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Hacía una tarde de mayo magnífica, cálida y radiante, y acababa de decidir irme a casa y sentarme un rato en el parquecito de abajo, cuando Alexia asomó la cabeza en mi despacho. «Despacho» es una palabra rimbombante para referirme al cuarto diminuto en el que trabajaba: no era mayor que un compartimento de tren, y la mesa y las estanterías lo llenaban hasta tal punto que apenas podía darme la vuelta. Pero lo había arreglado para que resultara acogedor, incluso había puesto plantas en el alféizar de la ventana, las regaba y las cuidaba con cariño y por eso florecían en tonos resplandecientes.

—¡Qué bien que aún estés aquí, Jenna! —dijo Alexia.

Tenía en la cara la expresión de angustia que paulatinamente se estaba convirtiendo en habitual. También me fijé en que había adelgazado. Siembre había sido delgada, pero se estaba quedando en los huesos.

—Quería pedirte un favor —prosiguió—. ¿Puedes encargarte de un trabajo el sábado?

Levanté las manos en señal de aceptación.

—Pues claro. Ya sabes que no tengo compromisos los fines de semana. ¿De qué se trata?

—Estoy planificando lo del reportaje fotográfico —explicó Alexia—, lo de ponerse en forma en verano y acumular defensas para el otoño. Por ahí van los tiros. Y necesitamos imágenes estupendas, gratas. No quiero que los lectores se digan: «¡Oh, Dios mío, qué horror, ahora tengo que esforzarme y sudar todo el verano para no constiparme en octubre!». Hay que dirigirse a ellos de manera que enseguida les entren ganas de ir a un lugar maravilloso e idílico a practicar ciclismo, correr o, simplemente, pasear.

—De acuerdo —dije.

—Nada de adoctrinamiento —puntualizó Alexia—, solo puro deseo de vida.

—Tengo que ir al parque nacional de Pembrokeshire a buscar temas —deduje.

Ya me lo había encargado antes, pero la cosa no funcionó en el contexto de la excursión que hice con Matthew al área de descanso en la que Vanessa había desaparecido.

—¿No sería mejor llevarme a un fotógrafo? —pregunté.

Alexia negó con la cabeza.

—No. El reportaje va a salir bastante caro. Argilan quiere que la tirada suba de una vez, pero casi me arranca la cabeza por cualquier gasto extra que invierto en el esfuerzo. Si el fotógrafo pasa mucho tiempo buscando lo que quiere fotografiar y las modelos, porque vamos a necesitar modelos, tienen que estar sin hacer nada mientras tanto, la cosa se alargará al menos dos días y tendré que pagar a todos los que participen. Por eso tiene que estar todo muy claro y decidido, y luego habrá que realizarlo lo más rápidamente posible.

Sonreí con cierta ironía.

—Lo que, en otras palabras, significa que no cobraré el trabajo extra en fin de semana.

—Jenna, yo…

Me levanté, me acerqué a ella y le puse la mano en el brazo.

—No lo decía en serio.

Antes Alexia habría sabido que era una broma. Antes también habría sonreído irónicamente y me habría contestado con descaro. Pero en los últimos meses había perdido la práctica de reír y también la frescura.

—Alexia, lo haré por ti con mucho gusto. Pero ¿no crees que te sentaría bien encargarte tú misma? Aprovecha para hacer una bonita excursión con tu familia. Vais todos juntos, coméis en el campo, jugáis a algo y, entretanto, buscáis temas. Ya nunca te toca el aire. Además de otras cosas, tienes que conservar la salud.

Me miró casi enfadada.

—Me tomo este asunto muy en serio, Jenna. El reportaje fotográfico. Y no voy a fastidiarlo yendo a corretear por ahí con cuatro niños y sin poder concentrarme un solo segundo. ¿Crees que me dejarían en paz un solo momento?

—También está Ken.

—Pero él solo los controla hasta cierto punto. No, no tiene sentido. Bueno, Jenna, si no quieres hacerlo, me lo dices y yo…

De nuevo la acritud en su voz.

—Lo haré —la interrumpí—. Es solo que me preocupo por ti.

—Por cierto, Argilan ha vuelto a convocarme en Londres la semana que viene —dijo. Se esforzó por parecer despreocupada, pero se le notaba la tensión—. Por eso este fin de semana tengo cosas que hacer en la redacción y no puedo pasar un sábado entero dando vueltas por ahí. Ni siquiera sola, sin la familia.

