Damon no recibía a gente como Ryan en su oficina ni en su residencia privada, tampoco en un edificio que después pudieran relacionar de alguna manera con él. La primera vez, hacía muchos años, se entrevistaron en la trastienda de un pub, y la segunda, en la suite de un hotel. Sabía que en ambos casos habían tomado todas las precauciones para que nunca pudiera demostrarse la presencia de Damon en esos lugares. Oficialmente, las reuniones no habían existido. Si la persona no salía con vida, nadie sabría que había estado allí. A pesar del rastro de sangre que dejaba tras de sí, Damon siempre resultaba invisible. Para Ryan seguía siendo un enigma cómo funcionaba aquel sistema, y también sabía que un don nadie como él nunca lo averiguaría.
Iba en el asiento de atrás de una limusina, con un hombre al lado y el otro al volante. Lo habían cacheado en busca de armas y, por supuesto, no habían encontrado nada. Pensó que le taparían los ojos, pero no lo hicieron; era evidente que no veían ningún motivo para ocultarle el camino que tomaban. Ryan no conocía la zona a la que se dirigieron después de salir de Pembroke Dock. Calculó que se dirigían al sudoeste, pero no estaba seguro. Pasaron por dos pueblos adormecidos y después le dio la impresión de que dejaban atrás todo asentamiento humano. Vio llanuras extensas, campos y prados a ambos lados de la estrecha carretera, y alguna granja de vez en cuando.
Seguramente estaban muy cerca del mar.
Esperaba sufrir una de sus habituales reacciones de pánico, pero no fue así. Teniendo en cuenta que lo más probable era que le dieran una paliza o incluso le pegaran un tiro, estaba sorprendentemente tranquilo. Y sereno. Tenía miedo, por supuesto. Pero el miedo estaba recluido en algún lugar de su interior, condensado en un nódulo compacto que lo retenía. No podía propagarse por Ryan. No era la clase de miedo que conocía de la vida anterior a lo de Vanessa.
Salieron de la carretera y doblaron por un camino particular que discurría entre árboles de copas anchas y desembocaba en una placita cubierta de grava, delante de una casa imponente. Era un edificio sobrio, pero de un tamaño y solidez que impresionaban. La típica residencia de un pequeño noble de provincias. Seguro que no era de Damon, pero probablemente tenía alguna relación con el propietario y la usaba de vez en cuando. Tal vez fuera de un político. Ryan no lo descartaba.
Bajaron del coche. La grava crujió bajo sus pies. El aire olía intensamente a mar. Ryan supuso que detrás de la casa estaba el acantilado. Quizá lo arrojaran por allí. Se estrellaría y caería al agua, que lo arrastraría hasta que lo encontraran. Probablemente lo tomarían por un excursionista imprudente que había resbalado. Una tragedia, pero eran cosas que pasaban. Su muerte no merecería ni una nota en los periódicos.
Los hombres lo escoltaron por los peldaños de la entrada hasta la puerta. La abrieron empujándola levemente. Los recibió un aire frío y estancado. Una escalinata de piedra, un suelo de baldosas blancas y negras. En las paredes, algunos cuadros con paisajes representados bastante cursis. Una cornamenta de ciervo. Una piel de cocodrilo clavada junto a las escaleras, en el revestimiento de madera. Una alfombra roja en la escalinata.
Ryan captó esas instantáneas al pasar sin darse realmente cuenta de lo que veía. Luego se abrió otra puerta y los guardianes lo empujaron al interior de la estancia. Una especie de salón demasiado cargado de muebles, con olor a moho y lleno de polvo.
Y allí en medio, Damon, casi hundido en una mullida butaca de cuero. Se levantó y sonrió como si recibiera a un viejo amigo.
—Hola, Ryan —dijo—, ¡cuánto me alegro de verte!
¡Como si hubiera aceptado voluntariamente una invitación y no lo hubieran obligado a ir dos tíos musculosos!
