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Vio entrar a la mujer en el edificio y, dos horas después, como no había vuelto a salir, supuso que ya no lo haría. En las ventanas del último piso se encendió la luz. No sabía con certeza en qué planta vivía, pero consideró probable que fuera en la buhardilla. Parecía joven y poco convencional. Habría encajado con ella.

Tenía que volver a casa. Había un buen trecho hasta Pembroke Dock, y Nora acabaría preguntándose dónde se había metido. Le había dicho que iba a ver a Debbie, cosa que no le hizo ninguna gracia, aunque tampoco intentó persuadirlo. Ryan notaba que Nora temía perderlo por la otra mujer, pero se contenía para no empeorar la situación con críticas y lamentos. Ryan sabía que, por muchos y diferentes motivos, Debbie y él nunca volverían a ser pareja, pero no le gustaba hablar de ello con Nora.

No hablaba con ella de muchas cosas. Sobre todo, de las cuestiones decisivas.

No había tenido un momento de calma desde que se enteró por su madre de que las circunstancias del secuestro seguían sin aclararse y que nadie sabía quiénes eran los verdaderos autores. De esa forma continuaba todo abierto, sobre todo la angustiosa posibilidad de que Damon y su gente estuvieran haciendo de las suyas. Y también la versión más angustiosa, que todo tuviera algo que ver con Vanessa Willard. Ryan no conseguía librarse de esa idea. Soñaba de nuevo con Vanessa, igual que todas las noches durante los primeros seis meses en la cárcel. Recordaba con terror esa época, las imágenes que lo perseguían y lo atormentaban. Y el alivio que se fue abriendo paso paulatinamente a medida que las impresiones se fueron debilitando, a medida que se desdibujaron y, poco a poco, quedaron relegadas al olvido.

Y ahora todo se reabría. Los sucesos de aquel lejano fin de semana se le aparecían perfilados con nitidez y fuerza, como si hubieran ocurrido ayer. De noche se despertaba sobresaltado de sueños terroríficos y de día se sorprendía divagando en una espiral de pensamientos oscuros y atormentadores. Incluso Dan, su jefe, que no estaba dotado de una gran sensibilidad, advirtió el cambio.

—Eh, tú, dime, ¿estás aquí? —le preguntó un día escrutándolo con la mirada—. ¿O te ronda algo por la cabeza? Estás ausente todo el rato, ¡y pones una cara muy rara!

—Hago bien mi trabajo, ¿no? Y creo que lo demás no te importa.

—Eh, ¡no te rebotes tan pronto! Puedo preguntar, ¿no? Tendrías que alegrarte de que alguien se interese por ti. Pareces un fantasma, ¿lo sabías? Pálido y con ojeras. ¡A ti te pasa algo!

Puesto que Dan era la última persona del mundo a la que se habría confiado, Ryan se limitó a guardar silencio y Dan acabó por rendirse mientras murmuraba algo sobre «la ingratitud», pero al menos lo dejó en paz. Eso no solucionó sus problemas, pero le quitó de encima la presión de tener que hablar de ellos.

Luego, una noche lo hizo. Le dijo a Nora que iría a ver a Debbie. Y, en vez de eso, fue hasta Mumbles. Tenía la dirección grabada a fuego en la memoria desde aquel domingo y no se le borraría hasta la hora de la muerte: la dirección que Vanessa Willard le había dado, aterrorizada, para que él se pusiera en contacto con su marido y empezaran las gestiones para liberarla lo antes posible.

Mumbles. También sabía el nombre de la calle y el número. Lo único que no sabía era si Matthew Willard seguía viviendo allí.

Poco antes de doblar por la calle en cuestión, se le revolvió el estómago; tuvo que parar y asomarse por la puerta del coche, pero solo escupió un poco de bilis en la hierba porque apenas había comido en todo el día. Luego se quedó un momento sentado en el coche, sin proseguir el viaje, sopesando si no sería mejor abortar el plan. ¿Qué iba a sacar de todo eso? ¿Descubrir si Vanessa Willard estaba viva? Suponiendo que la viera paseando por el jardín, ¿qué? Seguiría sin saber si tenía algo que ver con las agresiones a Debbie y Corinne. Y si no la veía, tampoco significaría que estuviera muerta. Además, si realmente la habían rescatado o había conseguido liberarse por sus propias fuerzas, ¿acaso no se habría enterado? La historia se habría publicado sin duda alguna en todos los periódicos del país, y en la cárcel no se estaba tan blindado como para que no hubiera llegado alguna información. A no ser que Vanessa no lo hubiera hecho público y hubiera regresado discretamente a su antigua vida o se hubiera ido a alguna otra parte. En las páginas web de distintas organizaciones dedicadas a personas que habían desaparecido sin dejar rastro todavía se la daba por desaparecida. Lo había comprobado. Eso podía indicar algo. Aunque no tenía por qué.

