El funeral de Lauren French, la madre de Vanessa, se celebró el viernes 25 de mayo. El jueves a mediodía, Matthew alteró el plan previsto de ir a Holyhead el jueves por la noche para no tener que correr tanto el viernes. Me telefoneó a la redacción para decirme que tenía una cena con un cliente importante y que no podía cancelarla.
—También llegaremos a tiempo si vamos el viernes —dijo—. ¿Te parece bien que pase a recogerte a las siete de la mañana y salgamos enseguida?
¿Qué podía contestar? Accedí, aunque me dio la sensación de que intentaba escaquearse. Creí lo que me decía, que el cliente existía y la cena también, pero por algún motivo estaba convencida de que podía haber delegado el asunto en un empleado y que eso era lo que en principio se había propuesto. Parecía de mal humor y comprendí que el viaje le suponía una carga enorme que, a medida que se acercaba el momento, se hacía más pesada. Habría preferido no ir, pero no se lo permitía la conciencia. Me armé de valor. No sería un día fácil.
Después de recibir la llamada de Matthew, aproveché la hora de comer para comprarme a toda prisa un vestido en la ciudad. Al principio pensaba ponerme el traje pantalón negro que tantos años de buen servicio me había prestado en todas las ocasiones especiales, pero últimamente hacía un calor poco habitual para la época, ese jueves había sido muy caluroso y, por último, los servicios meteorológicos anunciaban un «fin de semana de ensueño» con temperaturas de hasta 30 grados. Me derretiría con el traje. Encontré un elegante vestido negro de tubo, sin mangas, de lino, que me pareció idóneo, aunque era caro y abría un doloroso agujero en mis ahorros. Cuando volví a probármelo de noche en casa, me di cuenta de que era muy corto para un entierro y que se arrugaba con solo mirarlo. Los brazos descubiertos probablemente tampoco eran muy adecuados.
Demasiado tarde, tanto daba. Aparte del sacerdote, seguramente no nos vería nadie.
Al despedirnos, Alexia me suplicó que no me olvidara del proyecto del sábado. Quedamos en que iría a su casa en autobús por la mañana y me llevaría su coche. Ella pasaría el día en la redacción, como de costumbre, y cogería la bicicleta o la pequeña motocicleta de Ken para ir al trabajo.
—Pues claro que me acordaré —le dije—. El sábado estoy aquí sin falta. Volvemos el viernes por la noche. ¡No te preocupes!
—Si solo fuera eso… —murmuró Alexia.
Confié en que no se hubiera tomado mis palabras como un comentario cínico. Últimamente, en su vida solo había preocupaciones.
Me había hecho el firme propósito de no agravar su situación. Buscaría parajes magníficos para el reportaje y haría todo lo posible por contentar al viejo asqueroso de Londres, aunque hacía tiempo que había comprendido que no serviría de nada. Aquel tipo quería echar a Alexia a cualquier precio. Solo la dejaba patalear un poco más.
El sepelio y las horas que lo precedieron se me quedaron mucho tiempo en la memoria como un acontecimiento estrambótico. Extraño, confuso, casi grotesco. Matthew pasó a recogerme por la mañana a la hora convenida. Había dejado a Max al cuidado de la asistenta, y en esa información empleó prácticamente las únicas palabras que me dirigió hasta que llegamos a Holyhead. Por lo demás, se obstinó en guardar silencio. Al menos no comentó nada sobre mi vestido corto, aunque seguramente ni se fijó. Lo observé de soslayo un par de veces y vi que estaba muy tenso y apretaba los labios con fuerza.
En un momento determinado me atreví a dirigirle la palabra:
—¿Qué tal anoche con el cliente? —pregunté—. ¿Estás contento?
—Sí —se limitó a contestar. Y eso fue todo.
