5

—¿Por qué no vienes a vernos? —preguntó Vivian—. ¿Mañana por la tarde? Hace un tiempo magnífico. Podríamos hacer una barbacoa en nuestra casa.

«Nuestra.» Vivian volvía a tener una relación estable y el nuevo incluso se había mudado a vivir a su casa. El hombre ideal se llamaba Adrian y estaba clarísimo que Vivian ardía en deseos de presentarlo. Seguro que era guapo, un hombre de éxito y formal. Y seguro que tenía una biografía más sólida que la de Ryan.

Nora, que estaba recogiendo la bolsa en el vestuario, suspiró agobiada. Desde el fiasco de la fiesta, Vivian se esforzaba mucho, pero las cosas ya no funcionaban entre ellas. No porque Nora no pudiera perdonarla: Vivian se había disculpado cientos de veces y había reconocido que, cuando bebía alcohol, era imprevisible e insoportable, y con eso podría haber bastado. Nora no era rencorosa. Pero esta vez no podía actuar como si no hubiera pasado nada, o quizá no quería. ¿Tal vez porque Vivian había dado en el clavo? O las cosas eran más simples, o más complicadas, según se mirase: reconciliarse con Vivian significaría volver a la normalidad que había entre ellas antes del incidente, y Nora no estaba segura de que en ese momento la solución fuera la «normalidad» con un hombre como Ryan a su lado. ¿No acabaría todo en un esfuerzo creciente y constante? ¿Actuar como si las cosas fuesen bien cuando en realidad nada iba bien, absolutamente nada?

—Y que te acompañe Ryan —añadió Vivian—. Eso está claro.

Pues no. Eso no estaba nada claro. Nora no tenía ni idea de los planes que tenía Ryan para el fin de semana, pero no pensaba admitirlo ante nadie. Porque con ello habría tenido que reconocer el penoso hecho de que no hacían planes juntos, como las demás parejas. De cara al exterior, Nora había construido la imagen de que vivían en pareja. Ryan pasaba por ser su novio, incluso su compañero. La realidad era completamente distinta, puesto que Ryan la consideraba una buena amiga, la que, después de salir de la cárcel, lo ayudaba en la complicada fase de reintegrarse en la vida normal. En el fondo, Nora sabía que las cosas serían así, pero también había confiado en que evolucionarían. Y no había pensado que podían desarrollarse de un modo totalmente distinto al que se imaginaba. En las últimas semanas, daba la impresión de que, más que acercarse, Ryan se alejaba de ella. Pasaba mucho tiempo fuera de casa, normalmente en Swansea, adonde iba a ver a su antigua novia, Debbie. Sabía que esa mujer estaba muy mal y en cierto modo entendía que Ryan creyera que tenía que ocuparse de ella, pero sufría horrores cuando iba a verla, y necesitaba todas sus fuerzas para no recibirlo con lágrimas y reproches cuando volvía a casa. Se había dicho mil veces que habían sido pareja hacía mucho tiempo, pero se habían separado, y eso indicaba que el amor entre ellos ya no existía. ¿Por qué iban a cambiar de repente las cosas? Eran buenos amigos, nada más. Ryan le había contado que Debbie lo había dejado vivir en su casa cuando, poco antes de que lo encerraran en la cárcel, el dinero no le alcanzaba para pagarse un piso mínimamente decente. Eso no parecía indicar la existencia de grandes sentimientos que pudieran volver a enardecerse en cualquier momento.

Nora tranquilizaba sus temores, pero no conseguía vencerlos. Le habría gustado hablarlo con alguien, pero los amigos y los compañeros de trabajo, sobre todo Vivian, quedaban excluidos porque, evidentemente, le habrían dicho de manera más o menos clara: «¿Lo ves? Te lo dijimos. ¿En qué pensabas cuando pescaste a un preso? ¿En que pillarías a alguien que compartiría contigo el sueño de un mundo bucólico?».

