El nuevo día comenzó como había acabado el anterior. Nos despertamos y volvimos a hacer el amor, luego nos quedamos un rato abrazados, hablando en voz baja, susurrándonos al oído palabras románticas, zalamerías tontorronas. Era totalmente distinto que con Garrett: si había pasado una velada armónica con él y una noche de amor realmente magnífica, seguro que a la mañana siguiente iniciaba una discusión por cualquier nadería, me atacaba a mí o a cualquiera de mi entorno con afirmaciones venenosas y maliciosas y no descansaba hasta destrozar el ambiente, y la encantadora noche adquiría un sabor amargo. Nunca supe cuál era la causa profunda de esa reacción, pero, al parecer, Garrett no soportaba la paz, la felicidad ni el amor por un tiempo demasiado prolongado. Siempre tenía que meter la pata y provocar. ¡Cuántas veces me hizo llorar por eso!
Con Matthew ese problema no existía. Él era tan feliz como yo, y no tenía el menor deseo de destrozar la maravillosa atmósfera. Bajamos a desayunar, tomamos café, zumo de naranja, huevos fritos y pan tostado; luego subimos otra vez y volvimos a la cama, y acto seguido fuimos a comprar ropa que nos permitiera más libertad de movimientos. La encontramos en Cardigan. Nos compramos unos tejanos, una camiseta, calcetines y zapatillas de deporte para cada uno, además de cepillos de dientes y pasta dentífrica, y también crema protectora. Una vez equipados, regresamos al hotel, nos cambiamos de ropa, pagamos la cuenta y salimos. A continuación nos dispusimos a explorar la reserva ornitológica y a recorrer al menos una parte del sendero que bordeaba los acantilados. En la reserva ornitológica entraba un brazo de mar y, puesto que había marea baja, estaba plagado de bancos de arena y charcas de cieno en las que crecía un cañaveral. Si he de ser franca, no prestamos mucha atención a las aves, estábamos muy concentrados en nosotros mismos. Pero fue maravilloso pasear por la extensa playa, oler el aire del mar y notar una ligera brisa en la cara. Después de cruzar una especie de parque, llegamos al final de la bahía y emprendimos la caminata por el sendero de los acantilados, que parecía interminable y muy empinado y tenía unas vistas magníficas al mar. En esa zona se avistaban ballenas, pero ese día no se dejó ver ninguna. Al final teníamos mucho calor. No había ni un solo árbol, ni un solo matorral, nada que pudiera brindarnos un poco de sombra. Dimos media vuelta, pero todavía nos quedamos un rato en la playa. Finalmente, paseamos por Newport, comimos pescado y patatas fritas en un pequeño pub y decidimos emprender el camino de regreso a casa. Salimos a media tarde. Pensé que volvería algún día a ese hotel encantador, a esa región idílica. Allí recordaría siempre uno de los fines de semana más perfectos de mi vida. En ese momento no sospechaba la inminencia de unos sucesos que arrojarían una sombra densa sobre el fin de semana.
Nos tomamos nuestro tiempo en el camino de regreso y no llegamos a Swansea hasta el anochecer. Lo primero que hicimos fue ir a buscar a Max a casa de su cuidadora. Se puso loco de alegría, ladraba, nos saltaba encima, daba vueltas a nuestro alrededor, meneaba la cola. Dimos un largo paseo con él y luego cenamos en el pub donde habíamos quedado en nuestra primera cita. Después Matthew me acompañó a casa en coche. Podíamos haber pasado la noche juntos, pero yo quería prepararme a fondo para el día siguiente, quería trazar la ruta que seguiría y luego irme a dormir pronto para presentarme ante Alexia a la mañana siguiente despierta y en forma. Quería darle la impresión de que cumpliría el encargo con seriedad y concentración. Matthew también quería trabajar el domingo para recuperar lo que no había podido hacer el viernes.
Así pues, nos despedimos en la puerta de mi apartamento. Curiosamente, no tuve ningún problema en dejarlo marchar. Me sentía muy segura de él. Quedamos para la noche siguiente y eso estaba muy bien.
Cuando me quedé sola, le escribí otro SMS a Alexia:
Hola, Alexia, ¡ya estoy de vuelta en Swansea! Mañana me paso por tu casa a las siete, ¿te viene bien? ¡Tengo ganas de verte! Jenna
Me duché y me puse la camiseta blanca de talla grande con la que solía dormir y luego saqué los mapas y guías de viaje del parque nacional de la costa de Pembrokeshire que me había comprado cuando Alexia me hizo el encargo. Una hora más tarde, ya había planeado con exactitud adónde iría primero y qué zonas elegiría. Me hacía ilusión la tarea que me esperaba y me hacía ilusión volver a ver a Matthew cuando acabara. En mi apartamento hacía mucho calor, pero no me importó. Nada podía empañar mi estado de ánimo.