Tuve ocasión de ensimismarme en mis pensamientos. Me acordé de la llamada de Garrett a principios de semana. Volver a hablar con él después de tanto tiempo me dejó atónita. No era lo mismo que oír su voz en el contestador automático. Y Garrett estuvo encantador, interesado y comprensivo, tal como sabía ser cuando quería meterse a alguien en el bolsillo. Las cosas cambiaban rápidamente en cuanto alcanzaba su objetivo, eso lo viví muy a menudo a lo largo de los años. ¡Cuántas veces derramé torrentes de lágrimas por culpa de su indiferencia, su cinismo y su frialdad! Y me juré no volver a dejarme engañar nunca más por su lado bueno. Pero mientras hablábamos por teléfono me di cuenta de que aún podía cautivarme. Garrett quería saber cómo me iba la vida y le conté lo del trabajo en Healthcare y, al final, incluso le hablé de Matthew.
—Ajá. ¿Tu nuevo novio?
Garrett siempre había proclamado que no se planteaba un sentimiento como los celos, que estaba por encima de esas cosas, pero me pareció notarle en la voz un leve matiz de esa emoción.
Le estaba bien empleado.
No obstante, fui sincera y le dije que teníamos algunos problemas. Le hablé de Vanessa y le conté que su sombra seguía planeando sobre Matthew y, por ende, sobre nuestra relación, todavía embrionaria. Garrett se quedó totalmente fascinado. Me acribilló a preguntas para saberlo todo sobre el caso de Vanessa Willard, y estoy segura de que, al acabar la conversación, lo investigó en internet. Una vez más, afloraron en mí antiguos sentimientos. Cuando Garrett estaba de tan buen talante como en esos momentos, era maravilloso estar con él.
Finalmente sacó el tema de mi cumpleaños. Lo celebraba el 12 de junio y ese año caía en jueves, un día de lo más inoportuno para tener visitas. Pero eso a él no lo preocupaba.
—Me tomaré el día libre para ir a verte. ¿Ya tienes plan? —preguntó.
Buena pregunta. Podía quedar con Matthew, por supuesto, pero no era en modo alguno una opción segura. Estaba tan supeditado a sus cambios de humor que no se podía confiar en él. ¿Y Alexia? Trabajaría hasta muy tarde, luego tal vez saldría conmigo a tomar una copa y estaría todo el rato combatiendo la amenaza de sufrir un ataque de nervios. Resumiendo, no tenía ninguna perspectiva emocionante y cabía imaginar que pasaría la noche de mi cumpleaños en mi buhardilla, más sola que la una, triste y contemplando el cielo por la ventana del techo. En ese sentido, un Garrett animoso, radiante, volcado claramente en esos momentos en congraciarse de nuevo conmigo no era una mala alternativa.
—Lo pensaré —dije finalmente—. No es fácil, ¿sabes?
—Claro —respondió él con una voz dulce que me hizo estremecer—, lo entiendo.
Charlamos un poco más, le hablé del reportaje fotográfico, le conté que el fin de semana iría a buscar temas posibles en el coche viejo de los Reece, porque yo había vendido el mío por los gastos que me ocasionaba. Se burló de lo poco que me pagaban en Healthcare y acabamos la conversación deseándonos buenas noches. Después me quedó mal sabor de boca. Tenía la impresión de haberle tendido la mano, y lo conocía: haría todo lo posible por tomarse el brazo entero. Como mínimo.
Llegamos puntuales a Holyhead, pero nos perdimos buscando el cementerio, fuimos a parar varias veces al puerto, donde estaban cargando uno de los muchos transbordadores que zarpaban a diario hacia Dublín, y por último, muy nerviosos, lo encontramos apenas dos minutos antes de que comenzara oficialmente el entierro.
Primero me sorprendió, y al mismo tiempo me asustó, la cantidad de coches que había aparcados, y después vi a las treinta personas que se habían reunido a las puertas de la capilla.
Miré interrogativa a Matthew.