Jamás admitiría que tenía problemas serios. Problemas que desde el principio de esa semana eran todavía más graves, porque el lunes Ryan volvió a casa muy tarde, mucho más tarde de lo que venía siendo habitual, y Nora no pudo contenerse.

—¿Dónde has estado? —le preguntó—. ¿Por qué no te quedas ya toda la noche? Seguro que ella no se opone a que le cojas la manita hasta primera hora de la mañana y veles su sueño.

Normalmente un comentario como ese lo habría enfurecido, no habría tolerado semejante intromisión. Sin embargo no replicó, se hundió en una butaca y se quedó allí sentado, sin moverse, con un temblor de manos que no podía controlar. Nora comprendió que había ocurrido algo, algo muy grave que quizá no tenía nada que ver con Debbie. Se agachó delante de él, lo miró, le suplicó que, por el amor de Dios, le contara qué había pasado.

Y él se lo contó.

Le contó lo de los dos tipos que lo habían llevado a ver a Damon. Lo de las cincuenta mil libras. Lo del plazo que le quedaba. El 30 de junio.

—A partir de ese día —dijo Ryan—, mi vida no valdrá nada.

Con lo que sabía sobre Damon desde el viaje a Yorkshire, Nora comprendió al instante que Ryan no exageraba.

Se sobresaltó cuando Vivian volvió a repetir la pregunta:

—¿Qué? ¿Vendréis mañana? ¿Ryan y tú?

Nora cogió la bolsa.

—No. Este fin de semana seguramente iremos a ver a su madre, que vive en Yorkshire.

—¡Qué lástima! —dijo Vivian.

Nora se encogió de hombros. Vivian aún no había terminado de cambiarse. Llevaba una semana un poco lesionada, porque se había torcido el pie haciendo ejercicio en la cinta de correr. El médico le diagnosticó una distensión muscular y ahora tenía el tobillo inflamado, le dolía y le impedía llevar calzado normal. Tiempo atrás, Nora la habría ayudado a ponerse las medias y habría esperado pacientemente a que terminara de vestirse, pero ese día salió del vestuario murmurando una despedida y se fue del hospital a paso rápido. Después de tantas horas en un edificio con aire acondicionado, el calor de la calle le causó un gran impacto. Debían de estar a 30 grados. Miró la hora. Faltaba poco para las cuatro. Los viernes casi siempre salía antes. Su último paciente tenía fractura del calcáneo, el talón derecho fracturado. Un hombre agotador. Un intento de suicidio frustrado, algo bastante habitual en ese tipo de lesiones. La gente intentaba ahorcarse, pero la soga se soltaba o el anclaje no aguantaba, y se precipitaban al suelo. La mayoría de las veces aterrizaban primero con una pierna y se destrozaban el talón. Las consecuencias eran una operación y muchas horas de pesada rehabilitación con el fisioterapeuta. Nadie se tomaba muchas molestias por un suicida frustrado, y generalmente le asignaban el caso a Nora. Tenía fama de tratar con mucha sensibilidad a ese tipo de gente, de darle masajes en la psique, además de ayudarlos con la fisioterapia.

—Nora tiene el síndrome del buen samaritano —solían decir sus compañeros de trabajo.

Probablemente era cierto. Probablemente esa tendencia la había llevado a iniciar una relación por correspondencia con un preso. La cuestión seguía siendo la misma: ¿qué carencia intentaba cubrir una mujer con síndrome de buen samaritano? En otra época, se habría defendido enérgicamente contra cualquiera que hubiera siquiera insinuado ese razonamiento. Sin embargo, hacía tiempo que reconocía que algo de verdad había en ello. Había buscado a un hombre que la necesitara y del que, por lo tanto, podía esperar que no la abandonara.

Le daba miedo la soledad. Esa era su gran carencia.

