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Matthew quería marcharse de Holy Island lo antes posible. Estaba harto y furioso. A mí, teniendo en cuenta que ya habíamos dejado atrás el desagradable episodio y podía respirar de nuevo relajadamente, me habría gustado quedarme un poco más. Holy Island, al menos por lo que pude ver mientras recorríamos a toda prisa el lugar, me fascinaba: llanuras sin límites para la vista, acantilados de piedra grisácea clara, hierba parduzca aplanada, caballos paciendo por todas partes, iglesias y cruces celtas. Dublín y Dún Laoghaire estaban a un paso de allí y el ambiente que se respiraba parecía indicar que ya te encontrabas en Irlanda. Matthew dijo que ya había estado alguna vez en Holy Island con buen tiempo, pero nunca con tanto calor. Generalmente hacía frío y viento y solía llover. Pensé en Vanessa, que se había criado allí. La imaginé paseando con su madre por los acantilados, esperando el autobús escolar vestida con una falda plisada azul y, después, de adolescente, soñando los sábados por la noche en la discoteca local con lugares más emocionantes. Supuse que los adolescentes de allí aspiraban a trasladarse a Londres o a ir de vacaciones a algún sitio más seco, donde hubiera más vida nocturna y la noche fuera más prometedora. Vanessa había conseguido instalarse en Swansea. Y se había convertido en una profesora universitaria apreciada que gozaba de gran aceptación.

No estaba nada mal para una niña de Anglesey.

Salimos de Holy Island cruzando el puente Four Mile y, a partir de entonces, me dio la sensación de que Matthew también se relajaba un poco. Siguió sin apenas hablar, pero su cara reflejaba que estaba más tranquilo y despreocupado.

Cuando retomamos la carretera hacia el sur, dijo de improviso:

—Lo siento. Tiene que haber sido horrible para ti.

No creí que tuviera que disculparse por nada.

—No, al contrario —repliqué—, soy yo la que lo siente.

—¿Y por qué?

—Bueno —dije mirándome—, este vestido absurdo, por ejemplo, es adecuado para un cóctel, pero no para un entierro. Creo que a tu familia le ha parecido bastante… inapropiado.

—No es mi familia —me corrigió de inmediato—. Es la familia de Vanessa. ¿Y qué te molesta del vestido?

—¡Es muy corto!

Matthew lo miró. Sentada, aquel horroroso vestido apenas me tapaba las nalgas. Me dio la impresión de que Matthew se fijaba de verdad en mí por primera vez en todo el día.

De repente, sonrió.

—Sí, en efecto, es… —Buscó la palabra adecuada.

—¿Frívolo? —propuse—. ¿Indecente? ¿Provocativo?

—Todo a la vez —aseguró sonriendo—. Pero tienes unas piernas fantásticas. ¡Seguro que la hiena de Susan ha estado a punto de reventar de envidia!

Yo también sonreí. Aquel fue el momento en que, inesperadamente, el día cambió por completo. Había hecho mucho calor, un calor casi insoportable. Pero de pronto también se hizo perceptible una calidez entre nosotros que no tenía nada que ver con la temperatura exterior.

—No sé qué pensarás tú —dijo Matthew—, pero a mí no me apetece nada volver hoy mismo a casa. Creo que nos merecemos algo especial. Un rincón idílico, un buen restaurante, un hotel increíble. ¿Tú qué dices?

Me sorprendió. Yo nunca me habría atrevido a hacer semejante propuesta. Pero comprendí que sería una tontería rechazarla. Matthew quizá no volvería a atreverse nunca más a ir tan lejos.

El plan de presentarme en casa de Alexia a primera hora de la mañana para ir en busca de temas con su coche se venía abajo. Pero podía mandarle un SMS explicándole la situación y asegurándole que haría el encargo al día siguiente. Daba igual hacerlo el sábado que el domingo. Alexia no telefonearía al fotógrafo ni a las modelos hasta el lunes y no podía poner las cosas en marcha antes. Así pues, tenía tiempo.