—¡Matthew, dijiste que no vendría nadie! ¿Quién es toda esa gente?
Parecía aún más tenso que antes.
—Es muy raro, de verdad —dijo.
Bajó del coche, cogió la americana negra del asiento de atrás y se la puso. Yo también bajé y comprobé que el viaje en coche no le había sentado nada bien a mi vestido. Se había convertido en un montón de arrugas, con lo que la falda, escandalosamente corta, me quedaba más corta todavía. Tenía la sensación de estar totalmente fuera de lugar, y a eso se añadió la perspectiva de tener que enfrentarme a una tropa de parientes de la difunta Lauren French y, por lo tanto, de la desaparecida Vanessa Willard. En calidad de «la nueva que iba con Matthew», porque difícilmente podíamos causar otra impresión.
«¿De dónde la habrá sacado? —cuchichearían—. ¡Sí que ha ido a menos! ¿Os acordáis de lo elegante que era Vanessa? ¿Del estilo que tenía? Y ahora va con esa jovencita que no sabe ni cómo hay que vestirse. ¿Es que Matthew no tiene ojos en la cara?»
Me habría gustado huir, pero era imposible y, andando con los tacones lo más regiamente que pude, me dirigí junto a Matthew hacia los congregados. Tenía la débil esperanza de que hubiera otro entierro al mismo tiempo, o que a lo mejor habían celebrado otro antes y el grupo aún no se había disuelto, o de que nos hubiéramos equivocado de lugar y de hora, pero las conversaciones se fueron apagando a medida que nos acercábamos, todas las cabezas se volvieron hacia nosotros y la curiosidad y la frialdad que nos recibieron me hicieron comprender enseguida que no podía esperar un milagro: eran de los nuestros. Y nosotros de los suyos.
Una mujer de unos cincuenta años se separó del grupo y vino a nuestro encuentro. Llevaba un conjunto negro de falda y chaqueta perfecto para la ocasión, iba bien peinada y maquillada y ni por un momento movió los labios para esbozar una sonrisa.
—¡Ah, Matthew! —dijo—. Ya creíamos que no vendrías.
—Hola, Susan —replicó Matthew—. Perdona que hayamos llegado tan justos de tiempo, pero hay un buen trecho hasta aquí desde Swansea.
Susan asintió de un modo que parecía querer decir: «¡Pues haber salido antes!». Se volvió hacia mí, repasó de arriba abajo mi impresentable vestuario y arqueó ligeramente las cejas.
—Susan, esta es Jenna Robinson —nos presentó Matthew—. Jenna, Susan Collins, una sobrina de Lauren.
—Una prima de Vanessa —añadió Susan innecesariamente, y quedó muy claro que tan solo se trataba de sacar a relucir ese nombre y recordarme que, aunque hubiera desaparecido, la señora Willard existía.
—Encantada —dije, y me dio la impresión de que había dicho algo inoportuno. Aunque, en ese entorno y ese día, seguramente cualquier cosa que hiciera sería poco afortunada. Había sido un error ir allí con Matthew.
Saludamos al resto de los congregados y comprobé que Matthew tampoco conocía a la mayoría o como mucho los recordaba vagamente de algún encuentro breve y lejano en alguna reunión familiar. Susan desempeñó su cometido con mucha soltura señalando la relación que cada uno tenía con la difunta. Quedó claro que incluso las primas más lejanas, hasta las tías en quinto grado, se habían movilizado para dar el último adiós a la buena de Lauren French, lo cual era muy extraño si se tenía en cuenta que, según Matthew, ninguno de ellos había aparecido por la residencia de ancianos cuando la mujer aún vivía.
—No tengo ni idea —me susurró Matthew al oído al entrar en la capilla, en la que esperaba ya en el altar el ataúd marrón oscuro, cubierto de flores—. En serio, ¡Lauren no les importaba un comino! ¡No entiendo por qué han tenido que venir ahora!
