alexia! —dije, y me levanté de un brinco.

—Pero Alexia tiene llaves —dijo Ken.

Corrimos a la puerta. Yo llegué la primera y abrí. Vi a una mujer con el pelo mojado y la ropa empapada. No era Alexia.

Sin que nadie se lo pidiera, entró en la casa para protegerse de la lluvia torrencial. Entretanto sacó una acreditación.

—Inspectora Olivia Morgan —dijo—. Policía del sur de Gales, CID de Swansea.

CID. El Departamento de Investigación Criminal. Tragué saliva y noté un ruido sordo en el oído. No provenía de la lluvia, sino del miedo.

—¿Quién de ustedes es el señor Reece? —preguntó la inspectora Morgan.

Volví la cabeza. Ken estaba detrás de mí, al lado de Matthew. Llevaba en brazos a Siana, que tenía migas de tostada pegadas en la boca y miraba radiante y despreocupada a la policía. A Ken se le había puesto la cara de color ceniza.

—Yo —dijo—, yo soy Kendal Reece.

La inspectora Morgan guardó la acreditación en el bolso y se apartó el pelo mojado de la frente.

—Usted ha denunciado hoy la desaparición de su mujer, ¿verdad? —preguntó.

—Sí —contestó Ken.

Morgan suspiró.

—Por lo visto, ha ocurrido algo extraño —dijo.