Poco después de las once hablé otra vez con Matthew por teléfono. Alexia todavía no había contestado a mi mensaje, pero seguro que tenía el móvil a saber dónde y no se había dado cuenta de que le había mandado un SMS. Para asegurar el tanto le envié otro mensaje:
Alexia, ¿te viene bien a las siete? ¿O es muy pronto? ¡Dime algo, por favor! Jenna
Me tumbé en la cama, pero no podía dormir. Por el calor y por las imágenes y los pensamientos que me rondaban por la cabeza.
Ya eran las doce menos cuarto cuando sonó el móvil. Todavía estaba despierta y lo cogí enseguida.
—¿Sí?
—¿Jenna? Soy Ken.
—¡Ken!
Me senté en la cama. El corazón se me aceleró. Que Ken me llamara a esas horas de la noche no podía significar nada bueno.
—Perdona que te moleste, Jenna, es muy tarde, pero…
—¿Qué ocurre?
—Por casualidad no estará Alexia contigo, ¿verdad? —me preguntó.
Paseé la mirada como una idiota por la habitación, en una especie de acto reflejo absurdo.
—No. ¿No está en casa?
—No. Y empiezo a estar muy preocupado.
—¿Seguro que no está en la redacción?
—No. No ha ido en todo el día. Ha salido esta mañana muy temprano hacia la costa oeste, a buscar temas para ese gran reportaje que planea.
—¿Qué? —casi grité. Apretándome bien el móvil contra la oreja, salté de la cama. Ya nada me retenía allí—. ¿Y eso por qué? ¡Eso iba a hacerlo yo mañana! ¡En eso habíamos quedado!
La respuesta de Ken sonó un poco a reproche, probablemente sin querer.
—¡Habíais quedado en que lo harías hoy!
¡Oh, Dios mío! Tenía que haberlo sospechado.
—Ken —dije esforzándome por hablar con voz tranquila—. Matthew y yo estuvimos ayer en el entierro de la madre de Vanessa. Fue muy desagradable y no quisimos volver enseguida a casa. Hemos pasado una noche y un día en Newport. Se lo conté a Alexia en un SMS y le aseguré que solo aplazaba el encargo un día. Y me dijo que estaba de acuerdo.
No podía verlo, pero supe que se frotaba los ojos con la mano y que los tenía enrojecidos y cansados.
—Ya lo sé —dijo—. Estaba conmigo cuando recibió tu SMS ayer por la noche. Se puso bastante… nerviosa.
—Pero ¿por qué?
—Te respondió que le parecía bien, pero en realidad no fue así. Se quedó muy preocupada, aunque intenté tranquilizarla. Le dije que esas veinticuatro horas no tenían la menor importancia, pero ella dudaba de que realmente vinieras el domingo. Estaba convencida de que te dejarías llevar por los sentimientos y que pasarías todo el fin de semana… —Ken se interrumpió, se tragó lo que iba a decirme, lo que Alexia había dicho.
De todos modos, me lo imaginé:
—Que pasaría todo el fin de semana en la cama con Matthew. Eso es lo que dijo.
—Algo parecido —confirmó Ken.
Conocía a Alexia cuando estaba enfadada. Seguramente lo había expresado de un modo más vulgar. Nerviosa, comencé a caminar de un lado a otro de la habitación.
—¿Y todavía no ha vuelto a casa?
—Así es. Y creo que… ¡no puede ser! Es de noche. Se ha ido esta mañana a las siete. No se pueden pasar tantas horas buscando temas, ¿no? ¿Y por qué no contesta al móvil?
Intenté actuar racionalmente.
—¿Cuándo has hablado con ella por última vez? ¡Seguro que te ha llamado mientras estaba fuera!
Ken respiraba entrecortadamente. Estaba bastante hecho polvo.
—No. No ha llamado. Y yo tampoco. Discutimos esta mañana. No nos gritamos ni nada por el estilo… Pero le dije que lo que iba a hacer me parecía un disparate y que últimamente no estaba muy bien de la cabeza. Se enfadó y dijo que no la entendía. Luego se fue. No la he llamado en todo el día porque tenía muy claro que quería que la dejaran en paz, y tampoco me ha extrañado que ella no me llamara. Es propio de ella, y no me ha inquietado. Pero ahora…
Pensé un momento.
—¿Te ha dicho adónde pensaba ir?
—No.
—Un accidente…
—He llamado a todos los hospitales de la zona —explicó Ken—. No ha ingresado nadie que responda ni por asomo a la descripción de Alexia.
—¿Seguro que no está en la redacción? —pregunté, aunque la respuesta fuera obvia. Si Ken había telefoneado a los hospitales era porque antes había sondeado otras posibilidades más lógicas.