Yo sí lo entendía y me fastidió no haberlo hecho antes: habían ido por Matthew. Igual que la mayoría de muestra sociedad, llevaban una vida basada en acontecimientos previsibles y nunca pasaba nada extraordinario; el tedio y el aburrimiento eran los enemigos mortales número uno. La desaparición de Vanessa y todas las posibilidades y rumores que se tejían alrededor habían aportado un maravilloso aire fresco a la monotonía. Vanessa estaba emparentada con todos, pero eran parentescos lejanos que no daban para llorar su muerte desconsoladamente ni para hundirse en la incertidumbre por la suerte que hubiera podido correr. Sin embargo, podían hacer toda clase de conjeturas, inventarse cosas, formular teorías atrevidas, jugar a los detectives, entregarse a imágenes escalofriantes, horrorizarse de verdad, y un largo etcétera. No hacía falta mucha imaginación para figurarse que Matthew Willard desempeñaba un papel importante en esas reflexiones. El marido, la última persona que vio a Vanessa. El hombre que fue con ella a los parajes solitarios del parque nacional de la costa de Pembrokeshire y regresó sin ella. Sí, cierto, la policía lo había investigado y no había encontrado nada, bueno, al menos «no había podido demostrar nada», pero en nueve de cada diez casos el marido o la pareja tenía las manos manchadas de sangre, eso lo sabía todo el mundo que siguiera con un poco de interés lo que se publicaba en los periódicos. Y aunque fuera inocente, no dejaba de ser una figura interesante. ¿Cómo se las había arreglado después de la catástrofe que había irrumpido tan de repente en su vida? ¿Cómo se las arreglaba ahora? ¿Quién lo apoyaba? ¿Quién apoyaba a un hombre destrozado? ¿A una figura trágica? ¿Se había vuelto loco o alcohólico? ¿Había perdido el trabajo? ¿Rompía a llorar cuando le hablaban de Vanessa? Preguntas y más preguntas. Y nadie quería desperdiciar la ocasión de saber las respuestas. Por eso estaban todos allí, fingiendo tristeza por la muerte de Lauren. En realidad, no paraban de volver la cabeza para no perderse el menor gesto, la menor emoción ni la menor palabra que pronunciara Matthew.
Y había que reconocer que no los decepcionamos. ¿Habían pensado en esa posibilidad? ¿Encontrarse a Matthew íntegro, con un traje negro de buena confección, con el mismo éxito de siempre en el trabajo, más serio y circunspecto que antes, pero funcionando a pleno rendimiento en su vida? ¡Y con otra mujer a su lado! Una mujer diez años más joven que él, eso saltaba a la vista, que llevaba un vestido muy corto. Una mujer que no le llegaba a Vanessa a la suela de los zapatos, pero bastante guapa, recién entrada en la treintena y con toda probabilidad muy buena en la cama. Noté que eso era exactamente lo que pensaban. Estaban indignados. Y me despreciaban. También un poco a Matthew, pero mucho más a mí. Yo era la guarra. Él, el hombre que no se había podido resistir.
Deseé estar en el otro extremo del mundo.
Después del sepelio, que se celebró al menos siguiendo los rituales previstos y nos concedió un respiro, había un piscolabis en un pequeño restaurante cerca del cementerio. A pesar de que era mediodía y del calor, que aumentaba minuto a minuto, se sirvieron bebidas alcohólicas en abundancia, cosa que distendió a la concurrencia. Me fijé en que Matthew se aferraba al agua mineral. Yo cogí una copa de champán para los nervios, pero solo bebí un sorbito y decidí dejarlo ahí.
«Ten cuidado, Jenna. Aquí hay mucho potencial para que se monte un escándalo de aúpa, y no serás tú quien lo desate. No permitas que te provoquen.»
Susan se acercó. Se veía que sudaba mucho con el conjunto que llevaba. Eso me colmó de una alegría malsana. Yo al menos estaba fresca con mi nadería de vestido inapropiado.