—Pero si ya fuiste a Londres en abril. ¿Qué quiere ahora ese tío?

Alexia se encogió de hombros.

—Ni idea. A lo mejor me echa.

—No creo. Te lo habría comunicado por carta o por correo electrónico. No tiene tanto estilo como para sacrificar su tiempo en esas cosas.

Quería tranquilizarla, pero yo también estaba preocupada. Probablemente no la despediría, pero volvería a presionarla. Volvería a amenazarla con el despido. Le apretaría aún más las tuercas.

—Alexia… —comencé a decirle, pero me interrumpió bruscamente.

—Tengo cosas que hacer. Entonces ¿qué? ¿Todo claro?

—Por supuesto. Prometido.

Cuando ya casi había salido por la puerta, se volvió hacia mí.

—Puedes coger nuestro coche, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. Gracias.

Recogí mis cosas suspirando y emprendí el camino a casa. Hacía una tarde de ensueño, cálida como en pleno verano. Había mucho movimiento en las calles y en las plazas. A nadie le apetecía quedarse en casa aquella tarde. Las mujeres llevaban ropa ligera y sandalias. Los hombres, que salían en masa de las oficinas, se habían remangado la camisa y llevaban la americana colgada al hombro. Se respiraba un ambiente alegre y despreocupado. Aunque no estaba muy relajada después de la conversación con Alexia, se me contagió el buen humor que me rodeaba. Tenía proyectos y estaba segura de que eran buenos y me harían progresar.

Llevaba unas semanas pensando a menudo en estudiar una carrera y, a esas alturas, tenía claro qué era exactamente lo que quería hacer. Iba a matricularme en Historia y Literatura Inglesa y esperaba poder trabajar después en una editorial. Si todo salía bien, empezaría en otoño. Evidentemente, eso significaba que habría un montón de cambios en mi vida: dejaría el trabajo en la revista Healthcare y tendría que buscar otro empleo que no me exigiera tanto tiempo pero me ayudara a ir tirando. Tal vez de camarera los fines de semana o por la noche, además de canguros o pasear perros o cualquier otra cosa por el estilo. Estaba acostumbrada a trampear con trabajos ocasionales. Tendría que mudarme de piso, eso seguro, porque incluso el pequeño cuchitril de la buhardilla sería caro para mí. Tendría que pedir plaza en la residencia de estudiantes, aunque no sabía si, a mi edad, me admitirían. Seguramente tendría que buscar una habitación en un piso compartido. Por el momento, aparqué el plan de comprarme un coche. Esas cosas ya vendrían después. Cuando tuviera un título y una profesión de verdad.

Me hacía ilusión. Y me sentía llena de optimismo.

En el Sainsbury’s compré un paquete de panqueques que se calentaban en dos minutos en el microondas y una botella grande de sirope. Casi me pareció oír a mi madre criticándome: «¡Panqueques preparados y envasados en plástico! ¡Como si fuera tan difícil preparar la masa y hacerlos en la sartén! Además, ¡los panqueques no son para cenar!».

Por suerte, hacía mucho que no tenía que preocuparme por lo que opinara ella.

Al doblar la esquina de mi casa, me llamó la atención un coche aparcado delante del portal. Un Toyota Corolla azul. Normalmente no me habría fijado, porque siempre había muchos coches y nunca me había llamado la atención ninguno. Lo extraño fue que de repente me acordé de que lo había visto en ese mismo sitio unos días antes; el conductor estaba dentro, igual que ahora, y parecía vigilar la calle. No lo distinguía bien detrás del parabrisas, que emitía reflejos, pero me dio la impresión de que no leía ni miraba simplemente al vacío, sino que observaba lo que ocurría a su alrededor. Por un momento me molestó, pero luego me dije que el tío probablemente esperaba a alguien con quien había quedado. O vigilaba a su novia porque sospechaba que le era infiel. Quizá se trataba de un drama romántico en medio de Swansea.