Al final, ya que se encontraba tan cerca, continuó. Encontró la casa enseguida y lo primero que vio fue el BMW negro en la entrada. El BMW que tan bien recordaba. Así pues, los Willard seguían viviendo allí. Al menos Matthew, el marido.

Aparcó enfrente de la casa y procuró controlar los síntomas físicos de una reacción extrema de estrés. Quizá incluso se tratara del comienzo de un ataque de pánico. En pocos segundos, todo el cuerpo se le empapó de sudor. Las náuseas aumentaron. Se vio la cara en el retrovisor. Había adquirido un tono grisáceo poco saludable y la piel le brillaba, húmeda.

Le temblaban las manos.

Fue peor que aquel día. Incluso peor que las primeras horas después del secuestro, y en aquellas horas también se encontró muy mal. Intentó respirar hondo.

«Si la que te está puteando es Vanessa, ¿cómo ha descubierto que estabas detrás de todo? ¿Y por qué no te denuncia y ya está? ¿Porque no le basta con una pena de cárcel? ¿Porque busca una venganza más cruel y perversa que una condena a prisión? ¿Y cómo lo hace? ¿De qué conoce a los criminales a los que ha contratado? ¿De dónde saca el dinero para pagarles? ¿No será demasiado rebuscado?

»Quizá. Pero no hay que descartarlo. Ha tenido tiempo. Más de dos años para planearlo todo y llevarlo a cabo.»

Cerró un momento los ojos para concentrarse en los ejercicios de respiración que había aprendido en el curso de control de la agresividad, pero le parecieron inútiles en esa situación. Cuando volvió a mirar hacia la casa lo vio: Matthew Willard. El marido al que seguramente había arrojado a un abismo de desesperación. No dudó de que se trataba de él, aunque solo fuera por el enorme pastor alemán de pelo largo que corría a su lado. Vanessa había dicho algo de ese perro. Ryan fue consciente de nuevo de que aquel día había tenido más suerte que sensatez: el perro lo habría descuartizado si lo hubiera sorprendido cuando anestesiaba a la mujer o la llevaba hasta su coche.

Al otro lado de Willard iba una mujer.

Y estaba claro que no era Vanessa.

Ryan se hundió en el asiento y los espió. La mujer era más baja que Vanessa y claramente más joven. Además, era de otro tipo: pelo largo, de color castaño oscuro y, por lo que pudo distinguir, ojos oscuros, pero una piel muy clara. Tendría unos treinta años, era guapa, pero vestía con ropa sencilla, ni de lejos tan cara como la que llevaba Vanessa. Saltaba a la vista que los pantalones verde caqui de algodón y la camiseta blanca procedían de una tienda barata. Llevaba zapatillas de deporte blancas. En la muñeca derecha lucía varios brazaletes de cuentas de vidrio de colores. Irradiaba cierto aire incombustible. A los ojos de Ryan, no encajaba con Matthew Willard, que le pareció un hombre muy serio y reservado. La expresión de su cara era un tanto rígida, como si se estuviera concentrando todo el rato en no exteriorizar ningún sentimiento, pensamientos ni sensaciones.

¿Se había consolado con otra mujer?

No daba la impresión de que fueran una pareja de enamorados. Recorrieron un trecho de la calle y luego doblaron hacia el pequeño parque que lindaba con la urbanización. No iban cogidos de la mano.

¿Tal vez acababan de conocerse? ¿O tan solo era una antigua amiga? Había que sopesar también otras posibilidades, tal vez fuera una hermana de Matthew. Su presencia no excluía necesariamente que Vanessa hubiera regresado, aunque Ryan no lo creía. La pesadilla parecía estar muy presente en los ojos de Matthew Willard.