Iba a emprender el camino de vuelta a casa, pero se detuvo un momento. Hacía un día muy bonito y soleado. ¿Por qué no pasear un poco por la ciudad y acercarse a la copistería? Tal vez Ryan podría salir enseguida. Irían a tomar algo a algún sitio y le contaría lo que estaba pensando. Ryan necesitaba ayuda y ella solo veía un camino.

Se sentaron en una cafetería, en el rincón más apartado, porque Ryan insistió. Nora quería hablar de Damon y Ryan temía que los oyeran. Pidieron café y una botella de agua. Ryan parecía cansado y tenso.

—Una cosa está clara —dijo Nora—. Tienes que devolver el dinero y no volver a acercarte nunca más ni a ese Damon ni a nadie por el estilo. No puedes volver a poner los pies en el mundo de la delincuencia, Ryan. De lo contrario, ¡no acabará nunca!

Ryan miraba fijamente su taza de café.

—¿Qué es lo que no acabará nunca?

—Que una cosa lleve a otra —dijo Nora—. A eso me refiero.

Ryan asintió con la cabeza. Nora no sabía cuánta razón tenía.

—De acuerdo —respondió él—, hay que devolver el dinero. La menudencia de cincuenta mil libras. Eh…, ¿se te ha ocurrido por casualidad una idea de cómo voy a conseguirlas?

—No he pensado en otra cosa en estos últimos días. —Eso era cierto. Incluso sus pacientes se habían dado cuenta de que Nora parecía ausente mientras hacía su trabajo diario—. Y he visto muy claro que solo tenemos una posibilidad. —Hizo una breve pausa. Sabía que su propuesta sublevaría a Ryan, y quería subrayar la importancia de sus palabras—. Nuestra única posibilidad son tu madre y Bradley.

—¿Qué? ¿Y cómo quieres que nos ayuden?

—Tienen una casa en propiedad.

Ryan hizo un gesto negativo con la cabeza.

—La casa es de Bradley, no de mi madre. ¿En serio crees que la hipotecará para poner cincuenta mil libras encima de la mesa para el hijo degenerado de su mujer?

—No será fácil. Pero es la única esperanza que nos queda.

—Olvídalo, Nora —dijo Ryan—. No lo hará. ¡Y yo no pienso pedírselo y ganarme a cambio una bronca!

—Perdona, Ryan, pero deberías dejar el orgullo a un lado —señaló Nora—. En estos momentos, no puedes permitírtelo. Tú y yo no tenemos cincuenta mil libras, y sabes perfectamente que no existe la menor posibilidad de reunir semejante suma en tan poco tiempo. A no ser que atraquemos un banco, pero, francamente, ese plan me parece aún peor.

—Bradley no me ayudará. No me traga. Considera que no tengo remedio y prefiere relacionarse lo menos posible conmigo. ¡Tuviste que darte cuenta cuando estuvimos allí!

—Pero también me di cuenta de que quiere mucho a tu madre y que ella significa mucho para él. No lo hará por ti, Ryan. Pero quizá sí por tu madre.

—Mi madre acaba de pasar por una experiencia terrible. ¿Crees que le conviene que me presente en su casa y le diga que me he metido en líos con un jefe mafioso que me pondrá en su lista negra si no le entrego inmediatamente cincuenta mil libras? Está convencida de que por fin me van bien las cosas porque vivo con una mujer buena y tengo trabajo. No pienso arrebatarle esa convicción.

—Pero el tal Damon forma parte de tu pasado y ella ya sabe que no tienes un pasado genial.

Entonces, por hacer algo, Ryan se echó un par de cucharaditas de azúcar en el café, aunque le gustaba solo. Estaba furioso con Nora, pero también consigo, porque sabía perfectamente que su enfado era injusto. Nora tenía razón con todas y cada una de sus palabras, y por muy desagradable, sí, incluso insoportable que fuera la solución que proponía, comprendía claramente que no había alternativa. No podía secuestrar a otra mujer, esconderla y luego pedir un rescate. Y Bradley era realmente la única persona que conocía en el mundo que podía aflojar el dinero.