—Hola, Damon —respondió Ryan, y su voz sonó angustiada.
—¿Te apetece tomar algo? —preguntó Damon señalando un carrito que estaba junto a un sofá, provisto de una gran cantidad de botellas. Por lo que Ryan pudo ver, había distintos tipos de whisky, pero también otros licores y aguardientes.
—No, gracias —contestó.
Damon siguió sonriendo. El aspecto inofensivo de ese hombre lo sorprendió una vez más, aunque sabía de sobra el terror que él y sus matones sembraban. Sin embargo, su asombro siempre era genuino. Damon era más bien bajo, Ryan le pasaba casi una cabeza, y tan enjuto que daba la impresión de que sufriera una enfermedad insidiosa que lo consumía lentamente. Tenía la piel de un tono rosa pálido, ojos azul claro y el pelo de color castaño ceniciento; llevaba un traje de lino gris y camisa azul. Parecía una persona insignificante, un hombre en el que pocos se fijarían. Si Ryan no hubiera sabido quién era, habría apostado a que se trataba de un contable, quizá el jefe de una sucursal de una cadena de supermercados.
Pero nunca habría dicho que era uno de los jefes mafiosos más peligrosos de Inglaterra, un hombre que tocaba tantos negocios ilegales que daba vértigo.
—Siéntate, Ryan —dijo Damon señalando una butaca.
Ryan se sentó con reticencia. Se preguntó dónde se habrían metido los hombres que lo habían llevado hasta allí. Probablemente estaban al otro lado de la puerta, esperando a entrar en acción, fuera cual fuese.
Damon también se sentó.
—Bueno, Ryan, ¿qué tal te ha ido? Me han contado que estuviste en la cárcel.
—Sí.
—Un fastidio. Supongo que no querías herir tan gravemente a aquel muchacho, ¿verdad?
—No, claro que no.
—Sí. A veces las cosas se nos van de las manos. ¡Y la cárcel es una mala experiencia!
—Cierto —confirmó Ryan. Deseaba que Damon fuera de una vez al grano. No había ordenado que lo llevaran allí solo para charlar un rato.
—Bueno, y saliste en marzo —dijo Damon—, hace dos meses. Francamente, me ha decepcionado un poco que no me avisaras. Pensaba que éramos viejos amigos, ¿no?
Ryan no contestó. ¿Qué podría haber respondido a un comentario tan claramente cínico?
—Además —prosiguió Damon—, tú y yo tenemos que aclarar algún que otro asunto pendiente, ¿no?
—Damon, yo… —empezó a decir, pero Damon lo interrumpió con un gesto que indicaba que guardara silencio.
—Veinte mil libras. Eso es lo que hay que aclarar.
Ryan suspiró.
Damon sacó una hoja de papel del bolsillo de la americana, la desplegó y fingió que la examinaba a fondo. Pero Ryan estaba convencido de que sabía perfectamente lo que había en ella.
—Hum. Por lo que veo, «eran» veinte mil libras. Entretanto, se han ido acumulando muchos intereses. Después de todo, ¡ni siquiera habías empezado a amortizar la deuda!
—Estaba en la cárcel. ¿Cómo iba a…?
—Sí, claro, lo entiendo. Allí no se amasan fortunas. Por otro lado, yo no tengo la culpa de que fueras a parar entre rejas. ¡No puedes responsabilizar a los demás de tus errores, Ryan!
—No —dijo Ryan.
Damon volvió a examinar el papel.
—Bueno, ahora que lo repaso… En todo este tiempo se ha acumulado una bonita cantidad, Ryan. No está mal. Ya vamos por… espera… sí, cuarenta y ocho mil libras. Exacto. Eso es lo que me debes. ¡Cuarenta y ocho mil libras!