Esperó y los vio volver del paseo sorprendentemente pronto. Era una tarde muy cálida y Ryan se fijó en que el perro de pelo largo corría más despacio que al salir. Estaba claro que habían ido a dar una vuelta corta solo por el animal. Los tres subieron al coche de Willard y se marcharon. Ryan reaccionó rápidamente, maniobró para dar la vuelta y los siguió. De ese modo descubrió dónde vivía la joven de pelo oscuro. A partir de entonces, se apostó varias veces delante de su casa, pero alternándolo con la vigilancia de la casa de Willard en Mumbles. Y había descubierto que los dos llegaban después del trabajo, se encerraban en casa y no volvían a salir ni recibían visitas. Fuera lo que fuese lo que los unía, no eran en absoluto una pareja típica. Se veían muy poco.

«En realidad, no estoy avanzando demasiado», reflexionó Ryan.

Aquella tarde pensó si no convendría dejar de vigilar a Willard y a la desconocida. Dejar de preocuparse. Dejar de especular con Damon o Vanessa o los dos a la vez. Sería mejor limitarse a esperar los próximos acontecimientos. Aunque le destrozara los nervios saber que el enemigo acechaba en la sombra. Que podía golpear en cualquier momento. Que no existía el menor indicio de cuándo ni dónde ocurriría.

Abandonó el puesto de vigilancia y regresó a Pembroke Dock. Se preguntó cómo sería una vida normal. Si fuera un ciudadano intachable que volvía del trabajo y se dirigía a casa y solo se planteaba la cuestión de qué habría para cenar o si después vería la tele. Se preguntó sobre todo si algún día tendría una vida normal.

«No, probablemente no», se dijo.

Lo terrible era que uno podía hundirse tanto en el fango que llegaba un momento en que ya no podía salir. En la vida se recibían una serie de oportunidades, un montón de posibilidades para volver a empezar, pero llegaba un punto en que eso se acababa. Uno creía que las cosas seguirían igual, pero luego comprendía que había perdido la última ocasión. Que a partir de entonces un desastre seguiría a otro y sería imposible evitarlo.

En su caso, eso significaba que Damon daría señales de vida exigiendo su dinero. Y Ryan no podría pagar. La reacción de Damon tendría unas consecuencias a las que él probablemente no sobreviviría.

O Vanessa continuaría aterrorizándolo, es decir, aterrorizando a su entorno por medio de matones pagados. Y un día alzaría el brazo para asestar el golpe final: o le ajustaba las cuentas de forma directa o lo entregaba a la policía. Y eso significaba de nuevo la cárcel. Irónicamente, ese hecho lo protegería de Damon, pero era lo único bueno que podía decirse al respecto.

La vida de Ryan, sobre todo las perspectivas, eran una pesadilla. Pensó si no sería mejor estamparse contra el primer muro que encontrara, pero sabía que era demasiado cobarde para hacerlo. Siempre había sido un cobarde. Su cobardía había contribuido en gran medida a catapultarlo a esa situación sin salida.

Cuando llegó a Pembroke Dock eran casi las diez y media. Las farolas estaban encendidas y solo en el oeste se veía aún un resplandor gris claro sobre el cielo negro nocturno. En esa época del año, las noches ya no eran completamente oscuras. La irrupción del verano era inminente. Ryan no conseguía alegrarse por ello.

Aparcó, bajó del coche y lo cerró con llave. Se armó interiormente. Se había hecho muy tarde, seguro que Nora estaba preocupada. Querría hablar con él, preguntarle por qué la evitaba y por qué rehuía las veladas con ella. Querría saber qué pasaba. A él no le apetecía. Prefería estar solo, no hablar con nadie.

Los hombres surgieron de repente de la nada. Uno a su derecha y el otro a su izquierda. No los oyó llegar y no habría sabido decir de dónde habían salido.

—¿Ryan Lee? —preguntó uno de ellos.

Ryan sopesó la posibilidad de que fueran policías. Pero más bien parecían macarras. No vestían con ropa de colores chillones ni iban cargados de joyas, pero tenían aspecto de ser insensibles y brutales. Máquinas de matar. Y Ryan nunca había visto policías de ese estilo.

—¿Sí? —contestó, inquisitivo.

Una mano lo sujetó por el brazo. No le hizo daño, pero el gesto resultó amenazador. Estaba claro que había que interpretarlo como una advertencia: Ryan no debía pensar en una posible huida.

—Damon quiere hablar contigo. Vamos a llevarte con él.

Había llegado la hora.

Ya lo tenían.