—¿Así que es usted la nueva amiga de Matthew? —preguntó. Seguía sin sonreír. Tal vez ni siquiera sabía hacerlo.
—Soy «una» amiga —remarqué.
—En cualquier caso, lo bastante cercana para traerla a una ceremonia familiar tan íntima —comentó Susan—. Lauren y él se querían mucho, ¿sabe? Antes de que Lauren sufriera demencia senil y no reconociera a nadie, se le caía la baba con Matthew. El yerno perfecto. Claro que también era un matrimonio perfecto. El de Matthew y Vanessa. Una pareja maravillosa. Y muy feliz.
Sus palabras eran puñaladas, y como tales habían sido pensadas, pero me contuve.
—Sí, eso es lo que tengo entendido.
—¿Usted no conocía a Vanessa?
—No. Y a Matthew lo conozco desde marzo de este año.
De nuevo enarcó las cejas.
—¡Pues sí que van deprisa las cosas entre ustedes!
De repente no tuve ganas de seguir reiterando que no había nada entre nosotros. ¿Para qué? Sí que había algo. A pesar de todas las dificultades que teníamos que afrontar, no habíamos ido juntos al entierro por «nada». Él me había pedido que lo acompañara porque yo tenía un papel en su vida y a él le importaba. Yo no era una simple aventura ni su gatita de dos noches, no, ¡Dios sabe que nadie podía afirmar algo así!
—Sí —confirmé—, las cosas van muy deprisa.
—¿Sigue buscando a Vanessa? —inquirió Susan—. Recuerdo que al principio estaba obsesionado por aclarar el caso. Incluso salió varias veces en programas de televisión que trataban el tema de personas desaparecidas. También se apuntó a una asociación fundada por familiares de personas que desaparecieron sin dejar rastro. Pero hace tiempo que no se ha vuelto a oír nada de él. Y, por lo tanto, tampoco de Vanessa.
Sus palabras sonaron a reproche.
No me apetecía hablar con Susan, pero de algún modo tenía que afrontar la situación, y el silencio esquivo seguramente no era un buen método.
—No puede pasarse la vida buscando y nada más —dije—. Él también tiene que volver a vivir algún día.
Entonces la comisura de sus labios se movió ligeramente, pero el resultado no fue una sonrisa. Fue una emoción asentada entre el desprecio y el escarnio.
—Bueno, sí; se nota que se ha decantado por la vida —señaló mordazmente, y su mirada volvió a deslizarse hasta el dobladillo de mi vestido arrugado, que me quedaba muy por encima de las rodillas.
Tuve que controlarme para no pasarme la mano por el vestido y estirarlo un par de centímetros. En ese momento supe con meridiana claridad que todo habría ido mejor si me hubiera puesto el traje pantalón sobrio.
—Yo… —comencé a contestar, pero algo me desvió la intención.
Un hombre que debía de tener más o menos mi edad se dirigió a Matthew y le preguntó en voz alta:
—¿Qué, Matthew? La vida continua, ¿no?
Las demás conversaciones se acallaron. La pregunta no era una grosería, pero el tono contenía una provocación inequívoca. También el volumen de la voz. Aquel tío buscaba camorra y quería tener público.
Recordé vagamente que se llamaba Bill y que me lo habían presentado a las puertas de la iglesia como el hijastro del sobrino del padrino de Vanessa. Otro que apenas había conocido a Lauren y al que no se le había perdido nada allí.
Todas las familias tienen en sus propias filas o en el círculo de sus amistades a un auténtico inútil, un verdadero idiota, y no cabía ninguna duda de que ese papel le había tocado a Bill. Un hombre de aspecto anodino, con un poco de sobrepeso, que sudaba copiosamente porque, a pesar del calor, no paraba de beber alcohol. Un hombre del que enseguida sospeché que no tenía mucho que decir en la vida y que pocas veces le prestaban atención o le hacían caso, y que eso lo frustraba mucho. Pero ahora tenía el valor que daba la bebida. Buscaba camorra para ser de algún modo el centro de atención.