Y a propósito de romanticismo: mi «historia» (por desgracia no podía hablar de «aventura» o «rollo» ni nada parecido) con Matthew avanzaba con extrema lentitud. Desde el malogrado domingo de finales de abril, nos habíamos visto en dos ocasiones. Una vez quedamos en un bar-restaurante, comimos juntos entre semana y charlamos muy amigablemente. Luego, el sábado del segundo fin de semana de mayo me invitó a su jardín porque hacía muy buen tiempo y le había contado que era insoportable estar en mi apartamento cuando hacía calor. Nos tumbamos al sol, leímos y volví a admirar el precioso jardín, las flores, el césped verde y reluciente y la pileta de piedra que hacía las veces de bebedero para pájaros y estaba debajo de las ramas de un cerezo, cargadas de fruta. Las sombras de las hojas del árbol danzaban en la superficie cristalina del agua, levemente encrespada por el viento. Los pájaros no paraban de revolotear alrededor, bebían o se bañaban. Aquel bebedero me fascinaba. Lo encontraba precioso. Plácido. Ver a los mirlos, de un negro radiante, o a los pequeños petirrojos barrigones chapoteando en el agua ejercía sobre mí un efecto enormemente tranquilizador. No quise preguntar, pero estaba convencida de que había sido Vanessa la que había colocado allí la pileta. Parecía propio de ella. Y la casa y el jardín, y también el pequeño bebedero de piedra, decían más de la mujer que había sido que todas las fotos que había visto de ella: una mujer con buen gusto, inteligente, muy retraída, pero consciente de serlo. Daba clases en la universidad. Seguro que no era nada tímida, pero estaría en paz consigo. Una mujer que podía permitirse no presumir de nada de lo que poseía porque, a fin de cuentas, para ella era de lo más natural. Una casa cálida y acogedora. El jardín que florecía tranquilamente al sol. El magnífico perro. Y, sobre todo, el marido atractivo y exitoso.

El mundo de Vanessa, que no le había caído sin más del cielo, era el producto de lo que era ella, de lo que representaba, de lo que había hecho y había conseguido.

Aquel sábado comprendí por primera vez que la relación entre Matthew y yo no se estancaba únicamente porque él no lograba controlar los recuerdos y los sentimientos de culpa. Yo también contribuía con mis complejos frente a Vanessa. De repente tuve que admitir que me sentía muy inferior. Me comparaba constantemente con una mujer a la que no conocía, pero a la que —tal vez injustamente— ensalzaba en mi imaginación. En todos los terrenos, el resultado de la comparación siempre iba en mi contra.

En lo más profundo de mi ser titubeaba, vacilaba a la hora de decidirme a seguir los pasos de Vanessa y convertirme en la mujer de Matthew, porque no me consideraba lo bastante buena. Hasta entonces no había reconocido ese aspecto de mí misma. Había pasado por etapas depresivas y más de una vez me había reprochado las cosas que hacía mal en la vida, los fracasos, pero nunca había tenido un sentimiento de inferioridad verdadero y constante frente a nadie en concreto, aunque probablemente se debía a que nunca me había medido con una persona desaparecida y a la vez omnipresente. El problema con Vanessa era que, para mí, no se trataba de una mujer, sino más bien de una especie de espíritu. Si me imaginaba que era fantástica, inteligente, guapa, superior, esa imagen se cimentaba en mi cabeza y no había manera de que se resquebrajase ni se empañara. Una persona de carne y hueso siempre acaba mostrando fallos y debilidades, y el culto entusiasta que pueda organizarse en torno a ella se encauza al menos hasta alcanzar una medida más o menos normal. Sin embargo, la aureola que yo había tejido alrededor de Vanessa Willard permanecía intacta.

Y nos bloqueaba a los dos, a Matthew y a mí.

Mientras subía la empinada escalera hasta mi apartamento, me pregunté qué diría Garrett sobre la extraña coyuntura en la que me encontraba. En una relación puramente platónica con un hombre que me parecía muy atractivo, pero cuya esposa, desaparecida sin dejar rastro, me mantenía tan a raya que no me atrevía a ser provocativa con él. A Garrett le habría fascinado y nos habría analizado a conciencia, tanto a mí como a los demás protagonistas de la obra. De pronto me di cuenta de que me gustaría hablarlo con él, de que echaba de menos conversar con él. Garrett podía ser terriblemente cínico, y muchas veces lo había sido a mi costa, pero también le importaba mucho lo que ocurría a su alrededor y se interesaba por todo con intensidad. Habíamos pasado noches enteras charlando sin aburrirnos nunca. Después de abandonarle, a veces me preguntaba con espanto si no estaría yo un poco perturbada, tal vez enferma, por no haber conseguido romper en ocho años con un engreído arrogante. Ahora comprendía que no debía ser tan severa conmigo. Simplemente, Garrett también tenía sus cosas buenas y durante mucho tiempo estas equilibraron las malas o, al menos, las relativizaron. Me fui cuando se rompió el equilibrio.