Si la situación no hubiera sido tan peligrosa, tan desesperada, Ryan habría sonreído con sarcasmo. No podía ser más absurdo. Cuarenta y ocho mil libras, que seguramente aumentaban día a día, hora a hora, minuto a minuto.
No podría pagarlas nunca. Y, obviamente, Damon lo sabía.
—Eso es… mucho dinero —comentó, por decir algo.
Damon asintió elocuentemente.
—Cierto. Mucho dinero. Comprenderás que yo no puedo renunciar a tanto dinero.
—Damon —dijo Ryan, desesperado—, no lo tengo. Mi cuenta corriente está prácticamente a cero. Trabajé en la cárcel y gané algo, pero he tenido que gastar la mayor parte. Ahora trabajo en una copistería y me pagan muy poco. No puedo buscar otro empleo, al contrario, tengo que alegrarme por haber encontrado este. ¿Quién va a contratar a una persona como yo?
—Hum —musitó Damon, y puso cara de preocupación.
Ryan sabía que esa expresión no era nada sincera: Damon era un hombre frío y sin sentimientos. Sin compasión. Y no se le podía negar un gusto muy marcado por las conductas sádicas.
—¿Puedo preguntarte una cosa, Ryan? —prosiguió—. Creo que comprenderás que te lo pregunte. ¿A mí que me importa el trabajo que tengas, cómo está tu economía ni cuáles son tus pronósticos de futuro? Es tu vida. Tú te la has labrado. No me corresponde a mí juzgar si lo has hecho bien o no, si siempre has sido inteligente o has hecho alguna que otra tontería. Nunca me lo permitiría.
—Claro —dijo Ryan, y tragó saliva. Tenía la garganta seca.
—¿Cómo vamos a proceder con el pago? —preguntó Damon—. ¿Cuándo crees que podrás devolverme el dinero?
Ryan volvió a tragar saliva. Se le estaba haciendo un nudo en la garganta.
—Damon, no tengo dinero —dijo en voz baja—. De verdad, no tengo nada.
Damon ladeó la cabeza y se puso la mano detrás de la oreja exagerando el gesto.
—¿Cómo dices? No te he entendido.
—No tengo dinero —repitió Ryan.
—Pero seguro que tienes un plan para conseguirlo, ¿verdad? ¡No concibo que pidas prestadas cuarenta y ocho mil libras y no te preocupes por devolverlas!
Él nunca había pedido tanto. El importe solo había podido subir tanto por la política de intereses de usura que aplicaba Damon. Pero Ryan se guardó mucho de decirlo.
—Podría pagar a plazos —propuso—. Aunque en cantidades bastante pequeñas. Porque gano muy poco.
—¿Cuánto podrías darme cada mes?
—Ejem…, ¿cien libras?
—¿Cien libras? ¿En serio? Lo digo porque, contando con que los intereses seguirán acumulándose, los dos seremos más viejos que Matusalén cuando por fin recupere el importe total. ¡Si es que llego a recuperarlo!
—Doscientas libras —propuso Ryan, desesperado—. Pero entonces las pasaré canutas.
—¿Doscientas libras? Eso no cambia nada. ¿Y esa novia con la que vives? ¿No puede ayudarte económicamente?
Ryan se estremeció. Aunque en principio lo sabía, sintió una especie de descarga eléctrica cuando Damon lo pronunció sin perder la calma: «Esa novia con la que vives». Estaban informados de todo. Conocían a Nora, sabían que vivía en su casa. Nora podía ser la próxima en su punto de mira.
—¿Atacaron tus hombres a Debbie? —inquirió—. ¿Y a mi madre?
Damon lo miró.
—¿Han agredido a tu madre? Eso es horrible. ¿Qué ocurrió? ¿Y quién es Debbie?
Aquel hombre era realmente insensible. Ni un solo músculo de su cara lo delataba. Ryan no habría podido decir si fingía o no. Ambas cosas eran posibles: que no supiera nada y también que él hubiera sido el instigador.