—En efecto —contestó serenamente Matthew—, la vida continua.
¿Qué otra cosa habría podido contestar a semejante comentario trivial?
Bill hizo un gesto con la cabeza en mi dirección.
—¿Y es esto? ¿Este es el tiempo después de Vanessa?
—No sé a qué te refieres —dijo Matthew.
Bill se echó a reír. Una carcajada excesivamente fuerte y prolongada. Saltaba a la vista que el alcohol empezaba a hacerle perder el control.
—Bueno, me habría extrañado que alguien como tú siguiera solo. Un hombre atractivo, con mucha pasta, un coche fantástico, una casa fantástica, un trabajo fantástico… No puedes evitar que te hagan ofertas, ¿verdad?
Cuando no estaba borracho como una cuba, Bill seguramente reventaba de envidia de Matthew. Y lo odiaba como a la peste.
—Las ofertas son francamente limitadas —replicó Matthew.
Bill volvió a reírse.
—Pero sigues sin saber seguro si Vanessa está muerta.
Un suspiro de espanto cruzó la sala. Nadie habría puesto en su boca la palabra «muerta» en relación con Vanessa.
—Nadie sabe nada —dijo Matthew—. Por desgracia, las cosas siguen igual después de casi tres años de su desaparición.
Bill volvió a mirarme.
—Ya, y a estas alturas sería una tontería que cambiara algo. Me refiero a la incertidumbre. ¡Ahora que has rehecho tan bien tu vida!
—No veo qué tiene de bueno vivir en la incertidumbre —opinó Matthew esforzándose todavía por no permitir que la situación se agravase.
Bill no me quitaba los ojos de encima.
—Pero eso puede acarrear muchos problemas. ¿Y si Vanessa no está muerta y se presenta un día en vuestra casa? Entonces de repente tú tendrías dos mujeres, y todos sabemos… que eso no funciona a la larga. Solo trae montones de disgustos. —Se pasó la lengua por los labios—. Guapa, la pequeña. No tan… fría como Vanessa, ¿me equivoco?
Matthew dejó el vaso.
—Ya basta, Bill —dijo—. No bebas más por hoy. Pero solo es un buen consejo. No voy a quedarme a ver si lo sigues.
Se me acercó.
—Tenemos que irnos —susurró.
A mí me pareció perfecto. Aliviada, dejé también mi copa y le tendí la mano a Susan, en cierto modo en representación de todos los demás.
—Hasta otra, Susan. Ha sido un placer enorme conoceros a todos.
—Eh… para nosotros también —contestó Susan, perpleja.
Matthew me cogió del brazo.
—Vámonos de aquí —murmuró—, ¡o perderé la cabeza y le arrearé un guantazo a ese tío!
Cuando ya nos íbamos, oímos de nuevo la voz de Bill. Era incapaz de renunciar a tener la última palabra.
—Si yo fuera usted, ¡estaría nervioso, Jenna! —atronó—. ¡Muy nervioso! ¿Qué hará cuando Vanessa aparezca? ¿Tiene algún plan? ¿Qué hará entonces?
No contesté. Salí al sol, seguida por Matthew. Comprendí, agradecida, que ya había pasado, que lo dejaba todo atrás: a los familiares y conocidos de Vanessa y, con ellos, la mezcla tóxica de sensacionalismo, hipocresía, desprecio y envidia que me había rodeado tantas horas.
Sin embargo, una cosa no desapareció: lo que Bill había dicho al final. Las palabras de un idiota borracho, sí, pero, por mucho que me esforzara, no me libraba de ellas.
Resonaban en mis oídos.
«¿Qué hará cuando Vanessa aparezca?»
«¿Qué hará entonces?»