8

—¿De dónde vienes? ¿Dónde demonios te has metido tanto rato? —A Nora le temblaba la voz, de rabia y de las lágrimas que se había esforzado en reprimir durante horas.

Pasaba de la medianoche. Ryan había trabajado el sábado por la mañana, luego había desaparecido. Con el coche de Nora, claro. Sin decir nada. Ella había salido a comprar para el fin de semana y, cuando volvió, él no estaba en el piso y las llaves del coche no estaban colgadas en su sitio. Llamó a la copistería y le dijeron que Ryan había salido del trabajo a las doce del mediodía.

Dejó las bolsas de la compra en la mesa de la cocina. Luego se sentó en el comedor, a punto de echarse a llorar. Se contuvo. No quería ahuyentarlo y sabía que con lágrimas y reproches podía conseguir fácilmente que se marchara.

El día, largo y caluroso, transcurrió con mucha lentitud. Se le quitaron las ganas de comer alguna de las cosas buenas que había comprado, solo tenía ánimos para mordisquear unas galletas saladas. ¡Qué suerte no haber aceptado la invitación de Vivian a la barbacoa! Porque incluso con un plan a la vista, o precisamente por eso, era muy posible que Ryan hubiera desaparecido sin dar explicaciones y ella habría tenido que gastar saliva inútilmente para justificar su ausencia. Sabiendo que Vivian no le creería. En esas cuestiones, el instinto nunca la engañaba.

Cayó la noche y seguía sentada en el comedor, con la ventana abierta de par en par. Aunque ya estaba todo oscuro, fuera debían de estar al menos a 23 grados. La verdad es que hacía una noche magnífica, ideal para abrir una botella de vino tinto, contemplar juntos las estrellas y charlar un rato. En vez de eso, estaba allí sentada, más sola que la una. Lo que más enferma la ponía era que Ryan no considerara necesario avisarle de que se ausentaría. Decirle que se iba, decirle adónde iba. Aunque se lo imaginaba. Seguro que había ido otra vez a Swansea, a casa de Debbie. Empezaba a odiar a esa mujer. Y también a Ryan, aunque con la profunda desdicha con que se odia a alguien de quien se espera una calidez, un cariño y una proximidad que no se recibe. La había decepcionado y se sentía humillada, pero no podía abandonar la esperanza de que él aceptara un día el papel en el que a ella le habría gustado desesperadamente verlo: el hombre a su lado. Su novio, su compañero.

Ya no se atrevía a pensar en la palabra «marido».

Ryan estaba metido en un buen lío, eso era evidente, y a medida que la noche avanzaba y la preocupación de Nora se iba transformando en cólera, comenzó a preguntarse cómo podía tener la desfachatez, en su situación, de no estrechar la única mano que le tendían con el propósito de ayudarlo. Necesitaba cincuenta mil libras y el único modo de conseguir esa suma era por medio de su padrastro, y Bradley Beecroft no se volcaría sin más en sacarlo del apuro. Sin embargo, sabía que ella gozaba del aprecio de Bradley y suponía que Ryan también era consciente de ello. Ryan tenía que procurar tenerla contenta, tenía que poner sus esperanzas en que ella intercedería por él ante Bradley, porque tal vez pudiera hacer lo imposible para que les prestara el dinero. A Ryan no parecía importarle que ella se ocupara de todo aunque la tratara como a un felpudo.

Al final estaba tan furiosa que, cuando la puerta se abrió hacia la una de la madrugada y Ryan entró en casa, se olvidó de los buenos propósitos. No quería hacerle reproches, pero habría reventado si lo hubiera recibido con una sonrisa cordial, pasando por alto su mala conducta.

Se abalanzó hacia él y estuvo a punto de abofetearlo, pero se controló. En vez de eso, le soltó a bocajarro las preguntas que quería evitar a toda costa:

—¿De dónde vienes? ¿Dónde demonios te has metido tanto rato?

Ryan colgó las llaves del coche en su sitio.

—Estaba con Debbie —contestó. Luego la miró y dijo—: ¿Algo más?

—Sí, claro. ¿Con Debbie? ¿Tanto rato? ¿Y sin decirme una palabra?

—No tengo por qué avisarte. Ya lo hemos hablado. ¿Quieres que me comporte como si aún estuviera en la cárcel, con un permiso de salida de vez en cuando?

—Esto no es una cárcel —dijo Nora.

—¡Pero tú pareces una carcelera!

Nora estaba tan furiosa que comenzó a perder el mundo de vista.

—¿Una carcelera? ¿Has dicho «una carcelera»? ¿Cómo te atreves? Después de todo lo que he hecho por ti. De todo lo que sigo haciendo por ti.

—¿Y qué haces? —Ryan también parecía furioso, le costaba controlarse—. Me has acogido en tu piso, pero yo contribuyo a pagar los gastos. Me dejas tu coche, pero nunca he gastado una sola gota de gasolina que no haya pagado. Sí, claro, viviría peor sin ti. Pero tú también sin mí. Porque no soportas estar sola y disfrutas presumiendo ante tus conocidos de que por fin tienes a un hombre a tu lado. Aunque sea un ex presidiario. Para ti, eso es mejor que nada. Por lo tanto, ¡no presumas de altruista!