—Me parece una idea magnífica —contesté—. No me muero de ganas de volver hoy mismo a mi apartamento.

Eso era cierto. La idea de encerrarme en mi pequeño horno sin saber qué hacer con las sensaciones, impresiones y pensamientos que el día había dejado en mí era casi una pesadilla.

Y así, a media tarde llegamos a la bahía de Cardigan, en la costa oeste de Gales. Puesto que no íbamos vestidos adecuadamente para practicar senderismo, dimos una vuelta en coche por los alrededores, entramos en el pueblo de Cardigan, deambulamos por las tiendas y nos tomamos un té helado en una cafetería. Matthew preguntó por un buen hotel y nos recomendaron el Llys Meddyg, en Newport.

—Todo recto por la carretera vieja de Fishguard, hasta llegar a Newport. Justo en la entrada se encuentra el hotel.

Era una casita encantadora, con unas habitaciones preciosas y confortables, decoradas al estilo rural, con cortinas de flores en las ventanas y colchas multicolores de patchwork en las camas. Por suerte, les quedaba alguna libre. Seguramente ofrecíamos una imagen poco usual, Matthew con su traje negro, yo con el vestido negro y medias negras, y los dos sin equipaje. Yo solo llevaba mi bolso. Sin embargo, el recepcionista no hizo preguntas. Por lo visto, a pesar de todo dábamos impresión de seriedad.

Al subir a la habitación, Matthew dijo que tenía que llamar a su asistenta para preguntarle si podía quedarse con Max hasta el día siguiente. Mientras telefoneaba, me asomé a la ventana. Vi un patio pequeño adoquinado. Ya no hacía un calor sofocante, los primeros frescores de la noche me acariciaron la cara. Noté que tenía palpitaciones. Estaba muy contenta.

—Ya está —dijo Matthew—. Max puede quedarse el tiempo que queramos. Todo arreglado.

Se encerró en el cuarto de baño porque quería ducharse urgentemente. Mientras corría el agua, yo le escribí un SMS a Alexia:

Hola, Alexia, ¡estoy en Newport! Con M. en un hotel :) Mañana no puedo ir, pero me ocuparé de todo el domingo. Prometido!!! Jenna XX

La Alexia de antes habría reaccionado al cabo de medio minuto con una respuesta entusiasta del tipo:

Con M. en un hotel??? Ya era hora!!! Tendrás que contármelo todo, ok? Uau, qué emocionante!!!

O algo por el estilo. La Alexia actual, tan preocupada que ya no percibía la cara bonita y aventurera de la vida, contestó al cabo de tres minutos:

Ok, pero puedo confiar en que vengas el domingo? Alexia

Suspiré y contesté:

Prometido! No te preocupes! Todo irá bien. Jenna XX

No recibí respuesta, pero supuse que el asunto quedaba aclarado. Matthew y yo habíamos arreglado las cuestiones pendientes. Acomodar bien al perro y aplazar mi encargo. Ya nada se interponía en nuestro camino. A lo sumo, nosotros mismos, pero no quería pensar en los innumerables problemas que combatíamos desde hacía semanas. Sobre todo porque me daba la sensación de que, esta vez, algo había cambiado de verdad. Quizá simplemente tenía algo que ver con el hecho de que las personas seguimos a menudo unas leyes psicológicas sencillas: Matthew había estado rodeado todo el tiempo de amigos y conocidos que le aconsejaban mirar adelante, dejar de remover el pasado por mucho que le doliera y no seguir cerrándose a la vida. Y a menudo daba la impresión de que eran precisamente esas exigencias las que lo obligaban a perseverar en el luto por Vanessa. Si todos la abandonaban, ¿no debería persistir él al menos?