—Debbie es una amiga. Fuimos pareja unos años y luego nos separamos, pero seguimos siendo amigos. Vive en Swansea.
—Comprendo. ¿Por qué han atacado a tu madre y a tu ex?
—Eso mismo me pregunto yo —dijo Ryan.
—El mundo está lleno de maldad —arguyó Damon.
«¿Y qué esperabas? —se preguntó Ryan—. ¿Que se riera en tu cara y, de paso, confesara unos cuantos crímenes? ¿Violación, secuestro, privación de libertad? Al fin y al cabo no es tonto. O no ha tenido nada que ver, y entonces le da igual lo que haya podido pasarles a algunas personas de tu entorno, o está detrás de todo y le basta con que tú tengas que combatir tus miedos. No quiere otra cosa.»
—Quiero devolverte el dinero —aseguró Ryan—, pero necesito tiempo. No puedo reunir una suma tan elevada como si nada. No conozco a nadie que pueda.
—¿Sabes, Ryan? Hay unas cuantas reglas en la vida que deben respetarse, o la situación se vuelve desagradable —dijo, y se reclinó con calma en su butaca—. Según una de esas reglas, por ejemplo, lo mejor es no contraer nunca deudas si no puedes pagarlas en un plazo razonable. Limitarse siempre a coger y coger y no preocuparse por arreglar las cosas es algo que no funciona. El acreedor se pone triste, ¿comprendes? Y llega un día en que ya no está triste, sino muy enfadado. Y luego furioso. Y luego te encuentras con un verdadero problema.
—Sí —asintió Ryan quedamente.
Damon volvió a mirar la nota.
—Bueno, he estado pensando en el plazo que te concederé —dijo—. Hoy es lunes 21 de mayo. Seré generoso. Digamos que el sábado 30 de junio, me devolverás el dinero. Faltan seis semanas. ¡No me negarás que es una oferta justa!
—¿A finales de junio? —preguntó Ryan, asustado.
Damon también podría haber dicho tranquilamente «pasado mañana».
—A finales de junio —confirmó Damon—. Sumando los intereses que se acumularán hasta entonces, serán cincuenta mil libras. Una cifra redonda. ¡Cincuenta mil libras el 30 de junio! Me gusta. ¿Te he dicho ya que el 30 de junio es mi cumpleaños?
—No —contestó Ryan.
—Sí, ya ves, entre una cosa y otra, será un día muy alegre para mí. ¿Cuándo cumples tú los años, Ryan?
—El… 7 de septiembre —dijo con voz ronca. De repente, la voz casi había dejado de obedecerlo.
—El 7 de septiembre. Y, naturalmente, te gustaría celebrar tu próximo cumpleaños, ¿verdad?
—Sí.
—¿Cómo dices? No te he entendido.
—Sí —repitió Ryan más alto.
—Bien, es lo que pensaba. Te gustaría celebrarlo con tu nueva novia. Una chica muy maja. Y guapa, por cierto. Y muy… ¿cómo lo diría? Formal. Una chica formal y decente. Una chica que cualquier madre querría para su hijo, ¿verdad?
—No es mi novia. Ni mi pareja —aclaró—. Me escribía cuando estuve en la cárcel y ahora se preocupa por mí.
Quizá podría proteger a Nora de Damon y sus hombres si rebajaba al máximo su relación con ella.
—Da igual —comentó Damon—. El caso es que sería una lástima que, precisamente ahora, a uno de vosotros le ocurriera algo. ¡Es tan joven! Y tú has salido por fin de la cárcel. Tienes un empleo. Intentas salir adelante con un trabajo serio y eso está bien. Bueno, muchacho, este es el momento en que puedes encarrilar tu vida. Aún puedes convertirte en un hombre honrado y llevar una buena vida de clase media. ¡Y no me digas que no es tu sueño! ¡Los tipos como tú siempre acaban soñando lo mismo!