—Antes de llamar a los hospitales, ya había mareado al portero —contestó Ken—. Yo no podía ir a comprobarlo. Tengo aquí la moto, pero no podía llevarme a los niños. El portero ha ido a echar un vistazo. No había nadie.
Noté que las piernas me fallaban, las rodillas me temblaban. Aquello no sonaba nada bien. En absoluto.
—¿Crees que es posible que haya parado a hacer noche en una pensión? —pregunté, vacilante—. Para proseguir mañana. ¿Y que no te haya avisado ni conteste al móvil porque está enfadada?
—Podría ser, claro —contestó Ken, dubitativo.
Cuanto más lo pensaba, más segura estaba de que eso era lo que pasaba. Conocía a Alexia, la conocía incluso mejor que Ken, por lo menos desde hacía más tiempo. Sabía que era muy susceptible, muy impetuosa y vehemente en todos sus sentimientos. Nadie se ofendía tan profunda y constantemente como ella, y a veces era vengativa; cuando éramos niñas y en la adolescencia, tuve que sufrir muchas veces esa particularidad de Alexia. En el fondo, encajaba perfectamente con ella: Ken había dicho que no comprendía su actitud, ella se había cabreado con él y ahora lo tenía en vilo. Había reservado una habitación en algún lugar y en esos momentos estaría allí de morros, regodeándose en su miseria haciendo caso omiso del móvil con cierto placer. Y que él se preocupara y se alarmara y se preguntara dónde se había metido. Le estaba bien empleado.
—Ken, en serio, creo que no hay que preocuparse demasiado —dije—. Teniendo en cuenta que os habéis peleado, seguro que Alexia… —Dudé un momento, pero ¿por qué no iba a decir las cosas como eran?—. Bueno, ya la conoces. A veces le gusta montar un numerito. Es lo único que la tranquiliza. Se siente incomprendida y eso es lo peor que le puede pasar. Y ahora devuelve el golpe. ¡Me apuesto algo a que mañana reaparece como si no hubiera pasado nada!
—Seguramente tienes razón —dijo Ken. Por el tono de voz, me pareció que se había tranquilizado un poco, que no estaba tan preocupado ni triste como antes. Por lo visto, había conseguido convencerlo a medias—. Pero si te llama…
—… te lo digo enseguida —le prometí—. Eso está claro. Y si es al revés también, por favor. No importa la hora que sea.
Terminamos la conversación y volví a la cama. Y por supuesto, no hubo manera de dormir. Aunque no estaba seriamente preocupada, puesto que tenía bastante claro que mi teoría era acertada, no podía dejar de pensar en Alexia y en la descorazonadora presión a la que se veía sometida. Las cosas no podían seguir así. A esas alturas, podía afirmarse con toda la razón del mundo que Alexia era víctima de mobbing y, como tal, necesitaba ayuda. Sobre todo de personas que le hicieran comprender que no tenía por qué soportar más tiempo la actitud de su jefe. Tenía que irse de Healthcare. Tenía que buscar otro trabajo a toda costa.
Pero ¿sería tan fácil? No se encontraban puestos de trabajo así como así. Alexia tendría que convencer a su nuevo jefe de que no había quien aguantara al viejo Argilan, pero en ese tipo de historias uno mismo acababa despertando las sospechas de haber sido el insoportable, el que no había sabido adaptarse, el que no había sido capaz de trabajar en equipo y un sinfín de cosas más. Tal vez se le presentarían nuevas dificultades si se despedía, y los Reece pasarían un período difícil que, en su caso, podía desembocar rápidamente en un desastre. Tenían cuatro hijos que alimentar y la hipoteca de la casa. Ken podría volver a buscar trabajo de ingeniero naval, pero quién sabía cuánto tardaría en conseguirlo. La familia se vería muy pronto en apuros.
Esa noche comprendí realmente por primera vez la presión con la que vivía Alexia y los motivos que tenía para preocuparse, y de repente lamenté haberla dejado en la estacada. Yo no había visto ningún inconveniente en hacer lo que me pedía un día más tarde de lo planeado, y la verdad es que no lo había, pero si me hubiera puesto en su lugar, habría comprendido que no era esa la cuestión. Lo más importante era hasta qué punto resistirían los nervios de Alexia, y todo apuntaba a la resistencia cero. Y yo tenía que haberme dado cuenta. Al menos podía haberla llamado en vez de enviarle un simple SMS, porque habría hablado con ella y la habría tranquilizado y consolado.
De repente me vi como una borde inmensa. Solo esperaba no haber desencadenado una catástrofe.
Finalmente me levanté y me puse debajo de una de las ventanas del techo, que estaban abiertas. Miré hacia arriba, hacia un cielo nocturno sin nubes, negrísimo y cuajado de estrellas. Me habría gustado pensar en Matthew.
Pero pensaba en Alexia.
Y de repente tuve un mal presentimiento.