Ahora las perspectivas acababan de invertirse. Matthew se vio de repente frente a unas personas que esperaban de él justamente lo contrario y que arrugaban la nariz ante su supuesto abandono de Vanessa y su inclinación hacia otra mujer. Percibió la crítica subliminal que le dedicaban, la arrogancia con que lo juzgaban. Y eso provocó su despecho. ¿Qué querían? ¿Que se inmolara como algunas viudas hindúes? ¿Que vegetara en la sombra hasta que se aclarara la suerte que había sufrido Vanessa, y si no se aclaraba nunca, que echara a perder también su vida? La dimensión de la arrogancia de esa gente le afectó y lo indignó profundamente. Pero también cambió algo en su forma de ver las cosas. ¿Iba a hacer lo que esperaban de él? ¿No volver a vivir nunca?

Finalmente salió del cuarto de baño recién duchado, pero vistiendo inevitablemente de nuevo el traje negro que había llevado todo el día. Yo también fui a ducharme y volví a ponerme el vestido, espantosamente arrugado a esas alturas, pero prescindí de las medias. Llevaba un peine en el bolso y al menos pude arreglarme un poco el pelo. Me retoqué los labios y me examiné en el espejo. Parecía emocionada y llena de esperanzas, y en cierto modo, radiante. Se me veían los ojos grandes y brillantes y la piel me resplandecía, sonrosada. Por muy cargante y desagradable que hubiera sido el día al principio, daba la impresión de que desembocaría en una noche maravillosa que, yo lo notaba, provocaría un cambio. Un verdadero nuevo comienzo esta vez, que no se atascaría en el primer conato, como había ocurrido con la tentativa frustrada que Matthew había emprendido unas semanas antes. Estábamos en el umbral decisivo; lo cruzaríamos y dejaríamos atrás la época de la incertidumbre y la desdicha. Lo sabía. Pero no podía explicar por qué estaba tan segura.

De repente me pareció oír la voz de Bill.

«¿Qué hará cuando Vanessa aparezca?»

Una sombra se posó súbitamente sobre el cuarto de baño. Tal vez ocurrió de verdad, tal vez una nube surcaba el inmaculado cielo veraniego y había tapado un momento el sol. Yo ya era bastante mayor para saber que la vida puede ser a veces cínicamente malvada. Si el destino había previsto que Vanessa reapareciera, cualquier momento a partir de entonces sería especialmente pérfido. Matthew y yo íbamos a comprometernos. Durante casi tres años, él había mantenido la esperanza de volver a ver a su mujer, pero si su deseo se cumplía ahora, las consecuencias serían dramáticas.

No quería ni pensar en lo doloroso que sería para mí si las cosas se desarrollaban así.

—Pues no pienses en ello —le dije en voz alta a mi imagen reflejada en el espejo.

Miré un momento por la ventana: la sombra había sido producto de mi imaginación. No había ni una sola nube en el cielo.

Salí del cuarto de baño y bajamos a cenar al restaurante, que pertenecía al hotel y era muy famoso por sus exquisiteces culinarias. Nos sugirieron que antes fuéramos a la bodega a tomar algo. Nos acogió una sala confortable, de paredes en parte pintadas de blanco y en parte revestidas de madera. Había dos sofás de cuero grandes, pero también mesitas y sillas, y velas por todas partes. Ya se habían reunido allí unos cuantos clientes que, de pie o sentados, sostenían relajadamente una copa en la mano. Al parecer, algunos ya se conocían, puesto que charlaban contentos animadamente. Matthew y yo nos quedamos aparte y nos tomamos un jerez. Noté que atraíamos algunas miradas furtivas, llamábamos la atención con nuestra ropa negra. Una señora que tampoco hablaba con nadie nos abordó finalmente:

—¿Han llegado hoy? —preguntó.

Asentí.

—Sí, hará una hora.

—¿Se quedarán mucho tiempo?

—Solo hasta mañana —contestó Matthew.