Al entrar en el apartamento oí el teléfono. Dejé las bolsas de la compra y llegué al aparato justo antes de que saltara el contestador automático.

—¿Sí? —Mi voz sonó jadeante por culpa de las escaleras.

—¿Jenna? Soy yo, Matthew. ¿Molesto?

—No, en absoluto. Acabo de entrar por la puerta.

Procuré no resollar como una locomotora vieja. Matthew me había dicho que Vanessa corría cinco kilómetros todos los días. Seguramente habría subido las escaleras hasta mi piso a paso ligero y la respiración no le habría cambiado en nada. Sin embargo, yo estaba en las últimas.

Otro punto negativo para mí, resaltado en negrita.

—¿Qué tal estás? —preguntó, y me pareció un tanto abstraído. Algo concreto le oprimía el corazón, pero no quería ir directamente al grano.

—Normal. Bien. Nada especial. ¿Y tú?

—No muy bien. Me han telefoneado de la residencia de ancianos donde vive la madre de Vanessa. Vivía. Murió ayer por la tarde.

—Matthew, ¡cuánto lo siento!

Le noté en la voz que esa pérdida lo afectaba de verdad. No porque fuera a echar de menos a la anciana demente, a la que no había vuelto a ver desde aquel domingo funesto del mes de agosto de 2009. Pero era la madre de Vanessa. Una parte de ella que ahora también desaparecía.

—Se fue apagando dulcemente —dijo Matthew—. Al menos, eso es lo que dice la directora del centro, y espero que sea cierto.

—Seguro. ¿Por qué iba a mentirte?

—En la residencia se ocupan de todos los trámites. El entierro es este viernes.

—¿Irás?

Matthew exhaló un profundo suspiro.

—Tengo que ir. Es mi suegra. Y me he ocupado poquísimo de ella desde… No me he ocupado nada, para ser más exactos. Ahora, como mínimo tengo que ir al entierro.

—No será fácil para ti.

Era obvio que no se trataba únicamente de la despedida. El viaje a Holyhead removería muchas cosas en su interior. De allí venían aquel día. La madre de Vanessa fue la última persona con la que pasaron el tiempo juntos antes de que ocurriera la desgracia. Las imágenes y los sentimientos lo desbordarían.

—No —admitió—, no será nada fácil. —Dudó un momento y luego preguntó—: ¿Me acompañarás?

No me lo esperaba. Yo no era su pareja oficial. Pero era una buena amiga. Y los amigos se ayudan en las situaciones difíciles. Por otro lado…

—Podría ser un problema —señalé—. Seguramente acudirán muchos parientes y… Bueno, no entenderán que haya otra mujer en tu vida sin que se haya aclarado de un modo incuestionable la suerte que corrió Vanessa. Tal vez supongan…

—¿Qué? ¿Que tenemos una relación? Eso no le importa a nadie —dijo Matthew—. Además, no creo que haya mucha gente. Vanessa no tiene hermanos y apenas mantenía contacto con sus tíos y tías, primos y primas. Y nadie se ha acordado hasta ahora de su madre. Más bien supongo que estaremos solos ante la tumba.

Y si yo no iba, al final se quedaría completamente solo. No podía hacerle eso. Así pues, accedí. Lo acompañaría.

Quedamos el jueves por la tarde después del trabajo. El entierro se celebraría el viernes a primera hora de la tarde. El viernes por la noche estaríamos de vuelta en Swansea. Tendría que pedir un día libre, pero el sábado cumpliría la promesa que le había hecho a Alexia de ir a buscar temas para el reportaje.

Terminamos la conversación. Estaba a punto de desenvolver los panqueques cuando el teléfono volvió a sonar.

Pensé que Matthew se habría olvidado de comentarme algo. Pero no era Matthew.

Era Garrett.

Dijo que me echaba de menos y que quería verme. Vendría a Swansea, si me parecía bien.