—Tengo que pensarlo —dijo.

—Te acompañaré a Yorkshire cuando vayas a hablar con Bradley y Corinne —se ofreció Nora.

—¿Tenemos que ir?

—No vas a hacerlo por teléfono. ¡Seguro que saldría mal!

Probablemente tenía razón de nuevo.

—Lo pensaré —repitió Ryan.

—Pero no mucho tiempo. Ryan, tienes que salir de ese ambiente. Del ambiente que representan hombres como ese tal Damon. Dices que te matará si no le pagas. Es posible. Pero también es posible que a partir de entonces te utilice siempre. Te tiene en sus manos. Existe la posibilidad de que te conviertas en el chico de los recados de un criminal facineroso, Ryan. —Lo escrutó con una mirada suplicante—. Ryan, ahora tienes la oportunidad de comenzar una nueva vida. Una vida honrada y decente. Y sé que esa es la clase de vida que te corresponde. Ese es el verdadero Ryan. No el maleante, sino el hombre que se dedica a su trabajo y puede ir con la cabeza bien alta porque no comete errores. ¡Ahora no lo eches a perder!

Ryan tomó un sorbo de café. Tenía un sabor dulce repugnante.

—¿Y tú cómo sabes qué es lo que me corresponde? —preguntó en tono agresivo—. ¡Tú no me conoces!

Nora se estremeció ligeramente.

—Creo que ya te conozco un poco —replicó con arrojo.

Ryan apartó la taza de café. No se tomaría ese brebaje. Miró al exterior, al día soleado. Un grupo de chavales pasaron riendo por delante, desenvueltos y despreocupados. Ellos dos estaban allí dentro al margen de todo. De la gente contenta, del sol, de la luz. De la vida.

¿Por qué diantre hacía Nora todo eso? No conseguía entenderlo y eso le daba inseguridad. Y lo agobiaba. Lo ponía de mal humor y lo contrariaba. Y lo agotaba. Y le hacía cobrar conciencia de su culpabilidad. Y Dios sabe qué más.

Le habría gustado levantarse y acercarse a Swansea para ir a ver a Debbie. Pero, claro, para eso tenía que coger otra vez el coche de Nora. Le habría gustado contarle sus penas a Debbie, le habría pedido consejo y ayuda. De todos modos, no se engañaba: Debbie lo estaba pasando muy mal y dependía más que nunca de los amigos, pero volvería a ser la Debbie de siempre, inflexible y dura ante la cuestión de permitir que la implicaran en algo ilegal. Nunca había sucumbido ni de lejos a esa clase de tentaciones. Le habría dado calabazas. «Te lo he advertido mil veces, no te mezcles con gentuza como Damon. Lo siento, pero no puedo ayudarte. ¡A ver cómo solucionas ahora el problema!»

Sin embargo, curiosamente, con la postura de Debbie se las arreglaba mejor que con la de Nora. Tal vez porque la entendía. Sin embargo, el compromiso de Nora era algo que no conseguía comprender en profundidad. Seguro que tendría que pagar un precio por él.

Y no quería. No quería de ningún modo.

Tampoco quería humillarse delante de Bradley, ese provinciano pretencioso. Tampoco quería que su madre supiera que volvía a estar en apuros.

Pero tampoco quería que los hombres de Damon lo mataran.

«No hago más que dar vueltas en círculo», pensó.

Notó la mano de Nora en el brazo.

—Vámonos a casa, Ryan —dijo—. Ya seguiremos hablando allí. Tal vez no esta noche. Pero sí mañana o pasado. ¡No tenemos todo el tiempo del mundo!

Tenía razón.

Ryan apartó el brazo bruscamente y la mano de Nora cayó en la mesa. No la miró, pero sabía que otra vez estaría poniendo cara de cordero degollado. Y no quería verlo.

Quizá lo exasperaba por eso: Nora siempre tenía razón.