—Tienen que dar un paseo por el sendero de los acantilados, sin falta —dijo la señora—. Y también les recomiendo la reserva ornitológica. Está aquí mismo, detrás de la casa. Anidan aves de especies raras, únicas. Es un lugar increíblemente hermoso y apacible.

Me miré los zapatos negros de tacón que llevaba y me imaginé cómo sería recorrer con ellos el sendero de los acantilados.

La señora bajó la voz.

—¿Vienen de un entierro? —preguntó, compasiva.

—Mi suegra —replicó Matthew con cierto matiz de impaciencia en la voz. La mujer lo estaba poniendo de los nervios.

La señora puso cara de pena y se dirigió a mí:

—La acompaño en el sentimiento —dijo.

Tardé un instante en comprender que creía que la difunta era mi madre. Y, por lo tanto, que yo era la esposa de Matthew. Aunque se trataba de un malentendido sin importancia, me colmó de una alegría infantil teñida de orgullo. Hacíamos pareja. Incluso nos tomaban por un matrimonio. Aquella noche extraordinaria todo parecía arreglarse de repente mágicamente.

No sé cómo, logramos librarnos de la señora solitaria, a la que le habría gustado sumarse a nosotros, y nos hicimos con una mesa para cenar arriba. Bebimos vino y comimos unos platos realmente exquisitos. No hablamos mucho. Entre plato y plato, nos cogíamos de la mano. Entre nosotros era todo tan evidente que sobraban las palabras, podía crearse un silencio tácito que nunca resultaba incómodo. Estábamos juntos y eso era lo único que contaba.

Después de cenar subimos a la habitación, al cuartito romántico situado justo debajo del tejado, con paredes inclinadas y pequeñas mansardas que lo hacían acogedor, cálido y apacible. Yo vibraba por dentro. Después de mis años salvajes, en los que me había ido a la cama con más hombres de los que nunca podría confesar, me asombró estar tan alterada. Casi nerviosa. Estábamos de pie, frente a frente. Matthew me miró y dijo:

—Eres increíblemente hermosa. Y ninguna mujer me ha fascinado nunca tanto como tú.

Aquel fue el momento en el que me reconcilié definitivamente con mi vestido negro corto, tan poco adecuado durante el día, pero del todo ideal para la ocasión. Sabía que me hacía más joven y muy sexy. Lo vi en la cara de Matthew. Dio un paso hacia mí y me besó, y entonces empezamos a desnudarnos mutuamente, él con mucho cuidado, yo acelerando como siempre el ritmo, con una prisa manifiesta y mucha pasión. Cuando llegamos a la cama, constaté de nuevo, como tantas veces me había ocurrido antes, que me encantaba su olor. Me gustó el tacto de su piel en mis dedos y, feliz, vi que yo reaccionaba a sus caricias con excitación. Deslizó los dedos hacia los tirantes del sujetador al tiempo que me acariciaba con tanta suavidad que creí que todo el cuerpo me ardía. Cuando alcanzó el cierre, adornado con pequeñas piedras de estrás, se detuvo.

—¿Te parece bien? —preguntó en voz baja—. ¿O crees que las cosas van muy deprisa?

Tuve que reprimirme. ¡Muy deprisa! Yo era Jenna Robinson, la que un tiempo atrás tenía fama de acostarse con un hombre la primera noche o nunca. No había término medio. Pero esto, tantas semanas de tira y afloja antes de acostarnos por fin, suponía una novedad absoluta, aunque sería mejor que Matthew no se enterara nunca. A fin de cuentas, era un hombre bastante conservador. Seguro que no me consideraba la inocencia en persona, pero ni en sus sueños más atrevidos se imaginaría mi vida anterior, y así tenían que seguir las cosas. Por eso le respondí susurrando:

—Maldita sea, Matthew, llevo casi tres meses esperando. ¡Haz el favor de no crear más problemas!

Lo oí reír.

—De acuerdo —dijo.