—¿Cómo puedes…?

Nora se interrumpió a media frase y enmudeció, desvalida, porque no sabía qué decir. Y porque Ryan tenía razón. No soportaba la idea de que la abandonara y destruyera la imagen que había construido, al menos de cara al exterior: Nora y Ryan. Ryan y Nora. «Yo también tengo a alguien que me pertenece.»

La ira se esfumó como el aire que se escapa de un globo y ella se quedó como el globo desinflado, pequeña, arrugada, agotada.

—No me trates así, por favor —dijo con voz queda.

Ryan la miró sorprendido. Al entrar en casa lo esperaba una mujer que parecía más rabiosa que una avispa. Ahora, la cólera había desaparecido en un instante. Nunca había visto a Nora tan vulnerable.

—Solo he estado un rato con Debbie —comentó. Cuando Nora se enfadaba tanto, generalmente era por Debbie, y en esos momentos le dio tanta lástima que intentó desclavarle al menos esa espina—. Esta tarde solo he pasado a verla, pero estaba muy bien, sentada delante del televisor, y no quería que la molestaran. Ya vuelve a trabajar.

—¿Y dónde has estado el resto del tiempo?

—Bah —dijo haciendo un gesto indefinido con la mano—. Por ahí, dando una vuelta en coche. He ido a ver sitios que conocía de antes, he estado pensando. Tengo muchos problemas. Y siempre que tengo problemas, me apetece estar solo.

Nora le tocó ligeramente el brazo. Una vez más, pensó que su piel tenía un tacto muy suave.

—En realidad, Ryan, tienes un único problema. Damon y su deuda. Cuando lo hayamos solventado, el mundo te parecerá muy distinto.

—Sí, pero no lo solventaremos. He pensado en tu propuesta, Nora. Y me juego el cuello a que Bradley no me dará el dinero en la vida. Ni siquiera por ti o por mi madre. Porque sabe perfectamente que nunca lo recuperará. Tendría que hipotecar la casa y pagar intereses por la hipoteca, y yo no podría devolvérselo a plazos en toda la vida: Bradley tendría que llegar al menos a los ciento treinta años para ver la deuda saldada. ¿Cuánto gano en esa ridícula copistería? Aunque redujera los gastos al máximo, tardaría años en conseguir cincuenta mil libras. Y si Bradley quiere que también le pague los intereses, a lo que tendría todo el derecho, aún tardaría más.

—No trabajarás eternamente en esa copistería. Estoy segura de que encontrarás algo mejor, y entonces…

—No seas ingenua —la interrumpió Ryan.

Pasó junto a Nora para ir al comedor y se dejó caer en una butaca. A la luz de la lámpara de pie, Nora le vio la cara; parecía exhausto y angustiado. De pronto se arrepintió de la rabia con que lo había recibido. Ese hombre no había tenido un buen día, seguro. Vivía atosigado, acosado. Se encontraba entre la espada y la pared, atormentado por el miedo a morir y, por lo visto, era un miedo justificado.

—No seas ingenua, Nora —repitió—. ¿Otro trabajo? ¿Crees que alguien que ha pasado dos años y medio en la cárcel encuentra trabajo fácilmente? Además, aunque un día pudiera largarme de esa maldita copistería, seguro que en el siguiente empleo no ganaría mucho más. ¿Olvidas que no sé hacer prácticamente nada? No tengo estudios. No he acabado ningún tipo de enseñanza. No tengo ningún título porque enseguida empecé a ir tirando con trabajillos ocasionales. Eso cuando no me ganaba la vida con robos y hurtos. El agente de la condicional no se desmayó precisamente de felicidad cuando Dan, esa mosca cojonera, me ofreció un empleo en su negocio. Él también sabe que no lo tengo fácil para encontrar trabajo. Y, volviendo a Bradley, él también lo sabe. El viejo no es tonto. ¿Y va a ponerme cincuenta mil libras encima de la mesa? ¡Olvídalo!

—Hay que intentarlo al menos —dijo Nora—. Es nuestra única posibilidad. Y también estoy yo. Cobro un sueldo fijo. Puedo garantizarle a Bradley que recuperará su dinero.

Ryan la miró. Nora vio chispas en sus ojos.

«Lo pone furioso depender de mí», pensó.

—Por favor, Ryan. Deja que te ayude. Yo… no pido nada a cambio.

—Querrás al menos que me quede contigo.

—Sí, pero nada más. Yo…

«Yo estoy enamorada de él —pensó— y me encantaría descubrir si la piel de todo su cuerpo tiene un tacto tan maravilloso como el de las manos y los brazos.»

Ryan sonrió por primera vez desde que llegó a casa, pero no fue una sonrisa de felicidad, sino de absoluta resignación.

—No puedes ayudarme, Nora. Nadie puede. Pero te agradezco que lo intentes.