—No sé cómo voy a reunir tanto dinero en tan poco tiempo —dijo Ryan—. De verdad que no lo sé, Damon. Haré todo lo posible, pero no sé ni por dónde empezar.
Damon lo miró. Ryan observó unos ojos gélidos. La impasibilidad de su interlocutor lo estremeció. De pronto comprendió de nuevo qué era lo que le había llevado, hacía ya casi tres años, a urdir el absurdo plan de secuestrar a una mujer y probar suerte con la extorsión. Después, en la cárcel, no se lo explicaba, no paraba de preguntarse cómo había podido estar tan loco, tan perturbado, cómo había podido perder la cabeza hasta ese punto. ¿En qué estaba pensando?
Sin embargo, en esos instantes lo comprendió. En aquella época se encontraba en la misma situación que ahora: entre la espada y la pared, completamente indefenso ante un enemigo que en ningún momento le había transmitido la sensación de que lo dejaría marchar tan solo con un susto. Al contrario, el enemigo era sumamente peligroso y no conocía la piedad. Los que se enfrentaban a él tenían las de perder. Ryan no se había hecho en ningún momento la ilusión de que la charla en tono amistoso con Damon contuviera otra cosa que no fuera la amenaza de que lo matarían, y quizá también a Nora, si no pagaba a finales de junio. Y no existía ninguna certeza de que sería de forma rápida y sin dolor. Damon era famoso sobre todo por su afición a las venganzas sádicas. A partir del 30 de junio, tendría que contar siempre con la posibilidad de que lo secuestraran en plena calle y lo torturaran hasta la muerte en algún paraje solitario. No existía lugar en el mundo donde esconderse. Al menos, no por mucho tiempo.
Si no pagaba, tendría que vivir como un fugitivo. Siempre. Hasta que lo atraparan. Y eso solo era cuestión de tiempo.
—Todo el mundo puede conseguir dinero —dijo Damon—. Siempre hay maneras. De lo contrario, ¿cómo sería posible que tanta gente lo lograra a diario? Piensa en algo, Ryan. No eres tonto, lo sé. ¡Y hay mucho en juego!
No hacía falta que lo remarcara. Ryan sabía qué era lo que estaba en juego: su vida. Ni más ni menos.
Damon se levantó y dio la conversación por terminada. Le tendió la mano a Ryan.
—Que te vaya bien, Ryan. Ha sido un placer volver a hablar contigo. Los amigos no deberían estar tanto tiempo sin verse.
Ryan esbozó una sonrisa forzada. Notó que la comisura de los labios le temblaba.
—Hasta la vista, Damon. Ya nos…
—… veremos, el 30 de junio como muy tarde —dijo Damon—. Esperaré con impaciencia.
—¿Cómo puedo ponerme en contacto contigo?
Damon sonrió ampliamente.
—No te preocupes. Y no te molestes. Nosotros te encontraremos. ¡Prometido!
—De… acuerdo —respondió Ryan.
Al menos no moriría esa noche. No lo arrojarían por el acantilado. No le atarían un bloque de cemento a los pies y luego lo tirarían en el puerto más cercano. No cavarían una fosa en el jardín para meterlo dentro vivo y consciente y luego echarle encima paladas de tierra. Corría el rumor de que Damon se lo había hecho a un hombre que le debía dinero. Prefirió no imaginarse esa forma de morir.
Los dos hombres que lo habían interceptado delante de la casa de Nora entraron en la sala. Tal vez estaban escuchando fuera o quizá había un sistema de comunicación secreto entre ellos y Damon. Se situaron a ambos lados de Ryan sin decir palabra y lo escoltaron fuera.
Ryan se volvió un instante a mirar.
Damon seguía de pie en el centro de la habitación y sonreía. Incluso levantó la mano un momento y lo saludó.
Una despedida entre amigos.
Por segunda vez esa noche, Ryan estuvo a punto de vomitar.